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Una de las características del ensayo como género es la modificación de argumentos que, al repensarse, hacen que el ensayista cambie de opinión o replantee el asunto tratado con anterioridad. Si en «Panorama actual de la poesía mexicana», Nandino descalifica a los Contemporáneos, en su ensayo autobiográfico «Mi relación con los Contemporáneos» se incluye como parte del grupo y dice sentirse deudor en cuanto a las lecturas y formación intelectual:

[A los Contemporáneos] les debo mi orientación en la lectura, mi ejercicio crítico y mi autocrítica. Con ellos adquirí agilidad mental para la respuesta instantánea y la fina ironía para el epigrama. Con Villaurrutia cruzamos influencias mutuas y creo que hasta contagio mental. Compartió mi vida médica y mis guardias en los hospitales, de donde le vino mayor responsabilidad humanitaria.

Siendo muy joven, Elías Nandino se inició como lector de los románticos españoles como Gustavo Adolfo Bécquer, pero también con Juan Ramón Jiménez. Desde sus primeros años como lector descubrió a Manuel M. Flores, Amado Nervo y Enrique González Martínez, de quienes recibió sus primeras influencias, particularmente en libros como Espiral (1928) y Color de ausencia (1932) que tienen una profunda vena romántica y modernista. Pero si Nandino se nutrió de éstos y otros poetas, la verdadera sensibilidad humana la encuentra en el quirófano, en la sala de operaciones de Lecumberri o del Hospital Juárez, donde trabajó por muchos años. El propio Xavier Villaurrutia escribe en el prólogo a Eco (1934): «Yo lo he visto sostener, alternativamente, el lápiz del escritor y el bisturí del cirujano; escribir y operar; escribir con fiebre y operar con frialdad».14

Si Elías Nandino hace hermosos retratos alrededor de escritores como Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, también lo hará con el poeta Porfirio Barba Jacob, otro personaje marginado de las instituciones culturales de la época así como de los grupos literarios de poder. Este hombre también tiene una personalidad física digna de describirse, tal como se contruye en el retrato físico, intelectual y anímico que hace su amigo: «Hubo momentos en que llegué a creer que era de humo coagulado o de inmateria de endriago vagabundo. Mas en esta confusión de oscuridades, sólo su voz y el aleteo de sus manos lo diferenciaban de un monolito de obsidiana». El poeta que tomaba sus tragos de Tenampa y fumaba cigarros de marihuana, era un poeta cósmico, nacido del silencio; sólo tenía voz a través de su poesía y de las interesantes conversaciones que tenía con Nandino, cuando el colombiano visitaba al jalisciense. Cuarenta y tres años después de la muerte por tuberculosis de Porfirio Barba Jacob, Nandino impulsa, en colaboración con el investigador José Martínez Torres, el rescate y publicación del libro Antorchas contra el viento (1984), texto editado por la editorial Gatopardo.15 En el prólogo, Nandino pretende reivindicar la figura de su amigo y más aún, apela a que el lector encuentre una verdadera comunicación con el poeta a través de su obra sin importarle su vida íntima. Las palabras del prologuista son virulentas: «[…] pienso que ya es hora de taparles la boca a toda esa clase de críticos puritanos, que se han acostumbrado a juzgar la obra del artista, no por su calidad en sí misma, sino, y con mayor rigor, por el placer de sus camas, los cigarros que fuma, los excitantes que usa, o los desmanes de su vida íntima».

Elías Nandino es el primer escritor que se preocupa de que la obra de Barba Jacob siga publicándose en México, pues según el autor de Cerca de lo lejos, su amigo le encomendó la tarea de reeditar su obra. Nandino supo cumplir con esta petición. Lamentablemente él no obtuvo la misma respuesta por parte de los escritores a los que dio a conocer en Estaciones y de quienes esperó que se ocuparan de hacerle una antología memorable que jamás se materializó, entre ellos Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.

Elías Nandino ejerció la crítica literaria y de arte muchas veces por sentido de justicia poética, como en el caso de la selección de textos poéticos de Porfirio Barba Jacob para el libro Antorchas contra el viento. En otras ocasiones lo hace a petición de escritores que le solicitan un prólogo o presentación, o bien, lo hace en su carácter de editor de las revistas que dirigió a lo largo de varias décadas. Su función como ensayista y crítico es —como sucede con frecuencia en el ámbito de los escritores— aprendida, toda vez que el oficio de crítico literario tiene una tradición en México y en estricto sentido requiere la formación académica profesional. No obstante, el poeta sabe que la función del crítico es valorar la obra desde los parámetros de la estética y el contexto literario en el que el texto, como objeto artístico, se construye. Según Alfonso Reyes en su libro Teoría literaria (1940), todo texto de forma inmanente debe ser juzgado por los siguientes parámetros: 1) el valor semántico y de significado; 2) imitación de la naturaleza o mímesis; 3) intención estética; 4) contenido y comunicación. En el caso de la poesía, además de los anteriores debe agregarse la valor de la sintaxis, el ritmo y la emoción.

Como crítico literario y poeta, Elías Nandino plantea ciertas preocupaciones sobre el quehacer estético. En los textos aquí recopilados en la sección «Manifiestos» se puede notar el interés del autor por establecer parámetros para la escritura. Estos textos sirven también al crítico literario para reflexionar sobre su trabajo de análisis textual. Por momentos, pareciera que Nandino está en contra de la función del crítico: «Si no puedes definir la poesía, confórmate con crearla. Su misma sentencia la define. Los poetas construyen la poesía. Los cíticos la destruyen», no obstante, el autor mismo ejerció el oficio de crítico bajo las exigencias propias de la crítica literaria.

Nandino y los jóvenes escritores

Después de la época posrevolucionaria, México contó con importantes revistas literarias que abrieron el camino para las nacientes generaciones de escritores. Entre estas revistas podemos contar a El Maestro, Prisma, Contemporáneos, La Falange, Taller, Ulises, Examen, entre muchas otras. La cerrazón de los dirigentes literarios de algunas publicaciones, así como el afán por impulsar la moda surrealista en la poesía mexicana de los años treinta, cuarenta y cincuenta, hicieron posible el nacimiento de Estaciones. Revista Literaria de México, publicación de Elías Nandino y Alfredo Hurtado, que tuvo vida de 1956 a 1960. Los veinte números fueron patrocinados casi en su totalidad por el propio Elías Nandino con sus honorarios de médico y algunas suscripciones.

Estaciones nace a partir de una conversación entre Elías Nandino y Alfredo Hurtado mientras desayunaban en el Sanborn’s de los azulejos, a finales de 1955. Según cuenta Nandino en su autobiografía, en la época, «había desorientación por la terquedad de persistir en un surrealismo trasnochado ya asimilado en nuestras creaciones literarias. Sin embargo, la influencia de Octavio Paz, de formación surrealista, insistía en que la juventud practicara ese ejercicio».16 La tendencia a considerar que la literatura mexicana tenía que ser hermética, evasiva y surrealista era el parámetro para juzgar la calidad de una obra literaria, según las afiliaciones estéticas de algunos escritores, de ahí que Nandino en su ensayo «Después del surrealismo… ¿Qué?» arremeta en contra de la imposición de una tendencia estética en la lírica mexicana porque en estricto sentido esto se traduce como una imposición casi obligatoria. Evidentemente, los que no comulgaban con estos postulados y vieron que el surrealismo no tenía que ser una moda, quedaban excluidos de las revistas e incluso de las editoriales. Así pues, con un tiraje de mil 500 ejemplares, pocos suscriptores y patrocinadores, los editores de la revista Estaciones emprendieron una nueva aventura literaria como contrapropuesta a las tendencias extranjerizantes, a los grupos literarios y al ninguneo hacia las plumas jóvenes. El domicilio de Revillagigedo 108, despacho 102, en la Ciudad de México, fue el consultorio médico y la oficina de redacción de Estaciones, publicación que apareció con las estaciones del año y dio acogida e impulso a las nuevas voces literarias del país y el extranjero.

Para esta época, Elías Nandino era un escritor reconocido; había publicado importantes libros de poemas, así que Estaciones no significó un medio para darse a conocer, sino más bien, la política fue impulsar a los escritores jóvenes: «una revista abierta, sin respetar jerarquías o críticas panegíricas, sino apoyando principalmente a la juventud, para remozar la interpretación de la vida y, al mismo tiempo, darle inetidez».17 Como lo haría en los años ochenta en los Miércoles Literarios en el Ex Convento del Carmen, de Guadalajara, Nandino se rodeó de jóvenes literatos talentosos que apenas comenzaban a despuntar. En el primer año de Estaciones, la edición estuvo a cargo del propio Nandino, de la dirección se encargaron Alfredo Hurtado, Alí Chumacero, José Luis Martínez y Carlos Pellicer. En 1957, se adhieren a la dirección Salvador Reyes Nevares y Enrique Moreno de Tagle. Para el número 10 de la revista, el equipo de redacción se integró por Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Raymundo Ramos Gómez y Lazlo Javier Moussong. En el verano de 1957, Nandino creó la sección Ramas Nuevas y confía en el joven José Emilio Pacheco y posteriormente también en Carlos Monsiváis, la calidad de dicha sección. Así se expresó en 1982 Pacheco de su labor como periodista cultural en Estaciones:

[Elías Nandino] nos concedió absoluta autonomía, no discutió ni revisó nuestras colaboraciones (por eso no puedo releer las 54 que dejé en Estaciones sin morirme de vergüenza). De modo que fue enteramente voluntaria del clima de hace veinticinco años la nota que perpetré cuando apareció Las peras del olmo. Aunque mi ideal literario de entonces y mis modelos absolutos eran, y no podía ser de otro modo, autores de buena-mala poesía como Plaza, Peza, Campoamor, Núñez de Arce, y por más que mi ingenuidad no me impidió del todo ver de quién estaba hablando, pontifiqué con el aplomo que sólo puede dar la ignorancia.18

Para el número 11 de la revista, se conservan los mismos integrantes en el equipo de redacción, pero se incluye a José de la Colina como jefe de redacción. Ya para el número 13, en 1959, la dirección recae sólo en Elías Nandino, el jefe de redacción es Alí Chumacero y el comité editorial está a cargo de Monsiváis, Moussong, Pacheco y los jóvenes, Hugo Padilla, Gustavo Sainz y Fernando Sánchez Mayáns. Las entradas y salidas de los escritores jóvenes a la redacción de Estaciones no impidió que la publicación decayera; algunos de ellos se habían ido al equipo de trabajo de Fernando Benítez, uno de los principales detractores de Estaciones que siempre denostó la labor editorial de Nandino. Ya para 1960, se conservaban pocos colaboradores y se incluían otros como Raúl Renán, Juan Vicente Melo y Elena Poniatowska.

Con el número 20, invierno de 1960, Elías Nandino cierra la primera época de la revista. Con sesenta años de edad, Nandino continúa su labor poética y el impulso de otras revistas como Cuadernos de Bellas Artes que dirigió de 1960 a 1964 con el fin de seguir impulsando a las nuevas voces de la narrativa, la poesía, la pintura, el teatro, el ensayo y la crítica literaria.

En Estaciones, escritores como José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Francisco Zendejas, Guadalupe Dueñas, Salvador Reyes Nevares, Samuel Ramos, Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Emilio Carballido, Beatriz Espejo, entre muchos otros, encontraron un espacio de libertad creadora, a la vez que un impulso para convertirse en escritores destacados.

Estaciones fue el compromiso de Elías Nandino con los jóvenes escritores mexicanos, concentrados la mayoría en la Ciudad de México, pero en 1972, al regresar a Jalisco para hacerse cargo de los talleres literarios del Ex Convento del Carmen de Guadalajara, la disposición y atención al trabajo de los jóvenes jaliscienses lo llevó a escribirles los prólogos de sus libros de poesía o narrativa, la mayoría de las veces a petición de estos jóvenes escritores, a quienes enseñó que la poesía nace de una necesidad por comunicar al otro: «Escribe, poeta, lo que tú sientas. No importa que los demás no sientan lo que tú escribes». Labor imprescindible fue también su trabajo como tallerista literario en el Departamento de Bellas Artes de Jalisco. De este taller surgieron escritores como Jorge Esquinca, Luis Alberto Navarro, Dante Medina, Jorge Souza, Luis Martín Ulloa y Felipe de Jesús Hernández Rubio; a este último le debemos la publicación de Juntando mis pasos, pues supo guardar cariñosamente el manuscrito que «el doc», como él lo llama, le confió para su publicación póstuma.

En este libro de prosa rescatada, Elías Nandino recurre al ensayo y a la crítica literaria para discutir ideas que comparte con su lector, pues el oficio de la crítica no puede ser monológico, sino que su naturaleza reside en el diálogo, las coincidencias o divergencias alrededor de la estética literaria y desde ahí habla en los prólogos, cartas, reflexiones sobre su obra y manifiestos en los que define su propia noción de la poesía; no escatima palabras para hacer un balance de los movimientos poéticos de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, los libros publicados, o bien, para definir lo que considera es la poesía. La importancia de este libro radica en hacer visible la voz crítica de Elías Nandino y encontrar su contribución a la crítica literaria y, sobre todo, al registro de sus textos ensayísticos como parte no sólo de su producción, sino de la historia de la crítica y el ensayo en México.

Por otra parte, en este tomo se ha decido incorporar el único cuento del autor, mismo que apareció en América. Revista antológica, que dirigía su gran amigo Efrén Hernández. «El Coronelito» es un texto narrativo de reconstrucción ficcional alrededor de una serie de eposidios vividos por el autor durante su infancia en Cocula, en plena época revolucionaria. Según Nandino, su familia vivía escondida en la casa del párraco y, un día, el futuro poeta salió a la plaza con la intención de mitigar el hastío, pero:

Cuando llegué a la calle Hidalgo, vi venir un pelotón que invadió la plaza, cruzando por la diagonal, hasta el quiosco. Entonces yo me escondí en un cedro pequeño para ver qué pasaba. El que mandaba el pelotón empezó a decir unas palabras, condenando a los que tracionaban al gobierno, y en dos por tres recargaron en la pared del quisco a un muchacho —como de dieciocho años— que llevaban preso. Escuché la orden de ¡Firmes! ¡Apunten! ¡Fuego! y vi cómo aquel muchacho, al recibir los tiros, quiso volar y cayó de cabeza.19

La experiencia traumática de la Revolución mexicana, así como la época cristera son insumos para la construcción de este único relato de Nandino que no encontró su espacio en la poesía, aunque cuenta con pinceladas líricas destacables. En «El Coronelito» se refiere el ambiente hostil de la persecución y el hambre, se narra también la formación —revelación— de un niño de catorce años que ingresa a las filas revolucionarias y será gracias a su valentía e iniciación en la lucha contra las injusticias sociales, que adquiera el mote de «coronelito». Este texto, de acuerdo con Leticia Romero Chumacero, posee elementos de la historia de formación y del Bildungsroman: la iniciación, el tema del viaje y el paso de la niñez a la juventud como elementos definitorios en el cambio de carácter y vida. En este caso, el protagonista debe renunciar a la infancia y convertirse en un hombre que lucha por el bien de su familia y comunidad, pues la guerra civil le exige la búsqueda de una justicia y el sentimiento de lucha. Dice Romero Chumacero que,

A diferencia de otros relatos sobre la Revolución mexicana, cargados de referencialidad, «El Coronelito» brilla por su cariz poético. El narrador Nandino echó mano de su repertorio de imágenes y metáforas para iluminar el paisaje con el recurso de la falacia patética que hermana el sentir de los personajes con su escenario cuando, «con los ojos abiertos en la oscuridad, sentía, al escuchar los golpes de las gotas sonoras, un avance en el tiempo de la eternidad de su insomnio».20

Con este libro, tenemos a un Elías Nandino ensayista, al poeta que hace una labor de crítica literaria y, de alguna manera, un esbozo de la poesía y la literatura mexicana del siglo XX. En estas páginas está él, su visión sobre la literatura y el papel social y artístico del poeta; están sus críticas y valoraciones sobre algunos escritores, está su lúcida/lúdica pluma, su sinceridad y su vida. Está retratado casi todo el siglo XX mexicano, desde la desmitificación a los Contemporáneos, hasta las palabras de presentación que les escribe a los jóvenes que apenas despuntaban como escritores.

Bibliografía

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NANDINO, Elías, Eco, prólogo de Xavier Villaurrutia. México: Imprenta Mundial, 1934.

___Juntando mis pasos. México: Aldus, 2000.

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___Umbrales del ensayo. México: Universidad Nacional Autónoma de México (Cuadernos de los Seminarios Permanentes), 2004.

Los Contemporáneos
Retrato de Jorge Cuesta

La Geometría es para las Artes Plásticas lo que la Gramática para el arte de escribir

APOLLINAIRE

Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación. Por esto su materia no intervenía en su palabra. Cuando hablaba se hacía oír, pero no se sabía de dónde venía su voz; era como el ventrílocuo de sí mismo y las frases que transmitía daban la impresión de nacer de los fantasmas del aire.

Su cuerpo, en desdibujo, sólo se denunciaba en erguida vertical como la que pinta un solitario ciprés en la soledad de un cementerio enlunado. Daba la impresión de que era de madera, de caoba por ejemplo; por eso sus movimientos se valoraban lentos, mecánicos, antihumanos. Caminaba tieso, sin doblar las rodillas, con la medida matemática de un compás al que, sin disimular su ángulo, se le permitiera la facultad de andar. En pleno día, su color se transfiguraba hasta parecer de cera, y si no hubiera sido por el torpe movimiento de sus manos que no sabían mímica, o su andar miliciano, se hubiera pensando que era una estatua de mármol en preliminar aprendizaje ambulatorio. Había momentos, al atardecer especialmente, en que su piel tomaba un color de cerebro.

Nació con estampa de hombre maduro. Creo, y él lo decía, que ignoraba lo que era la niñez. Yo lo conocí cuando frisaba entre los veintitrés o veinticuatro años y ya cualquier huella juvenil estaba totalmente extinguida. Todas sus facciones eran de amargura escondida, de serenidad simulada, de esmerado desempeño de un actor que tenía que representar fielmente el papel del hielo. La risa no la sentía, la inventaba.

Algo muy raro fluía en él, y en las fuerzas de sus preguntas hacía nacer el titubeo de nuestras respuestas. Tenía actitud de juez y todo lo que pronunciaba llevaba el acento de su sentencia.

En él se adivinaba la encarnación de algún trágico personaje de Dostoievski. No era criatura humana ni inhumana; más bien un rencor pensante que pisoteaba a sabiendas la vida. Si a la existencia se le pudiera apreciar sabor, se podría decir que Jorge Cuesta sabía a polvo de cuasia. Estaba hecho como de dos mitades disímbolas: una de un hombre introspectivo, semivendado, otra, de auténtico demonio que escudriñaba todo, que veía todo, que lo sabía todo. Consumaba la unidad de dos desigualdades en competencia íntima, en ajuste enemigo, en discordancia amistosa. Era como si el cielo y el infierno en matrimonio indisoluble, vivieran bajo el yugo del premio y castigo, en amorosa acción procreadora de una tempestad amortajada en máscara de piedra.

Hablaba en un solo tono, con palabras secas, amargas, desnudas. Era dogmático, impulsivo en el relámpago de sus conclusiones, y no se dejaba vencer ni de él mismo. Más que hombre, parecía una balanza de precisión. Cuando hacía crítica, disecaba con avidez quirúrgica y se deleitaba en sangrar y conocer la más escondida fibra de la obra. No admitía la justicia hecha, sino la que él creaba. Odiaba la inspiración por considerar que era un estorbo para realizar la verdadera obra de arte, que él concebía como el resultado de un acto de conciencia. Exigía la perfección, pero lógicamente, anárquica. Afirmaba que la poesía era un problema de multiplicación que el lector debía resolver.

Jorge Cuesta era químico y quizá por eso vivía analizando, inventando fórmulas y buscando la simpatía entre las palabras y los colores; entre los olores y las imágenes, así como la que tienen los ácidos por los metales, o los cuerpos hidrófilos por la humedad del aire. Para él la pintura tenía su sabor, su temperatura, su solidez, su suavidad y su íntimo engranaje molecular. No la juzgaba solamente desde el punto de vista plástico o significativo, sino también, y especialmente, desde sus secretos físico-químicos y su geometría. De aquí su rigurosidad matemática para reducirla a su mínima expresión y sobre ella descargar la crueldad analítica y fría de un maestro que, por estudio de las reacciones, llega a la desnudez de los elementos. Esto mismo hacía con la poesía y la prosa a las que podaba epítetos y follajes para quedarse con el solo esqueleto de las ideas, y sobre ellas edificar su personal valoración y de «visto bueno o malo».

Como poeta usaba la misma técnica de su crítica. Se la aplicaba con rigor masóquico, razón por la que sus poemas, pesados en balanza, calculados en peso específico y reacción de la palabra al combinarse, resultaban estrictos en su forma y en su fondo, y hechos como la maquinaria de un reloj en la que cada pieza tiene una misión y todas van encaminadas a medir el tiempo. Poesía ensayada, comprobada, pasada por la reflexión y la lógica, decantada sin piedad, y más que hecha para gustar y conmover, premeditadamente estructurada para agudizar la malicia y el pensamiento de quien se asomara a ella. La emoción en los poemas de Cuesta no está ni en la forma, ni en la superficie ni en el fondo, está en lo que de ellos se desprende al incinerarlos con la lectura, igual que lo que pasa con el azufre, la pólvora o el incienso. Por esto, he llegado a la conclusión de que Jorge Cuesta era un hombre químico, de fórmulas audaces, de concepciones mágicas, de un corazón transformado a fuerza de lo corrosivo de la vida en punzante témpano de sal. Su habilidad principal consistía en que se escondía en él mismo, y daba a sus apariencias una verdad que lo ayudaba a que los demás ignoraran la constante combustión de su infierno. Pertenecía a «los modernos poetas malditos» incomparable con los otros de fines del siglo pasado porque tenía la desesperación, la tempestad blasfémica, la rebeldía indomable y la ironía aguda perfectamente encubierta bajo el duro traje de un primitivo ángel de madera. Además, su palabra no era ni detonante ni furiosa, tampoco saturada de veneno o erizada de envidia, no; pero era exacta y desnuda, penetrante y certera, cruel por su verdad y constructiva por la vivisección que producía. Al inepto en el arte lo condenaba irremisiblemente y con esto lo orientaba hacia otro camino; al mediano, lo estimulaba con su causticidad; al potente, lo empujaba descubriéndole horizonte. Era justo y por consiguiente tenía que ser injusto con la mayoría. Él fue sin duda el cerebro del grupo de Contemporáneos.

Oculto bajo su exterior helado, existía el hombre sencillo, tierno, generoso; el que a veces olvidaba su conciencia dictatorial y con lenguaje claro, natural, expresaba sus sentimientos o dibujaba sus recuerdos. Sin embargo, era muy poco comunicativo de lo íntimo. Los secretos de su vida los amurallaba y muy difícilmente daba a conocer sus móviles pasionales o los nombres y complicaciones de sus amores. Su presencia era otra, siempre traía a flor de boca el comentario del último libro leído o su desacuerdo con la teoría del filósofo en turno. La política le interesaba y combatía con valor en artículos de prensa, atacando y poniendo en evidencia los errores del gobierno. Siempre estaba en lucha contra el raquitismo del medio, contra la simulación agraria, contra la demagogia circundante, contra los falsos revolucionarios y, de una manera incansable, contra las viejas escuelas literarias que tenían en estado de atrofia nuestras letras. Él conminó y estimuló a los escritores a que vieran hacia afuera, a que se nutrieran de los desarrollos de las artes europeas, faena útil pero que, desgraciadamente sembró el desarraigo de nuestros artistas que, con muy ligeras excepciones, prosiguieron en la simulación de influencias y olvidaron la autenticidad de sus raíces.

Jorge Cuesta era alto, delgado, con cabello castaño, con ingesticulante tristeza petrificada en la cara, con manos largas y huesudas, con madurez precoz en su conjunto. Casi siempre en negro, azul negro o en gris. Su presencia no era dominante pero sí su palabra. Su frente era amplia y su mentón un poco adelantado y fuerte. Su seriedad era de estatua. Sin deuda ninguna con Adonis, creaba fuera de sí una aureola de fuerza angelical, satánica, sorpresiva, atrayente, que hacía pensar que se estaba junto a un ser superior donde se daban cita la inteligencia y la intuición, la magia y el microscopio. Se trasminaba su vigor cósmico, su premeditado examen, y se sentía bajo su fluido el defraudamiento de ser inspeccionado por fuera y por dentro. Tenía, quizá sin saberlo, un gran poder psicoanalítico.

En él, fuera de él, siempre viajaba la atmósfera de tragedia con disfraz de quietud. Se podía creer que era un hombre como todos, pero lo que dimanaba de él parecía diferente. Parecía hecho de ánimas de varios difuntos: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, quizá también Nietzsche, Voltaire y Martín Lutero. Era como esas nubes que al cruzar por el cielo nos hacen pensar en su parecido con un ángel, con un demonio o con una jirafa. De su conversación surgían los personajes que llevaba ocultos, y del cinismo de un Wilde al jugar con la mentira, pasaba a la sentencia de un Valéry, a la minuciosidad de un Proust, o al delirio angelical de un Rilke.

Yo traté a Jorge Cuesta desde el año de veintisiete o veintiocho. Lo atendí médicamente muchas veces. Supe por él mismo los secretos estudios que hacía sobre la ergotina, la que, ametrallada por diferentes cuerpos enemigos, transformaría en la «panacea» para la mayor parte de padecimientos. Me comunicó muchas veces sus repetidos insomnios y me dejó ver su demonio oculto y también su ángel rilkeano. Cuando hablábamos de su descubrimiento científico, iba eslabonando pensamientos diferentes pero con la dirección única de convencerme, de anonadarme, de hacerme su cómplice en la desequilibrada hilera de carbonos con que se presentaba a la ergotina remozada, plena de actividad y de milagro. Hablando era imperativo y no conversaba, sino que combatía.

Una serie de tragedias minoraron su vida. Vivió quizás cautivo de varios traumas de infancia y, tal vez su demonio guardián, dilató con desenfreno el peso de su cráneo, que resultaba demasiado pesado para su cuerpo. No fue un degenerado superior, ni un santo malo, ni un vidente o profeta, no; fue un hombre singular, íntegro en su desequilibrada sensatez, puro en su crítica cruel, obediente a su estigmático averno y, hombre al fin, mortal para consumar su inmortalidad. Un día murió, no recuerdo la fecha. Se habló poco de su muerte. Ahora está casi a las puertas del olvido porque su obra anda por diferentes manos y parte de su prosa y su obra política, se consideran perdidas. Fue un gran pensador, un hombre que usó el traje de demonio para morir con desnudez de ángel. Su historia íntima será cruel, rara, sin fortuna, pero los que lo conocimos quedamos convencidos de que dilapidó la riqueza de su inteligencia, aquí y allá, por todas partes; pero en un siglo donde lo material brilla más que lo espiritual, y que lo ha condenado a la cicuta de la incomprensión y el desconocimiento.

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