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Violencia de fin del siglo XX y memoria histórica en la entrada del siglo XXI

Con respecto al contexto histórico social tengo que hablar, por un lado, de la definición de violencia en la época finisecular; entiendo entonces que la guerra en Colombia se presentó como una tendencia predominante durante la mayor parte del siglo XX, salvo por los momentos de pacificación. Estos períodos de violencia tuvieron un fuerte impacto tanto en lo rural como en lo urbano, donde los actos de barbarie perpetuados por paramilitares, guerrillas y grupos militares conformaron un cierto orden social que puede ser equiparable a una de las formas de ejercicio del poder contemporáneo en lo que Agamben denomina “estado de excepción” (2005) muy en consonancia con el epígrafe que vengo siguiendo desde el comienzo de este texto:

El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político. Desde entonces, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) devino una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, aun de aquellos así llamados democráticos (Agamben, 2005, p. 25).

De tal suerte que cuando se habla de estado de excepción, incluso en esta relación con la poesía, se remite al orden y presencia del Estado en las poblaciones a través de la guerra como único fundamento de la cotidianidad, telón de fondo de la producción poética y literaria de la época. Para lo que corresponde a esta investigación, asumo el estado de excepción como la operación del orden social impuesto sobre los ciudadanos no integrados al sistema político hegemónico establecido que se perpetúa mediante dinámicas de miedo y terror.

De aquí derivan las masacres, desaparición forzada de más de 82.998 personas (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2018), 6.000.000 de desplazados a lo largo y ancho del territorio colombiano (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015), en un país como Colombia cuya estructura social y legislativa se conforma en el Estado Social de Derecho y la democracia; en este sentido vale acotar las palabras de Agamben (2005): “El estado de excepción se presenta más bien desde esta perspectiva como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo” (p. 26).

Según lo anterior, me remito a dos hechos que no puedo dejar pasar por alto: el primero el de la criminalización que se adjudicó a los poetas asesinados y el segundo el del umbral de indeterminación de la legalidad, de la norma, al mismo tiempo que las políticas de memoria que contempla el nuevo milenio, derivadas de esta cruenta época finisecular. En el primer caso, ese umbral se materializa a partir del orden, la vigilancia que se instaura en Colombia a través de los conflictos que se dan entre los grupos armados, dejando como víctimas a quienes estaban en diferencia o disidencia de cualquier opción alternativa ante la guerra; es decir, a gestores culturales, poetas, escritores, periodistas o todo aquel que hiciera uso y derecho de la palabra en contra de cualquier acción armada para la resolución del conflicto.

En este caso, los poetas Julio Daniel Chaparro y Tirso Vélez, así como otras personas víctimas de la imposición violenta de este orden que aparecen recordadas en sus poemas, constituyen una virtual peligrosidad para los dispositivos de control que se normalizan por la violencia y la memoria. La peligrosidad está en el decir, en la denuncia a través de la poesía y en las implicaciones que en ambos momentos tiene ese decir, los llevó a ser estigmatizados como criminales para el orden establecido.

En este contexto de estado de excepción normalizado en la época finisecular y extendido hasta nuestros días a través de las políticas de la memoria, en la medida en que permanece la impunidad de los crímenes y violaciones a los derechos humanos que se cometieron durante el fin de siglo, entiendo que el denunciar, aunque fuera a través de poemas, los despojos cometidos contra la población e incluso la falta de justicia, constituye una forma de tal peligrosidad en el sentido en que se trata entonces de una sociedad disciplinar que castiga el decir dónde, según Foucault (1996):

La noción de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones efectivas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan (p. 42).

La noción de peligrosidad es una clave para tratar de comprender lo que pasa con la poesía de ambos autores y con sus obras después de su muerte, de su asesinato. También es una noción que me permite entender la condición de escritura en emboscada, puesto que deriva de tal peligrosidad. Estos poetas, mientras estaban vivos, hicieron parte de grupos partidos políticos de izquierda y se mostraron como potencialmente peligrosos en el momento de relacionar la poesía con su pensamiento político a través de la palabra. Se convirtieron en blanco de persecuciones políticas, como en el caso de Vélez, a quien apresaron en una ocasión por denunciar las injusticias de la guerra en uno de sus poemas, pero también por sus acciones como líder político de partido. A Chaparro, el oficio del reportaje lo volvió amenazante por lo que mostraba en sus crónicas. Ambos murieron silenciados por las balas.

Esta infracción de la poesía y el ejercicio de escritura nos muestran las resistencias que la palabra tiene con respecto al orden establecido y su efectividad con respecto a las formas alternativas frente a la guerra instaurada en las poblaciones. Los poemas de ambos autores se pronuncian, sin ser panfletarios de partidos políticos, con respecto a la movilización de sentimientos diferentes a los que operan con el estado de excepción y con ello se establece una política de escritura y una manera de ser autor, en peligro por la infracción que supone su palabra para el orden de violencias generalizado.

Por tanto, la construcción de autoría está ligada a estas problemáticas. Julio Daniel Chaparro era periodista y estaba ejerciendo como tal en 1999, cuando fue asesinado, hacía crónicas sobre la situación del conflicto en las poblaciones rurales de Colombia y las entregaba al periódico El Espectador; además, hacía parte activa de grupos políticos cuya ideología era de izquierda. Tirso Vélez era candidato a la gobernación de Norte de Santander cuando fue asesinado en 2003; antes de eso, había sido apresado en 1993, acusado de prestar vehículos a las guerrillas, la denuncia se hizo luego de que el entonces alcalde de Tibú publicara un poema titulado para entonces “Tíbú, sueño de paz”.

Ambos autores, con su poesía reunida, se publican en el marco de implantación de políticas de la memoria, en otro de los períodos de pacificación que contribuyen a nombrar lo sucedido, pero que no desvinculan la categoría de peligrosidad de los poemarios por lo que en ellos se interpela, como observo y quiero definir a partir del enfoque de la crítica de la memoria en Colombia.

En Colombia se define la memoria histórica en el marco del proceso llamado posconflicto y los acuerdos de paz. Primero tenemos que remitirnos al concepto de “posconflicto”, porque surge como un proceso que se analiza y una noción que se crea en la academia, mediada por las políticas globales y la necesidad económica de inserción política del país a la dinámica de mercado internacional, es decir, a la continuidad de la modernización que se implementa desde el siglo XX.

La construcción del concepto posconflicto se elaboró desde la academia, así lo documenta Miguel Cárdenas Rivera (2003).Se convocó en 2003 una reunión a cargo del centro de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes con diferentes actores institucionales, esta enunciación se hizo con base en una dimensión global de lucha por la aplicación de los derechos humanos, económicos y sociales en función del desarrollo; es decir, los procesos de montaje del concepto son políticos y hegemónicos, se decidieron bajo una lógica que responde a la economía de orden neoliberal que organiza el orden y los territorios locales desde escenarios centrales y académicos alejados de las dinámicas locales (Cárdenas, 2003).

Los enfoques del concepto pasan por dos alcances; el de superar la condición de guerra y pretender que se madure la guerra, y el del Banco Mundial, que recoge las experiencias de otros procesos de posconflicto en el mundo y a partir de los cuales se sentaron las bases y análisis para la construcción de los Acuerdos de Paz en 2016. Con todo ello, se revisó esta experiencia y se impuso un discurso en todos los medios de circulación nacional e internacional que atiende al posconflicto como dinámica de negociación entre el Gobierno y uno de los grupos más grandes de las guerrillas colombianas, el de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Con todas las complicaciones en el camino, con la adjudicación de un Premio Nobel de Paz al presidente que lideró el proceso, con un plebiscito fallido por la paz, este ambiente de tensiones políticas impuso una dinámica también de la memoria.

Todo esto me lleva a colegir que la definición de posconflicto desde lo académico atiende a buscar soluciones centralistas y estructurales por un lado y otro donde se entiende que la ausencia del enfrentamiento bélico es necesaria. También están quienes consideran salidas intermedias, pero mientras que todo esto no tenga discusiones territoriales, no dejará de sumarse a las imposiciones de soluciones que no atienden a la realidad o la democracia de los pueblos que lo sufren. Quienes consideran posturas intermedias, aluden a la necesidad de favorecer políticas económicas y sociales de control de armas y lavado de activos, lo cual también irradia profundamente a una cultura marcada por las operaciones de guerra que cada vez naturaliza más este tipo de existencia y subjetividad en el país. Esta noción es importante relacionarla porque es la declaración de la necesidad y la conveniencia institucional de acabar con la guerra y expresa las ambigüedades del discurso banalizado de la paz, que no atiende a lo afectivo, a la construcción y declaración desde la colectividad y las comunidades en condición de guerra, sino desde élites académicas.

Se necesita acabar la guerra para que Colombia se vincule a las políticas globales de cumplimiento de derechos y, por tanto, haya mayor inversión extranjera, lo cual contrasta con la economía extractiva que opera en Colombia desde el siglo XX y los procesos de modernización que incluyen la instauración de la guerra en los territorios rurales. Pero, curiosamente, las personas que habitan en estos territorios no son llamadas a la construcción de la noción de posconflicto, sino que deliberadamente se instaura un orden desde las jerarquías políticas y sociales sobre las personas que viven ambos ambientes, tanto el del miedo y el terror a partir de las violencias como el de la pacificación indeterminada y ambigua a partir del posconflicto.

De este modo, resulta más revelador la postura crítica que habla de que el posconflicto se abordó como una simulación para favorecer las relaciones internacionales (Muñoz, 2009) en donde las víctimas del desplazamiento por la prolongación del narcotráfico permanecen sin volver a sus territorios. Esta ineficiencia es criticada desde la postura sociológica.

Para hablar de posconflicto fue necesario también expandir la idea de la memoria histórica en Colombia, de la cual emerge la política pública a la cual se da el nombre de “Ley de víctimas y restitución de tierras”, en donde se crea y regula el Centro Nacional de Memoria Histórica mediante el artículo 146 de la Ley 1448 de 2011(Presidencia de la República de Colombia, 2019). La misión es la de recopilar los testimonios, pero no es judicial o sancionatoria, no acusa ni ayuda en la tramitación de procesos judiciales en contra de personas que aparezcan en los informes o reportes sobre el conflicto armado en el país. La memoria se define como “histórica”, lo cual se puede interpretar como una naturaleza acumulativa sobre los hechos traumatizantes de la sociedad.

Es un lugar muy sensible puesto que por un lado promueve a que se reporten e informen los acontecimientos violentos desde la voz de las víctimas; pero según la perspectiva de la crítica de la memoria, esto podría leerse también como una forma de banalización, falta de interpretación de la historia y discusión pública para la garantía de la no repetición. Se refleja entonces una gestión burocrática de las investigaciones cuya función sigue siendo la de la acumulación. Esto de acuerdo a los mecanismos de tanatopolítica que impone la guerra, los cuales operan sobre las memorias al respecto.

Entonces, aquí el archivo empieza funcionar como una especie de conciencia abierta de todo lo posible (Agamben, 2000), que de tanto sumar imágenes, hechos, cifras, reportes, investigaciones, personas y decires, resulta borrando sistemáticamente el significado del significante y con ello no hay una efectividad del archivo y la memoria, sino unos abusos de la misma, anestesiando el sentir sobre lo acontecido. Frente a esto emerge la poesía como otra forma de memoria activa.

Si seguimos la lógica acumulativa, tendremos todo un siglo XX cargado de violencias que se puede contar desde el bipartidismo hasta la época actual, que se entiende como violencia generalizada, según Pécaut (2001); contempla también diversos tópicos de esta memoria, entre ellos una publicación sistemática de identificación de diversas categorías de víctimas y victimarios, voces de académicos, con sus esquemas epistemológicos, voces de la crónica periodística y literaria que testimonian y ponen otras voces como testimonios, toda esta conciencia abierta, a modo de mal de archivo (Derrida, 1997).

En este archivo que se institucionaliza, hay un sinnúmero de cifras y datos que no dan cuenta de la experiencia subjetiva, o al menos del movimiento, de la lectura y pedagogía que merece la memoria, sino más bien de una configuración de un cierto tipo de ciudadanía vulnerable y despojada de derechos en un país abiertamente declarado en democracia. La misión del archivo, si bien resulta necesaria como documentación, se vuelve una gestión burocrática del recuerdo y de la condición de víctima, no dignifica ni saca de este papel a la víctima, sino que registra su dolor, en algunos casos, como el mismo archivo lo documenta. Quienes han hecho el proceso de memoria histórica se ven amenazados por nuevos grupos armados, es decir, con los testimonios y los autorreconocimientos se perpetúan los ciclos de violencia.

En conclusión, si se buscara reconstruir una historia de la paz en Colombia, se tendría que hablar de los años 90 y de cómo la Constitución Política de Colombia (1991) con su marco pluralista, fue una aspiración de alcanzar un Estado social de derecho que define un tránsito hacia un país más justo e igualitario con todos sus habitantes. El artículo 22 define la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Para la misma época se crean programas de fomento a la cultura como una posibilidad de hacer efectiva esa aspiración nacional a través de los valores promovidos con la institución, como debe ser garantizado desde los sentimientos de igualdad que motiva la democracia (Nussbaum, 2016).

A pesar de ello se vivió esta época no solo en estado de excepción sino con el ejercicio de una ciudadanía del miedo, donde la cultura ofrecía la esperanza y la burocratización de esta aspiración. Tal como lo señala Ochoa (2004), se trata de considerar la cultura como un campo de restitución de lo social, de cohesionar lo fragmentario que queda como afectación de la guerra en el país. Esto derivó en la creación del Ministerio de Cultura, en la organización y consolidación de la Casa de Poesía José Asunción Silva con la dirección de María Mercedes Carranza, quien, en vida, en pleno comienzo del siglo XXI, organizó los encuentros de poesía Alzados en Almas, además de sus publicaciones sobre la violencia en Colombia, para hacer frente a lo vivido en todo el territorio durante la época.

En el siglo XXI, la institución gestiona la memoria del dolor con una política de archivo que no tiene incidencia ni en lo jurídico ni agencia colectiva de dignificación. La poesía, en cambio, con su fuerza alterna sensible, se escribe desde lo político con una intención de afectar las emociones de los lectores durante la época que registran los documentos. Hay una fuerza vindicativa, de justicia, una reflexión moral, desde la filosofía y, desde luego, una lengua literaria en común, por estudiar con la producción de estos dos autores, también una memoria que movilizar con la interpretación y metodología de lectura de lo póstumo como sobreviviente.

Hay que decir, además, que en alguno de los informes institucionales se habla del asesinato de los poetas por su palabra. Si bien se los incluye como periodistas, como líderes, no se habla del gran valor y de la estética y función que estos autores asignaron a su poesía. No se habla de ese carácter de conmoción y ese espíritu colectivo de país, esa sensibilidad que hizo de sus libros un registro documental de la época. Movilizar el archivo a través de estos afectos aspiracionales, frente a una época cuya estructura sentimental (Williams, 1988) asigna otras emociones que son las de la sobrevivencia como condición de existencia además del miedo y de dolor, como sensibilidades hegemónicas gestionadas desde la guerra y la política de la memoria acumulativa.

En este sentido, tengo entonces la idea de que se necesita ubicar la poesía de Tirso Vélez y Julio Daniel Chaparro tanto en su interlocución con los problemas sociales del país como en el campo literario con relación a sus apuestas transgresoras de lo genérico y de producción contemporánea, e incluso desde lo póstumo como condición de su publicación. Por lo anterior, corresponde ahora hablar de las tendencias de la crítica en la poesía en diálogo con sus obras para desarrollar el análisis propuesto.

Tendencias de la crítica sobre poesía colombiana

Este trabajo de investigación se justifica a partir de los escasos, pero importantes, antecedentes, según lo mostraré, y tesis o reflexiones sobre la poesía con relación a la violencia en Colombia. En principio, me refiero a que se habla de la tradición de la literatura de la violencia, que surge como una literatura testimonial y que poco a poco evoluciona estéticamente, por ello se toma como de mayor calidad literaria la producción narrativa con respecto a la violencia (Restrepo, 2015). En los estudios sobre la poesía, en cambio, encuentro muy poco reflexivo el ejercicio crítico sobre esta relación, o con poco corpus representativo de poemas o poemarios estudiados por un análisis como en el caso del estudio hecho por Mena (1978).

Durante el siglo XX, con relación a la violencia, existen críticas que se han dedicado a abordar las relaciones de la poesía con el bipartidismo como semilla para el nadaísmo y la conformación del grupo Mito (Fajardo, 2009), las tendencias conservadoras y liberales de los poetas entre 1940 y 1950 (Romero, 1985) y otro referente que analiza diferentes autores y momentos de la poesía que pretenden la construcción de un país a través del proyecto poético literario en tres momentos, tres tipos de discursos sobre país y patria desde el idioma, desde los poetas como Giovanny Quessep, Charry Lara, seguidores de Aurelio Arturo; luego el desarraigo más visible en Eduardo Cote, los poetas de la revista Mito y un último periodo o construcción de este discurso en la voz de Jaime Jaramillo Escobar (López, 1992).

Como se aprecia, la tendencia de estudio que prevalece es la de abordar la relación entre el posicionamiento de los autores de la revista Mito o del nadaísmo como estéticas emergentes y comprometidas. Sobre la poesía contemporánea, específicamente sobre el periodo de los años 80, 90 y la poesía actual, es nula la crítica. Me corresponde y motiva esta carencia para desarrollar la investigación propuesta.

A partir de una lectura crítica de la poesía publicada entre los años noventa y lo que va del nuevo milenio, encuentro estas relaciones entre la poesía la violencia y la continuidad de una tendencia de escritura de poesía, que se ha olvidado, marginalizado, por el aparato de la crítica literaria sobre poesía: la poesía testimonial. Lo que me lleva a pensar en esta marginalización puede deberse a cierta tendencia a pensar la poesía en el terreno de lo estrictamente lírico, en una supuesta pureza genérica que se pone en tensión en este tipo de escrituras, como se verá en el desarrollo de esta investigación.

Es bastante conocida la sentencia de Juan Gustavo Cobo Borda con la que se refería a que, al mismo nivel de la pobreza social en Colombia, existía una pobreza de recursos poéticos en la producción de los últimos años del siglo XX (Cobo, 1980), esto cierra la perspectiva a considerar poesía (o por lo menos a los poemas) y a los textos que utilizan otros esquemas y experimentan con el lirismo o con otras textualidades. También se le otorga al testimonio, a la pasión con que se escriben, un tenor de poco valor literario (Vivas, 2001). Lo que encuentro con la investigación que propongo es que la poesía testimonial pone sus propias reglas escriturales, su propia estética, y en este sentido merece un lugar el reconocimiento de los autores tanto en la época que consideramos como pauta de estudio como en la actualidad6.

Sobre la poesía testimonial se ha dicho que es una tendencia latinoamericana y que en Colombia se relaciona con la Violencia del bipartidismo, es decir, de antes de mediados del siglo XX (Urbanski, 1965). Uno de los pioneros escritores de esta tendencia de escritura poética es el poeta Ramiro Lagos (1964), con su obra Testimonio de las horas grises. Se relacionan aquí algunos autores como Carlos Castro Saavedra, Emilia Ayarza, entre otros, como poetas testimoniales.

Otra tendencia que mira la producción más reciente propone el flujo comprometido que viene de los poetas de la revista Mito y relaciona la filosofía como tema y la fragmentación de los autores en Colombia. Por ello, después de la llamada Generación sin nombre, o también Generación desencantada, en el fin de siglo XX y lo que va del XXI no se puede reunir poemas en una nueva categoría generacional, sino que se trata de fragmentaciones aisladas en el mapa de la poesía colombiana (Cadavid, Robledo y Torres, 2012).

Comparto esta tesis, pero en lo que corresponde a este flujo de los años ochenta en la producción poética, me parece adecuado pensar esta tendencia como generación en emboscada, desde las condiciones escriturales y las motivaciones de un tipo de autoría frente a la realidad social.

En estas perspectivas, el estudio de la poesía pone al nadaísmo como movimiento último que se asume como generación vanguardista tardía, pero como observo, existen antecedentes y tradiciones de vanguardia y de poesía política en todo este panorama poético enunciado. Así pues, comparto las ideas de estas fragmentaciones y el hecho de que no hay como tal una generación que confluya en estéticas y proyectos literarios colectivos, pero sí es necesario hablar de generación emboscada para agrupar los estilos de escritura frente a la violencia, puesto que ambos autores escriben en este contexto a finales del siglo XX.

En estas escrituras poéticas con relación a la violencia, los temas de la guerra aparecen y se han analizado desde algunos estudios recientes. Existe la crítica que revela la relación entre poesía y desplazamiento forzado, así lo hace Adalberto Bolaño Sandoval quien denomina, a partir de la geopoética, el estudio de la obra del poeta José Ramón Mercado, el cual escribe sobre esta experiencia concreta de la guerra en Colombia (Bolaño, 2014).

Con la investigación que aquí propongo, me sumo a la emergencia de los estudios que atienden estas relaciones y que encuentran allí matices estéticos, tanto desde lo filosófico como de lo violento, y los temas que se encuentran allí y sus formas de tratarlos desde la poesía reciente enmarcada en el periodo 1980-2018.

De esta manera, puedo observar que las relaciones entre poesía y violencia siempre han sido manifiestas, a pesar de que algunos las han negado. Entre los estudios más sistemáticos e importantes en cuanto al tema, se encuentra el trabajo del poeta y crítico Juan Carlos Galeano, quien en su libro Polen y escopetas: la poesía de la violencia en Colombia desarrolla la idea de que la poesía crea símbolos para contrarrestar y responder ante la realidad social nihilista, los referentes relacionados con la fecundidad hacen que los hechos violentos utilizados en la poesía tengan una relación fuerte con la naturaleza y unas formas de refundar lo vital (Galeano, 1997). Otra de sus conclusiones es el análisis de las épicas anónimas representadas en la poesía, y el nadaísmo como movimiento abiertamente contestatario frente a la institucionalidad, y abiertamente filosófico.

Durante el siglo XX, Galeano reconoce las dos tendencias de la poesía colombiana sobre la violencia; en los autores que estudio en esta investigación, encuentro una representación de cada una de estas maneras de poetizar los problemas sociales. Sobre este aspecto, el autor dice:

El modo popular y el modo culto, las dos venas poéticas portadoras de los poemas de la Violencia, podrán inscribirse dentro del marco conceptual que en el siglo XX se conoce como poesía social. Bajo este nombre se agrupan los rasgos de un carácter colectivo, cercanía al realismo y apego a la historia; esta poesía, además de su naturaleza testimonial, contiene rasgos de compromiso político, puesto que el poeta social muchas veces escribe desde el ángulo ideológico de un partido o de un credo religioso (Galeano, 1997, p. 29).

Estas características se encuentran en la definición de poesía testimonial en Latinoamérica (Urbanski, 1965). Sin embargo, pienso que aquí se debe matizar lo político, no solo por la difusa propuesta y apuesta ideológica de lo que se encuentra en los poemarios, sino porque cada uno de los poetas tiene en común la reflexión moral sobre el país desde lo emocional.

Pienso, entonces, que los poemas de Julio Daniel Chaparro y Tirso Vélez hacen parte de una generación emboscada en el sentido en que se escriben y se viven en ese estado de excepción, que como experiencia vital registra la poesía a través de la creación de una lengua literaria ligada al testimonio como tradición poética en Colombia. La necesidad de profundizar en estas apuestas arroja luces sobre la escritura poética contemporánea y actual con relación a la experiencia de la excepción, de la guerra, el necroestado y los problemas generalizados en las poblaciones aún en tiempos de posconflicto.

En el poemario De nuevo soy agosto y otros poemas (Chaparro, 2012), encuentro este flujo estético de la poesía testimonial, con las distancias de la poesía escrita durante el bipartidismo. Julio Daniel Chaparro denomina a la generación en emboscada (Chaparro, 1990) que está escribiendo en esos momentos donde la violencia está recrudecida y de la cual son víctimas; tanto él como Tirso Vélez resultando asesinados por sus ideas políticas y la expresión de denuncia de sus textos. Esta idea generacional se plantea como un grupo de escritores que recibe la violencia en su experiencia vital más intensa y dice que frente a ella la poesía se vuelve más lírica, más hacia el lenguaje, así lo hace saber el poeta:

Emboscados sí. La certidumbre por vía de la cotidianeidad, pues en el caso de la nueva generación el atisbo de país, de la sociedad, ha estado matizada por hechos que hermanan el miedo: la década de los ochenta, la década en la que le correspondió asumir la vida, se caracterizó por un largo itinerario de asesinatos, masacres, magnicidios, guerra en muchos frentes, corrupción y desastres.(…) Lo cierto es que estos hombres y mujeres que levantan la voz de la poesía han sabido del dolor, conviven con él aún todos los días, incluso a veces lo reinventan (Chaparro, 1990, p. 27).

Nótese cómo aquí se genera la definición de un ambiente póstumo en el sentido en que se refiere a personas, escritores, que han sabido del dolor y la amenaza; como entiende Marina Garcés (2017), la condición póstuma, un síntoma de esta época después del nihilismo en donde se vive en permanente amenaza. Ya la pregunta existencial no es saberse para la muerte, sino saberse amenazado. Por ello, elegí también acoger estos poemas y autores como inaugurales de esta interlocución o sensibilidad alternativa frente a los discursos hegemónicos de la guerra y la memoria. Porque son inaugurales, desde la poesía, en esa reflexión existencial de la sobrevivencia en lo póstumo.

La llamada Generación emboscada, como categoría de agrupamiento de estos dos poetas, me ayuda a pensar los inicios del momento sitiado por la violencia, cuando los mismos poetas constituyen una amenaza por su gesto de escritura, esta escritura poética articulada al testimonio, que también lo define el autor en este ensayo, donde la sensibilidad de la sinceridad y la ternura de los testimonios, es decir, los afectos, se declaran como estética. Dice Chaparro (1990):

Los nuevos poetas se acercan más para testimoniar, concediendo mayor importancia a las palabras que a los poemas. Porque saben que, como se ha dicho tantas veces, la verdadera patria del poeta es la palabra. En muchos de ellos la palabra equívoca, la exigencia de un lector que cocree, la urgencia tras un texto cifrado y complejo, el conjunto que constituye la nota predominante (p. 28).

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