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Vemos así que Mariana aplica de forma coherente y rigurosa sus principios políticos, ya analizados en Del rey y de la institución regia, al problema del poder en el interior de la Compañía, que no duda en considerar despótico y doméstico y sin ley, cuando debía ser político, capaz de atender a lo general y no solo a lo particular mediante cuerpos representativos. Esto es una intensificación del poder monárquico familiar que tuvo Ignacio, irrepetible y carismático, pero, a pesar de todo, limitado, en la medida en que incluso lo que él dejaba a los provinciales se resolvía ahora desde el general. Y lo peor de todo es que este modelo era mimetizado por todos los demás órganos, bloqueando las corporaciones que debían servirle de consejo. Que Mariana está hablando de gobierno tiránico apenas podemos dudarlo. «Aunque todos se juntasen en un parecer, puede el superior hacer y hace lo contrario», asegura.47 De este modo, se condena a la hostilidad entre la cabeza y la comunidad. Y la consecuencia es que ni el consejo puede darse ni el ejecutivo puede ser eficaz.
Toda la fenomenología del gobierno errado emerge de aquí. Falta de consenso, elección errada de cargos que privilegian a la gente menuda que por arribismo defiende las decisiones arbitrarias, selección inversa, condescendencia («saben lamer a sus tiempos», dice Mariana),48 falta de castigo, desconfianza, circulación de informes secretos, calumnias, delaciones (a las que dedica todo el capítulo XIII), archivos y dosieres (que Mariana exigirá que se quemen),49 perpetuación en los cargos, disfuncionalidad, falta de conocimiento de las circunstancias concretas, promoción de la mediocridad,50 retracción de la gente sobria y grave, que deja el campo abierto a la gente entrometida, pero sobre todo lo más grave, la imposibilidad de consensuar reformas con las que salir del desconcierto.51 Para ultimar esta descripción que tan familiar resuena, Mariana comenta el decreto del papa de que los cargos fueran de tres años. «No se hace sino dar la vuelta por los mismos»,52 lo que hoy se llaman «puertas giratorias», y además con la misma condición de que los «hombres graves siempre quedan excluidos».53 La carencia de representatividad de los cargos se hace así fatal.54 Y esto por una ley de la política inmutable: «Que toda república es cosa forzosa que tenga por enemigos todos aquellos que se ven excluidos de las honras comunes».55 Este comentario alcanza conciencia nacional por cuanto Mariana comparte la evidencia de que «la nación española está persuadida queda para siempre excluida del generalato».56 Con firmeza, asegura Mariana que con esta convicción la Compañía no puede tener paz. Muy consciente de este aspecto nacional de la cuestión, Mariana ha exigido que las congregaciones que demanda no se realicen solo en Italia, como hasta aquí, pues en este caso «los italianos se están en sus casas y las demás naciones son forzadas a pasar muchos trabajos y hacer grandes gastos para juntarse en congregaciones».57
Mariana no fue el primer jesuita que usó de la parresía. Con admiración inequívoca habla de Acosta, el gran cronista de Indias, y el uso que se hizo contra él de los archivos secretos, ante la voluntad de convocar congregación. Su petición es inequívoca. Que el general se atenga a lo común y que «lo particular que depende de mayor noticia que allá se pueda tener, lo remita a las provincias».58 El veredicto final es que todos estos males bastan para que «Dios hunda la Compañía».59
NI SIQUIERA UN SAN PABLO
Justo por eso, para garantizar su continuidad en el tiempo, se requiere una nueva prudencia. ¿Pero cómo lograrlo? Con estas preguntas Mariana ha conocido la dificultad de una problemática muy central: ¿cómo la crítica no aumentará la crisis? ¿Cómo será eficaz? ¿A qué autoridad apelará? ¿Cómo impondrá a la comunidad? ¿Cómo generará consenso? Esta dificultad es la que le lleva a decir con crudeza: «Si bien fuere un san Pablo, siempre le tendrán por extravagante, por inquieto y perturbador de la paz».60 ¿Pero, si en efecto pone en el ojo una enfermedad y su informe es desprestigiado de este modo, cómo evitar que la enfermedad tenga efectos letales? Veamos ante todo este punto, pues sin duda está relacionado con la sustancia de la religiosidad de Mariana y su forma de entender lo profundo.
Para entender este asunto debemos recordar lo que Mariana hace cuando identifica el mal central de la Compañía. Entonces cita el salmo 84. Todo este salmo determina el espíritu del escrito y su final es significativo para entender la posición de Mariana. Una heredad protegida por Dios ha sido hollada por esa fiera solitaria. El versículo 15 dice, en una versión del siglo XVIII de la Vulgata latina: «Dios de las virtudes, vuelve: mira desde el cielo y atiende y visita esta viña. Y acaba de perficionar la que plantó tu derecha y mira al hijo de hombre que afirmaste para ti». Es probable que Mariana se acordase del salmo de la viña justo después de hablar de las granjerías y de la posibilidad de que la Compañía mejorara sus rentas con cultivos de vida. Pero, en todo caso, este espíritu profético de los salmos, que siempre es portador de cierto carisma, se pone en Mariana al servicio de las soluciones tradicionales, y entre ellas del republicanismo ciceroniano y el que invoca a Tito Livio.61 Mariana es en este sentido agustiniano: la Iglesia visible no tiene otra norma de gobierno que la virtud republicana que mostró Roma y que Mariana recuerda.62 Allí hay concilios, pero son funcionalmente los Senados. La contradicción que señala Mariana es que exista mandato tridentino de reunir concilios provinciales y que la Compañía no reúna sus congregaciones.
En todo caso, la manera de reconocer el carisma de la crítica es uno solo: apoyarse en los salmos fundamentalmente, pero en general en la Escritura. En los momentos más trascendentales de su tratado, el espíritu crítico debe acreditarse en el espíritu profético bíblico. En otro pasaje citará el salmo 7:15: «He aquí que el impío ha parido la injusticia: concibió el dolor y parió el pecado».63 Ese espíritu transido de amargura es prueba de legitimidad porque muestra el carácter de una persona grave, en la línea de las amonestaciones de Pablo en Hebreos 12:15, justo cuando, invocando Deuteronomio 29:17, recuerda «que ninguna raíz amarga germine ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad»,64 un texto que ya había usado el teólogo alemán Johannes Cochlaeus en su conclusión contra Lutero en su escrito XXI articuli anabaptistorum monasteriensium, en la edición de 1534, en casa de Petrus Plateanus.
Pero, en realidad, la cuestión de la crítica reside en definir un sentido de eso que el salmo llama «perficionar». Y esto pasa por una cosa: regular las congregaciones generales y sus tiempos.65 Solo ellas pueden «mudar constituciones, si fuera conveniente».66 Desde luego, Mariana es cauto llegado a este punto y reconoce que tan malo es el espíritu que desea mudarlas a cada hora como el que no las muda nunca. Y esto es así por la historicidad inevitable de las cosas humanas, que imponen sus cambios de tal manera que, o bien se hacen formales, o bien se introducen como alteraciones que impone la práctica, pero que nadie aprueba. Así que las congregaciones evitan lo peor: las alteraciones que tienen lugar sin autoridad67 y de las que nadie tiene control, cuya degeneración obliga siempre a solicitar la intervención de poderes superiores papales. Y de la misma manera que el general absoluto se imita en provinciales absolutos, el general con congregación se debe imitar en los provinciales con la suya. Solo ellas pueden ofrecer claridad a las relaciones entre la cabeza y la comunidad, y para Mariana esa claridad es «en todo gobierno buena y aun para la satisfacción de todo punto es necesaria».68 Solo esta claridad puede llevar a un gobierno legítimo, que para Mariana no es sino «que haya satisfacción de parte de los súbditos».69
A pesar de todo, un tabú le impide a Mariana y limita su parresía. El lector de su escrito lo ve en dos detalles: la intensificación de la monarquía absoluta en el gobierno de la monarquía se hace a semejanza de la intensificación monárquica del papado. Mariana no puede pronunciar esta analogía. Sin embargo, puede sugerirla a través de tres detalles. Primero, cuando señala que, a pesar de que la Compañía tiene leyes, «casi en todas puede el general dispensar».70 Este poder de dispensa del general respecto a la regla general es imitación de la capacidad papal y, como en su caso, conduce directamente al desprestigio de la ley y a su proliferación sin número,71 lo que no hace sino intensificar el fruto de la especulación, que es la peor consejera para la tarea legislativa. En segundo lugar, todo el escrito asume que hay una hostilidad del general a convocar congregación general, semejante a la reserva permanente del papa a convocar concilio. En tercer lugar, aplicando al general una reserva que por imitación del papa le hace impune: que la Compañía, como verdadero superior le pida cuentas, algo que él mismo debía desear según dice el Libro de los Proverbios 21:15: «La alegría del justo es hacer justicia». Estas tres condiciones tienen la previsión de impedir que el general mimetice la figura del papa, consciente de que, según este espíritu, las congregaciones jamás llegarán a reunirse.
Pero, aunque el tabú funciona, Mariana llega hasta el límite y lo merodea de tal manera que nos ha dado señales de que lo ha identificado. Todas las veces que reivindica la autonomía de las provincias en el capítulo XVI, se refiere a Roma en términos genéricos, y habla del «celo grande de llevar adelante su monarquía los de Roma»72 o de que «los de Roma, con tantos negocios se confunden».73 No cabe duda de que Mariana ha querido hablar en estos términos para identificar el corazón del dispositivo gubernativo que afecta gravemente a la Compañía. En este sentido, ha querido aplicar su esquema de gobierno republicano a la Compañía de Jesús. Por supuesto, esta comprensión del general como un segundo papa prolifera en los provinciales y expande los males de lo que en cierto modo ha valorado como una tiranía de modo implícito.
Llegamos al final. No sorprende en Mariana que su discurso resulte atravesado por un profundo espíritu bíblico asentado en los salmos. Sorprende que este sea el único camino para forjar un espíritu capaz de mejorar el carisma del fundador y transformar reflexivamente la vida de la Sociedad de Jesús. Desde este punto de vista, su parresía no procede del mundo latino, sino del espíritu profético judío. Sin embargo, su tesis más profunda es la de Agustín: las instituciones de la Iglesia visible deben gobernarse según las virtudes republicanas de la constitución mixta, porque respecto del gobierno de los humanos la virtud es una y la misma: prudencia. Pero, junto al sufrimiento y la amargura, junto a la formación del espíritu bíblico, todavía hay un punto que le aproxima a la dimensión profética y que legitima su crítica: verse cerca del juicio de Dios de tal manera que ofrece evidencias de que se halla libre de aspirar a las ventajas de una lucha política. De ser una planta escogida por Dios, la Compañía está en peligro de «perderse en breve tiempo y del todo arruinarse».74 En este sentido, Mariana se comporta como un ilustrado y no puede soportar que el final de su vida coincida con el final de su institución, justamente la actitud antitiránica por excelencia. En esa voluntad de mantener abierta la historia más allá del final de la propia historia que ya se anuncia, Mariana ha mostrado que su vinculación a la historia como constitución de las cosas humanas no procedía de la especulación, sino la necesidad de mantener viva la prudencia. Esta vive de la continuidad y la necesita. Y de este modo ha iluminado las premisas morales y antropológicas del republicanismo con plena conciencia.
1 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, en Obras del Padre Juan de Mariana, Atlas, Madrid, 1950, p. 595, 1.
2 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 595, 4.
3 «Nuestro padre ordenó sus cosas para poca gente, como se ve claro en sus bulas y constituciones, y para hombres perfectos»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 614, 169. Por eso en cierto modo gobernó la Compañía como una casa y un padre. «Mas en tanta muchedumbre […] el gobierno no puede ser tan paterno»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 614, 168.
4 Íd., ibíd., p. 596, 10.
5 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 8.
6 Íd., ibíd., p. 596, 12.
7 Íd., ibíd., p. 596, 6.
8 Íd., ibíd., p. 617, 195.
9 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 6.
10 Íd., ibíd., p. 596, 6.
11 Íd., ibíd., p. 596, 9.
12 Íd., ibíd., p. 596, 6.
13 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 612, 147.
14 Íd., ibíd., p. 596, 6.
15 Íd., ibíd., p. 596, 7.
16 Íd., ibíd., p. 597, 14.
17 Íd., ibíd., p. 597, 15.
18 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 7, 14.
19 Eso no quiere decir que Mariana sea crítico con todas las disposiciones de las Constituciones ignacianas. En absoluto. Respecto de la educación de los novicios exige atenerse a ellas y critica las nuevas prácticas, demasiado contemplativas, teóricas y especulativas, frente a la dimensión práctica y militantes que tenían las disposiciones originales. Cfr. todo el capítulo 5, 599-601, donde de nuevo vuelve a insistir sobre el problema de la especulación como deformación de la Compañía. Este asunto es más grave de lo que parece, como veremos.
20 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 10.
21 Íd., ibíd., p. 596, 9.
22 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 614, 163.
23 Íd., ibíd., p. 597, 18.
24 Íd., ibíd., p. 597, 20.
25 Mostaccio, S., Early Modern Jesuits between Obedience and Conscience during the Generalate of Claudio Acquaviva, Routledge, 2016.
26 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 598, 24.
27 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 598, 24.
28 Íd., ibíd., p. 597, 19.
29 Íd., ibíd., p. 598, 24.
30 Íd., ibíd., p. 598, 26.
31 Íd., ibíd., p. 598, 27.
32 Íd., ibíd., p. 699, 33.
33 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 599, 34.
34 Íd., ibíd., p. 599, 37.
35 Íd., ibíd., p. 599, 37.
36 Íd., ibíd., p. 600, 45.
37 Íd., ibíd., p. 601, 47.
38 Íd., ibíd., p. 601, 48.
39 Íd., ibíd., p. 604, 76.
40 Íd., ibíd., p. 604, 81.
41 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 605, 90.
42 Íd., ibíd., p. 605, 90.
43 Íd., ibíd., cfr. p. 614, 165.
44 Íd., ibíd., p. 605, 92.
45 Íd., ibíd., p. 605, 93.
46 Íd., ibíd., p. 600, 96.
47 Íd., ibíd., p. 606, 97.
48 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 607, 106.
49 Íd., ibíd., p. 608, 115.
50 A lo que Mariana destina todo el capítulo XIV, dedicado a los premios y castigos, a la promoción de la igualdad mal entendida, a la falta de predicadores destacados y a la pérdida de relevancia de los letrados. Cf. Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 608-609.
51 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 606, 100.
52 Íd., ibíd., p. 607, 109.
53 Íd., ibíd., p. 607, 109.
54 «En la Compañía ni voz activa ni pasiva tienen los particulares en los cargos»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 607, 107.
55 Íd., ibíd., p. 607, 107.
56 Íd., ibíd., p. 607, 110.
57 Íd., ibíd., p. 612, 149.
58 Íd., ibíd., p. 608, 118.
59 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 609, 128.
60 Íd., ibíd., p. 596, 11.
61 Íd., ibíd., p. 610, 132.
62 «Por todas las historias se ve que siempre ha tenido por buen gobierno que haya a sus tiempos juntas de las cabezas de la república. Los buenos reyes y emperadores han favorecido siempre este gobierno, así bien como los no tales han echado por diferente camino. Yo no sé que jamás haya habido ciudad ni reino que se haya tenido por bien gobernado sin que en él haya concejo y ayuntamiento público de las cabezas, sus concesos ordinarios y sus Cortes a sus tiempos. Esto depende de la trabazón que tiene la monarquía con la aristocracia, que es el ayuda y consejo de los principales»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 610, 131.
63 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 613, 158.
64 Íd., ibíd., p. 613, 158.
65 Íd., ibíd., p. 611, 143.
66 Íd., ibíd., p. 611, 142.
67 Íd., ibíd., p. 611, 142.
68 Íd., ibíd., p. 611, 145.
69 Íd., ibíd., p. 614, 162.
70 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 110, 136.
71 Íd., ibíd., p. 615, 175.
72 Íd., ibíd., p. 612, 151.
73 Íd., ibíd., p. 613, 117.
74 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 617, 195.
JUAN DE MARIANA Y LA CIENCIA
Carlos M. Madrid Casado
El objetivo de esta ponencia es analizar el sintagma «Juan de Mariana y la ciencia», pero quizá, como cuestión preambular, debamos argumentar la pertinencia del enunciado titular, ya que en ciertos oídos puede sonar igual de anacrónico que «Juan de Mariana y la aviación» o «Juan de Mariana y la red de metro». En otras pala-bras, creemos que el tema que tenemos entre manos no es gratuito ni tangencial, y vamos a comenzar justificando su importancia.
I
Para ello, vamos a considerar las dos ideas que aparecen en el título y las diferentes posibilidades lógicas que se dan en el momento de hilvanarlas, de combinarlas: o bien no hay intersección (no hay ninguna relación entre el padre Mariana y la ciencia), o bien hay intersección, ya sea parcial (hay alguna relación entre el padre Mariana y la ciencia) o total (la idea del padre Mariana está contenida en la idea de ciencia, en el sentido de que el padre Mariana se reduciría a la condición de científico, descartada la reducción inversa; esto es, que la idea de ciencia estuviera contenida en la idea del padre Mariana, lo que parece absurdo).
Tenemos, por un lado, la idea que nos hagamos de Juan de Mariana (1536-1623 o 1624), una idea que precisamente el presente congreso internacional trata de analizar bajo el rótulo «La actualidad del padre Juan de Mariana». Me interesa señalar que ya la convocatoria del congreso delimita la figura de Juan de Mariana al describirlo como jesuita, teólogo, filósofo, historiador y economista. Una rapsodia o lista de lavandería que es lugar común en entradas biográficas o enciclopédicas, donde además se resalta que ejerció como profesor en Alcalá, Roma y París. Por de pronto, Jaime Balmes le describiría en el siglo XIX como consumado teólogo, latinista perfecto, literato brillante, estimable economista y político de elevada previsión.1
Por otro lado, tenemos la idea de ciencia. Desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno (1995), podemos distinguir cuatro modulaciones de «ciencia», a saber: (i) ciencia como saber hacer, cuyo escenario sería el taller (estamos hablando de la ciencia del herrero o del carpintero, de las técnicas); (ii) ciencia como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, cuyo escenario sería la academia o escuela (hablamos tanto de la geometría euclídea como de la física aristotélica o la teología escolástica); (iii) ciencia como ciencia positiva, cuyo escenario es el laboratorio (la mecánica, la química, la biología, etc.); y (iv) ciencia como extensión de la ciencia positiva a la ciencia humana (la antropología, la lingüística, la economía, la historia, etc.).
II
De acuerdo con esta clasificación, la posibilidad de relacionar a Juan de Mariana con la ciencia pasaría, en una primera y apresurada interpretación, por conectar su figura con la cuarta acepción de ciencia, ensalzando su papel como historiador (ligado a la Historiae de rebus Hispaniae, 1592) y, en especial, como economista (en De rege et regis institutione ad Philipum III, 1598, y más expresamente en De monetae mutatione, 1609). Precisamente, esta es la apuesta que diversas instituciones vinculadas a la Escuela Austríaca de economía —como el Instituto Juan de Mariana o la Universidad Francisco Marroquín— hacen siguiendo a Hayek, a Rothbard y a una discípula del primero, Grice-Hutchinson, quienes señalaron el origen continental y católico del liberalismo clásico, cuyas raíces estarían antes en España que en Escocia, más en los jesuitas que en los protestantes.2 Los escolásticos y los arbitristas vinculados a una Escuela de Salamanca de fronteras borrosas habrían sido los primeros en intuir el orden económico tras el mundo moderno. No en vano, al recoger el Premio Nobel de Economía de 1974, Hayek mencionó en su discurso a Luis de Molina y a Juan de Lugo, entre otros escolásticos, por cuanto habrían formulado la teoría subjetiva del valor —opuesta a la teoría del valor-trabajo que harían suya Smith, Ricardo y Marx— al mantener que el trigo se estimaba más en las Indias que en España a pesar de que su naturaleza era la misma en ambos lugares, así como que el justo precio o pretium mathematicum solo Dios podía saberlo.
Los economistas austríacos o liberales suelen ponderar la genialidad de Mariana en el campo de la economía durante el Siglo de Oro poniendo de relieve ciertas lecciones entresacadas de las obras del jesuita que tendrían plena vigencia. Por ejemplo: su defensa del derecho natural, de la propiedad, de la libertad y de la soberanía del pueblo (que de Dios pasaría, a través del pueblo, al rey), vinculada a su alegato del tiranicidio (que conllevaría que su libro de 1598 fuese quemado públicamente en París en 1610, así como que, según una aventurada hipótesis, la figura femenina que personificó la Revolución francesa fuese llamada Marianne); pero también su denuncia del maquiavelismo, de la razón de Estado y de la corrupción política (verbigracia, en la adulteración del dinero). Algunos incluso vislumbran en su póstumo Discurso sobre las cosas de la Compañía de Jesús una crítica a la ingeniería social.
En concreto, analizando el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (traducción al español hecha de su propia mano del publicado en latín en Colonia, 1609), los economistas austríacos o liberales subrayan la defensa de la propiedad privada de los vasallos ante el rey que hace Mariana. El rey no puede imponer impuestos sin el consentimiento del pueblo, ni obtener ingresos extra rebajando el contenido metálico de la moneda (la gallina de los huevos de oro de la época, pues se daba moneda de cobre por plata —la moneda de vellón—, lo que aumentaba los precios, la inflación). Y Mariana recomendaría, dicen, limitar el gasto público, mejor dicho, que la casa real gastase menos (el matiz no es, como tendremos ocasión de ver, baladí). Para Mariana, el tirano es el rey que no respeta la propiedad, que cada día exige nuevos tributos y que prohíbe asambleas. Como es sabido, este tratado, que fue publicado originalmente junto a otros seis, fue perseguido por las autoridades españolas, por el duque de Lerma, valido de Felipe III, y provocó que Mariana diese con sus huesos en reclusión por un período de un año.
III
Sin embargo, la interpretación austríaca del padre Mariana como economista cae en un anacronismo insalvable, por cuanto la economía no era una ciencia de la época (dicho esto sin perjuicio de señalar que los liberales de la Escuela Austríaca comprenden la cientificidad de la economía de un modo peculiar). Quizá esto explique que, como apunta Beltrán,3 Mariana haya sido sucesivamente calificado como partidario de la teocracia (de un César con sotana, por su insistencia en que la Iglesia colabore en el Gobierno, que Iglesia y Estado formen un «cuerpo místico», así Pi y Margall, autor del discurso preliminar a las obras completas publicadas en 1854), de la colectivización agraria (por decir, con Duns Scoto y los franciscanos, que la propiedad era colectiva en el estado primitivo y más feliz de los hombres; así Joaquín Costa en su libro Colectivismo agrario en España de 1898) y, más modernamente, como socialdemócrata (por su amparo o socorro a los pobres) o como liberal (por la defensa de la propiedad privada, la democracia política —aunque prefiera la monarquía entre las seis formas aristotélicas de gobierno— y la moneda sana de valor estable, que resulta ventajosa para todas las clases sociales). Es de recibo apuntar que las bases del congreso ya alertaban de la sobredimensión económica de su figura al decir: «Nadie niega la pluralidad de problemas que aborda el padre Mariana, así como el papel destacado que tiene en todos ellos, aun cuando los desarrollos o cierres de las categorías en las que se mueve están muy lejos de constituirse en ciencias».
No es este el lugar para explicar, siquiera sucintamente, las líneas generales de la teoría del cierre categorial, es decir, de la filosofía de la ciencia propia del materialismo filosófico.4 Pero sí parece razonable exponer que para esta teoría de la ciencia las ciencias no tienen un objeto de estudio único, sino un campo operatorio formado por múltiples objetos y desbrozado por técnicas previas. De esto se colige que sin las operaciones de los sujetos no puede haber ciencia; pero también que sin la neutralización de estas operaciones, sin la eliminación de los aspectos subjetivos que implican, no puede haber verdades científicas. Y en las ciencias humanas y etológicas se da, como subrayan Bueno5 y Alvargonzález,6 un doble plano operatorio: el de las operaciones de los científicos del campo y el de las operaciones de los hombres o animales que son los sujetos temáticos del campo (de la misma manera que tenemos, por un lado, a los economistas o los teólogos y, por otro, a los consumidores o los fieles, con sus conductas operatorias). El sujeto operatorio es, en las ciencias humanas y etológicas, juez y parte. Las dificultades gnoseológicas de las ciencias humanas y, en particular, de la economía tienen que ver con este doble plano, con la tensión entre degollar la subjetividad para convertir en científica la disciplina y respetar su presencia para que no peligre su estatuto de ciencia «humana».
Para sistematizar esta precariedad crónica la teoría del cierre propone la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias, para clasificar de la manera más neutra posible (con letras y números) el estatuto gnoseológico de una ciencia «humana».7 Cuando las operaciones se eliminan totalmente (como cuando explicamos la conducta de un animal humano o no humano recurriendo a las neuronas o a los genes), hablamos de una metodología alfa y de una ciencia «natural» (alfa-1). Cuando, por el contrario, esta eliminación no se produce en absoluto y las operaciones del sujeto gnoseológico se confunden con las del sujeto temático, estamos ante una metodología beta y una práctica prudencial, como la práctica económica de empresarios y gobiernos (beta-2). Y en los estados intermedios alfa-2 y beta-1 se da una neutralización relativa de las operaciones. Así, en alfa-2, la conducta del individuo se envuelve en estructuras estadísticas, ecológicas, sociales o culturales. Y, en beta-1, tenemos como ilustración la historia (fenoménica o biográfica), que reviste de fantasmas operatorios las reliquias y los relatos con que trabaja.
Sentado esto, cabe preguntar para justificar nuestra crítica a la valoración austríaca de las aportaciones económicas del padre Mariana: ¿qué tipo de cientificidad corresponde a la economía y cuándo se alcanza? ¿Se trata de una práctica prudencial (si se quiere, de una ciencia beta-operatoria, subordinada por tanto a presupuestos históricos, políticos, religiosos…) o pueden reconocerse en ella componentes verdaderamente científicos (alfa-operatorios)?
A nuestro entender, el estatuto científico de la economía oscila como un acordeón entre estados alfa-2, beta-1 y beta-2, lo que pone en cuestión la unidad y, por tanto, el cierre de la categoría económica, a pesar de que haya sido reconocida con la institución de un Premio Nobel desde 1968 (en plena Guerra Fría, lo que explica el sesgo de los premiados hacia posiciones capitalistas). Hay, por un lado, una economía formalista o matemática, que se traga amplios sectores de la economía clásica y neoclásica, y que sería asimilable a una ciencia alfa-2. Esta parte de la ciencia económica, ligada a la econometría (un término acuñado en 1930), se distinguiría por envolver la conducta económica en estructuras matemáticas abstractas, crecidas a partir de las ecuaciones diferenciales, los métodos estadísticos y la investigación operativa (programación matemática, teoría de la decisión, teoría de juegos, etc.). Pero, por otro lado, hay una economía en beta-1 y beta-2 que tiene que ver con la praxis (la praxeología del individuo de que hablan los economistas austríacos, una «economía doméstica») y con la política económica (esto es, con la «economía política», que mete en juego a los Estados, de la que hablan los economistas marxistas), sujetas ambas a presupuestos ideológicos y filosóficos (a la acción de ideas, no solo de conceptos).
El cierre de la economía clásica puede anclarse a finales del siglo XVIII y ligarse al nombre de Adam Smith, aunque Schumpeter sostuviese en su monumental Historia del análisis económico que el mérito de La riqueza de las naciones (1776) no residía en su originalidad, ya que no contenía ni un solo principio ni un solo método que no hubiese sido formulado antes por teólogos escolásticos o filósofos del derecho, sino en haber coordinado estos aportes dispersos y desarticulados. Este primer intento de cierre, un cierre parcial, se fijó en la rotación recurrente de bienes entre módulos productores y consumidores, a través del dinero, en el marco de un único Estado (de una nación política), porque el radio de acción económico ya no era la casa o el monasterio, el de la economía de raigambre aristotélica, sino otro mucho mayor, a otra escala.8 Pero, paradójicamente, este cierre tentativo primaba al mercado frente al Estado, que era segregado como un factor externo o exógeno (fundamentalismo de mercado).