Читать книгу: «Viajes y viajeros, entre ficción y realidad», страница 3

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Por lo demás, casi todos ven el carácter árabe de nuestro modo de ser: «Südspanien lehrt mich, dass spanische Kutur, arabische Kultur ist, die zertrümmert wurde von Katholizismus» (1996: 221), afirma el converso (al protestatismo) Klemperer. En el Salon Royal de Granada asiste a una representación cuyo contenido le merece la más absoluta descalificación. «Es ist inhaltliche Primitivität mit kunstvoller ganz uneuropäischer, ganz arabisch synagogaler Ausführung» (1996: 221).

La tauromaquia ha logrado más elogios que condenas, siendo aquéllos más entusiastas que éstas aniquiladoras, tal y como lo demuestra el estudio de Brüggemann al respecto. A la hora de presentar un testimonio favorable no se sabría cuál escoger. Los elogios de Maximiliano de Austria son posiblemente los más encendidos:

¡Qué sentido de fortaleza, qué magnifico desarrollo de fuerza y de habilidad se manifiesta en esta fiesta nacional! Amo la fiesta, durante la cual se muestra la naturaleza originaria del hombre en toda su verdad, más que en las diversiones afeminadas e inmorales de nuestros países, hundidos en el lodo del consumo (1999: 99).

Meier-Graefe asiste en Madrid a su bautismo taurino un 19 de abril y tanto la vistosidad del alegre gentío que se dirige a Las Ventas como el coso taurino mismo le parecen encomiables: «Ein Volksfest, an dem sich wircklich alle Welt mit demselben Impuls beteiligt, ist an sich schon eine schöne Sache. Der Zirkus, trotz des nüchternen Backsteinbaus, imposant». Pero el rito propiamente dicho le parece la negación de la deportividad, aunque percibe en él una cierta comicidad. Tampoco la «hora de la verdad» le desagrada, aunque su juicio de esteta cae de manera categórica sobre la fiesta: «Manet wusste, warum er den Mann allein malte».[9] Llegado a Sevilla, manda a las damas que le acompañan a los toros. El informe que le rinden es el siguiente: «¡Quelle boucherie!».

Acerca de nuestro folklore los testimonios son más bien favorables, pues existía ya una tradición de visión complaciente. Gautier, que viaja en 1840 a España, lamenta que el fandango, la jota y el bolero fueran perdiendo terreno ante las danzas de sociedad como el rigodón o el vals, y por su parte, el veneciano Casanova, de lejano origen español, había sabido conectar con la alegría vital de nuestros bailes. De estancia en Madrid, en los Caños del Peral, había asistido a un baile en el que el conde de Aranda había permitido el fandango, ritmo éste que le provocó, ¿cómo no?, un cierto paroxismo erótico.[10]

Por el contrario, Humboldt, a raíz de su visita a un antro flamenco en Málaga y luchando entre la admiración y la repulsa, hace un largo informe del que entresacamos algunos pasajes y al que añade un juicio que no tiene desperdicio. La situación no dejó de tener cierto suspense, ya que su mujer, que había llegado a España en estado de gestación, tuvo que vestirse de hombre para entrar en aquel lugar:

Entre todas estas danzas la más característica y la que más agradable resulta es el fandango, baile de una gran rapidez, con giros diversos que alejan y acercan. En una palabra, es una danza con carácter, de naturaleza y esencia lasciva, aunque no tiene movimientos excesivamente procaces (...). No se trata de una sencilla explosión de alegría, sino, a juzgar por su naturaleza, de danzas muy pasionales y afectadas (...). Hay que reconocer que no es ni noble ni graciosa; es sólo una danza que sólo se puede dejar bailar a esclavos y esclavas para provocar excitación (Humboldt, 1998: 196).

Huelga decir que los compositores alemanes no se han excedido a la hora de rendir tributo a nuestro folklore y a nuestra música, como hicieron los franceses (Massenet, Chabrier, Ravel o Debussy) o los rusos (Glinka, Balakiref y Rimski), que importaron a sus respectivos países la nostalgia de Iberia en fandangos, jotas o boleros que traducían y sintetizaban en esas formas toda una realidad deseada y añorada. Ninguno de los grandes músicos alemanes pasó por nuestras tierras y de ahí que, a pesar del fandango de Le nozze di Figaro, nuestros ritmos no hayan tenido eco en la caja de resonancia de la música alemana. Bien es verdad que con frecuencia basaron sus composiciones en textos españoles. Ni Schubert en su Los amigos de Salamanca,[11] ni Schumann en sus lieder «españoles», ni Wolf en su Comendador, ni Albert en su Tiefland se atrevieron a imitar los ritmos hispanos. Sí lo hizo, ocasionalmente, la musa ligera, es decir, la opereta, con Johann Strauss en sus «cachuchas», o N. Dostal en su Clivia o Lehar en su Frasquita.

Juicio, recepción y contraste

Si tuviéramos que reducir a un común denominador todo este abanico de impresiones «españolas» que los viajeros alemanes han fijado por escrito, nos veríamos obligados a proponer, primero, el predominio de la negatividad y, después, el carácter contradictorio. Lo primero queda demostrado en lo arriba expuesto. De lo segundo, sólo un ejemplo: si la vida nocturna de Madrid le parece a Johann Klein inexistente (esto en una época en la que en el Teatro Apolo se hacía hasta una cuarta representación a la una de la noche), Nordau dedicaba un capítulo en su relato a «las noches de Madrid», en el que consideraba la capital del reino como la más crapulosa ciudad europea del momento o, al menos, la más insomne:

Las tertulias, como aquí se llama en los círculos más elevados a las reuniones sin objeto determinado, se celebran por lo regular entre la media noche y el alba. El tiempo que en otras partes se consagra al mitológico Morfeo, se emplea en Madrid en amigable conversación (...). Pero, ¿cuándo duermen los madrileños? ¿O es que no duermen nunca? En todo caso no duermen por la noche (Nordau, s. f.: 126).

¿Qué influencia tuvo esa odepórica alemana en la imagen que de nuestro país se hacía el alemán medio? Más bien escasa. Verdad es que Herder, a la hora de documentarse para ambientar su Cid, pidió que le enviaran de la Biblioteca de Dresden el Plüer,[12] pero en la mayoría de los casos ni la reflexión que normalmente impone la redacción corregía la propia imagen preconcebida, ni lo redactado lograba la difusión nacional e internacional que tuvieron otros relatos viajeros. Muchos testimonios de la odepórica sobre tema español de franceses o italianos tuvieron una mayor difusión y eficacia que la de los propios viajeros alemanes. Quizá debido al trazo grueso que utilizaban o, incluso, a sus pretensiones literarias. Los relatos de Gautier, Andersen, Bertrand o De Amicis fueron traducidos y leídos con fruición por una Alemania que buscaba la confirmación de sus expectativas en la literatura extranjera, mientras que la propia odepórica en alemán quedaba relegada al olvido. En todo caso, el viaje español fue, en ocasiones, de cierta efectividad cultural: las estancias de Humboldt, Schack, Lenbach, Rilke, Kisch, Tucholsky o Horváth en nuestro país son ejemplo de la eficacia, modesta es verdad, del viaje español. Los estudios vascos de W. von Humboldt (Prüfung der Untersuchungen über die Urbewohner Hispaniens..., 1825), los arabistas de A. von Schack (Poesie und Kunst der Araber in Spanien und Sizilien, 1865, o su Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846), los estudios de pinturas españolas realizados por Fr. von Lenbach o el «epistolario español» de Rilke, siendo resultados interesantes del viaje español, no pueden equipararse en productividad cultural a la que tuvo la vivencia italiana en la literatura y cultura alemanas. Son en todo caso testimonios respetables del «efecto español» en éstas.

Frente a estas actitudes mayormente hostiles del viajero alemán, producto más de la actitud turística con la que había emprendido el viaje español, el viajero nacional por Alemania se ha expresado de manera bastante laudatoria con relación a este país. S. Fajardo, plenipotenciario español en la Paz de Westfalia; Juan Valera, embajador en Viena, o los becarios o estudiantes Sanz del Río, Castillejo u Ortega son ejemplo de la admiración del viajero español por Alemania. Las cartas de Castillejo, estudiante de la Institución Libre de Enseñanza, pueden servir de tónica de esta admiración que producía en nuestros compatriotas la civilización alemana:

Yo no me canso de andar por estas calles y jardines. ¡Qué limpieza, qué orden, qué ventilación! ¡Ni un mal olor, ni una basura, ni un atropello, ni una voz destemplada! (...) La circulación se hace con una regularidad pasmosa. En cada bocacalle hay un municipal, en el centro de la calle, cuadrado y rígido, con su casco negro de acero. Aquel es el jefe a cuya más pequeña señal todo el mundo obedece (Castillejo, 1997: 147).

Solo el gastrónomo Camba, en sus orígenes anarquista despistado, se atrevió a sacar punta a sus vivencias alemanas que, en su odepórica ficticia (recuérdense las gracias y desgracias de una peseta por Europa), se convertían en caricaturas.

Como reflexión final añadiría que la calidad literaria de esa odepórica española de los alemanes no ha alcanzado la altura que consiguió la italiana o la francesa. En la mayoría de los casos se trata de diarios, de notas de viajes, de testimonios epistolares sin mayor valor literario, aunque sí documental o de cicerone al estilo de Twiss.[13] Con las lindezas que oportunamente nos dedicaban contribuyeron a la imagen diversa, asistemática y contradictoria que ha regido muchos comportamientos de los alemanes frente a España. Las singularidades de una cultura, mestiza como ninguna en Europa, que aportaba elementos tan diversos y característicos como los muleros, los aguadores, los pordioseros, los curas de misa y olla, las danzas castizas, los toreros de trapío, las majas goyescas, las garcilorquianas navajas albaceteñas o una gastronomía que hasta recientemente no ha encontrado alojo en las costumbres culinarias civilizadas (gracias a la supuesta dieta mediterránea), han sido constante objeto de extrañeza, en ocasiones, de admiración y en todo tiempo de comentarios y curiosidades. La subjetividad, la ignorancia, el culto a lo propio parecen dominar esa odepórica que escribieron gentes no carentes de ilustración personal.

¿Cabe decir que estas actitudes o estereotipos negativos, imprecisos y exagerados son específicamente alemanes? En absoluto. También los tuvieron los viajeros franceses o ingleses. En ellos están las reacciones propias del viajero genérico que, en destino, experimenta lo que podíamos llamar un «hiato diastrático», un desnivel cultural y social ante el público o las gentes que encuentra en el país de destino. En el París donde vive cuando sale para España, el elegante y aristócrata Humboldt frecuenta unos círculos sociales que en España tiene que buscar. Mientras los encuentra (en la Corte, en Sevilla, etc.), se topa con el hombre de la calle, de inferior categoría social y de distinto nivel cultural, que le produce extrañeza o incomodidad. Llegado a Burgos o a La Granja, tiene que hospedarse con las limitaciones que entonces imponía, también a los alemanes en su país, el estado deficiente de las posadas. Ese salto hacia abajo que se experimenta en el viaje produce una actitud defensiva que se traduce en un contrastivismo inexacto: el cómodo Zuhause original frente al, siempre incómodo, Unterwegs del viaje. En ningún caso una posada tendrá las comodidades de un hogar bien surtido. Con carácter de síntesis habría que decir que, si bien en la percepción alemana la cultura española consiguió una imagen entre dos luces, nuestra civilización recibió las más severas diatribas. Sin embargo, el factor diacrónico ha ido corrigiendo la óptica. Resulta extraño que las impresiones de los corresponsales extranjeros en España, recogidas recientemente en un interesante volumen (Herzog, 2006), reivindiquen el carácter «racial» de nuestras costumbres. Una corresponsal japonesa, con la sabiduría del oriental, apelaba a nuestra sensatez: «España ha cambiado mucho en los últimos años: la gente lo llama progreso, pero la España de la que me enamoré está desapareciendo. ¡Ay, España, no cambies tan deprisa!» (Herzog, 2006: 178). Quizá sea la España anclada en el pasado, tal vez en lo perenne, aquella que no busca el actual turista alemán. De ahí las críticas que le merece. Quizá España se le resiste porque hay algo más que costumbrismo. A pesar de la pérdida de identidad que la globalización implica, tal vez quede algo de aquello que el mencionado Bertrand afirmaba: «España no es sólo un paisaje de tarjeta postal, sino un amplio mundo de ideas, el suelo fructífero de una nueva configuración de la vida» (Bertrand, 1939: 5).

¿Qué valor tiene toda esta odepórica? ¿Qué función pueden tener esos relatos de viaje hoy en día, cuando los contactos entre los países se han intensificado hasta extremos insospechados hace años? La lectura y el estudio de esta odepórica son enormemente útiles, tanto para los lectores en lengua original como para los que son objeto de la misma. Los unos pueden ver reflejados en sus páginas unos hábitos de pensamiento, Denkmodelle, que perturban la percepción de la realidad o, lo que es peor, la convivencia de nuestros pueblos. Los otros, es decir, nosotros, viendo cómo nos vieron, quizá podamos conocer mejor nuestro natural, sus vicios y virtudes, para así potenciar las últimas y evitar los primeros. Hace ya casi un siglo, un viajero francés se hacía la siguiente pregunta acerca de nuestra idiosincrasia: «Individualistes à l’extreme, ardents, généreux, passionnés jusqu’à la violence, les Espagnols se débattent depuis quinze siècles au milieu de la plus horrible confusion. Qu’en sortira-t-il?» (Raimond, 1937: 5). Es una pregunta cuya respuesta puede tener sus claves en el estudio de esa odepórica que sirve de espejo de nuestro carácter. En todo caso, el estudio de la misma es una base de documentación interpretativa a la hora de explicar comportamientos mutuos.

Sirvan estas reflexiones y comentarios sobre esa actividad creadora de imágenes y símbolos, expresión de deseos y nostalgias, que, a través del recuerdo, sigue motivando nuestra existencia. Ahí están esa literatura de viajes, esa música viajera o esas vedutte a cuya lectura, estudio o disfrute quisiera animarles. Espero haber podido demostrar lo que pretendía con esta exposición: que el viaje es un modo de vivir culturalmente.

BIBLIOGRAFÍA

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KISCH, E. E. (1937): Soldaten am Meeresstrand, Valencia/Madrid.

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MAXIMILIANO DE AUSTRIA (1999): Por tierras de España. Bocetos literarios, ed. de M. A. Vega y K. Rudolph, Madrid, Cátedra.

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NORDAU, M. (s. f.): Impresiones españolas, Barcelona, Artes y Letras.

PLUMYENE, J. y R. LASIERRA (1973): Catálogo de necedades que los europeos se aplican mutuamente, Barcelona, Barral.

RAIMOND, R. (1937): L’Espagne, París.

TWISS, R. (1999): Viaje por España en 1773, Madrid, Cátedra.

[*] En las citas utilizamos versiones españolas cuando disponemos de ellas.

[1] Sterne, creador del viaje sentimental, y Stendhal acuñaron el término turismo, modalidad viajera que, convertida pronto en industria, mataría el «viaje» cultural en estado puro.

[2] Son conocidos los elencos bibliográficos al respecto: Foulsché-Delbosc (1896), Farinelli (1941) y García Mercadal (1952).

[3] Tras la lectura de todos ellos, uno tiene la impresión de que ese turismo formativo de los alemanes por España ha sido ya bastante importante a comienzos del siglo XX.

[4] Citamos, con traducción propia, según la versión alemana, de la que disponemos: Bertrand (1939: 7).

[5] Citado según Ferreiro Alemparte (1966: 401).

[6] La trascripción de la receta del gazpacho para curiosos franceses no tiene desperdicio, pero mejor aún es el juicio gastronómico que sobre él emite: «En Francia, unos perros un poco bien criados rehusarían comprometer su hocico en semejante mezcolanza».

[7] «La catedral de Segovia es un viejo edificio gótico con una alta torre cuadrada, pero no tiene nada que merezca la atención», escribía en la obra citada.

[8] Romanista como era, tuvo que venir a España a aprender nuestro idioma, que todavía desconocía.

[9] Klemperer (1996: 36). Se refiere al Toreador muerto de 1864. Manet también pintó otro cuadro titulado Corrida.

[10] «Hacia el final del baile fui arrebatado por un gran espectáculo: acompañado por la orquesta (...) comenzó una danza de parejas, las más loca e interesante que nunca he visto. Era el fandango, del cual creía tener una idea exacta, pero me había equivocado. Hasta ese momento lo había visto bailar en Italia y en Francia en la escena y los bailarines no hacían ninguno de estos gestos que por lo demás son típicos de la danza española y que la hacen fascinadora. No sabría describirla. Cada bailarín baila cara a cara con su acompañante (...) acompañando el ritmo con ciertos movimientos que no se pueden más lascivos: los del hombre indican visiblemente el acto de amor satisfecho, los de la mujer el asentimiento, el arrebato y el éxtasis de amor. Me parecía que ninguna mujer habría podido rechazar a un hombre con el que hubiera bailado el fandango (...)». Citado según Casanova/Baretti (2002: 68 y ss.).

[11] Con libretto de Johann Mayrhofers, la obra se compuso en 1817.

[12] Alemán de Altona, posesión danesa, vino como predicador de la legación danesa y escribió un relato de su estancia madrileña que contradecía las caricaturas de Mme. d’Aulnoy.

[13] El más caracterizado relato de este tipo es el de G. Wegener (1985): Herbsttage in Andalusien, Berlín.

ESPAÑA A TRAVÉS DEL PRISMA ALEMÁN: PERSPECTIVAS DEL MEDIEVO Y LA PRIMERA MODERNIDAD E INVESTIGACIONES IMAGOLÓGICAS

Albrecht Classen

University of Arizona

A pesar de que Gahmuret y después su hijo Parzival (Wolfram von Eschenbach, Parzival) viajaron por todo el orbe conocido en aquella época; a pesar de que Wigalois (Wirnt von Grafenberg) o Wigamur (anónimo) en sus respectivas obras comparecen ante muchas cortes y conocen un país tras otro, y a pesar de que la hidalguía medieval tuvo un carácter verdaderamente internacional y participó en múltiples cruzadas y empresas militares (véase, por ejemplo, la caracterización que se hace del Caballero en el «Prólogo general» de los Cuentos de Canterbury de Chaucer, hacia 1400) (Robinson, 1957: 5167), sólo en contadas ocasiones se ha ocupado alguien del marco geográfico, y normalmente se ha tendido a crear espacios imaginarios más que a proyectar un mundo claramente reconstruible.[1] La dimensión literaria permite, sin embargo, deducir que, también en la realidad histórica, los viajes y la participación en las más diversas campañas militares formaron parte de las normas de vida del caballero (Stanesco, 1992). En la novela epónima de Gottfried von Straßburg, Tristán no sólo se presenta como genio lingüístico, es decir, como sorprendente políglota, sino también como trotamundos. El radio de consciencia geográfico creado por el poeta no se extendía, por supuesto, hasta el suroeste de Europa, más bien el protagonista, cuando tiene que separarse definitivamente de Isolda, se dirige a Francia y Alemania y al país imaginario de Parmenia, para encontrarse finalmente en el Ducado de Arundel con la tercera Isolda, la que desconcierta sus sentidos; esto imprime a la novela de amor un sello no sólo trágico, sino más bien amargo. Tristán, y en general el protagonista medieval de la novela de caballerías, no posee una patria verdadera y se le asociará en primer término con virtudes e ideales caballerescos y, por consiguiente, con una corte ficticia y su señor; sin embargo, no se le ubicará biográficamente en el tiempo y el espacio.[2]

Naturalmente, el protagonista se refiere en alguna ocasión a España sin haber estado nunca allí, si bien esta indicación le sirve precisamente para describir su supuesto origen de «Hispanje» de la manera más vaga posible para que a nadie se le pudiera ocurrir contrastar su afirmación con mayor rigor. Según esto, Tristán, ante la reina irlandesa Isolda, hace hincapié en que él ha organizado junto con un amigo «da heime ze Hispanje» (v. 7.579; «en casa en España») un viaje comercial a Bretaña, pero que, por desgracia, han sido abordados por piratas durante la travesía (Gottfried von Straßburg, 1980). Sólo su afirmación de que no es comerciante, sino juglar, como demuestra su arpa, le ha salvado la vida cuando todos los demás fueron asesinados.[3]

Aparte de este caso, en las novelas de caballerías no se tienen noticias ni de España ni de Portugal, a no ser que se hable de reyes de «Hispanje» o «Spanje»

o de ciertas razas de caballos.[4] Este tipo de referencia, sin embargo, sólo sirve para resaltar el carácter exótico de los participantes en torneos o para subrayar la audacia de los héroes que como cruzados fueron capaces de salir victoriosos ante los paganos.[5]

Naturalmente, todo filósofo medieval conocía la famosa enciclopedia de Isidoro de Sevilla y también circulaban por todas las universidades de cierta importancia las obras de Averroes y Maimónides. Sin duda, los geógrafos estaban familiarizados con el suroeste de Europa, no en vano reconocemos en el mapamundi de Ebstorf los nombres de Arragonia, Sancti Jacobi y Castella, y junto a éstos también vagamente el contorno de la Península Ibérica (Wilke, 2001, 1: 151-152; 2: 28-30), lo que no implicaba que el mundo ibérico estuviera presente de manera tangible en las mentes de la gente de Alemania. Por este motivo, las investigaciones más antiguas han preferido ocuparse de los contactos culturales, económicos, políticos y militares desde los siglos XVI y XVII, y se han contentado sin más con la creencia tradicional de que antes de esa época no hubo ningún intercambio relevante, incluyendo los contactos de tipo cultural, económico, militar y político entre, por una parte, los países al norte de los Alpes y, por otra, entre España y Portugal (Schwietering, 1902: 19-22; Hoffmeister, 1976: 17-25). Hay, pues, que revisar esta opinión, al menos en lo que se refiere a los siglos XIV y XV, ya que desde entonces nos ha llegado una cantidad considerable de crónicas de viaje.[6]

Aun así se constata que el nivel de conocimiento experimentó un cambio fundamental en la Baja Edad Media, tal como se muestra con la novela en prosa Fortunatus (primera impresión en 1509), muy apreciada ahora, de manera ejemplar e incluso insistente, ya que su viaje por el mundo le lleva también por la Península Ibérica aun cuando allá no se dieran acontecimientos dignos de mención para el héroe.[7] El narrador cuenta con total sobriedad qué lugares visita el protagonista y a qué distancia se sitúan unos de otros, por ejemplo:

von Biana gen Panplion </> ist die haubstat des künigs von nauerren. ist .xxv. meil </> von dannen gen burges vnd gen dem hailigen sant Jacob / haißt die stat Conpostel. ist. lij. meil </> von sant jacob gen fumis terre, genant zum finstern steren... («De Viana hacia Pamplona </> es la capital del rey de Navarra. está a 52 leguas </> desde allí hacia Burgos y hacia el apóstol Santiago / se llama la ciudad Compostela. está a 52 leguas </> de Santiago hacia Finisterre, es llamada la estrella oscura...») (Müller, 1990: 447-448).

Sólo el hecho de que Granada es un «haidnisch künigreich» («reino pagano», p. 448) y la breve explicación del santuario de Montserrat,

da rastet vnser liebe fraw gar gnedlichen / da grosse wunderzaichen beschehenn / vnnd beschehen seind. Daruon vil tzu schreiben waer (allí descansa Nuestra Señora clementísima, allá donde sucedieron y suceden signos maravillosos de los que habría mucho que escribir) (Müller 1990: 448),

se apartan del esquema de descripción que predomina en el resto del texto. A fin y al cabo, esto significa que la Peninsula Ibérica, muy lejana para el poeta de la Edad Media y de la Edad Moderna temprana, por decirlo así, surgió enel horizonte y fue ganando poco a poco relevancia tanto en su forma concreta como en lo que respecta a temas y motivos, todo ello sin que ese nivel de conocimientos se ciñera exclusivamente al Camino de Santiago.

Mucho antes del Fortunatus, la gran batalla de Roldán contra los sarracenos en el Rolandslied (aprox. 1170) del cura Konrad se sitúa en los Pirineos españoles, y la historia previa de la traición de su suegro Genelun nos lleva hasta Zaragoza, pero se trata aquí de elementos narrativos bastante vagos que se pueden explicar desde la historia de la recepción; no se puede deducir de esto, sin embargo, la existencia de contactos más estrechos entre el ámbito germano-parlante y el espacio ibérico.[8] Si llevásemos a cabo un análisis lingüístico de corte estadístico podríamos incluso encontrar en la literatura alemana de la Edad Media cognados o muchas referencias a España, pero esto sólo podría servir como demostración de que se tenía en general una idea de los límites geográficos de Europa y de que gustaba incluir el suroeste en el marco narrativo para poder jugar con personajes y objetos exóticos. En este contexto no se puede dar por sentada la existencia de un verdadero conocimiento entre Alemania y la Península Ibérica.[9]

El estudio que presentamos a continuación enlaza con mis trabajos anteriores sobre el tema y, por una parte, contempla las relaciones comerciales entre Alemania y España con mayor intensidad y, por otra, considera los relatos de viajes de los siglos XV y XVI que, en el marco de los German Studies y de las nuevas «Ciencias Culturales», han llegado entre tanto a ser considerados parte importante del legado narrativo de la Edad Media.[10]

Comerciantes y feriantes recorrían incluso ya en la Alta Edad Media grandes distancias, apenas imaginables para nosotros, y en cuanto se profundiza algo más en las fuentes descubrimos múltiples contactos también entre Alemania y la Península Ibérica. Gunther Hirschberger ha realizado los estudios más importantes sobre este tema y nos podemos apoyar en ellos aun cuando el autor se concentrara especialmente en la situación de la metrópoli comercial de Colonia.

Ya en el siglo XII y a principios del XIII, los cruzados del noroeste de Alemania que querían ir en primer lugar a Lisboa se reunían en Colonia. A partir de este hecho se desarrollaron con rapidez intensas relaciones comerciales que aumentaron en las décadas siguientes, si bien hay que registrar un retroceso significativo a partir del siglo XIV. No es necesario mencionar expresamente la atracción que ejercía Santiago de Compostela también sobre los peregrinos alemanes, pero éstos siempre fueron acompañados por comerciantes.[11] El comercio internacional, no obstante, está con frecuencia sujeto a grandes fluctuaciones, algo que se puede observar viendo los flujos de mercancías entre Lisboa y Colonia, ya que los comerciantes portugueses asumían, como es natural, el transporte y se dirigieron a las grandes ferias de la Champagne y Flandes, desplazando en parte a Colonia sin afectar en modo alguno al contacto entre los mundos ibérico y germano-parlante (Hirschfelder, 1994: 8-10). A finales del siglo XIV aparecen en Barcelona una serie de comerciantes de Colonia que rápidamente establecieron contactos económicos también con Zaragoza y otras ciudades aragonesas. Como afirma una fuente de 1428, serán sobre todo los productos metalúrgicos los que gocen de mayor aceptación en los mercados españoles, así como artículos de cuero, cintas, anteojos, sombreros de fieltro, cadenas y libros impresos (por ejemplo, Paternóster).[12]

Al mismo tiempo, Valencia gozaba de buena fama como puerto de paso para el tráfico comercial desde y hacia Barcelona. A los representantes de la Liga Hanseática les gustaba utilizarlo porque el gran liberalismo de la política económica creaba condiciones favorables para los negocios. También los primeros impresores de libros alemanes que fueron a España, entre los que destacaron Lambert Palmart y Hermann Lichtenstein, se establecieron preferentemente en Valencia. Otros centros impresores importantes donde los artesanos alemanes dejaron su impronta son Sevilla, Burgos, Granada, Zaragoza, lo que, por supuesto, no quiere decir necesariamente que estas personas contribuyeran al intercambio o al comercio internacional (Classen, 2003a). Sin embargo, su existencia en España confirma en qué medida este espacio del suroeste europeo era accesible también para las gentes de la región del norte de los Alpes.

Por una parte, nos encontramos, por tanto, con comerciantes alemanes, por otra parte con numerosos peregrinos que querían visitar Santiago de Compostela. Después hay que considerar el grupo bastante amplio de artesanos que se podía encontrar en toda España y en parte también el grupo algo más reducido de artistas (juglares, músicos, poetas, etc.) para los que no había prácticamente fronteras nacionales, culturales o lingüísticas apreciables (Salmen, 1983: 197).

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