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Roboán fracasa
Pero el sucesor de Salomón no ejerció una influencia enérgica en favor de la lealtad a Jehová. A pesar de ser por naturaleza de una voluntad fuerte y egoísta, lleno de fe en sí mismo y propenso a la idolatría, si hubiese puesto toda su confianza en Dios habría adquirido fuerza de carácter, fe constante y sumisión a los requerimientos divinos. Pero con el transcurso del tiempo, el rey puso su confianza en el poder de su cargo y en las fortalezas que había creado. Poco a poco fue cediendo a las debilidades que había heredado, hasta poner su influencia por completo del lado de la idolatría. “Después de que Roboán consolidó su reino y se afirmó en el trono, él y todo Israel abandonaron la Ley del Señor” (12:1).
El pueblo al que Dios había elegido para que se destacase como luz de las naciones vecinas, se apartaba de la Fuente de su fuerza y procuraba ser como las naciones circundantes. Así como con Salomón, sucedió con Roboán: la influencia del mal ejemplo extravió a muchos.
Dios no permitió que la apostasía del gobernante de Judá quedase sin castigo. “Por eso en el quinto año del reinado de Roboán, Sisac, rey de Egipto, atacó a Jerusalén. Con mil doscientos carros de combate, sesenta mil jinetes y una innumerable multitud de libios, suquíes y cusitas procedentes de Egipto, Sisac conquistó las ciudades fortificadas de Judá y llegó hasta Jerusalén.
“Entonces el profeta Semaías se presentó ante Roboán y los jefes de Judá que por miedo a Sisac se habían reunido en Jerusalén, y les dijo: ‘Así dice el Señor: “Como ustedes me abandonaron, ahora yo también los abandono, para que caigan en manos de Sisac” ’ ” (vers. 2-5). En las pérdidas ocasionadas por la invasión de Sisac, reconoció la mano de Dios, y por un tiempo se humilló. “Sisac, rey de Egipto, atacó a Jerusalén y se llevó los tesoros del Templo del Señor y del palacio real. Se lo llevó todo, aun los escudos de oro que Salomón había hecho. Para reemplazarlos, el rey Roboán mandó hacer escudos de bronce. [...] Por haberse humillado Roboán, y porque aún quedaba algo bueno en Judá, el Señor apartó su ira de él y no lo destruyó por completo” (vers. 6-12).
Las secuelas de la apostasía de Roboán
Pero cuando la nación volvió a prosperar, muchos cayeron de nuevo en la idolatría. Entre ellos se contaba el rey Roboán mismo. Olvidando la lección que Dios había procurado enseñarle, volvió a caer en los pecados que habían atraído castigos sobre la nación. Después de algunos años sin gloria, “cuando Roboán murió, fue sepultado en la Ciudad de David. Y su hijo Abías lo sucedió en el trono” (vers. 14, 16).
A veces, durante los siglos que siguieron el trono de David fue ocupado por hombres dotados de valor moral. Bajo el liderazgo de esos soberanos, las bendiciones que descendían sobre los hombres de Judá se extendían a las naciones circundantes. Pero las semillas del mal, que ya estaban brotando cuando Roboán ascendió al trono, no fueron nunca desarraigadas por completo; y hubo momentos en que el pueblo que una vez fuera favorecido por Dios cayó tan bajo que llegó a ser objeto de burla u oprobio entre los paganos.
A pesar de estas prácticas idólatras, Dios estaba dispuesto, en su misericordia, a hacer cuanto estuviera en su poder para salvar de la ruina completa al reino dividido. Y a medida que transcurrían los años, y su propósito concerniente a Israel parecía destinado a quedar completamente frustrado por los ardides de hombres inspirados por los agentes satánicos, siguió manifestando sus designios benéficos mediante el cautiverio y la restauración de la nación escogida.
La división del reino fue tan solo el comienzo de una historia admirable, en la cual se revelan la longanimidad y la tierna misericordia de Dios. Los adoradores de los ídolos iban a aprender al fin la lección de que los falsos dioses son impotentes para elevar y salvar. Únicamente siendo fiel al Dios vivo, Creador y Gobernante de todos, es como puede el hombre hallar descanso y paz.
Capítulo 7
Jeroboán lleva de vuelta a Israel a la adoración de ídolos
Bajo el gobierno de Salomón, Jeroboán había demostrado buenas aptitudes y juicio seguro. Sus años de servicio fiel lo habían preparado para gobernar con discreción. Pero Jeroboán falló en hacer de Dios su confianza.
Su mayor temor era que en algún tiempo futuro el corazón de sus súbditos fuese reconquistado por el gobernante que ocupaba el trono de David. Razonaba que si permitía a las diez tribus que visitasen a menudo la antigua sede de la monarquía judía, donde los servicios del Templo se celebraban todavía como durante el reinado de Salomón, muchos se sentirían inclinados a renovar su lealtad al gobierno centrado en Jerusalén. Consultando a sus consejeros, Jeroboán resolvió, por medio de un acto atrevido, reducir hasta donde fuese posible la probabilidad de una rebelión en contra de su gobierno. Lo iba a obtener creando dentro de los límites del nuevo reino dos centros de culto: uno en Betel y otro en Dan. Se invitaría a las diez tribus a que se congregasen para adorar a Dios en esos lugares, en vez de hacerlo en Jerusalén.
Al ordenar este cambio, Jeroboán pensó apelar a la imaginación de los israelitas poniendo delante de ellos alguna representación visible que simbolizase la presencia del Dios invisible. Mandó, pues, hacer dos becerros de oro y los colocó en altares situados en los centros designados para el culto. Al hacer esto, Jeroboán violó el claro Mandamiento de Jehová: “No te harás imagen [...] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxo. 20:4, 5, RVR). No consideró el gran peligro al cual exponía a los israelitas cuando puso delante de ellos el símbolo con que se habían familiarizado sus antepasados durante los siglos de servidumbre en Egipto. Su propósito firme de inducir a las tribus norteñas a interrumpir sus visitas anuales a la ciudad santa, lo impulsó a adoptar la más imprudente de las medidas. Declaró con insistencia: “¡Israelitas, no es necesario que sigan subiendo a Jerusalén! Aquí están sus dioses, que los sacaron de Egipto” (1 Rey. 12:28).
El rey procuró persuadir a los levitas, algunos de los cuales vivían dentro de su reino, a que sirviesen como sacerdotes de los recién erigidos altares en Betel y Dan; pero este esfuerzo suyo fracasó. Se vio, por tanto, obligado a elevar al sacerdocio “a toda clase de gente” (vers. 31). Alarmados, muchos huyeron a Jerusalén, donde podían adorar en armonía con los requerimientos divinos.
La rebeldía del rey es reprendida
El atrevido desafío del rey hacia Dios, al poner así a un lado instituciones divinamente establecidas, no quedó sin reprensión. Durante la dedicación del extraño altar en Betel, se presentó ante él un hombre de Dios del reino de Judá, enviado para condenarlo por su intento de introducir nuevas formas de culto. El profeta “gritó: ‘¡Altar, altar! Así dice el Señor: En la familia de David nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a estos sacerdotes de altares paganos que aquí queman incienso. ¡Sobre ti se quemarán huesos humanos!’.
“Aquel mismo día el hombre de Dios ofreció una señal: ‘Esta es la señal que el Señor les da: ¡El altar será derribado, y las cenizas se esparcirán!’ ”. E inmediatamente “el altar se vino abajo y las cenizas se esparcieron, según la señal que, en obediencia a la palabra del Señor, les había dado el hombre de Dios” (13:2, 3, 5).
Al ver esto, Jeroboán intentó hacer violencia a aquel que había comunicado el mensaje. Clamó con ira: “¡Agárrenlo!” Su acto impetuoso fue castigado con presteza. La mano extendida contra el mensajero de Jehová quedó repentinamente inerte y desecada, de modo que no pudo retraerla. Aterrorizado, el rey suplicó al profeta: “¡Apacigua al Señor tu Dios! ¡Ora por mí, para que se me cure el brazo! El hombre de Dios suplicó al Señor, y al rey se le curó el brazo, quedándole como antes” (vers. 4, 6). Esta experiencia debiera haber inducido al rey de Israel a arrepentirse y a renunciar a sus malos propósitos, que desviaban al pueblo de la adoración que debía tributar al Dios verdadero. Pero el rey endureció su corazón, y resolvió cumplir su propia voluntad.
El Señor procura salvar, no destruir. Da a sus mensajeros escogidos una santa osadía, para que quienes los oigan teman y sean inducidos a arrepentirse. ¡Con cuánta firmeza reprendió al rey el hombre de Dios! De ninguna otra manera podía encararse los males existentes. Los mensajeros del Señor deben permanecer sin vacilar en apoyo de lo recto. Mientras ponen su confianza en Dios, no necesitan temer; porque el que los comisiona les asegura también su cuidado protector.
Un profeta es engañado para que desobedezca
El profeta estaba por volverse a Judea, cuando Jeroboán le dijo: “Ven a casa conmigo, y come algo; además, quiero hacerte un regalo”.
“Aunque usted me diera la mitad de sus posesiones, no iría a su casa. Aquí no comeré pan ni beberé agua, porque así me lo ordenó el Señor. Me dijo: ‘No comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el mismo camino’ ” (1 Rey. 13:7-9).
Mientras viajaba hacia su casa por otro camino, fue alcanzado por un anciano que se presentó como profeta y, mintiendo al varón de Dios, le declaró: “También yo soy profeta, como tú. Y un ángel, obedeciendo la palabra del Señor, me dijo: ‘Llévalo a tu casa para que coma pan y beba agua’ ”. El hombre repitió su mentira una y otra vez, e insistió en su invitación hasta persuadir al varón de Dios a que volviese.
Dios permitió que el profeta sufriera el castigo de su transgresión. Mientras él y el que lo había invitado a regresar a Betel estaban sentados juntos a la mesa, la inspiración del Todopoderoso embargó al falso profeta, “Entonces el profeta le anunció al hombre de Dios que había llegado de Judá: ‘Así dice el Señor: Has desafiado la palabra del Señor y no has cumplido la orden que el Señor tu Dios te dio. Has vuelto para comer pan y beber agua en el lugar donde él te dijo que no lo hicieras. Por lo tanto, no será sepultado tu cuerpo en la tumba de tus antepasados’ ” (vers. 18-22).
Esta profecía condenatoria no tardó en cumplirse literalmente. “Cuando el hombre de Dios terminó de comer y beber, el profeta que lo había hecho volver le aparejó un asno, y el hombre de Dios se puso en camino. Pero un león le salió al paso y lo mató, dejándolo tendido en el camino. [...] Al ver el cuerpo tendido, y al león cuidando el cuerpo, los que pasaban por el camino llevaron la noticia a la ciudad donde vivía el profeta anciano. Cuando el profeta que lo había hecho volver de su viaje se enteró de eso, dijo: ‘Ahí tienen al hombre de Dios que desafió la palabra del Señor’ ” (vers. 23-26).
Si después de que desobedeciera a la palabra del Señor se hubiese pemitido al profeta seguir su viaje sano y salvo, el rey habría usado ese hecho en un intento por justificar su propia desobediencia. En el altar partido, el brazo paralizado y la terrible suerte de quien se había atrevido a desobedecer una orden expresa de Jehová, Jeroboán debiera haber discernido prestas manifestaciones del desagrado de un Dios ofendido, y estos castigos debieran haberle advertido que no debía persistir en su mal proceder. Pero, lejos de arrepentirse, Jeroboán no solo cometió él mismo un pecado gravoso, sino además hizo pecar a Israel, y “esa conducta llevó a la dinastía de Jeroboán a pecar, y causó su caída y su desaparición de la faz de la Tierra” (vers. 33, 34; 14:16).
El juicio de Dios sobre Jeroboán
Hacia el final de un reinado perturbado de 22 años, Jeroboán sufrió una derrota desastrosa en la guerra con Abías, sucesor de Roboam. “Jeroboán no pudo recuperar su poderío. Al final, el Señor lo hirió, y Jeroboán murió” (2 Crón. 13:20).
La apostasía introducida durante el reinado de Jeroboán finalmente resultó en la destrucción completa del reino de Israel. Aun antes de la muerte de Jeroboán, Ahías, anciano profeta que muchos años antes había predicho la elevación de Jeroboán al trono, declaró: “El Señor [...] los desarraigará de esta buena Tierra [...] Y el Señor abandonará a Israel por los pecados que Jeroboán cometió e hizo cometer a los israelitas” (1 Rey. 14:15, 16).
Sin embargo, el Señor hizo todo lo que podía hacer para que volviera a serle fiel. A través de los largos y oscuros años durante los cuales un gobernante tras otro lo desafiaba, Dios mandó mensaje tras mensaje a su pueblo apóstata. Mediante sus profetas, le dio toda oportunidad de regresar a él. Elías y Eliseo iban a aparecer y trabajar, e iban a oírse en la Tierra las tiernas súplicas de
Oseas, Amós y Abdías. Nunca iba a ser dejado el reino de Israel sin nobles testigos del gran poder de Dios para salvar del pecado. Por medio de estos fieles iba a cumplirse finalmente el eterno propósito de Jehová.
Capítulo 8
La apostasía nacional lleva a la ruina nacional
A partir de la muerte de Jeroboán y hasta el momento en que Elías compareció ante Acab, Israel sufrió una constante declinación espiritual. La mayoría del pueblo rápidamente fue perdiendo de vista su deber de servir al Dios vivo, y adoptó muchas de las prácticas idólatras.
Nadab, el hijo de Jeroboán que ocupó el trono de Israel tan solo durante unos pocos meses, fue asesinado con toda la parentela que podría haberle sucedido, “según la palabra que el Señor dio a conocer por medio de su siervo Ahías el silonita. Esto sucedió a raíz de los pecados que Jeroboán cometió e hizo cometer a los israelitas”(1 Rey. 15:29, 30).
El culto idólatra que Jeroboán había introducido atrajo los juicios del Cielo; y sin embargo, los gobernantes que siguieron –Basá, Elá, Zimri y Omrí– continuaron en la misma mala conducta fatal.
La buena regla del rey Asá
Durante la mayor parte de este tiempo de apostasía, Asá gobernaba en Judá. “Asá hizo lo que era bueno y agradable ante el Señor su Dios. Se deshizo de los altares y santuarios paganos [...]. Además, ordenó a los habitantes de Judá que acudieran al Señor, Dios de sus antepasados, y que obedecieran su Ley y sus Mandamientos. [...] y durante su reinado hubo tranquilidad” (2 Crón. 14:2-5).
La fe de Asá se vio muy probada cuando “Zera el cusita marchó contra ellos al frente de un ejército de un millón de soldados y trescientos carros” (vers. 9), invadiendo su reino. En esa crisis, Asá no confió en las “ciudades fortificadas” de Judá, con “murallas con torres, puertas y cerrojos”, ni en los “guerreros valientes” (vers. 6-8). El rey confiaba en Jehová de los ejércitos. Mientras disponía a sus fuerzas en orden de batalla, solicitó la ayuda de Dios.
Una victoria extraordinaria ganada por confiar en Dios
Los ejércitos oponentes se hallaban frente a frente. Era un momento de prueba para los que servían al Señor. ¿Habían confesado todo pecado? ¿Tenían los hombres de Judá plena confianza en que el poder de Dios podía librarlos? Desde todo punto de vista humano, el gran ejército de Egipto habría de arrasar cuanto se le opusiera. Pero en tiempo de paz Asá no se había dedicado a las diversiones y al placer, sino que se había preparado para cualquier emergencia. Tenía un ejército adiestrado para el conflicto. Se había esforzado por inducir a su pueblo a hacer la paz con Dios. Ahora su fe no vaciló.
Habiendo buscado al Señor en los días de prosperidad, el rey podía confiar en él en el día de la adversidad. Dijo en su oración: “Señor, solo tú puedes ayudar al débil y al poderoso. ¡Ayúdanos, Señor y Dios nuestro, porque en ti confiamos, y en tu nombre hemos venido contra esta multitud!” (vers. 11).
La fe del rey Asá quedó señaladamente recompensada. “El Señor derrotó a los cusitas cuando estos lucharon contra Asá y Judá. Los cusitas huyeron” (2 Crón. 14:12, 13), y fueron aniquilados.
Mientras los victoriosos ejércitos regresaban a Jerusalén, “Azarías hijo de Obed [...] salió al encuentro de Asá, y le dijo: [...] El Señor estará con ustedes, siempre y cuando ustedes estén con él. Si lo buscan, él dejará que ustedes lo hallen [...]. Pero ustedes, ¡manténganse firmes y no bajen la guardia, porque sus obras serán recompensadas!” (15:1, 2, 7).
Muy alentado, Asá no tardó en iniciar una segunda reforma en Judá. “Se animó a eliminar los detestables ídolos que había en todo el territorio de Judá y Benjamín. Luego hicieron un pacto, mediante el cual se comprometieron a buscar de todo corazón y con toda el alma al Señor [...]. Y él se había dejado hallar de ellos y les había concedido vivir en paz con las naciones vecinas” (vers. 8-12,15).
Los largos anales de un servicio fiel prestado por Asá quedaron manchados por algunos errores cometidos. Cuando, en cierta ocasión, el rey de Israel invadió el reino de Judá y se apoderó de Ramá, ciudad fortificada situada a tan solo ocho kilómetros de Jerusalén, Asá procuró su liberación mediante una alianza con Ben Adad, rey de Siria. Esta falta de confianza solo en Dios en un momento de necesidad fue reprendida severamente por el profeta Jananí, quien se presentó delante de Asá con este mensaje: “También los cusitas y los libios formaban un ejército numeroso, y tenían muchos carros de combate y caballos, y sin embargo el Señor los entregó en tus manos, porque en esa ocasión tú confiaste en él. [...] Pero de ahora en adelante tendrás guerras, pues actuaste como un necio” (16:7-9).
En vez de humillarse delante de Dios por haber cometido este error, “Asá se enfureció contra el vidente por lo que este le dijo, y lo mandó encarcelar. En ese tiempo, Asá oprimió también a una parte del pueblo” (vers. 10). Finalmente, “en el año treinta y nueve de su reinado, Asá se enfermó de los pies; y aunque su enfermedad era grave, no buscó al Señor, sino que recurrió a los médicos” (vers. 12). El rey murió el año 41º de su reinado y le sucedió Josafat, su hijo.
Comienza el malvado reinado de Acab
Dos años antes de la muerte de Asá, Acab comenzó a gobernar en el reino de Israel. Desde el principio su reinado quedó señalado por una apostasía extraña y terrible. “Hizo más para provocar la ira del Señor, Dios de Israel, que todos los reyes de Israel que lo precedieron”. Actuó como “si hubiera sido poco el cometer los mismos pecados de Jeroboán hijo de Nabat” (vers. 33, 31). Encabezó temerariamente al pueblo en el paganismo más grosero.
Habiendo tomado por esposa a Jezabel, “hija de Et Baal, rey de los sidonios” y sumo sacerdote de Baal, Acab “se dedicó a servir a Baal y a adorarlo. Le erigió un altar en el templo que le había construido en Samaria” (vers. 31, 32).
Bajo el liderazgo de Jezabel erigió altares paganos en muchos “altos”, hasta que casi todo Israel seguía en pos de Baal. “Nunca hubo nadie como Acab que, animado por Jezabel su esposa, se prestara para hacer lo que ofende al Señor” (21:25, 26). El casamiento de Acab con una mujer idólatra fue desastroso para él y para la nación. Su carácter fue modelado con facilidad por el espíritu resuelto de Jezabel. Su naturaleza egoísta no le permitía apreciar las misericordias de Dios para con Israel, ni sus propias obligaciones como guardián y conductor del pueblo escogido.
Bajo la influencia agostadora del gobierno de Acab, Israel se alejó mucho del Dios vivo. La oscura sombra de la apostasía cubría todo el país. Por todas partes podían verse imágenes de Baal y Astarté. Se multiplicaban los templos consagrados a los ídolos. El aire estaba contaminado por el humo de los sacrificios ofrecidos a los dioses falsos. Las colinas y los valles repercutían con los clamores de embriaguez emitidos por un sacerdocio pagano que ofrecía sacrificios al sol, la luna y las estrellas.
Se enseñaba al pueblo que estos ídolos eran divinidades que gobernaban por su poder místico los elementos de la tierra, el fuego y el agua. Todas las bendiciones del cielo –los arroyos y las corrientes de aguas vivas, el suave rocío, las lluvias que refrescaban la Tierra y hacían fructificar abundantemente los campos– se atribuían al favor de Baal y Astarté, en vez de al Dador de todo bien y don perfecto. El pueblo olvidaba que las colinas y los valles, los ríos y los manantiales, estaban en manos del Dios vivo; y que este regía el sol, las nubes del cielo y todos los poderes de la naturaleza.
Mediante mensajeros fieles, el Señor mandó repetidas amonestaciones al rey y al pueblo apóstatas; pero esas palabras de reprensión fueron inútiles. Cautivado por la ostentación del lujo y por los ritos fascinantes de la idolatría, el pueblo seguía el ejemplo del rey y su corte, y se entregaba a los placeres embriagantes y degradantes de un culto sensual. En su ciega locura, prefirió rechazar a Dios y su culto. La luz que le había sido daba con tanta misericordia se había vuelto tinieblas.
Nunca había caído tan bajo en la apostasía el pueblo escogido de Dios. Los “profetas de Baal” eran “cuatrocientos cincuenta”, además de los “cuatrocientos profetas de la diosa Aserá” (18:19). Nada que no fuese el poder prodigioso de Dios podía preservar a la nación de una ruina absoluta. Israel se había separado voluntariamente de Jehová. Sin embargo, los anhelos compasivos del Señor seguían manifestándose en favor de los que habían sido inducidos a pecar, y él estaba por mandarles uno de los más poderosos de sus profetas.