Читать книгу: «El canto de la essentia», страница 5
—Parece una buena mujer… solo que… me atolondra.
A Nataele se le iluminó una expresión de asombro.
—¿Os atolondra, maestro? Pero si es…
Como un latigazo se le vino al muchacho la repentina visión, una asombrosa revelación que, pese a su edad, comprendió con tal evidencia que primero se asustó, y luego estalló en una gran carcajada por la que el maestro inmediatamente, con nervio irritado, lo recriminó.
—Te corto en mil filetes, gusano insolente, y te echo de cena a los puercos si te ríes de mí.
—Maestro, no, no… —Nataele ya había caído en esa risa tonta que luego cuesta detener, se oprimía la boca para frenarla y hacía gestos con la otra mano para amansar la rabieta del maestro. Cuando pudo de nuevo hablar, se aventuró a afirmar con todo descaro—: Maestro…, despedazadme y servidme en el almuerzo si os ofendo… merecido me lo tendría, pero… —clavó la mirada en el cortinaje para no ser sorprendido — yo creo que lo que pasa es que… casi podría asegurar… si no me equivoco…, y que vos y Dios me perdonéis…, lo que sucede realmente… es que… ¡mi hermana os gusta mucho!
Da Vinci pestañeó alarmado, rompió la plumilla con una contracción inconsciente, a punto estuvo de soltarle un sopapo al aprendiz, pero blasfemando, se levantó de su taburete y salió disparado hacia la calle para buscar aire y apaciguar la taquicardia que venía sintiendo desde por la mañana.
Cuando volvió, caminó erguido con meticuloso aplomo, mentón en alto y midiendo los pasos. Se plantó frente a los hermanos, grave pero sereno, y espetó con simulada suavidad al muchacho.
—Vete a tus quehaceres, renacuajo. Botticelli no te paga para holgazanear. —Y luego le habló, todavía perturbado y sin enfocar, a la hermana, que con una imperturbable dulzura le sostuvo la mirada—. Hoy no abriremos, signorina. Creo que será mejor que empiece a enseñaros de verdad.
Nataele, de un salto, se despidió saleroso y ahí dejó a maestro y doncella expuestos a su aturdimiento, condenados a entenderse.
Ella se ruborizaba cada vez que tenía que hacer preguntas, y él flaqueaba intentando darle las mejores respuestas. Fioralba era diestra con ambas manos, perspicaz de mente y acertada con las palabras. Poseía, asimismo, un paladar prodigioso con el gusto afilado, capaz de desentrañar sabores hasta en sus mínimos elementos. De olfato andaba igual de fina; un aroma lo descomponía con facilidad en olores básicos y distinguía sus orígenes. Crearon así sus primeros juegos para vencer el azoramiento que no quiso abandonarles hasta entrados en más confianza. Al menos ella fue aflorando; él fue cambiando del desconcierto inicial a un atoramiento más profundo, un trance plácido pero inédito, tanto, que su elocuente labia a momentos se atascaba no pudiendo la lengua seguirle el ritmo a la tolvanera de ideas, palpitaciones y estremecimientos.
Le dio a probar las tajadas de zanahoria y ella, paladeando, le resumió los sabores que extraía.
—Vino viejo, cardamomo, miel, piel de naranja, casia, alcaravea, humo…
—Humo de majuelo —aclaró él, fascinado por las capacidades de ella.
Le dio a probar otra.
—Esta reposó en un líquido más caliente, sobresale más la naranja y opaca el sabor del humo —dedujo ella.
Hicieron lo mismo con el bocado de queso de cabra, y aquí demostró la joven no solo saber reconocer sabores, sino preverlos en una combinación distinta, mejorarlos. Antes de tostar una nueva ración, ella la seccionó en dos, calentó una hoja de albahaca y dos briznas de azafrán sobre una llama, las dispuso entre las dos mitades, mojó todo con cinco gotas de aceite de olivo, y luego asó el bocado tal como había visto hacer a Leonardo. Él lo probó, y la mirada de ella quedó apuntalada en mirar sus reacciones. Leonardo se abandonó a un estado de bienestar, masticó aquella cremosidad al menos veintiocho veces, cerrando los ojos y perdiéndose en imprecisiones que ya no supo ordenar.
—¿Cómo lo sabías?
—Faltaba el sabor a tierra…
Con esta y otras genialidades, Fioralba, sin pretenderlo, se le fue metiendo bajo la piel y en el alma. Quedó rendido del todo con otro acto sorprendente de la joven a quien, a partir de aquella sorpresa, no pudo ver más como a una doncella agraciada, sino como a una divinidad resplandeciente que se le manifestaba como una igual, un alma gemela chispeante de cualidades extraordinarias. Fioralba le pidió a Leonardo unas hojas y empezó a llenarlas con letra delicada.
—¿Escribes?
—Mi madre nos enseñó.
—¿Qué escribes?
—Vuestras indicaciones, maestro Leonardo. Lo que voy aprendiendo, para no olvidar.
La destreza con el olfato de Fioralba, y que de su cuerpo emanaba un aroma cítrico y dulzón, hizo que Leonardo tomase conciencia de su propio olor. Se frotó en varias ocasiones, al disimulo, hojas de menta en el pecho y en las axilas, humedecidas en infusión de nardo. Lo hacía, porque algunas tareas como el atado de piel de gallina los obligaba a aproximarse tanto que sus cuerpos debían rozarse y sus olores fundirse en una sola nube de intimidad. El maestro se esforzaba por acompasar su respiración a la de ella, pausada y minúscula, apenas perceptible, hecho que lo confundía porque a él sus galopes del corazón le obligaban a respirar hondamente con ansiedad y descontrol.
Ella no hablaba mucho. Leonardo derramaba sus explicaciones a borbotones, sin freno, errando a menudo, y Fioralba respondía con retraimiento, obediente y respetuosa. De esta manera, les vino la noche encima como último testigo mudo de un día cargado de emociones efervescentes. Y en este estado, Leonardo no concilió el sueño. La soledad de su alcoba, que por costumbre era de su agrado, inspiradora y fértil para sus enredos mentales, se le convirtió en una jaula asfixiante cercada por barrotes que lo hacían sentirse atrapado, desamparado y huérfano de algo que no atinaba a precisar.
Con el alba, Leonardo volvió a la taberna y Botticelli llegó no mucho después.
—No sabía que en el palacio se madrugara tanto —dijo con guasa al recibirlo.
—Ni yo, si no, te prometo que no me dejaba engatusar por Lorenzo. Ya no soy artista, me he convertido en un esclavo de los Médici. Pero ¿y tú? Veo que estás dejando esa mala costumbre tuya de amanecer al mediodía.
—Bah…, hay mucho que hacer.
Botticelli husmeó entre las vasijas.
—Pensé que, quizás, ya olía a pan.
—¡Pan, pan, pan! —reclamó el otro—. Parece que la humanidad ya no puede vivir sin pan.
—La humanidad no sé, Leonardo. Los florentinos te aseguro que no. Te queda muy bien ese jubón nuevo que traes. Y huele a sándalo.
La insinuación, nada casual, puso en alerta a da Vinci.
—De vestimenta y buen gusto aún te queda mucho por aprender de mí, Filipepi. Los artistas no cuidáis vuestro aspecto.
—¿Acaso tú ya no eres artista?
—Soy cocinero, Filipepi. Ante todo, soy cocinero.
—¡Ya! Cocinero… y pronto panadero.
Aquella era la segunda alusión.
—Di lo que tengas que decir y después déjame trabajar, bellaco.
—No tengo nada que decir, mi amigo. Pensé que hoy serviríamos pan.
Leonardo se puso a ordenar los apuntes. Juntó con cuidado los de Fioralba y los escondió bajo los suyos.
—Pues no. No serviremos pan hoy… Además, creo que todavía no abriré la taberna. Hay infinidad de cosas por hacer.
Botticelli estuvo a nada de reír, pero se contuvo.
—Me parece acertado, Leonardo. Tómatelo con calma. Abriremos cuando tú decidas que todo está perfecto.
—Ya todo estaba perfecto, Filipepi, únicamente pretendo dar unos retoques.
—¿Con pan?
—Sí, sí, sí. También con pan. Y bizcochos, pasteles y boñigas de caballo para adular a los florentinos glotones.
—Las boñigas no creo que sean necesarias, Leonardo. Todo lo demás suena muy bien. ¿Te enseñará la hermana de Nataele?
Aquello ya hizo estallar el genio de da Vinci.
—¿Enseñarme a mí? ¿Enseñarme a hacer pan? ¿Con quién crees que estás hablando, malnacido? Yo he de enseñar a la muchacha para que todo quede impecable. Hacer pan tiene su arte.
—¿Es bonita?
—¿De qué hablas?
—De la hermana de Nataele. ¿Cómo se llama? ¿Fiorella?
—Fioralba.
—¿Y?
—¿Y qué? Fioralba es agradable.
—Entiendo. Solo agradable.
Botticelli se llevó unas uvas a la boca.
—Sí, agradable. Puede que sea bonita. ¿Qué más da? Tiene que trabajar… y parece que sirve.
—Ah…
Leonardo se encrespó de nuevo.
—¿A qué tanto interés? ¿Vas a meterte en la cocina con ella?
—Te aseguro que no. Esa es tu parte.
—Entonces... ¿qué te importa la tal Fioralba?
—Es solo curiosidad, amigo. Nada más.
—Pues menos curiosear y más trabajar, que eso es lo que tenemos que hacer.
—Está bien, maestro. Vendré a verla más tarde.
—¿A quién, si se puede saber?
—¡Leonardo, qué obtuso eres! A Fioralba. Quiero conocerla.
Da Vinci torció la mirada.
—Estaremos ocupados. No quiero que se distraiga.
Sandro Botticelli se encaminó hacia la puerta, pero volteó de nuevo.
—Tienes razón, maestro. Mejor mándala mañana con algo de pan a mi taller.
Exasperado, Leonardo tronó de nuevo como un rufián.
—¡Un cuerno voy a hacer eso, Filipepi! Si quieres pan, mándalo a recoger con uno de tus inútiles aprendices.
Botticelli descargó una sonora carcajada.
—Está bien, maestro. Te veré mañana a más tardar.
A punto estuvo de cerrar la puerta, rumiando jocoso, cuando la voz de da Vinci lo retuvo.
—¡Filipepi!
—Dime, maestro.
Leonardo se repasó la cara con la mano, como refregándose las ideas.
—No es bonita, Sandro… Fioralba es mucho más que eso.
Al amigo se le posó una sonrisa benigna en los labios, le brillaron los ojos con afecto y asintió con la cabeza.
—Ya lo sé, Leonardo. Ya me hablaron de ella. Solo prométeme que no te comportarás como un patán.
Con una velocidad endiablada, Leonardo aferró un cuenco y lo lanzó con maña de catapultero, pero ya no hizo blanco en el amigo y lo estrelló contra la puerta, fundiéndose la estridencia con las carcajadas ahogadas de Sandro Botticelli al alejarse.
La inesperada aparición del amigo había retrasado a Leonardo en su propósito inicial. Quería revisar las notas de Fioralba. Se ubicó junto al ventanal con las tres hojas que fue examinando sin apenas rozarlas, tomándolas por las esquinas como si fueran reliquias delicadas. Admiró la caligrafía de letras abombadas y perfectamente alineadas. Las vocales se abrían más que las consonantes, como si el afán de Fioralba fuera crear espacios abiertos en las palabras, hacerlas respirar. La letra no se desvanecía hacia un lado como era la costumbre de los escribientes, era vertical, con su carácter propio, inusual, mujeril, divertida. Después de revisar los trazos y el equilibrio, leyó las líneas imaginando el sonido de la voz musical de Fioralba al leerlas. Eran notas concisas, fragmentos relevantes de las ideas completas sin palabras superfluas ni estimaciones propias, de notable precisión. Detectó algunos errores en las palabras, letras cambiadas u omitidas, pero no se atrevió a corregirlas ahí mismo, los apuntó en otro folio porque sentía que podría enseñarle y que ella se sentiría agradecida por el gesto.
Fioralba llegó más tarde, poniendo a prueba, sin saberlo, la frágil paciencia de Leonardo. Cuando lo hizo, cargaba con no poca dificultad una pesada cesta.
—¿Vienes de la plaza?
—Buenos días, maestro. Conseguí todo lo que nos hace falta para los panes.
Leonardo se asombró a tal punto que no atinó a ayudarla con el peso y Fioralba se dio modos para llegar con su carga hasta el mesón.
—Pero no tenías que gastar, Fioralba. Esas son mis obligaciones.
—Oh, no gasté, maestro. El maestro Botticelli ya pagó las compras.
—¿Botticelli?
—Sí. Lo encontramos camino a la plaza y se ofreció a acompañarnos. Nataele luego me ayudó con la canasta hasta aquí.
—¿Te acompañó en las compras? ¿Qué te dijo?
Leonardo sintió el enrojecimiento posársele en la cara y no pudo refrenarlo, por lo que se giró para simular estar ocupado.
—Fue muy amable, maestro. Nos preguntó por nuestra madre y tuvo palabras buenas al hablarme de Nataele. Parece un buen hombre, es un artista importante.
Él rumió algo ininteligible; inició con acomodar las compras hasta que el bochorno se le calmó y pudo mirar de nuevo de frente a Fioralba.
—¿Y qué más habló? —preguntó con aire indiferente.
—Que confiaba mucho en nuestra taberna y que nos merecemos tener el mejor pan de Florencia, y…
—¿Y qué?
Fioralba se mantuvo firme con la mirada en el rostro del Leonardo.
—Dijo que sois es el mejor cocinero de toda Florencia y que, además de eso, el artista más grande de toda Italia. Y que se siente honrado de ser vuestro amigo, por lo que me instó a aprender bien y ser una buena ayudante.
El rubor se le volvió a disparar al otro, aspiró largas bocanadas de aire para sosegar la agitación y lograr decir algo medianamente coherente.
Pero lo único que salió fue:
—Pongámonos a trabajar… Enséñame a preparar los panes más exquisitos para nuestra magnífica taberna. No desilusionemos al amigo Botticelli.
No tardaron en implantar en la cocina un alegre trajín. Fioralba era metódica en sus labores. Dividió las harinas en cuencos midiendo con exactitud las cantidades con pequeños tazones. Mezcló trigo con centeno, el alforfón con el mijo, decantó leche y cerveza en tinajas, el agua y los aceites, midió la sal en cucharillas, y batió huevos, mantequilla y manteca de cerdo en cantidad. Con todo cuidadosamente calculado, seccionó masa madre en porciones parejas.
A Leonardo lo ocupó en tostar almendras, freír cebollas y confitar uvas. En su atontamiento por mirarla a ella con fascinación, Leonardo estropeó dos veces el preparado de cebollas y tuvo que repetirlo para dejarlo con la melosidad que Fioralba le pedía.
Cuando ella juzgó que todos los ingredientes estaban listos, satisfecha, inició con las explicaciones.
—Lo realmente importante, maestro Leonardo, es el tiempo. Han de estar todas las masas preparadas hasta el mediodía. Así podemos empezar a hornear a las cuatro de la mañana.
—Madrugaremos entonces —afirmó él que, más que importarle los panes, sentía el regocijo de pasar mucho tiempo junto a ella.
—Lo segundo más importante, maestro, son los movimientos. Las prisas son malas para los espíritus de las harinas. Son caprichosas y tienen vida propia. Por eso hay que evitar tratarlas con rudeza.
Aquella indicación sorprendió a Leonardo.
—Me lo explicó mi maestra, Rachel, la abuela de la familia judía con la que aprendí. Los cereales tienen la particularidad de no morir nunca. Nacen en las espigas, viven, maduran, se preparan, y con la criba empiezan a adormecerse. Ella lo llamaba el «invierno de los granos». Luego, al molerlos, se molestan un poco, rezongan, por eso hay que dejar reposar las harinas para que se les aplaquen los malos humores. Vuelven a dormir. Lo que haremos ahora es despertarlas, como a un niño, y eso lo haremos con dulzura. La humedad, los mimos y las caricias las hacen renacer.
Leonardo no pudo más que sentirse aturdido, deslumbrado, casi temeroso de no saber sobar las masas con suficiente ternura. Ella le enseñó; se remangó e inició con el ritual. Sus dedos se movían con la agilidad de los músicos, se coordinaban en una polifonía suave con sacra reverencia, hincándose gradualmente en la papilla hasta que la textura fue cambiando, vigorizándose en una amalgama elástica. A partir de ahí inició un movimiento nuevo; con las palmas rodó la masa lentamente, después trenzó el bulto alargado y volvió a rodarla, todo en una secuencia pausada, sin apenas fuerza. Aquello lo repitió innumerables veces, con gracia, hasta que sintió el alma de la harina revivida y era el momento de empezar a cantarle.
Entonó una melodía de juglar y de nuevo se hicieron trizas los esfuerzos de Leonardo por parecer tranquilo. A punto de amasar el bollo que Fioralba le había asignado, el maestro no pudo concentrarse más en sus manos, atrofiadas de repente, como el resto del cuerpo, por el sonido de la voz de ella, casi animal, tersa y bien templada. Entonces, sin poder ya dominarse para la tarea encomendada, Leonardo se apartó del mesón, fue a tomar una cuartilla y una mina de carbón, se acomodó frente a ella y empezó a dibujarla.
Dibujar lo sosegó, volvió al mesón y se atrevió con la masa. Terminaron los trabajos exhaustos y hambrientos. Dispusieron los bultos fabricados sobre otro mesón enharinado cubriéndolos con telas limpias y humedecidas.
—Esta noche, antes de irnos, volveremos a amasar, maestro. Les sacaremos el aire. Es importante hacerlo dos veces. Necesitamos caldear un poco la taberna. Hace frío y no es bueno para el pan.
Leonardo encendió el horno con maderos de abedul y el fogón repartió el calor por los ductos.
—¿Tienes hambre? —le preguntó a Fioralba.
—Mucha, maestro. Pero, dejadme a mí preparar algo para nosotros.
Para entonces, Leonardo estaba rendido a los deseos de ella y la dejó hacer. Ella tomó algo de masa y la estiró finamente con los dedos y las palmas hasta dejarla en una plancha plana, delgada e informe. Tomó un cazón del preparado desmenuzado de las patas de vaca y lo vertió encima, picó albahaca y hojas de diente de león que espolvoreó sobre la carne, bañó todo con un poco del caldo de almendra y, al final, desmenuzó una buena cuña de queso fresco sobre todo lo otro. Con la paleta de panadero colocó su invento en el horno y le sonrió a Leonardo.
—Has mezclado todo. ¿Qué es?
—Solo aprovecho lo que tenemos, maestro. Se me acaba de ocurrir, pero imagino que os complacerá.
Y le complació. Horneada la masa, sin reventar, el queso cubría todo como un manto blanco. Fioralba tomó el cuchillo de trinchar tiburones y cortó dos generosas porciones.
—Dobladla por la mitad, maestro, así no os ensuciáis.
Comer juntos les sumió en una nueva forma de camaradería. Durante los primeros instantes se instauró un silencio penoso, no acertaban a acomodarse a esta situación inusual. Leonardo creyó que masticar sus bocados veintiocho veces le ayudaría a regular los nervios, aquietar sus latidos desbocados, pero no fueron si no en aumento la inquietud y la excitación que la cercanía de ella le producía. Probó con salir de su perturbación hablándole, e hizo bien, porque ella, con la mirada, le agradeció la iniciativa.
—Siento lo de tu esposo, Fioralba. Debe haber sido difícil para ti.
—Gracias, maestro. Como toda muerte de alguien cercano.
Aunque ni bajo amenaza de castigo ella lo hubiese admitido, le divertían los titubeos de él a la hora de iniciar una conversación. Condescendiente, lo ayudó.
—Los padres de él sufrieron en exceso. Yo, al fin y al cabo, no lo conocía en profundidad.
Fue una confesión sorprendente.
—¿No?
—No, maestro. Tuvimos un noviazgo muy corto.
—Pero, se conocían…
—Me pretendió durante un año o algo así. No es tiempo suficiente para hablar y conocerse.
—¿No hablaban?
Por fin, Leonardo pudo oír su risa retraída.
—Hablábamos de las cosas que hablan los pretendientes y las pretendidas. De cosas comunes. Las cosas del corazón no tuvimos oportunidad de hablarlas.
—¿Cuáles son las cosas del corazón?
—Las profundas. Las ideas sobre la vida. Las que no solo se dicen, sino que se dicen con emociones. Los miedos.
Fue un concepto extraño para Leonardo.
—Los miedos son propiedad de la intimidad de uno. No se habla de ellos.
Ella se quedó pensando.
—Pero ¿cómo conocerse si no se comparte estas intimidades? Saber lo que el otro piensa sobre la muerte, sobre el dolor, sobre las penurias. O acerca de las dudas, los fracasos, las tribulaciones. ¿Vos no habláis de esas cosas con alguien?
—Yo las escribo.
—¿Y quién las lee?
—Nadie. Yo.
—¿Y cuando estáis con sentimientos tristes? ¿Cuando sufrís?
—Eso no lo escribo.
—¿Ni os confesáis con alguien?
—A nadie puede importarle el mundo interior de otro. Es de uno y de nadie más.
Fioralba tenía maneras reposadas, reflexionaba y no cotorreaba como hacían muchos. Leonardo tuvo la sensación de que ella tomaba en serio lo profundo de sus respuestas y esto le complacía.
—Es una pena tener que cargar uno mismo con todos los sentimientos —dijo ella.
—¿Te hubiese gustado hablar de los tuyos con…?
—Marino… Sí, creo que sí. Hubiese sido bueno para conocernos.
—Se me hace difícil entenderte.
—Dejadme intentar explicarlo así, maestro. Si yo me siento afecta por un dolor o una desgracia, por ejemplo, como el que arrastra mi madre por la muerte de mis hermanos, ¿no querré descubrir qué tipo de emociones provocan estas circunstancias en la otra persona, sobre todo, si es el hombre con el que me voy a casar?
—Imagino que, igualmente, sentiría pena.
—¿Cómo lo sé, si nunca lo descubrí?, porque nunca lo hablamos ni se presentó sufrimiento alguno para comprobarlo.
—¿Y de qué hablaban?
—Él me pretendía, venía a la casa y nos agasajaba a mi madre y a mí con regalos. Nos contaba de su oficio, de la familia, siempre en tono positivo, no alardeaba, pero sí se esforzaba en destacar más las virtudes de su vida que los padecimientos.
—A lo mejor no los había.
—Siempre hay. No existe una vida sin sufrimientos.
—Él tenía sentimientos de amor hacia ti. Y tú le correspondías.
—No lo sé, maestro. ¿Cuándo se sabe que es amor?
—No tengo experiencia. Mi padre, que sabe de mujeres, siempre dice que es cuando hay paz.
Fioralba volvió a una de sus pausas. Después afirmó:
—Mi madre, en cambio, dice que es cuando el corazón galopa y se hace difícil respirar.
—Eso mismo pasa cuando terminas una buena carrera. No puede ser lo mismo.
—También dice que se siente dolor, y uno quisiera que ese dolor nunca se vaya.
Con esta afirmación, Leonardo se sumió de nuevo en su barullo interior. Oír en palabras lo que parecía ocurrirle lo espantó. Fioralba, de nuevo, fue en su rescate.
—¿No ha habido amor en vuestra vida, maestro?
—Ninguno que doliera.
—Quizás mi madre se equivoca y no es dolor lo que quiso decir.
—Quizás.
Fioralba se dispuso a limpiar la mesa y Leonardo siguió sus movimientos como quien observa el revoloteo de una abeja, ensimismado y con fijación.
—¿Qué haremos con toda esa comida? —preguntó ella.
—¿Por qué?
—Porque hay mucha y no queréis abrir la taberna, maestro.
Él se sorprendió, pero no pudo detectar ningún reproche en la insinuación de ella.
—Puedes llevártela. Ya sabes cómo se prepara.
Ella frenó sus fregoteos y le sonrió.
—Podríamos llevarla a la plaza. O al puente. Siempre hay gente que necesita y no ha comido hoy.
—Puedes disponer de ella.
Fioralba acomodó las viandas lo mejor que pudo en varias cazuelas que luego guardó en tres canastos.
—¿Me ayudáis, maestro?
—No creo que sea oportuno pasearme por la plaza. Quizás te espero hasta que tengamos que volver a amasar.
—Maestro Leonardo, Nataele me habló de lo que se rumorea por ahí. Es un buen momento para dejarse ver. Leonardo da Vinci está por encima de las habladurías.
No acceder hubiese delatado una debilidad mayor y Leonardo comprendió que no había escape de las cadenas invisibles que lo ataban a Fioralba D’Anna. Eran sortilegios confusos pero que bullían con ardor, le menguaban su voluntad, y hacían que la voluntad de ella fuera la de ambos.
Poco antes de las campanadas de vísperas, con el ocaso otoñal del día, en la Piazza della Signoria la actividad de mercado iba menguando, los tenderetes se desmontaban y era la hora del regateo para conseguir comprar a buen precio. Los mercaderes, como Giuseppina da Rufina, vendían sus sobras a manera de subastas, con las mercancías devaluadas por el día a la intemperie. Se aglomeraba ante los puestos un gentío más humilde, de recursos apurados, muchas eran viudas desamparadas, otros peones de baja ralea, unos cuantos cíngaros y bastantes mendigos. También era la hora de asomarse artistas y bohemios, aprendices de poca monta y mucha hambre, siempre de recursos precarios y trapicheando por hacerse con alguna ganga.
Leonardo cargaba las dos cestas y se abría paso junto a la hermosa mujer que caminaba a su lado. Benoni, el trapero, de lengua ingeniosa y compinche de Leonardo en las jaranas con laúdes, fue el primero en advertir la aparición del artista acompañándose de una moza.
—Leonardo, me regocijo al ver que aún paseáis por Florencia vuestra gracia de sabandija. Dejad que avise a mi primo Baptisto, seguro que le sobraron algunas patas de pinzón que os pueda vender.
—Busco las de jilguero, Benoni, que son más ligeras y sabrosas. Las serviré en morcilla añeja, usando vuestras tripas y mondongos.
Los que le oyeron, rieron, Benoni el que más, y a Fioralba le satisfizo ver a Leonardo de buen humor y no ofendido. Nathano da Faenza, el pellejero, era otro camarada de juergas, juglar por afición y de voz canora. Tenía el hábito de hablar con eufonías cantarinas.
—Maestro, dicen que en vuestra taberna las cucarachas forman parte del menú.
—Las cucarachas enteras no, Nathano. Solo usamos sus testículos para servirlos en sopa.
Orsino, el esposo de Giuseppina, quiso hacerse oír también.
—Si venís a regatear, da Vinci, iros con viento fresco. Solo hay pescado hermoso. No quedan gusarapos.
—Orsino, los gusarapos son demasiado excelsos para mi taberna. Pero, veo que te sobran piojos en la pelambrera, quizás quieras venderme unas tres onzas.
Esto último Fioralba ya no lo escuchó, porque se había acomodado junto al pozo para repartir la comida. Viendo que era gratuita, la gente se le agolpó. Ella se esforzó por favorecer a viudas, desvalidos e indigentes. Giuseppina da Rufina se le arrimó a Leonardo.
—Es grato veros, maestro. Y más en tan agraciada compañía. ¿Es la hermana de Nataele?
—Es ella, Giuseppina.
—Los chismes no le hacen justicia, maestro. No solo es bonita. Casi duele mirar su hermosura.
Lo natural en Leonardo hubiese sido desvirtuar el comentario, pero a aquellas alturas de los acontecimientos, ya carecía de todo sentido aparentar reticencias.
—Es más que hermosa, Giuseppina. ¡Es un todo absoluto!
—¿Da Vinci en los enredos del amor?
Leonardo, en vez de contestar apuró otra pregunta.
—¿El amor duele, Giuseppina?
—A veces.
—¿Y a pesar de ello, uno quiere que ese dolor nunca desaparezca?
—Puede ocurrir.
—Entonces sí, pescadera. ¡Caí en los enredos del amor! ¿Cómo se salva uno de esto?
Con el tiempo medido, Fioralba determinó el momento de regresar a la taberna para la segunda amasada de sus panes. Se había hecho de noche, las calles se habían vaciado extinguiéndose sus ruidos y emergiendo los murmullos apagados desde los interiores de las casas. Florencia nunca se silenciaba del todo. Era bullanguera por la naturaleza de sus individuos apasionados y arrebatados en sus rutinas de vida.
El rito de la segunda amasada fue aún más extraordinario que el de la primera. Los bollos se habían abultado al triple de su volumen, «inflado el ánimo», según había decretado Fioralba. —Es el ímpetu de la masa joven—había dicho. —Ahora hay que aquietarla.
Uno a uno los fue extendiendo con sus delicadas manos, mezcló en muchos la cebolla confitada, en otros la almendra, y en los más grandes puso la uva acaramelada. Con movimientos envolventes de las palmas los modeló lentamente, los estiró de nuevo, los dobló y enrolló, y de nuevo los estiró, todo en una secuencia serena y bien estudiada.
Leonardo se puso a imitarla con menos pericia, pero atento a los movimientos de ella. Cuando Fioralba veía que el maestro se aceleraba, dejaba su masa, se arrimaba a él, y guiaba sus manos con las de ella. Todo este ceremonial lo vivieron en silencio, con los jadeos del esfuerzo y de la excitación desbocándose. Por primera vez se rozaban sus manos con intensidad, acto que los sumió en una marejada de sensaciones que asustó a ambos, pero que no desearon frenar. Mediada la faena, ambos sudaban, las manos y brazos empezaron a doler, pero no quisieron darse un descanso por no separar sus cuerpos que iban trabajando con las cinturas pegadas, como absorbiéndose mutuamente la energía y las pasiones a través del contacto.
Ya era noche avanzada cuando terminaron, cansados, pero enardecidos por la experiencia. Leonardo acompañó a Fioralba hasta su casa por la orilla del río, cerca del Ponte Rubaconte. De ahí se marchó como levitando, bregando con el recuerdo del olor a masa fermentada fusionado en sus fosas con el del sudor alimonado de ella. Esto le sumió en tal acaloramiento que inició a correr como un atleta, desfogando su locura enamorada en una carrera, con el viento nocturno abanicándole la cara y los deseos.
Por supuesto, aquella noche no durmió, como no durmió ella, y para cuando las campanadas marcaron laudes, antes del amanecer, se reencontraron, abochornados y afanándose prestos con las horneadas del pan.
—Tengo una idea, Fioralba. Me vino ayer.
Ella lo miró expectante.
—Podríamos hoy regalar este pan. Ir de nuevo a la plaza y repartirlo. Daríamos a conocer la taberna a través de la generosidad.
Verla sonreír era la recompensa perfecta a otra noche de insomnio.
—A mí me parece una gran idea, maestro.
Con la motivación encendida, Leonardo se atrevió a otro paso más.
—Quizás podrías llamarme Leonardo, Fioralba. Al fin y al cabo, no soy maestro tuyo, soy yo quien debería llamarte así.
—Vos sois un gran maestro, mae… —se frenó—, perdón, Leonardo. Es muy generoso de vuestra parte.
Leonardo fingió un gesto ofendido.
—A ver…, inténtalo otra vez.
—Es muy generoso de tu parte, Leonardo.
Los panes de uva, cebolla y almendras ocuparon cuatro canastos. Cumplieron primero con llevar unas hogazas al taller de Sandro Botticelli, quien no se encontraba por ser domingo y hacía no mucho que las campanas habían anunciado la misa del mediodía.