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Cuando era fotógrafo

Balzac y el daguerrotipo

Cuando se esparció la noticia de que dos inventores habían conseguido fijar sobre placas platinadas toda imagen que se les presentaba, hubo una universal estupefacción de la cual no podríamos hacernos una idea, tan acostumbrados estamos desde hace muchos años a la fotografía que nos hemos insensibilizado debido a su vulgarización.[1]

Había quienes protestaban e incluso se negaban a creerlo. Fenómeno habitual, ya que por naturaleza nos ensañamos contra todo aquello que desconcierta nuestros prejuicios e importuna nuestra rutina. La sospecha, la ironía llena de odio, la “impaciencia de matar”, como nos decía nuestra amiga George Sand, se alzan de inmediato. ¿No fue acaso sólo ayer cuando, furibundo, protestó aquel miembro del Instituto invitado a la primera demostración del fonógrafo? Con cuánta indignación el erudito “maestro” rechazó prestarse un segundo más a esa “superchería de ventrílocuo”, y con cuánto estrépito salió, jurando que el impertinente mistificador habría de vérselas con él.

—¡Cómo! —me decía un día, en un mal momento, Gustave Doré, una mente clara y despejada como pocas—, ¡cómo!, ¿no entiendes el placer que se tiene cuando se descubre el defecto en la coraza de una obra maestra?

Lo desconocido nos produce vértigo, y nos impactaría como una insolencia, al igual que lo “sublime nos produce siempre el efecto de un motín”.[2]

La aparición del daguerrotipo —que de manera más legítima debiera llamarse niépcetipo—[3] no podía entonces sino predisponer a una emoción considerable. Al estallar de manera imprevista, en la cumbre de lo imprevisto, lejos de todo lo que podía esperarse, y desestabilizar todo lo que creíamos conocer e incluso podíamos suponer, el nuevo descubrimiento se presentaba como lo que sigue siendo: el más extraordinario en la pléyade de las invenciones que ya han hecho de nuestro inconcluso siglo el más grande de los siglos científicos —a falta de otras virtudes—.

Así aflora en la invención la gloriosa prisa, que incluso hace parecer que la abundancia de eclosiones no precisa de incubación: la hipótesis surge del cerebro humano ya armada, formulada, y la inducción primera se vuelve de inmediato obra constituida. La idea se precipita hacia el hecho. Apenas vemos el vapor reducir el espacio, cuando la electricidad ya está suprimiéndolo. Mientras que Bourseul[4] —un francés, el primero, humilde empleado de correos— anuncia el teléfono y el poeta Charles Cros[5] sueña con el fonógrafo, Lissajous,[6] con sus ondas sonoras, nos hace ver el sonido que Ader nos transmite fuera de los alcances y que Edison graba para siempre jamás; Pasteur, con sólo mirar más de cerca los helmintos que había adivinado Raspail, impone el nuevo diagnóstico que arrojará a la basura nuestros viejos códices; Charcot entreabre la misteriosa puerta del mundo hiperpsíquico que Mesmer presintió, y toda nuestra criminalidad secular se derrumba; Marey, que acaba de robarle al pájaro el secreto de la aeronáutica racional mediante su peso,[7] indica al hombre en las inmensidades del éter el nuevo ámbito que desde mañana será el suyo —y simple hecho de fisiología pura, la anestesia se eleva, por una aspiración casi divina, hasta la misericordia que ampara a la humanidad del dolor físico, que de ahora en adelante ha quedado abolido—. Y todo eso, sí, el buen señor Brunetière[8] lo llama el “fracaso de la ciencia”…

Así aun nos encontramos más allá del admirable balance de Fourcroy,[9] en la hora suprema en la que el genio de la patria en peligro ordenaba que se hicieran descubrimientos, muy lejos de los Laplace y los Montgolfier, los Lavoisier, Chappe, Conté, de todos, tan lejos que, en este conjunto de manifestaciones, explosiones casi simultáneas de la ciencia en nuestro siglo xix, su simbología tendrá también que transformarse: “El Hércules antiguo era un hombre en la fuerza de la edad, de músculos poderosos y gruesos: el Hércules moderno es un niño acodado sobre una palanca”.[10]

Sin embargo, ¿tantos nuevos prodigios no deberían borrarse ante el más sorprendente, el más perturbador de todos: el que por fin parece dar también al hombre el poder de crear a su vez, materializando el espectro impalpable que se desvanece en cuanto se lo percibe sin dejar una sombra en el cristal del espejo, como un temblor en el agua del estanque? ¿Acaso el hombre no pudo pensar que creaba cuando captó, aprehendió, fijó lo intangible, conservando la visión fugaz, el relámpago, que se encuentran grabados hoy en el bronce puro?

En suma, sensatos fueron Niépce y su cómplice al haber esperado para nacer. La Iglesia fue siempre más que fría ante los innovadores —cuando no se mostró un tanto ardiente—, así el descubrimiento de 1842[11] tenía ante todo apariencia sospechosa. Como un demonio, ese misterio desprendía el olor de sortilegio y apestaba a leña: por menos, el asador celeste había ardido.

Nada inquietante le hacía falta: hidroscopia, hechizo, evocación, apariciones. La noche, preciada para los taumaturgos, reinaba del todo en las sombras profundas de la cámara oscura, lugar de elección a la medida para el príncipe de las tinieblas. Casi nada faltaba para que de nuestros filtros surgieran filtros mágicos.

Entonces, no es de sorprender si al inicio la admiración misma pareció incierta y más bien permanecía inquieta, como estupefacta. Se necesitó tiempo para que el Animal universal le sacara partido y se acercara al Monstruo.

Ante el daguerrotipo, fue “de lo pequeño a lo grande”, como lo enuncia el dicho popular, y el ignorante o el iletrado no fueron los únicos en experimentar esa duda desconfiada, casi supersticiosa. Entre las más bellas mentes, más de una se contagió del síndrome del primer rechazo.

Para no citar sino una de las más elevadas mentes, Balzac se sintió incómodo ante el nuevo prodigio: no podía deshacerse de una vaga aprensión respecto a la operación daguerriana.

A toda costa en aquella época, había encontrado una explicación propia, un poco rayando en las hipótesis fantásticas al estilo de Cardan.[12] Creo acordarme bien haberlo visto enunciar con todo detalle su teoría particular en un rincón de la inmensidad de su obra. No dispongo del tiempo para buscarla, pero mi recuerdo se precisa muy nítidamente gracias a la exposición prolija que me hizo en un encuentro y que me reiteró en otra ocasión. En efecto, parecía que era algo que lo obsesionaba, en el pequeño apartamento tapizado de violeta que ocupaba en la esquina de la calle Richelieu y del bulevar: aquel edificio, célebre como casa de juego durante la Restauración, llevaba aún en aquella época el nombre de palacete Frascati.

Así, según Balzac, cada cuerpo de la naturaleza se encuentra compuesto de series de espectros, en capas superpuestas hasta el infinito, semejantes a infinitesimales películas foliáceas, siguiendo todas las perspectivas a partir de las cuales la óptica percibe los cuerpos.

Puesto que el hombre nunca podría crear —es decir, a partir de una aparición, de lo impalpable, constituir una cosa sólida, o de la nada hacer una cosa—, entonces, al aplicársela, cada operación daguerriana tomaba de improviso, desprendía y retenía una de las capas del cuerpo presentado.

De ahí que dicho cuerpo, y con cada operación sucesiva, perdiera de manera evidente uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva.

¿Había una pérdida absoluta, definitiva, o se trataba de una pérdida parcial que se reparaba consecutivamente en el misterio de un renacimiento más o menos instantáneo de la materia espectral? Supongo que, una vez que había comenzado, Balzac no era hombre que pudiera detenerse en el camino, y que debía avanzar hasta el final de su hipótesis. Pero este segundo punto no lo abordamos entre nosotros.

¿El terror de Balzac ante el daguerrotipo era sincero o fingido? De haber sido sincero, al perder, Balzac no habría sino ganado, pues sus amplitudes abdominales, entre otras, le hubiesen permitido prodigar sus “espectros” sin contar. En todo caso, eso no le impidió posar al menos una vez para ese daguerrotipo único que tenía yo en mi posesión, después de Gavarni[13] y Silvy,[14] y que hoy se encuentra con M. Spoelberg de Lovenjoul.[15]

Pretender que su terror era simulado sería delicado, aunque no debemos olvidar, empero, que el deseo de sorprender fue durante muy largo tiempo el pecado común de nuestras mentes de élite. Tales originalidades, tan reales y de muy buena ley, parecen gozar tanto con el placer de ataviarse de manera paradójica ante nosotros que debimos encontrar una denominación a tal enfermedad del cerebro, “la pose” que los románticos afectados, tuberculosos, de aire fatal, transmitieron perfectamente intacta, primero bajo la apariencia ingenua y brutal de los realnaturalistas, después hasta la presente rigidez, el porte ajustado y como cerrado a triple vuelta de nuestros decadentes actuales, singularísimos y egocéntricos.

Como fuese, Balzac no tuvo que ir muy lejos para encontrar dos fieles de su nueva doctrina. Entre sus más allegados, Gozlan,[16] desde su prudencia, se apartó enseguida; pero el buen Théophile Gautier y el no menos excelente Gérard de Nerval siguieron de inmediato a los “Espectros”. Toda tesis fuera de las verosimilitudes no podía sino placerle al “impecable” Théo, al poeta delicado y encantador, que se mecía en su vaga somnolencia oriental: la imagen del hombre se proscribe, por cierto, en los países del sol naciente. En cuanto al dulce Gérard, montado para siempre en la Quimera, lo habían atrapado por adelantado: para el iniciado de Isis, el íntimo de la reina de Saba y de la duquesa de Longueville, todo sueño era bienvenido… Pero mientras seguían hablando de espectros, tanto uno como otro muy despreocupadamente figuraron entre los primeros en pasar delante de nuestro objetivo.

No sabría decir cuánto tiempo el trío cabalista resistió ante la explicación completamente física del misterio daguerriano, que pronto pasó al ámbito de lo banal. Parece que con nuestro sanedrín ocurrió como con todas las cosas, y que después de una primera y muy viva agitación, se terminó por dejar atrás bastante rápido. Así como llegaron, así debían partir los Espectros.

Por otra parte, nunca más fue cuestión en ningún otro encuentro ni visita de los dos amigos en mi estudio.

La venganza de Gazebon

Apreciado caballero,

El señor Mauclerc, artista dramático, de paso por nuestra ciudad, me ha hecho ver así como a los parroquianos de mi establecimiento su retrato daguerreotipado (sic.) según nos dijo por usted en París, mientras él se encontraba en Eaux-Bonnes (mediante el proceso eléctrico).

Varias personas que ignoran los progresos de la electricidad se negaron a dar fe a las afirmaciones del señor Mauclerc de las cuales por mi parte no he dudado ni un solo instante, puesto que me ocupé de Daguerrotipos en otra época.

Acudo a usted para rogarle que haga mi retrato siguiendo el mismo procedimiento y que me lo envíe lo más pronto posible.

Como recibo cotidianamente a la más distinguida sociedad y incluso (sic.) a un gran número de ingleses sobre todo en invierno, le recomiendo que aplique todos sus esfuerzos en tal trabajo, ya que no puede serle sino favorable, muchas personas se proponen escribirle para también obtener su retrato.

Desearía que fuera en color y si es posible sentado a una de las mesas de mi gran sala de billares.

Con el honor de saludarlo,

Gazebon

Dueño del café del Gran Teatro, Grande-Place

Pau, el 27 de agosto de 1856

En el dorso y en el cuerpo de la carta, como se hacía antes de que se usaran sobres, con los timbres de Pau y París, más el timbre imperial que oblitera el correo:

Señor Nadar

Artista de daguerrotipo

Calle Saint-Lazare 113

París

*

Leí y releí esta cómica carta —que reproduzco aquí textualmente, con su ortografía y puntuación—, admirando por igual la robusta credulidad de ese Gazebon y la picardía del pérfido Mauclerc.

“… puesto que me ocupé de Daguerrotipos en otra época”, tenía con qué dejarme perplejo…

Y, en el vago recuerdo que comenzaba a precisarse, lograba reencontrar esos dos nombres del ingenuo dueño del café de Pau y del histrión mistificador.

Alrededor de dos años antes, había recibido del mismo Gazebon, por instigación y con auspicio del mismo Mauclerc —ya aquella vez “de paso por nuestra ciudad”—, una primera epístola “sensacional”.

Era acerca de un atroz reloj de cobre dorado, obra maestra del mal gusto de la Restauración, que tenía por tema Malek Adel en su corcel. Abundaba tanto ese Malek Adel —se le veía en cada esquina— que los últimos anticuarios llegaron incluso a negarle asilo.

El Mauclerc “de paso, etcétera”, al fisgonear en casa del dueño del café y al encontrar ahí ese último recuerdo de la literatura de Doña Cottin,[17] había exclamado de manera insidiosa, y le juró al inocente Gazebon, que estaba en posesión de una pieza de primer orden de entre las más distinguidas curiosidades, citada por todos los conocedores y cuyo solo y único otro ejemplar conocido en el mundo existía entre mis manos. A partir de lo cual había fácilmente incitado a su víctima elegida a escribirme muy rápido y a ponerse de acuerdo conmigo para mantener los precios.

Me abstuve de responder y como, en lo que a mí respecta, esa primera tentativa de Mauclerc no tuvo efecto, volvía de nuevo a la carga, dirigiéndome una vez más a su Gazebon.

No hay problema con Gazebon, quien recibe “cotidianamente a la más distinguida sociedad y incluso a un gran número de ingleses”; pero ¿por qué esa obstinación, ese ensañamiento por escogerme precisamente a mí, perseguirme como su depositario predilecto, e imponerme la complicidad de tales fechorías? Mauclerc, “artista dramático, de paso por nuestra ciudad”, ¿qué quieres de mí?

Sin dejarme conmover por una preferencia tan marcada por mi colaboración, preferencia que quisiera imaginar halagüeña por parte de ese Mauclerc, no me sentí esta segunda vez con más ánimo de darle réplica.

Dejé que Mauclerc diera vueltas solo mirando cómo estallaba la bomba y al buen Gazebon esperando su retrato “en color y si es posible sentado a una de las mesas de mi gran sala de billares” —así, escrito en plural—. Pero esta última carta exigía que se la guardara como espécimen y, cual un coleccionista que pincha una mariposa rara, le di un lugar en mi caja especial de cartón.

En los últimos días de una larga carrera suficientemente repleta, no es desagradable y resulta legítimo haber recibido y volver a leer epístolas como esa.

Sin embargo, quién me hubiese dicho que quince o veinte años después el buen Gazebon encontraría a su vengador y que… Pero no nos adelantemos en los acontecimientos.

*

¿Puede usted imaginarse algo mejor que los breves instantes de reposo antes de la cena, después de una larga jornada de trabajo? Desde antes del alba, las preocupaciones empujan fuera de su cama al hombre, que no para de actuar ni de pensar. Ha dado todo lo que de sí podía dar y sin contar, luchando contra una cada vez más abrumadora fatiga:

Caeré esta noche como un buey abatido.

Y no es sino al declinar el día, cuando la hora de la liberación ha sonado, la hora de cese para todos, que —una vez que por fin se ha cerrado la gran puerta de la casa— se absuelve de su pena, concediendo tregua absoluta hasta el día siguiente a su cerebro y a sus miembros extenuados.

Es la dulce hora por excelencia durante la cual, recompensado por su trabajo —que constituye nuestro gran beneficio humano— y por fin entregado de nuevo a sí mismo, se extiende tomándose su tiempo, con delicia, en el asiento de su elección y recapitula el fruto de su día de esfuerzos…

Aunque si cerramos la gran puerta, la pequeña siempre queda entreabierta, y si nuestra suerte debe ser hoy completa, llegará —para entablar una charla muy íntima, reconfortante, en la que nunca se asomaría una discusión detestable— uno de los que entre todos los demás queremos y nos quiere —uno de los pocos al que siempre nuestro pensamiento sigue, así como el suyo está siempre con nosotros—: entendimiento perfecto, comuniones cimentadas más allá de la última hora por los largos años de afecto y de estima…

Justamente me tocó aquella tarde uno de los mejores y más queridos, el alma más elevada con la mente más alerta y clara, uno de los más brillantes floretes de la conversación parisina, mi excelente Hérald de Pages —y en qué buen cotilleo tan íntimo estábamos, dejando lejos tras de nosotros fatiga y todo lo demás—, cuando nos anuncian un visitante:

—¡No estoy! ¡Que me dejen tranquilo!

—Pero es que éste ha venido ya tres veces sin encontrarlo, y acaba de decirnos que si tampoco puede recibirlo esta vez, regresará. Necesita hablar con usted absolutamente.

—¿Quién es?

—No sé: un chico muy joven que parece un obrero, sin sombrero y con una bata blanca.

—Déjalo subir… —interviene el buen Hérald, quien ya vislumbraba (¡vaya que lo conozco!) algo bueno por hacer…

—¡Ay!... Déjenlo subir.

*

Aparece el chico con su bata blanca y sin sombrero.

Comienza disculpándose porque se presenta con sus ropas de trabajo: como estuvo todo el día ocupado, no pudo regresar, sin haber corrido el riesgo de no encontrarme, para cambiarse en casa de su madre, con quien vive en los altos de Clignancourt.

No aparentaba más de veinte años, de mirada directa y transparente, porte reservado, modesto, pero resuelto. Tenía una extraordinaria fluidez en la palabra, sin el acento tardo de los bajos fondos parisinos. El conjunto se veía muy agradable: prototipo del buen obrero francés, inteligente, rápido, listo.

Después de disculparse y agradecernos, me expuso enseguida que, a pesar de la extrema necesidad que tenía de verme, no obstante, habría dudado en molestarme si no se hubiera encontrado ya conmigo en un terreno conocido: en Lyon, su madre, cuyo nombre de pila me dice y repite, había sido servidora de la mía, de quien conservaba el mejor de los recuerdos, y que además él había trabajado durante cerca de dos años con Léopold Leclanché, hijo de uno de mis viejos amigos, el traductor de las Memorias de Cellini.

—… Aquel que había bautizado usted como Farouchot —¡se reía de tan buena gana al contárnoslo!— y que tuvimos la mala suerte de perder antes de su hijo: otra muy grande pérdida fue esa, señor, para mí y para todos, pues el señor Léopold tenía todavía delante de él más de una invención, aun más preciada quizás que su pila eléctrica, y tenía la amabilidad de mostrar interés en lo que hago, un gran interés. Perdí mucho con él.

—Entonces, ¿es usted obrero electricista?

—Sí, señor. Siempre he tenido gusto por mi oficio y todo lo que se relaciona con él: física, química, cálculo. Voy todas las noches a las clases de los ayuntamientos o bien leo libros y reseñas especiales: es mi gran y único placer. No sé nada o casi nada, pero me mantengo al corriente de lo que los otros saben. También trato de pasar por todos los talleres en donde se aprende algo: así pude trabajar dieciocho meses en la casa Breguet, que luego dejé pues ya no se hace ahí más que fabricación y lo que a mí me atrae es el laboratorio. Fui empleado del señor Trouvé,[18] en la calle Valois, cuando se ocupaba de su velocípedo eléctrico de doble motor. Trabajé, puesto que deseaba ver y conocerlo todo, con el señor Froment[19] y sus relojes, con el señor Marcel Deprez[20] en los motores generales y en la transmisión de fuerzas, ¡algo muy grande que no ha dicho su última palabra!, y luego con el señor Ader[21] y su teléfono…

—¡Ah! ¿Conoce también al señor Ader?

—¡Oh! Sí, señor; un muy excelente hombre, que sabe mucho y ¡tendrá mucho que decirnos algún día! Y a pesar de todo, es modesto, ¡demasiado modesto!

—Es cierto.

—¿También lo conoce? ¿No es verdad, señor, que no me equivoco? En fin, incluso tuve la suerte de que me aceptara el señor Caselli[22] en los experimentos de la telegrafía autográfica. Fue sobre todo ahí…

—Pero ¿qué edad tiene entonces?

—¡Mire! Ya voy a entrar a los veinte, señor.

—Ni siquiera los aparenta. Pero veamos: es obrero electricista, estudioso, con certeza inteligente, ha conocido a mis amigos los Farouchot, a mi amigo Ader; ha estado por aquí y por allá: ¡bien! Aunque no sólo ha venido a decirme esto, ¿no es así?

Hubo un lapso de silencio. El chico duda, parece tímido, incómodo. Por fin, con muy visible esfuerzo:

—Señor Nadar, no me permitiría decirle por qué motivo me dirijo a usted y por qué sólo con usted podía venir y volvería a hacerlo hasta que hubiese conseguido acercármele: no encuentro nada más bajo que la adulación y no quisiera parecerle un adulador.

Debí fruncir las cejas en ese momento de manera que pudo darse cuenta:

—Ante todo le suplico, señor, que no me tome por un orgulloso, no tengo razón alguna de serlo; pero lo que he venido a exponerle es tan… extraordinario, tan lejano, incluso para usted, de todo lo que se reconoce como admitido, clasificado, catalogado, que debo rogarle primero algo: que me conceda no juzgarme a la primera palabra como un loco o un impudente, que me escuche y entienda sin que se indigne…

—¡Venga!

—Y también debo pedirles, señores, que no me hagan el honor de tomarme por un inventor. No soy más que un chico, muy ignorante, y no tengo en absoluto la pretensión de traerles un descubrimiento. No es más que un simple hallazgo, un azar, un caso de laboratorio. Les sorprenderá por lo demás la simplicidad, la banalidad del asunto: me refiero a mi hallazgo en sí, desde el punto de vista científico, no respecto a sus consecuencias. Me condujeron a él muy sencillamente los últimos experimentos publicados sobre la fotofonía. Me dije que, si los resultados obtenidos por los señores Graham Bell y Summer Tainter han establecido que todos los cuerpos pueden transmitir el sonido bajo la acción de la luz, ¿por qué habríamos de rechazar lo que por sí misma la luz nos ofrece?

—¿Y?

Aquí, de nuevo un silencio; luego, con resolución, y dirigiendo la mirada de manera aún más frontal:

—Señor, ¿sólo por un instante admitiría usted, a modo de hipótesis que si, por imposible que parezca, pero no me toca a mí recordarlo, sobre todo a usted, que fuera de las matemáticas puras, el gran Arago no aceptaría la palabra “imposible”…, si entonces un modelo, un sujeto cualquiera, que se encontrara en la habitación donde estamos ahora, por ejemplo, y en otra parte estuviera su operador con su objetivo en el laboratorio, ya sea en este piso o en cualquier otro, arriba o abajo, es decir, por completo separado, aislado de este modelo que ignora, que no podría ver, que ni siquiera ha visto y no tiene necesidad alguna de verlo…? ¿Admitiría usted que, si se pudiera obtener aquí ante usted un cliché en condiciones estrictas de segregación, una operación que se ha ejecutado a corta distancia pueda reproducirse con suerte en distancias más considerables?...

*

De Pages se había levantado como si el joven electricista lo hubiera tocado con sus cables…

Para mis adentros, un poco sofocado, examinaba a mi interlocutor, quien seguía clavándome su mirada clara de buen chico.

—Y entonces he venido con usted, señor, para pedirle me conceda una gracia que le será irrisoria, pero significará todo para mí: permítame hacer única y simplemente que uno de sus operadores ejecute aquí, ante ustedes, un cliché, en las condiciones de aislamiento indicadas o las que decida usted, con el modelo que guste escoger, aunque sea un solo cliché, que bastará para mostrar si lo que propongo es posible o no. Por supuesto, yo no tengo cámara ni productos fotográficos, que por cierto no son asunto mío. Es todo lo que quería pedirle, señor, y verá que las molestias que vengo a ocasionarle no son tan grandes. En cuanto a mi labor, no lo molestaré más: no ocupo mucho espacio y no le estorbaré con los pocos gramos que pesa, sobre mis rodillas, mi motorcito Griscom, y que me bastan. Le estaré muy agradecido, ya que será un gran honor para mí que se me haya escuchado en una casa como la suya. No estoy hablando de los resultados desde el punto de vista de los beneficios pecuniarios, que me importan menos que el resto. Con los ojos cerrados, me pongo aquí entre sus manos, que conozco bien.

No había rechistado yo en ningún momento.

De Pages, sobreexcitado, me buscaba tanto la mirada como yo intentaba evitar la suya, haciéndome profusión de señas que me negaba a ver. Encontraba con razón mi actitud demasiado fría. Sin que pudiera contenerse más, intervino:

—¿Así que dice esperar que se ejecuten clichés a distancia y fuera de la vista?

—No lo espero, señor, lo hago. Pero no se los habré repetido lo suficiente y, de todas formas, verán que no soy un inventor, nada he inventado, sólo he encontrado. No tengo en eso más que un pequeño mérito, de haber uno: el de suprimir. Recuerda, señor Nadar, que escribió acerca de la primera rueda de bielas de la locomotora de Stephenson: “El primer obstáculo para la mayoría de las nuevas manifestaciones de la mente humana consiste en que casi siempre procedemos de lo compuesto a lo simple”.

—¡Y cita además a los clásicos!... —Me dijo De Pages riéndose.

—Lo he simplificado, eso es todo. Solamente… solamente, señores, tengo que confesarles algo… Mi deber es decirles…

—¿?

—… advertirles que ya he intentado una primera experimentación, de la cual, en vista de su recibimiento, tengo que arrepentirme, ya que fue pública. Debo traer conmigo el diario que da cuenta de ella…

Se llevó la mano al bolsillo, luego, con agitación creciente, sucesivamente hurgó en sus otros bolsillos:

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Lo habré dejado en el taller!

Luego, muy contento:

—¡No! ¡Aquí está!

Desplegó y me tendió la hoja —un Diario cualquiera o un Eco de las afueras—. Encabezando la página de sucesos, leíamos, De Pages muy concentrado apoyaba su hombro contra el mío:

Uno de los más curiosos experimentos tuvo lugar el domingo de ayer, a las dos de la tarde, en el ayuntamiento de Montmartre. Un chico muy joven, casi un niño, el señor M…, había obtenido del ayuntamiento la autorización necesaria para sus primeras pruebas públicas de fotografía eléctrica a cualquier distancia, es decir, con el modelo fuera de la vista del ejecutante. El inventor había afirmado que, de Montmartre, realizaría clichés de Deuil, cerca de Montmorency.

El señor alcalde de Montmartre y varios consejeros municipales asistían al experimento, así como otras personas que habitaban en Deuil y que debían indicar los puntos por reproducir.

Obtuvo varios clichés uno tras otro, y cada uno reconocía los sitios reproducidos, que inmediatamente realizaba según se los iban pidiendo. Casas, árboles, personajes sobresalían con una nitidez perfecta.

Felicitaron calurosamente al joven inventor. Fue un verdadero entusiasmo del que trataba de apartarse con una modestia que avivaba aún el interés de este descubrimiento realmente extraordinario, cuyas consecuencias desde ahora aparecían incalculables.

*

Leíamos de nueva cuenta este extraordinario relato… Por menos, hubiéramos quedado estupefactos.

De hecho, sin embargo, apenas el día anterior salíamos de la Exposición de electricidad, sorprendidos, aún deslumbrados por sus milagros, perturbados debido a la misteriosa fuerza que de ahora en adelante hemos domesticado y que acude a nuestro llamado incluso antes de convocarla —mejor que eso, convocándose sola para nuestros más pequeños usos o caprichos, siempre invisible y presente como un diabólico servidor—…

Ahí acabábamos de ver cómo aquella que no percibimos realizaba todas las funciones, ejecutaba todos los oficios, volvía realidad apenas formuladas o sólo concebidas las pretensiones de nuestra imaginativa, esperando, sumisa y lista, nuestras próximas órdenes. Ese agente todopoderoso igual que impecable, ese sirviente sin igual bajo todas sus apariencias como todos sus nombres: telégrafo, poliscopio, fonófono, teléfono, topófono, espectrófono, micrófono, esfigmógrafo, pirófono, etcétera, lo habíamos visto levantar, conducir en lugar nuestro la carga, empujar nuestros barcos, carrozas, llevar nuestra voz de región en región y conservar, ne varietur, el sonido hasta en sus modulaciones menos perceptibles, escribir, dibujar muy lejos del alcance de nuestra mano, a cualquier distancia, burilar, decapar, cubrir de oro y de plata, tomar el pulso y ajustar nuestro reloj, llamar a los bomberos antes de que hayamos visto el fuego y a los cavadores antes de la crecida del estiaje, combatir en nuestro lugar ya sea al velar como centinela o al precisarnos la velocidad de nuestros proyectiles o al hacer explotar los fuertes enemigos, indicar al cirujano la bala que se ha perdido en nuestro cuerpo, frenar en seco el galope de nuestros caballos o la marcha de nuestras locomotoras, y detener también a los ladrones, labrar nuestro suelo, cerner nuestro trigo, mejorar y envejecer nuestro vino, matar las presas, controlar a nuestros cajeros protegiendo nuestra caja, e impedir incluso a nuestros buenos diputados hacer trampa en sus votos mientras esperamos obtener la bendita máquina que nos fabricará por fin representantes que no cometan fraude en nada; obrero de primer orden en todas las artes y los oficios y bueno para todo, por turnos o simultáneamente, como se quiera, cargador de mercancías, cartero, lamparero, grabador, labrador, médico, artillero, contador, archivista, aserrador, remplazo militar, tenor y agente de policía…

Por cierto, ¿por qué no sería también fotógrafo, ese factótum universal, o incluso, fotógrafo a distancia?

Y el buen Hérald, que, con todo y su aguda inteligencia, tan ágil, nació para ser eternamente crédulo, me reprochaba, indagaba en mi muda resistencia, con su mirada iluminada por todo el infinito de esta nueva vía que se abría delante de nosotros…

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