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«¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre [figura de la ardua tarea de poner la mira en las cosas de arriba], no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?» (Lucas 14:28).
«¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?» (Juan 5:44)
¿Acaso estas palabras describen el ejercicio de la fe salvadora como algo simple que muchos pueden producir? La palabra «gloria» significa claramente aprobación o alabanza. Mientras que los judíos estaban pendientes de mantener su posición y buena opinión entre sí, eran indiferentes a la aprobación de Dios, era imposible que ellos fueran a Cristo:
«Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Santiago 4:4).
El venir a Cristo de manera genuina, para creer en Él con fe salvífica, implica apartar nuestros corazones del mundo, alejando nuestra estima de los impíos y compañeros religiosos, y así identificar nuestras vidas con el despreciado y rechazado Señor Jesucristo. Esto implica someternos a Su yugo, rendirnos a Su señorío y vivir para Su gloria. Y esto no es una tarea fácil:
«Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre» (Juan 6:27).
¿Expresa esto que obtener la vida eterna es algo fácil? Pues no, y está muy lejos de serlo. Esto indica que el hombre debe en completa entrega, someter todos sus intereses durante su búsqueda, como también debe estar preparado para esforzarse de manera ardua y superar las dificultades. Entonces, ¿este versículo enseña que la salvación es por obras y por nuestros propios esfuerzos? No, y sí. No, en el sentido que cualquier cosa que hagamos pueda ameritar salvación, pues la vida eterna es un «regalo». Sí, en el sentido de que después de ser salvos, se nos demanda una búsqueda incondicional de Dios y un uso diligente de los medios prescritos de gracia. En ninguna parte de las Escrituras hay alguna promesa para la negligencia (Comparar con Hebreos 4:11).
«Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero» (Juan 6:44).
Claramente este pasaje declara mentira la teoría común de que en la voluntad del hombre está el poder de escoger. Por otro lado, vemos de manera obvia que este pasaje contradice la idea carnal y egocéntrica de que cualquiera puede recibir a Cristo como su Salvador en el momento que decida hacerlo. La razón por la cual el hombre natural no puede venir a Cristo a menos que el Padre lo «trajere», es porque es esclavo del pecado (Juan 8:34), de deleites diversos (Tito 3:3), cautivo del diablo (2 Timoteo 2:26). El poder del Todopoderoso debe romper sus cadenas y abrir las puertas de sus prisiones (Lucas 4:18) antes de venir a Cristo. ¿Puede alguno que ame las tinieblas y odie la luz, revertir el proceso por su propio poder? No, ningún hombre puede sanar por su propia voluntad una enfermedad que padezca. ¿Puede el etíope cambiar su color de piel o el leopardo cambiar sus manchas? Nada bueno pueden hacer los que están acostumbrados a la maldad (Jeremías 13:23).
«Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador?» (1 Pedro 4:18).
Matthew Henry dijo:
«Esto es la mejor manera de poder asegurar la salvación de sus almas, hay tantas tentaciones y dificultades las cuales enfrentar: mucho pecado a ser mortificado; la puerta es tan estrecha, y el camino tan angosto, que es más de lo que el justo puede hacer para ser salvo. Dejemos que la necesidad absoluta de salvación haga un equilibrio con sus dificultades. Considera que tus dificultades son grandes solo al principio, sobre todo porque Dios brinda Su ayuda y gracia; la lucha no durará por mucho tiempo. Se fiel hasta la muerte y Dios te dará la corona de la vida (Apocalipsis 2:10)».
Igualmente dice John Lillie
«Después de todo lo que Dios ha hecho enviando a Su Hijo y al Espíritu Santo, es con suprema dificultad que la obra de salvación del justo avanza hacia su consumación. La entrada al reino descansa en las muchas tribulaciones que se deben padecer, en las luchas contra las seducciones del mundo, en el debilitar la carne».
Entonces, pues, he aquí las razones por las cuales la fe salvífica es tan difícil de ponerse en función.
(1) Por naturaleza, los hombres son completamente ignorantes de su propia condición, y por lo tanto son engañados fácilmente por las artimañas de Satanás. Pero incluso cuando ellos están bíblicamente informados al respecto, tristemente le dan la espalda a Cristo, tal cual como lo hizo el joven rico cuando entendió las condiciones del discipulado, o sino profesan con hipocresía lo que en realidad no poseen.
(2) El poder del ego reina con poder en ellos, y negarse a sí mismos es algo demasiado grande para un no regenerado.
(3) El amor por las cosas del mundo y el obtener la aprobación de sus amigos los detiene de andar por un camino de completa rendición a Dios.
(4) El carnal repugna la exigencia de que Dios debe ser amado con todo el corazón y que debemos ser «santos en toda vuestra manera de vivir (1 Pedro 1:15).
(5) Ser vituperados por causa de Cristo, ser odiados por el mundo religioso (Juan 15:18), sufrir persecución a causa de la justicia, es algo que es rechazado por la carne.
(6) La humillación de nuestro corazón ante Dios, rindiendo y sujetando nuestra propia voluntad, es algo que un corazón duro aborrece.
(7) Pelear la buena batalla de la fe (1 Timoteo 6:12) y resistir al diablo (1 Juan 2:13) es una tarea demasiado difícil para aquellos que aman su propia comodidad.
Muchos desean ser salvados del infierno (lo que es un instinto natural de auto preservación) más están reacios a ser salvados del pecado. Hay cientos de miles que han sido engañados en el pensamiento de que ellos tienen que «aceptar a Cristo como su Salvador» mientras que sus vidas reflejan que lo han rechazado como Señor. Para que un pecador pueda tener el perdón de Dios debe «dejar su camino» (Isaías 55:7). Ningún hombre puede volverse a Dios hasta que no abandone sus ídolos (1 Tesalonicenses 1:9). Por esta razón el Señor Jesús insistió que
«cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»(Lucas 14:33).
Lo más grave es que muchos predicadores de hoy en día, bajo la pretensión de magnificar la gracia de Dios, han presentado a Cristo como el Ministro del pecado; como Aquel que ha provisto una indulgencia para que los hombres continúen satisfaciendo sus deseos carnales y mundanos. Si un hombre profesa creer en el nacimiento virginal y en la muerte vicaria de Cristo, y afirma estar descansando en Él para salvación, hoy en día puede pasar como un cristiano verdadero en cualquier parte, aunque su diario vivir no muestre diferencia alguna de la moral mundana de uno que no profesa nada.
El diablo está adormeciendo y dirigiendo a miles al infierno por medio de este gran engaño. El Señor Jesús dice: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lucas 6:46); e insiste: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7:21).
La tarea más difícil para muchos de nosotros no es aprender, sino desaprender. Muchos de los mismos hijos de Dios han bebido tanto del dulce veneno de Satanás, que no se les hace fácil expulsarlo de sus cuerpos; y mientras lo mantienen dentro, su entendimiento se embrutece. Esto llega a ser de tal manera, que la primera lectura de un texto como este puede impactarles como si fuera un ataque directo a la suficiencia de la obra consumada de Cristo, como si estuviéramos enseñando que al sacrificio expiatorio del Cordero, se le necesita agregar algo de la criatura. No es eso lo que estamos diciendo, sino que solo los méritos de Cristo pueden darle al pecador el privilegio de estar frente al grandioso Santo Dios. Pero lo que estamos argumentando es ¿Cuándo imputa Dios la justicia de Cristo al pecador? Indudablemente no mientras este en oposición a Dios.
Por otra parte, no podemos honrar la obra de Cristo hasta que definamos de manera correcta el motivo para la cual fue ideada. El Señor no vino a morir para proporcionar el perdón de los pecados, y llevarnos al cielo mientras nuestros corazones permanecen aún anclados a la tierra. No, Él vino a preparar el camino al cielo (Juan 10:4; 14:4; Hebreos 10:20–22; 1 Pedro 2:21), para llamar a los hombres a que anden en ese camino, y por medio de Sus preceptos y promesas, de Su ejemplo y Su Espíritu, Él pueda formar y moldear sus almas para ese estado glorioso y hacerlos que abandonen todas las cosas por Su causa. Él vivió y murió para que Su Espíritu viniera y resucitara a los muertos en pecados y les diera vida, haciéndolos nuevas criaturas en Él, y haciendo de su permanencia en este mundo como la de aquellos que ya no están allí, cuyos corazones ya han partido. Cristo no vino para que el cambio de corazón, el arrepentimiento, la fe, la santidad personal, el amor supremo por Dios y la obediencia sin reservas a Él sean innecesarias, o para que sea posible ser salvos sin estas cosas ¡qué pensamiento tan insensato sería ese!
Querido lector, esto se convierte en una prueba para cada uno de nuestros corazones al enfrentar honestamente la pregunta, ¿Esto es realmente lo que anhelo? Así como Bunyan preguntó (en su obra The Jerusalem Sinner Saved [El pecador de Jerusalén redimido])
«¿Cuáles son tus deseos? ¿Deseas ser salvo? ¿Ser salvado con una salvación completa? ¿Ser salvado de toda culpabilidad y de toda inmundicia? ¿Deseas ser un siervo del Señor? ¿Estás cansado del servicio a tu viejo maestro: el diablo, el pecado y el mundo? ¿Estos deseos te han hecho correr? ¿Corres al Señor el cual es el Salvador de la ira venidera, para vida? Si estos son tus deseos, y no son fingidos, entonces no temas».
«Muchas personas piensan que cuando predicamos la salvación, queremos decir salvación de ir al infierno. No queremos decir eso, sino mucho más: predicamos salvación del pecado; decimos que Cristo puede salvar a un hombre, y queremos decir que Él puede salvarlo del pecado y hacerlo santo; hacerlo un nuevo hombre. Ninguna persona tiene el derecho de decir «Soy salvo,» mientras continua en pecado como siempre. ¿Cómo puedes ser salvo del pecado mientras vives en él? Un hombre que se esté ahogando no puede decir que es salvo del agua mientras sigue hundido en ella; un hombre que está congelado no puede decir que es salvo del frío mientras este endurecido en medio del invierno. No amigo, Cristo no vino a salvarte en tus pecados sino de tus pecados, no vino para suavizar la enfermedad de tal manera que no te afecte tanto. Él vino para tratar con ella como una enfermedad mortal, y removerla de ti y a ti de ella. Jesucristo vino a sanarnos de la plaga del pecado, vino a tocarnos con sus manos y decir «Yo quiero, sé limpio» (C. H. Spurgeon, acerca de Mateo 9:12).
Aquellos que no anhelan de corazón la santidad y la justicia, se engañan a sí mismos cuando pretenden querer ser salvos por Cristo. El hecho es que muchos hoy en día lo que quieren es simplemente una medicina para calmar sus consciencias, que les permita tranquilamente andar en un camino de placeres y continuar en sus caminos mundanos sin ningún temor al castigo eterno. La naturaleza humana es la misma en todo el mundo, ese instinto miserable que hace que multitudes crean que pagándole a un sacerdote unos cuantos dólares obtendrán el perdón de todos sus pecados pasados, y por una «indulgencia» obtendrán el perdón de los pecados futuros; el mismo instinto que hace a otros tragarse con facilidad la mentira de que con un corazón roto y penitente, por ese simple acto de propia voluntad, ellos podrán «creer en Cristo», y de este modo no solo obtener el perdón de Dios por los pecados pasados sino también una «seguridad eterna», sin importar lo que hagan o no en el futuro.
Oh mi querido lector, no seas engañado; Dios no libra a ninguno de la condenación a menos que sea de aquellos «que están en Cristo» (Romanos 8:1), y «si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron (no «deberían pasar»); he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). La fe salvífica hace que un pecador venga a Cristo con un alma sedienta de beber agua viva y de Su Espíritu (Juan 7:38–39). El amar a nuestros enemigos y bendecir a los que nos maldicen, el orar por los que nos ultrajan, está muy lejos de ser una cosa sencilla, y aun así esta no es la única tarea que Cristo entrega a los que desean ser Sus discípulos. Al actuar así, Él nos ha dejado un ejemplo para seguir Sus pasos. Y Su «salvación», en su aplicación presente, consiste en revelar a nuestro corazón la necesidad obligatoria de ser dignos de Su alto y santo estándar, comprendiendo nuestra impotente capacidad de serlo; y creando en nosotros hambre y sed de justicia, y un volverse diario hacia Él clamando por la gracia y fuerza necesarias.
4. Su Comunicación
Desde el punto de vista humano, las cosas están mal en el mundo. Pero desde el punto de vista espiritual las cosas están mucho peor en la esfera religiosa. Qué triste es ver los cultos anticristianos creciendo por todos lados, pero lo más grave para aquellos que son enseñados por Dios, es descubrir que gran parte del «evangelio» que se les está predicando en muchas «iglesias fundamentalistas» no son más que engaños satánicos. El diablo sabe que sus prisioneros están asegurados mientras que la gracia de Dios y la obra consumada de Cristo sean proclamadas «fielmente» a ellos, pero siempre y cuando la única manera en que los pecadores reciben las virtudes salvíficas de la Expiación sea, sea infielmente escondida. Mientras que la autoridad y el mandato al arrepentimiento sean excluidos, mientras las condiciones de Cristo para el discipulado (es decir, como ser un cristiano: Hechos 11:26; Lucas 14:26, 27, 33) sean retenidas, y mientras la fe salvífica sea reducida a un simple acto de la voluntad humana, hombres ciegos continuarán siendo guiados por predicadores ciegos, para ambos caer en el mismo hoyo.
Las cosas están mucho peor en sectores «ortodoxos» de la cristiandad, incluso más de lo que la mayoría del pueblo de Dios cree. Las cosas están podridas incluso desde su misma base, porque, salvo en muy raras excepciones, el camino de Dios para la salvación ya no está siendo enseñado. Miles de personas están «siempre aprendiendo» cosas sobre profecía, sobre sus tipos, el significado de los números, como dividir las «dispensaciones», pero sin embargo, «nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad» (2 Timoteo. 3:7) de la salvación misma —no pueden porque no están dispuestos a pagar el precio (Proverbios 23:23) el cual consiste en una entrega total a Dios. Hasta donde el escritor entiende esta situación, le parece que lo que hoy se necesita es dirigir la atención de los cristianos profesantes hacia preguntas tales como: ¿Cuándo Dios aplica las virtudes de la obra consumada de Cristo al pecador? ¿Qué he sido llamado a hacer, a fin de apropiarme de la eficacia de la expiación de Cristo? ¿Qué es lo que me da una entrada a las bondades de Su redención?
Estas preguntas son sólo tres maneras diferentes de formular la misma duda. Ahora la respuesta común que se recibe es: «Nada más se le requiere al pecador que crea en el Señor Jesucristo» Anteriormente hemos intentado mostrar que semejante respuesta es engañosa, insuficiente, errada; y esto, porque ignora todas las otras partes de la Escritura donde se establece lo que Dios demanda del pecador: esta respuesta excluye las demandas de Dios al arrepentimiento (con todo lo que requiere e incluye), y las condiciones para el discipulado claramente definidas por Cristo en Lucas 14. El limitarnos a nosotros mismos a una sola condición de un tema en la Escritura o a un grupo de pasajes que usan esa condición, resulta en una concepción errada del tema. Quienes limitan sus ideas sobre la regeneración a solo la figura del nuevo nacimiento caen en un grave error en cuanto a esto. Así que quienes limitan su pensamiento sobre cómo ser salvos solamente a la palabra «creer» son fácilmente engañados. Se necesita ser diligentemente cuidadoso para reunir todo lo que las Escrituras enseñan acerca de cualquier tema si queremos tener una perspectiva precisa y correcta.
Para ser más precisos, en Romanos 10:13 leemos: «porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» Ahora, ¿Quiere esto decir que todo el que, con sus labios, clame al Señor, que quienes en el nombre de Cristo hayan buscado a Dios para que tenga misericordia de ellos, han sido salvos? Quienes responden afirmativamente han sido engañados por el simple sonido de las palabras, como está engañado el Romanista que contiende por la presencia del cuerpo de Cristo en el pan, porque Él dijo: «esto es Mi cuerpo». Y ¿cómo demostramos que tal Romanista está engañado? comparando la Escritura con la Escritura. Así también aquí. El escritor bien recuerda haber estado en un barco en una gran tormenta en la costa de Newfoundland. Todas las escotillas estaban aseguradas y por tres días ningún pasajero podía subir a cubierta. Los reportes de los que estaban a cargo eran inquietantes. Todos, incluso los hombres más fuertes estaban atemorizados. Según la brisa aumentaba y el barco navegaba cada vez peor, muchos hombres y mujeres fueron oídos clamando el nombre del Señor. ¿Los salvó el Señor? Uno o dos días después, el clima cambió y, ¡esas mismas personas estaban bebiendo, maldiciendo y jugando a las cartas!
Quizás alguno pregunte, «¿Pero no es eso lo que Romanos 10:13 dice?» Por supuesto que sí, pero ningún verso de la Escritura muestra su significado a gente perezosa. Cristo mismo nos dice que hay muchos que lo llaman «Señor» a los cuales Él les dirá «Apartaos de mí» (Mateo 7:22, 23). Entonces, ¿qué es lo que se debe hacer con Romanos 10:13? Pues, compararlo de manera diligente con los demás textos que dan a conocer lo que debe hacer el pecador para que Dios lo salve. Si solo el temor a la muerte y el terror de ir al infierno es lo que motiva al pecador a clamar al Señor, es lo mismo que clamar a los árboles. El Todopoderoso no está a la orden de cualquier rebelde que ruega por misericordia cuando está aterrorizado:
«El que aparta su oído para no oír la ley, Su oración también es abominable» (Proverbios 28:9).
«El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13).
Él único «llamado a Su nombre» que el Señor atiende es el de un corazón quebrantado, penitente, que aborrece del pecado y anhela la santidad.
El mismo principio se aplica a Hechos 16:31; y que dice de forma similar «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo». Para un lector casual, esto parece asunto simple, sin embargo, un estudio más profundo a esas palabras mostrará que implica más cosas de las que se ven a primera vista. Vemos que los apóstoles no le dijeron al carcelero de Filipos que solamente «descansara en la obra consumada de Cristo», o que «confiara en Su sacrificio expiatorio». En lugar de eso, fue una Persona quien fue presentada delante de él. De nuevo, no fue simplemente un «cree en el Salvador», sino «el Señor Jesucristo». Juan 1:12 claramente nos muestra que «creer» es «recibir», y que para que un pecador sea salvo debe recibir a Uno que no es solo es Salvador sino también «Señor», sí, él debe recibirlo como «Señor» y luego Él se convierte en el Salvador de esa persona. Y recibir a «Jesucristo el Señor» (Colosenses 2:6) implica necesariamente la renuncia a nuestro señorío pecaminoso, el arrojar las armas de nuestra guerra contra El, y el sometimiento a Su yugo y a Sus reglas. Antes de que cualquier humano rebelde sea llevado a hacer eso, un milagro gracia Divina tiene que ser forjado dentro de él. Y esto nos trae inmediatamente al aspecto que nos ocupa en nuestro tema.
La fe salvífica no es un producto del corazón del ser humano, sino una gracia especial proveniente de lo alto. «Es don de Dios» (Efesios 2:8). Es operada por Dios (Colosenses 2:12). Es el «poder de Dios» (1 Corintios 2:5). El texto más resaltante sobre este tema lo encontramos en Efesios 1:16–20. Ahí encontramos al apóstol Pablo orando para que los ojos de los santos sean alumbrados en entendimiento, de manera que conozcan «la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales». No la fuerza del poder de Dios ni su grandeza, sino «la supereminente grandeza de su poder para con nosotros». Note también el estándar de la comparación: «nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales».
Dios ejerció el «poder de Su fuerza» cuando resucitó a Cristo. Hubo un extraordinario poder que buscaba afectar, incluso a Satanás y todas sus huestes. Hubo una dificultad extraordinaria que vencer, incluso la conquista de la gracia. Hubo un resultado extraordinario que lograr, es decir el darle vida a Uno que estaba muerto. Sólo Dios mismo podía realizar a un milagro tan estupendo. Exactamente parecido a esto es ese milagro de la gracia el cual activa la fe salvadora. El diablo emplea todas sus artes y poderes para retener sus cautivos. El pecador está muerto en sus delitos y pecados, y no puede resucitarse a sí mismo, así como no puede crear al mundo. Su corazón está cubierto de vestidos fúnebres de los deseos de la carne, y solo la Omnipotencia puede levantarlo a una comunión con Dios. Bien puede todo verdadero siervo del Señor imitar al apóstol Pablo y orar fervorosamente para que Dios ilumine a Su pueblo concerniente a esta maravilla de maravillas, de modo que, en lugar de atribuirle su fe a un producto de su propia voluntad, ellos puedan libremente darle toda la honra y la gloria a Aquél Quien es el único a quien pertenecen.
Si tan sólo los cristianos profesos de esta generación comenzaran a obtener un entendimiento correcto de la verdadera condición de todo hombre por naturaleza, pudieran tener menos inclinación a vacilar en contra de la enseñanza de que solo un milagro de la gracia puede capacitar al pecador para que crea en la salvación de su alma, si ellos pudieran solamente ver que la actitud del corazón hacia Dios de los más refinados y moralistas no difiere en lo más mínimo a los vulgares y viciosos; y que el que es amable y bueno hacia sus semejantes no tendrá más deseo por Cristo del que lo tiene el egoísta y obstinado; entonces esto hará evidente el poder Divino que opera para cambiar el corazón. Divino el poder que se necesitó para crear, pero uno mucho mayor se necesita para regenerar un alma; la creación es tan sólo el hacer algo de la nada, pero la regeneración es la transformación no solamente de algo no hermoso, sino de algo que resiste con todo su poder los diseños de la gracia del Alfarero celestial.
No es que simplemente el Espíritu Santo se acerca a un corazón en el cual no hay amor por Dios, sino que Él lo encuentra lleno de enemistad contra Él, e incapaz de sujetarse a Su ley (Romanos 8:7). Lo cierto, es que la persona quizás este un tanto desapercibida de esta verdad tan terrible, y también preparada para negarlo. Pero esto es fácil de notar. Si esta persona ha oído solamente sobre el amor, la gracia, la misericordia y la bondad de Dios; sería un hecho sorprendente que lo odie. Pero una vez que el Dios de las Escrituras se da a conocer en el poder del Espíritu, la persona se dará cuenta que Dios es el Gobernador de este mundo, el cual demanda sumisión incondicional a todas Sus leyes; pues Él es inflexiblemente justo y «de ningún modo tendrá por inocente al malvado»; Él es soberano, ama a quien desea y odia a quien quiere; está lejos de ser un Creador ligero, tolerante y complaciente (que pasa por alto la maldad de Sus criaturas), Él es indudablemente santo, por lo tanto Su justa ira arde contra los hacedores de iniquidad; entonces las personas serán conscientes de la enemistad que surge contra Él desde su propio corazón. Y solamente el maravilloso poder de Su Espíritu puede vencer esa enemistad y hacer que cualquier rebelde genuinamente ame al Dios de las Santas Escrituras.
El Puritano Thomas Goodwin correctamente dijo, «Es más fácil que un lobo se case con un cordero, o un cordero con un lobo, que un corazón carnal se sujete a la ley de Dios, la cual era su antiguo esposo» (Romanos 7:6). Esto consiste en transformar una cosa en algo completamente diferente. El convertir el agua en vino (aunque tiene un significado simbólico) es un milagro. Pero convertir un lobo en cordero, convertir fuego en agua, es un milagro aún mayor. Entre nada y algo existe una distancia infinita, pero entre el pecado y gracia hay una distancia mucho mayor de la que puede haber entre nada y el ángel más alto del cielo (...) Destruir el poder del pecado en el alma del hombre es una obra mucho más grande que quitar la culpabilidad del pecado. Es más fácil decirle a un ciego: “Ve”, y a un paralítico, “Camina”, que a un hombre que yace bajo el poder del pecado: “Vive, sé santo”, porque existe aquello a lo que voluntad no se ha de sujetar».
En 2 Corintios 10:4, el apóstol describe la naturaleza de la obra a la cual los verdaderos siervos de Cristo son llamados. Es un conflicto con las fuerzas de Satanás. Las armas de su milicia «no son carnales», ¿cómo podrían ir la batalla los soldados modernos usando únicamente espadas de madera y escudos de papel?, así entonces como piensan muchos predicadores modernos ¿pueden ser liberados los cautivos del diablo por los medios de la apelación humana, métodos carnales, anécdotas sentimentales, música atractiva y muchos otros medios más? Pues no, «sus armas» son la «Palabra de Dios» y «toda oración» (Efesios 6:17–18); y aun estas son poderosas solo «por Dios», esto es por Su bendición directa y especial sobre almas particulares. En lo que sigue, se da una descripción donde se puede ver el poder de Dios, especialmente en la oposición que éste encuentra y vence; «derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Corintios 10:5).
Es aquí donde está el poder de Dios: cuando le place ejercerlo en la salvación de un pecador. Él corazón de ese pecador está fortificado en contra de Él: se hace de hierro contra Sus demandas, y Sus reclamos de justicia. Ha determinado no someterse a Su ley, ni abandonar los ídolos que Él prohíbe. Ese rebelde altivo ha dispuesto su mente a que no dejará los deleites de este mundo ni los placeres del pecado para darle a Dios el lugar supremo en sus afectos. Pero Dios ha determinado vencer su oposición pecaminosa, y transformarlo en un ser amoroso y leal. La figura que aquí se usa es la de una ciudad sitiada: el corazón. Sus «fortalezas»: el poder reinante de la carne y los deseos mundanos, son «demolidos»; la voluntad propia se rompe, el orgullo es sometido, y el rebelde arrogante es hecho cautivo a la «obediencia de Cristo». La frase «poderosas en Dios» señala hacia este milagro de la gracia.
Hay otro detalle apuntado en la enseñanza sacada de Efesios 1:19, 20, la cual ejemplifica el gran poder de Dios; al decir, «y sentándole (a Cristo) a su diestra en los lugares celestiales». Los miembros del cuerpo de Cristo son predestinados a ser conformados a la gloriosa imagen de su Cabeza glorificada: en proceso ahora; y perfectamente en el día venidero. La ascensión de Cristo era contraria a la naturaleza, pues se oponía a la ley de la gravedad. Pero el poder de Dios venció esta oposición y trasladó el cuerpo de Su Hijo resucitado al cielo. De igual manera, Su gracia produce en Su pueblo algo que es contrario a la naturaleza, el vencer la oposición de la carne, y alinear sus corazones a las cosas de arriba. Cuan sorprendente seria para nosotros ver a un hombre extender sus brazos, y de repente dejar la tierra, subiendo desde el suelo hasta el cielo. Sin embargo, es aún más maravilloso cuando podemos contemplar el poder del Espíritu haciendo que una criatura pecadora se levante por encima de las tentaciones, la mundanalidad y el pecado, y respire la atmósfera del cielo, cuando a un alma humana se le hace odiar las cosas de esta tierra y encuentra así su satisfacción en las cosas de arriba.
El orden histórico con respecto a la Cabeza en Efesios 1:19–20, es también el orden en la práctica con respecto a los miembros de Su cuerpo. Antes de sentar a Su Hijo a Su diestra en los lugares celestiales, Dios Lo levantó de la muerte; de modo que antes de que el Espíritu Santo ajustara el corazón de un pecador con Cristo, Él primero debía darle una nueva vida. Primero debe haber vida antes de que haya vista, fe o buenas obras realizadas. Uno que está físicamente muerto es incapaz de hacer nada; así el que está espiritualmente muerto es incapaz de realizar algún ejercicio espiritual. Primero se le dio vida a Lázaro, y luego se le removió la ropa fúnebre que lo ataba de manos y pies. Dios debe regenerar antes de que pueda haber una «nueva criatura en Cristo Jesús». El lavamiento de un niño sigue a su nacimiento.
Cuando la vida espiritual ha sido transmitida a un alma, la persona es entonces capaz de ver las cosas como realmente son. En la luz de Dios puede ver la luz (Salmos 36:9). Él ahora puede percibir (por medio del Espíritu Santo) cuan rebelde había sido durante toda su vida contra su Creador y Ayudador: que en lugar de hacer suya la voluntad de Dios, ha ido por su propio camino; que en lugar de tener presente la gloria de Dios ha solamente procurado agradarse y complacerse a sí mismo. Aunque haya participado de todas las formas externas de la maldad, ahora reconoce que es un leproso espiritual, una criatura vil y contaminada, totalmente incapaz de acercarse, y mucho menos habitar con Él que es indudablemente Santo; y tal entendimiento le hace sentir que su caso no tiene esperanza alguna.