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RELACIÓN ENTRE LA EMOCIÓN Y LAS INFLUENCIAS DESCENDENTES (DE ARRIBA ABAJO)
Las emociones no solo surgen de las capacidades sensoriales-perceptivas-cognitivas ascendentes. También son provocadas por juicios y elecciones intelectuales, así como por fuentes espirituales descendentes (de arriba abajo), es decir, como fenómenos supervenientes (Elliot, 2006; Fritz-Cates, 2009: Kahneman, 2011; Pinckaers, 2005). Por ejemplo, al comprender racionalmente la maldad e injusticia de una política y práctica como el aborto bajo demanda, sentimos ira justa, o cuando al optar por un encuentro sexual arraigado en nuestra memoria podemos avivar el deseo sexual. Asimismo, existe un tipo especial de emoción espiritual, que desborda las virtudes teologales vertidas en nosotros por Dios. Mientras que la caridad y la esperanza perfeccionan la voluntad, y la fe perfecciona el intelecto, estas virtudes influyen en el conjunto de la persona, incluyendo nuestras capacidades emocionales. Por ejemplo, en medio de un conflicto o dificultad, las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, así como otras experiencias de trascendencia, pueden aportar consuelo y aliento, de la misma forma en que nuestra amistad con Dios (caridad) puede producir experiencias de profunda alegría y paz (Aquino, 1273/1981; Dickens, 1859/1989; Frankl, 1959; Lewis, 1961; Lombardo, 2011).
Estos ejemplos dan la impresión de que las capacidades emocionales, impulsadas por la dificultad (irascible) y regidas por el deseo (concupiscente) obedecen necesariamente a la razón y a la voluntad. Esta interpretación de la razón y la voluntad es, en el mejor de los casos, solo parcialmente verdadera debido a que es el resultado de la naturaleza específica de la relación entre nuestras capacidades superiores (intelectuales, lingüísticas) y las inferiores (sensoriales). Cuando la voluntad ordena a una parte del cuerpo que se mueva, entonces se mueve (a menos que se vea afectada, por ejemplo, por una lesión o por la fatiga). No puede resistirse. No obstante, la razón y la voluntad solo poseen un control parcial sobre las emociones. Como los ciudadanos libres, los poderes inferiores están sujetos al gobierno, pero también se pueden resistir a las órdenes. Gondreau (2013) describe esta libertad limitada de las potencias inferiores como una especie de «cuasi autonomía» (p. 164). Si bien las emociones (capacidades afectivas sensoriales) no pueden ser dominadas por la razón, pueden participar en ella, ya sea ocasionalmente, por el mero hecho de seguir las órdenes de la razón, o de forma más consistente, cuando son moldeadas por la virtud (Aquino, 1273/1981, I, 81.3 ad 2; Aristóteles, ca. 350 a. C./1941, I.13). Por ejemplo, tanto los humanos como los animales inferiores, cuando desean cruzar una habitación, experimentan que sus cuerpos se mueven en respuesta a su deseo. A pesar de eso, al entrar en una casa en llamas, en medio del miedo, una persona con la virtud del coraje es capaz de actuar a pesar de su emoción. Dada su cuasi autonomía, cuando las emociones impulsadas por el deseo o la dificultad se producen por influencias ascendentes (de abajo hacia arriba) la persona puede verse abrumada por la emoción y quedar cegada por la razón, o rechazarla activamente (Aquino, 1273/1981, I, 81.3 ad 2; véase también Aquino, 1268/1947, Capítulo 224).
¿Cómo influye en la razón la desobediencia de las potencias inferiores? En realidad, las emociones (capacidades afectivas sensoriales) no pueden mover la voluntad directamente, sino que interfieren el funcionamiento correcto del intelecto y la voluntad de tres maneras diferentes (Aquino, 1981, I-II, 77.1). En primer lugar, las emociones pueden distraer al intelecto, de modo que el individuo no considere la moralidad de su acción (Aquino, 1981, I-II, 77.1; DeYoung, McCluskey y Van Dyke, 2009, p. 102). DeYoung et al. (2009) dan el ejemplo de «un agente que busca el placer dedicándose a los chismes, sin detenerse a pensar en cómo podría dañar el buen nombre de alguien» (p. 102). En segundo lugar, la pasión puede convertir un aparente bien en atractivo para un agente, que sin la emoción no sería atractivo (Aquino, 1273/1981, I-II, 6.4 ad 3 y 77.1; DeYoung et al., 2009, p. 102). Por ejemplo, un hombre puede ser dócil y no estar inclinado a la violencia. No obstante, bajo la influencia de una fuerte ira, podría golpear a alguien que le ha insultado, lo que le puede parecer un buen acto, o al menos, un acto justificable. En tercer lugar, las emociones pueden abrumar la razón por completo. Uno puede, en sentido figurado, quedar cegado por la pasión y quedar desprovisto de razón, como en casos extremos de miedo, deseo o ira (Aquino, 1273/1981, I-II, 6.7 ad 3; Cessario, 2001, p. 112). Vemos este tipo de emoción cegadora con frecuencia en conductores, que experimentan una ira extrema en la carretera y ponen en peligro sus propias vidas, así como las de los demás. También puede suceder en el caso de personas que sufren diversas psicopatologías, como depresión o ansiedad.
Cuando una persona elige, voluntaria y repetidamente, seguir las atracciones y repulsiones distorsionadas de sus capacidades inferiores, en lugar de conseguir la guía de la razón, la persona adquiere disposiciones desordenadas (Hartel, 1993, p. 189). Esta rebelión reduce la verdadera libertad de las personas, al convertirlas en esclavas de sus emociones, alejándolas así de su realización (Agustín, ca. 397/1998, VIII.5.10). Según Agustín, en el principio, el hombre fue creado por Dios en paz consigo mismo; las capacidades inferiores obedecían a las superiores sin rebelarse (Agustín, 427/1972, XIV.19; véase también Aquino, 1272/2003, 4.2, p. 205). No obstante, como resultado de nuestro pecado original, el hombre se encuentra frecuentemente en guerra consigo mismo y experimenta fuertes emociones, que influyen en su voluntad para actuar en contra de la orientación que aporta la razón (Gondreau, 2013, p. 165; véase también Aquino, 1272/2003, 4.2, p. 205; Agustín, 427/1972, XIV.19). Aunque nuestro apetito sensible quedó herido por el pecado, su inherente bondad natural no se destruyó. Nuestras emociones desempeñan un papel importante en nuestras acciones morales, pero deben ser ordenadas adecuadamente y puestas bajo la dirección de la razón y el juicio prudente, mediante la formación de un carácter virtuoso y de virtudes particulares. Antes de examinar cómo nuestras capacidades emocionales se perfeccionan a través de la virtud y deforman a través del vicio, en el siguiente apartado estudiaremos la responsabilidad moral de la persona en sus emociones.
EMOCIONES Y RESPONSABILIDAD MORAL
Las emociones son multidimensionales y pueden ser observadas desde diferentes perspectivas, incluyendo la filosófica, la psicológica y la neurocientífica. En este apartado nos centraremos en la dimensión moral de las emociones. Sin reducir su significado, este aspecto es importante para comprender la acción libre del ser humano. Las personas normalmente describen y conciben las emociones como fuerzas o energías que simplemente nos suceden, que no podemos controlar y de las que no somos responsables. No obstante, la ética de la virtud, enraizada en la ley natural y la tradición aristotélica-tomista, tal y como la utilizamos en el Meta-Modelo, nos ofrece una posición más matizada sobre la forma en que las emociones surgen de las buenas capacidades y se relacionan con ellas (Aquino, 1273/1981, I, 81.2; Agustín, 427/1972, XII.5). Las emociones en sí mismas son consideradas buenas o malas solo cuando son controladas por la razón y la voluntad (CIC, 2000, §1767). Pueden ser moralmente buenas o malas en función de cómo influyen en nuestras elecciones morales y cómo son evocadas y utilizadas por nuestra razón y voluntad. Tal y como vimos en el apartado anterior, es posible evocar voluntariamente emociones que son buenas o malas, moralmente hablando. Por ejemplo, una pareja podría desarrollar una emoción moralmente buena fomentando intencionadamente la calma para que puedan llegar a la comprensión y el perdón mutuos. Por el contrario, un esposo estaría fomentando una emoción moralmente mala estimulando el resentimiento e ira egoísta, ya que esta actitud bloquearía la comunicación y el perdón de su esposa. O no consiguiendo mantener sus sentimientos de ira a un nivel en el que pueda producirse una comunicación constructiva. Por ejemplo, incluso el amor puede ser malo. Este es el caso cuando se ama la heroína o como cuando se ama de forma desordenada, por ejemplo, en una relación adúltera. Bajo este contexto, san Agustín (427/1972) sostiene que las emociones son malas si lo que se desea o ama es malo, y buenas si lo que se desea o ama es bueno (XIV.7). En la medida en que los actos, disposiciones y prácticas evocan y fomentan voluntariamente emociones morales y espirituales desde el «corazón», somos responsables de ellas (Mc 7:21; CIC, 2000, §§1762-1775). Es importante reconocer dos puntos más sobre la moralidad de las emociones. En primer lugar, las emociones voluntarias pueden evaluarse como moralmente buenas o malas, independientemente de que la persona realice o no una acción exterior motivada por una emoción (Mt 5:28; Mattison, 2008, p. 82). Por ejemplo, una persona podría sentir odio hacia los judíos pero nunca llevar a cabo una acción de odio contra ellos. Dejando de lado las cuestiones relativas a la culpabilidad del individuo para adquirir tal disposición, el acto mismo de elegir odiar sigue siendo —objetivamente hablando— moralmente incorrecto (Vitz, 2018; capítulo 11, «Realizada en la virtud»).
En segundo lugar, las emociones pueden surgir de elecciones racionales, ya sea de forma directa o indirecta. La persona puede usar su razón y voluntad para excitar su emoción, ya sea de manera positiva, o negativa (Cessario, 2001, p. 112). Por ejemplo, una persona puede elegir recordar y reflexionar sobre un incidente del pasado para despertar su ira de nuevo. Las acciones virtuosas, por el contrario, pueden producir efectos en la voluntad que desbordan y excitan la emoción indirectamente. Aquino (1273/1981) da el ejemplo de la alegría, que se puede desbordar de la voluntad a las emociones cuando se realiza un acto de justicia (I-II, 59.5). Estos segundos movimientos son moralmente buenos o malos en función de las consecuencias morales de la decisión tomada. También existen influencias descendentes (de arriba hacia abajo) desde fuera de la persona, por ejemplo, existen fuerzas relacionadas con el demonio (Blai, 2017; Gallagher, 2005; Lhermitte, 2013; véase también el capítulo 18, «Caída») y las elecciones desordenadas de otras personas que pueden influir en las emociones de la persona (capítulo 12, «Interpersonalmente relacional»).
Si bien las emociones voluntarias pueden evaluarse como moralmente buenas o malas, la persona no es responsable del tipo de emoción que solo constituye un primer movimiento y que surge antes del consentimiento de la voluntad (Aquino, 1273/1981, I-II, 89.5; Mattison, 2008). Estas emociones prevolicionales surgen espontáneamente de las evaluaciones iniciales (ya sea la evaluación de la sensación, la imaginación o la capacidad de evaluación adecuada). Como respuesta a una evaluación, la persona puede experimentar una alegría repentina al ver una hermosa puesta de sol, o de ira al percibir un mal, o de impaciencia en un atasco de tráfico. Estos tipos de primeros movimientos se producen sin ninguna cooperación intencional de la voluntad, y no se originan en una disposición estable y firme dentro de la persona. También se puede considerar que las personas no son responsables de ciertas emociones cuando han sido educadas para tenerlas desde la infancia. Existen ejemplos de tales emociones negativas de las que no somos responsables, identificados y entendidos en las Escrituras: «Enfádate, pero no peques» (Sal 4:4); «Enfádate, pero no peques; no dejes que el sol se ponga sobre tu ira» (Ef 4:26; véase también Vitz, 2018).
No obstante, cabe señalar en este punto que no todos los movimientos prevolicionales se sitúan fuera del control de la persona. Existen emociones inconscientes de las que no somos responsables. Pero sí somos responsables de las emociones inconscientes que originalmente elegimos, o aceptamos conscientemente. A medida que una persona envejece y se forma a sí misma a través de elecciones, se producen otros movimientos prevolicionales que no son del todo espontáneos, sino que surgen de una disposición moralmente buena o mala, que una persona ha desarrollado dentro de sí misma (Mattison, 2008). Volviendo al ejemplo anterior, si un individuo lee literatura antisemita, construye un vicio de odio dentro de sí mismo y, por lo tanto, sentirá odio al pasar por delante de una sinagoga. Será responsable de ese movimiento de odio, aunque surja sin una reflexión racional o un consentimiento deliberado en ese momento. Del mismo modo mediante disposiciones virtuosas: cuando un hombre virtuoso ve a una joven atractiva entrar en la habitación, ve su plena humanidad y dignidad en lugar de un objeto que pueda satisfacerle sexualmente. Su respuesta emocional prevolitiva es digna de alabanza, y surge de la virtud de la castidad que posee (Mattison, 2008, p. 63), dado que las disposiciones emocionales que son moralmente buenas o malas contribuyen o perjudican la realización de la persona. En el siguiente apartado examinaremos con mayor detalle cómo la persona construye la virtud o el vicio dentro de sus capacidades emocionales.
CAPACIDADES EMOCIONALES, VIRTUD Y VICIO
Recientes investigaciones neurobiológicas (LeDoux, 1998) sugieren que la emocionalidad humana juega un papel más significativo en la acción moral de lo que se pensaba en el pasado. En efecto, esta investigación sugiere que los actos intencionales necesitan del apoyo emocional para su concentración, consistencia y ejecución. Por ejemplo, en el marco de una ira justa, que ayuda al esfuerzo intencional de corregir una injusticia, existen dos extremos: a) una exagerada ira o furia, que puede cegarnos en cuanto a la forma de corregir la injusticia, y b) una ira o indiferencia inadecuada, que tiende a impedirnos prestar suficiente atención a la injusticia y a nuestra responsabilidad para corregirla. Damasio (1994) llega a sugerir que sin emociones los seres humanos no podrían actuar racionalmente. Desde una perspectiva constructiva, las emociones bien ordenadas ayudan a los humanos a actuar de acuerdo con principios racionales y con sus vocaciones.
Aristóteles (ca. 350 a. C./1941) sostiene que la virtud moral implica no solo una acción correcta sino unos sentimientos correctos sobre esa acción moral: «el hombre que se abstiene de placeres corporales y se deleita en este hecho es moderado» (II.3, 1104b4-6). Uno de los rasgos distintivos del hombre verdaderamente virtuoso son las emociones bien ordenadas. Aristóteles compara al hombre virtuoso, que hace lo correcto y se siente bien al hacerlo, con el hombre que lucha contra las malas emociones y el hombre que se rinde ante ellas. El hombre que se controla a sí mismo (continente) frecuentemente hace lo correcto, pero con frecuencia tiene que luchar contra sus emociones, que le empujan hacia la elección negativa. El hombre débil (incontinente) también está en guerra consigo mismo, pero no posee el mismo autocontrol. Sabe lo que es correcto, pero es incapaz de resistirse a sus pasiones y cede a las malas emociones y a los actos consecuentes. Una persona controlada por el vicio ni siquiera posee esta capacidad de lucha dentro de sí mismo. Elige hacer lo que está mal y se siente bien con ello (Aristóteles, ca. 350 a. C./1941, VII.1-4; Sokolowski, 1982, pp. 57-58).
Aunque los seres humanos compartimos una naturaleza común, las capacidades emocionales del individuo quedan moldeadas por una variedad de influencias y experiencias personales. La cultura, familia, amigos, religión y las diferencias entre sexos contribuyen a la formación de las emociones (Goleman, 2005; Brizendine, 2007, 2010; Gilligan, 1982; Rhoads, 2004). Las emociones también quedan influenciadas por las experiencias individuales, como indicábamos en el ejemplo del niño pequeño y el fuego en el apartado anterior. Las emociones de una persona también se ven afectadas por la gracia de Dios y por las virtudes morales infusas y los dones del Espíritu Santo. No obstante, los seres humanos también dan forma a sus emociones a través de sus propias decisiones y acciones.
Como ya hemos mencionado, aunque las personas no seamos moralmente responsables de las emociones que surgen como movimientos prevoluntarios, totalmente espontáneos, los humanos podemos, a través de prácticas y elecciones formativas, desarrollar disposiciones emocionales estables, ordenadas de acuerdo con nuestra verdadera realización. Las emociones se ponen al servicio de la ley natural y la razón justa a través de las virtudes cardinales de la templanza y la fortaleza (coraje), que ordenan las capacidades emocionales del deseo y de la toma de iniciativas respectivamente. Las virtudes asociadas con el coraje incluyen la paciencia, la perseverancia y la esperanza, o la toma de iniciativas, y la generosidad. Las virtudes asociadas a la templanza incluyen la castidad, la humildad y la mansedumbre. Explicando la necesidad y el dominio de cada virtud, Aquino (1273/1981) indica que el coraje «se refiere principalmente al miedo a las cosas difíciles que pueden alejar la voluntad de seguir la razón» (II-II, 123.3), mientras que «la templanza denota una especie de moderación y se refiere principalmente a aquellas emociones que tienden hacia bienes sensibles, [a saber] el deseo y el placer y, por consiguiente, a los sufrimientos que surgen de la ausencia de esos placeres» (II-II, 141.3). (Véase apartado también el capítulo 11, «Realizada en la virtud».)
Dado que el acto de elegir entra exclusivamente en el dominio de la voluntad, estas virtudes no provocan, en sentido estricto, una elección correcta. No obstante, facilitan la acción moral, al arraigar capacidades emocionales que tienden hacia un verdadero bien y hacia la obediencia a Dios, así como a la razón correcta y la guía de la voluntad. Al ordenar las emociones, se eliminan los obstáculos para una acción virtuosa, ayudando así a lograr una vida de realización (Cessario, 2002, p. 163). Asimismo, las emociones virtuosas también pueden centrar la atención de la razón sobre un acto virtuoso que debe realizarse, como cuando por compasión por la miseria de otro, una persona se ve obligada a considerar la posibilidad de ofrecer su ayuda (Aquino, 1273/1981, I-II, 24.3 ad 1; Agustín, 427/1972, 9.5).
Del lado contrario, mediante sus elecciones, los seres humanos podemos deformar las capacidades emocionales del deseo y de la toma de iniciativas, adquiriendo vicios que nos llevarán al languidecimiento. Para ilustrar este punto, Mattison (2008) ofrece el siguiente ejemplo (p. 85): un padre puede sentirse frecuentemente enfurecido por el comportamiento de sus hijos, incluso cuando no están haciendo nada malo. Al principio, cuando empieza a experimentar esta ira, intenta suprimirla. No obstante, tras un tiempo, en lugar de contenerse (mostrando autocontrol), permite que su ira lo consuma, y procede a gritar a sus hijos. Pronto, su ira desordenada no se limitará a sus hijos y comenzará a arremeter contra su esposa, amigos y otros miembros de la familia también por ofensas percibidas. Este padre es claramente intemperante, y sufre específicamente el vicio de la ira excesiva. Su ira desordenada le conduce a realizar malos actos y afecta negativamente a sus relaciones con sus seres queridos, inhibiendo su capacidad de realización.
El trabajo de Goleman de 2005 sobre las emociones confirma y refuerza la importancia de formar adecuadamente nuestras emociones. Inspirándose en los hallazgos psicológicos de Mayer y Salovey (1989), así como en la visión de Aristóteles sobre las emociones, Goleman destaca la importancia de lo que él denomina inteligencia emocional. La inteligencia emocional incluye ser capaz de utilizar constructivamente las propias emociones, comprender empáticamente las emociones de los demás y emplear las emociones para apoyar relaciones exitosas (p. xxiii). Según Goleman, la inteligencia emocional es necesaria no solo para el bienestar físico, sino también para la realización de la familia, la comunidad y la profesión. Las deficiencias en la inteligencia emocional hacen que el individuo sea susceptible a una serie de vicios, como la impaciencia, el chismorreo y los celos (p. xxiii).