Читать книгу: «No desamparada», страница 2

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Iba a ser un fin de semana maravilloso. Iba de camino al campamento de verano de la iglesia, lejos de su papá, de los deberes, de las pesadillas, de las tareas y del estrés. Iba a hacer amigos, relajarse, nadar y quizá incluso conocer un par de niños simpáticos.

Oh, sí. Estaba esperando ese momento con ansias.

El viaje al campamento duraba diez largas horas. Para dividir el viaje, ella y los amigos que iban en el mismo auto se quedaron a pasar la noche en el hogar de un pastor. Desde su casa campestre, uno podía observar varios kilómetros a la redonda. Disfrutó ver las peleas de gallos, nadar en la piscina, compartir la cena en el patio y poder dormir al fin sin preocuparse de que alguien la estuviera mirando. Cerca de la medianoche, se levantó para buscar un vaso de agua.

Él estaba allí, sentado en el sillón.

Le explicó que, como pastor, muchas veces tenía que quedarse en pie hasta tarde escribiendo sermones o planificando las reuniones de la iglesia. Sin embargo, estaba contento de que ella estuviera en pie porque quería hablarle de algo.

«Cuando estabas en la piscina», le dijo, «noté que actuabas de forma muy sensual. La sensualidad te salía por los poros».

Sintió que el rostro se le sonrojaba. ¿Acaso se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo con su padre? ¿Era tan obvia su contaminación? Su tarde de relajo libre de acusaciones e insinuaciones se esfumó en una ráfaga de humillación.

«Tienes que entender», prosiguió el pastor, «que los niños de tu edad apenas están empezando a descubrir su sexualidad. Como mujer, les llevas kilómetros de ventaja. Están empezando a entender el lenguaje corporal y a notar cosas como las caderas y los escotes. Cuando avanzas por la piscina con los pechos asomándose bajo el traje de baño y tu figura a vista de todos, captas su atención. Los haces pensar en el sexo».

Ella empezó a buscar estrategias para terminar esa horrible conversación. Masculló que no era su intención hacer nada inapropiado. Simplemente se estaba divirtiendo con sus amigos. Pensó en decirle que su papá era quien había escogido su traje de baño, pero sintió una punzada de miedo y permaneció callada.

Eso es muy complejo, pensó.

«No quiero que te sientas avergonzada o en apuros», continuó el pastor. «Esta conversación la he tenido con mis hijas porque quiero que estén listas para el mundo real y sean conscientes de sus vulnerabilidades. Si sabes cuáles son tus vulnerabilidades, puedes protegerte. ¿Tiene sentido? Entonces, déjame preguntarte, ¿qué se necesitaría para que le abras las piernas a un hombre?».

Quedó atónita. Nadie, ni siquiera su papá, le había hecho una pregunta así.

«No me siento cómoda con esta conversación», dijo.

Él siguió hablando, pero ella logró excusarse. Cuando pudo volver segura a la cama, se dio cuenta de que había olvidado el agua y lloró hasta dormirse.

Unas semanas después, de regreso en casa, les contó a sus padres lo que le había dicho el pastor. Ellos lo invitaron a cenar. Hicieron que ella le cantara una canción. Nunca le contaron a nadie lo que había ocurrido.


El vidrio quebrado le salpicó la parte trasera de las piernas. Miró hacia abajo esperando ver sangre, pero no había nada. Su madre había ido a comprar comida y ella estaba a cargo de prepararle el almuerzo a su papá, y este no estaba contento con lo mucho que se estaba demorando.

No dijo nada. Si hablaba, podría enojarlo aún más.

Arrojó otro plato tras ella, quebrando así parte del piso de linóleo. Los fragmentos de vidrio tintinearon por la cocina y rebotaron en los gabinetes, las patas de las sillas y las murallas.

Siguió callada, pero el cuerpo le tiritaba de miedo, miedo que rápidamente se estaba convirtiendo en indignación.

Sintió que un tenedor pasó volando a un costado de su cabeza, dio contra los gabinetes y cayó al suelo con estruendo. Después vino un cuchillo, que hizo que el corazón se le alborotara y dejó una marca en la madera a centímetros de su rostro.

No pudo soportarlo más. Era su hija, pensó. Si él podía ser aterrador, también podía serlo ella. Se dio vuelta y lo enfrentó.

«¡No te tengo miedo!», le gritó. «¡Siéntate y cállate, o llamo a la policía!».

Sintió que la indignación de su padre disminuyó levemente. Se veía casi sorprendido, pensó ella, pero esa expresión pronto mutó en lo que, le parecía, podía ser resentimiento. Él se sentó a la mesa; ella terminó de prepararle el almuerzo.


«Cásate con un hombre rico», le dijo su padre. No hay ninguna razón práctica para que las mujeres se eduquen, decía. Los títulos universitarios no eran más que un slogan político costoso. Las mujeres en realidad no quieren tener carreras ni ganar dinero. «No seas estúpida», era el mensaje, «cásate con un rico».

Pero no pudo detenerla. La universidad era su vía de escape, su puerta secreta, su única esperanza. Iba a ir.

Fue aceptada en una prestigiosa escuela de ópera, y siguió viviendo en su casa, pero tomaba un bus para ir al campus. Luego de algunas semanas, conoció a un joven. Era un estudiante de ingeniería callado que nunca se enojaba. Le daba comida cuando estaba hambrienta. La escuchaba cuando le leía la Biblia. Le hizo sentir que se preocupaba por ella. Le dio un propósito.

Sin embargo, al parecer su padre pudo percibir que estaba creciendo un espíritu independiente en su interior, los indicios de la esperanza y la obsesión por el futuro.

«Los hombres solo te ven como un trozo de carne», le dijo. «Este no es distinto».

Se le acabó la beca. Su padre no quiso ayudarla a financiarse. Seguir en la universidad se transformó en algo aparentemente imposible. Entre lágrimas, dejó sus estudios.

Dos años después, el joven le pidió permiso a su padre para casarse con ella. Ahora tenía un título, un trabajo y planes de comprar una casa.

«No», dijo él.

Esa noche, ella le preguntó a su madre: «¿Qué hacemos ahora?».

«Cásate», le dijo su mamá. «Escápate si es necesario. Aléjate de tu papá. Él es malo».

Entonces, ella y el joven contravinieron a su padre.

El joven le propuso matrimonio. Ella planificó la boda. Él la llevó a ver casas piloto. La dejó elegir la alfombra y los colores de la pintura.

Cuando su padre la amenazó, ella se aseguró de esconderle la pistola.

Fueron a Colorado de luna de miel. Y mientras más fue conociendo a su esposo, más pudo ver la clase de hombre que era su padre.

Todo era extraño y nuevo.

Pero era libre.


Se sentó en la banca, sola en la multitud. Para ella, era más una morgue que una iglesia. Ese era el templo donde había adorado su padre. Esas eran las bancas donde su familia se había sentado en silencio. Y ahora que la verdad estaba empezando a salir a la luz, podía sentir las miradas en la parte trasera de su cuello, podía sentir los murmullos doloridos y consternados. Nunca se había imaginado lo vergonzoso que podía ser que le creyeran.

Recuerdos muertos. Ojos ciegos. Necesitaba aire. Le susurró una excusa a su marido y dejó el templo para vagar por los pasillos silenciosos. Trató de respirar hondo y quitarse el nerviosismo caminando. Luego de un tiempo, se detuvo para mirar un cuadro en la pared.

Los colores comenzaron a nadar.

No lo escuchó acercarse. El hombre dijo su nombre. Sonaba como su papá. Desde luego, eso no era culpa suya. Sin embargo, el golpe adrenalínico súbito la hundió en un ataque de pánico.

No podía respirar. Se retorció, jadeando. Luego de superar su sorpresa, el hombre corrió para buscar a su esposo. Era como si le hubieran sacado el aire a golpes, solo que cada vez que pensaba que la presión no podía empeorar, lo hacía. Sentía que los pulmones se le iban a reventar. El corazón le martillaba en la cabeza como un tambor.

¿Por qué no se había desmayado aún? En las películas, cuando a alguien le falta el oxígeno o experimenta dolores intensos, se desmaya. En la vida real, uno sigue agonizando con la conciencia aguda hasta que piensa que va a morir.

A la larga, llegó su esposo. La agarró, la tomó en sus brazos y la sostuvo con firmeza hasta que se calmó. Cuando la adrenalina cedió, se sintió exhausta, como si estuviera drogada. Era un estado de atontamiento, un estado aterrador, como si solo estuviera parcialmente consciente.

Cuando la iglesia salió, todos la vieron. Hubo mejillas regadas con lágrimas, miradas inexpresivas y un marido que lloraba. Siempre iba a lamentar eso: hizo que el marido que recién se había casado con ella llorara. Sabía que no era su culpa, pero sentía que debería haber sido más fuerte. Él no tenía por qué pagar lo que su padre había hecho.

«Deberías buscar otra iglesia», le recomendó un terapeuta con posterioridad.

Era cierto.

Había demasiados recuerdos que la atormentaban en ese lugar.

Demasiadas historias en esas cuatro paredes.


El primer año de matrimonio fue de ensueño. Por fin había escapado. Se sentía amada y libre, y eso era emocionante. Pero entonces comenzó a entender, y eso asentó sus dudas. Le costaba confiar en la forma de ser extraña y paciente de su esposo. Más de una vez había peleado con él, movida por la paranoia de que su amor era falso, demasiado bueno para ser cierto.

Una noche, lo vio: vio a su marido lavando la loza.

«¿Te olvidaste de lavar la loza?», le dijo una voz en su cabeza. «Eres una esposa patética. Te va a abandonar. Le daría un máximo de dos años. Es un tipo paciente, pero tú no vales nada. Estarás sola. Abandonada».

Cuidado, pánico.

«¿Qué estás haciendo?», ella preguntó con firmeza.

«Lavo la loza», respondió algo confundido.

«¡Genial! Ahora sospecha de ti», susurró la voz. «No le muestres lo loca que estás. ¡Quédate tranquila! Tienes que esconderlo. ¡Contrólalo! Eres una esposa terrible. No puedes mantener la casa limpia, y cuando él trata de ayudarte con los deberes, actúas de forma absurda. A lo mejor no sirves para el matrimonio. Quizás él estaría mejor sin ti».

No quería verse demasiado alterada, o él podría notar que estaba loca. Sin embargo, su respiración se volvió irregular y las ganas de llorar aumentaron. Le pidió que parara y recalcó que podía ser una buena esposa. Le exigió que soltara la esponja y se alejara del lavaplatos. Su esposo, por su parte, siguió lavando la loza tercamente.

Cuando se rindió y salió de la escena, la voz se rio de ella.

«Eres estúpida, hipersensible y ni siquiera puedes mantener la casa limpia», dijo. «Solo eres un pedazo de carne. El sexo es la única razón por la que él seguirá contigo».

Esas palabras reabrieron una herida que ella pensó que había sanado. La amargura fue chocante, pero el veneno era familiar. De golpe, volvió a ser la adolescente en la casa de su padre, y él le estaba enseñando sobre el pérfido actuar de los hombres.

Fue entonces que se dio cuenta, para su espanto, de que la voz de su cabeza sonaba igual que su padre.


Durante los últimos años, el control que su padre tenía sobre sí mismo y su familia se había desmoronado. La falta de incentivos para mentir desató más de la violencia y disfuncionalidad que antes retenía. Las relaciones familiares se desvirtuaron en desconfianza, amargura y desconsuelo. Los pastores necios dieron malos consejos, los pastores sabios dieron consejos que no fueron escuchados y ahora se hacía alarde público de los pecados que una alguna vez se habían cometido en secreto. Él seguía deseando que pretendieran que eran felices, pero los demás ya no lo hacían. Ya no.

Mientras ella y su esposo iban en el auto de regreso a casa luego de una cita, sonó el celular. Era el cumpleaños de su hermana menor, así que no era inesperado que la llamara su madre, pero esto fue lo que dijo:

«Tu padre se enojó porque tu hermana no quiso salir con él», le contó con voz llorosa. «Quebró un vaso de cristal en la mesa con tanta fuerza que hay vidrio incrustado en la madera. Usó el vidrio quebrado para cortarse el brazo mientras gritaba: “¡Así de mucho te amo! ¡Así de mucho te amo!”. Hay sangre por todas partes».

Llamaron a la policía.

Le dijeron que se fuera.

Le dijeron que buscara ayuda.

Nunca más volvió a la casa.


Fijó la mirada en los ojos de su hija.

«Te necesito, Mami», dijo la niñita con cariño, enrollando el cabello de su madre en sus diminutos dedos.

Durante todos esos años de niñez, y más de una década después, había tratado de arreglar a la gente estropeada que amaba. Había desempeñado el papel de hija buena, esperando que su papá la amara. Había peleado con él, le había rogado y lo había retado a ser un buen hombre, hasta que le quedó claro que él era quién quería ser, y su marido le dijo a su papá que no volviera a dirigirle la palabra.

Y ahora estaba allí: con su propia hija. Era mamá de una pequeña de tres años que la necesitaba, confiaba en ella y se sentía a salvo y segura.

Ya no era necesario arreglar nada. Ya no era necesario buscar amor y aprobación. Ya no era necesario agonizar preguntándose por qué. En algún punto del camino, se dio cuenta de que siempre había tenido a un Padre celestial. Él la había sacado adelante. Él la había amado siempre. Y con Su ayuda, su niñita podría conocer un hogar muy diferente al que ella tuvo. Y con Su ayuda, su niñita aprendería sobre el Padre que nunca la desampararía, sin importar cuán oscuro o desesperador se volviera este mundo.

Yo soy esa madre.

Yo fui esa niña.

1. ESTA ES MI HISTORIA

Nunca te diré que si Dios te ama, tendrás una experiencia espiritual dramática. Yo he tenido pocas, y todas ocurrieron en situaciones de vida o muerte. Algunos dirán que aluciné cuando escuché la voz de Dios. Quizá fue así. Algunos pensarán que me lo imaginé porque era lo que mi mente sabía que necesitaba oír para sobrevivir. Sin embargo, he orado muchas veces. He llorado por horas y rogado recibir señales. He anhelado que un remezón sobrenatural reavive mi débil fe. Por lo general, solo hay silencio a cambio.

En mi caso, Dios solo ha traspasado el velo espiritual en pocas ocasiones, para librarme de cometer errores horrendos. En otras ocasiones en que he estado aterrada, deprimida y ansiosa por una señal, no he recibido ninguna. Pero la vez que sí la recibí, el hecho de que las palabras que escuché vinieran directamente de la Biblia me garantiza que son auténticas, hayan sido o no resultados de una alucinación.

Quizás sí aluciné. Si un evento ocurre en la mente, ¿significa que en realidad nunca pasó? ¿Significa que no es importante? ¡Por supuesto que no! Hay muchas cosas que solo ocurren en la mente, pero tienen un impacto profundo en nuestras vidas y en las vidas de los demás. El pensamiento lógico, el gozo, el dolor, la ambición, los conflictos internos, la fe… todas esas cosas son válidas, reales e importantes, pero solo existen en nuestra cabeza. Dios obra a través de medios. Si Él decidió usar una alucinación para salvarme la vida, no tengo ningún problema con eso.

No es necesario que tengas una experiencia dramática para que seas salvo o sepas que Dios te ama. La fe no está basada en lo llamativo que es tu testimonio, y Dios no opera de la misma forma en la vida de todos. Puede que tus experiencias sean absolutamente distintas a las mías. Sin embargo, hemos sido creados a la imagen del mismo Dios. Por lo tanto, compartimos muchas emociones y con frecuencia experimentamos el dolor de la misma manera.

Tengo un amigo que fue brutalmente golpeado de niño. Aunque somos personas muy distintas en el exterior (yo soy una madre joven, él es un adulto divorciado), hemos sufrido la misma depresión, nos hemos dicho las mismas mentiras y hemos experimentado la misma confusión interna. Muy poco del abuso que sufrimos fue igual. Nuestra crianza fue distinta, y nuestros padres eran dispares. Sin embargo, los efectos psicológicos y emocionales —las heridas espirituales postraumáticas— son casi idénticos. He visto que esto es cierto con respecto a casi todos los sobrevivientes de abusos que he conocido e incluso de algunos veteranos de guerra con trastorno por estrés postraumático.

¿Cómo puede ser eso?

Mi teoría es que, más allá del tipo de arma usada contra nosotros, la herida producida es similar. Si a mí me disparan en el hombro y a ti te apuñalan en el hombro, los dos tenemos hombros lacerados. A grandes rasgos, necesitaremos cirugías, puntos, analgésicos y tratamientos kinesiológicos muy similares. Del mismo modo, las heridas emocionales infligidas por distintos medios muchas veces presentan un daño similar.

Si has sufrido abuso, entonces, como miembros de un club de un tamaño lamentable al que nadie quiere unirse, compartimos un dolor que es llamativamente uniforme. Nos han servido el mismo veneno en diferentes vasos. Acabas de leer parte de lo que yo experimenté, y hay más eventos de mi niñez que no detallé en estas páginas. Muchos de los que leerán este libro han sufrido cosas mucho peores que yo. Es posible que algunos se sientan demasiado dañados como para volver a sentir gozo. Otros pueden pensar que su abuso no fue «la gran cosa», pero sueñan con el día en que volverán a sentirse plenos. Sea cual sea tu trasfondo, dondequiera que te halles en el proceso de recuperación, tu sufrimiento es injusto, real e importante. No hay abuso tan pequeño como para no ser importante ni sobreviviente tan dañado como para no sentir la gracia sanadora de Dios. Me alegra mucho que estés leyendo este libro. Gracias.

O tal vez nunca fuiste abusado, pero deseas entender y ayudar a alguien que sí lo fue. Debes saber que este libro comenzó como una carta personal para Jason, mi esposo, a fin de ayudarlo a entenderme y contarle muchas cosas que no sabía cómo decir. Espero que lo que le dije a él también te inspire a ti. Estoy muy agradecida porque te estás dando el tiempo de entender mi travesía. Quiero que sepas que para la persona que estás ayudando es una bendición tenerte en su vida.

¿Acaso no es trágico que en un mundo tan hermoso y diverso, una de las características distintivas que todos compartimos sea el dolor? Si bien nunca le desearía nuestro sufrimiento a nadie, esta similitud tiene sus beneficios. Nos consuela saber que a pesar de cómo nos sentimos, no somos rarezas aisladas. Aunque nuestras lesiones fueron causadas en diferentes circunstancias por diferentes abusadores con diferentes armas, nuestras heridas son uniformes. Por ello, el mismo bálsamo nos puede sanar a todos.

Este libro se trata de ese bálsamo. Se trata de mi travesía por el valle de sombra de muerte, de las cosas que me guiaron, de los hitos que ayudaron a procesar mi trauma y recuperarme. Desde luego, sigue incompleto. Es posible que siempre tengamos cicatrices a este lado del cielo. Verás algunas de las mías en este libro. Sin embargo, a fin de cuentas, esta es una historia de esperanza, de sanidad y de un futuro más allá de nuestro dolor. La Biblia llama a Jesús Admirable Consejero y Médico Grandioso. Déjame contarte cómo me sanó a mí.

Preferiría caminar con un amigo en la oscuridad que andar sola en la luz

(Helen Keller).

2. ¿FUI ABUSADA?

Ella me hizo lo peor que una persona puede hacerle a otra: hacerle creer que la ama y la desea para luego mostrarle que todo era una farsa.

(Agatha Christie, El espejo se rajó de lado a lado)

¿Mi papá me abusó? Ni siquiera estaba segura. Algunos amigos de mi familia se enfurecieron y dijeron que era un monstruo. Otros parecían pensar que estaba mintiendo o mentalmente desestabilizada. Empecé a cuestionarme todo, incluso mi propia percepción. Mi visión de la paternidad, el matrimonio y la masculinidad estaba errada. Mi visión del amor, la familia y la moralidad estaba torcida. Y consideré que, si había estado tan engañada antes, ¿quién era yo para decir que no estaba engañada ahora? Estaba desorientada. Abrumada.

Recuerdo el primer libro que leí sobre «cómo recuperarse del abuso». Mi plan era comparar mis experiencias con las historias del libro para ver dónde cabía mi abuso en la escala de «leve» a «severo». Mi esperanza era sentirme mejor si podía decir: «Mi abuso no fue tan malo; por lo tanto, no soy una víctima». Pensaba que minimizar mis experiencias minimizaría mi dolor.

Estaba equivocada.

Estudiar casos de abuso extremo tratando de hacerme sentir mejor al pretender que el mío fue intrascendente resultó contraproducente. Me hizo sentir estúpida, hasta loca. En esas páginas, había relatos de delitos horribles, muchos de ellos totalmente distintos a mis propias experiencias. Comencé a preguntarme si mi trauma era injustificado, si debía ser capaz de aguantarlo, pero era muy débil para hacerlo.

Incluso me pregunté si en verdad había sido abusada. Un pastor me dijo: «A menos que te haya dado golpes de puño, es un asunto legal», y «el abuso emocional y el abandono no son delitos». ¿Quizá las cosas por las que pasé no califican como incorrectas?

No es fácil admitir ante una misma —ni mucho menos ante los demás— que has sido abusada. Si creciste de una determinada manera o amas al abusador porque es tu cónyuge o un miembro de tu familia, es particularmente difícil aceptar lo que pasó. Cada vez que el abusador cruza una línea más, modificamos nuestra definición del abuso y lo convertimos en algo un poco más extremo. Vemos a alguien que está peor y pensamos: «Para mí las cosas no son tan malas como para esa persona, así que no debería quejarme».

Sin embargo, la victimización no es una competencia para ver quién ha sufrido más o merece expresar más traumas. Las complejidades de las emociones y la espiritualidad humana no pueden contenerse ni siquiera en todos los libros de una biblioteca. Una persona puede experimentar violencia severa y aun así sentirse plena. Otra puede sufrir años de palabras hirientes y sentir como si estuviera barriendo perpetuamente los pedazos de su corazón roto en el piso de su alma.

Para complicar aún más las cosas, puede resultar difícil distinguir entre un abusador y alguien que tiene problemas con el pecado, pero está genuinamente arrepentido. He descubierto que es sumamente doloroso asumir el hecho de que alguien que amo ama más su pecado que lo que me ama a mí. Es agonizante reconocer que una persona que admiraste es narcisista, sociópata o terca y voluntariamente disfuncional. Confrontarla con su pecado o sacarla de nuestras vidas se siente como cortarse el brazo derecho. Es desgarrador y aterrador, y todos nuestros instintos gritan contra esa idea.

Creo que esa es, en buena parte, la razón por las que las mujeres maltratadas a veces se quedan con los hombres violentos. Aman a su esposo, a su padre, a su novio o a su hermano. Es fácil pensar: «¿Y qué si logra cambiar? Quizá no va a volver a hacerlo. Parece arrepentido. De seguro va a ser mejor si me quedo con él y soy buena con él».

Lo triste es que cuando por fin nos damos cuenta de que no quiere ser bueno y no está dispuesto a cambiar, es posible que le tengamos demasiado miedo como para abandonarlo. Para empeorar las cosas, admitir que nuestra relación fue una total mentira es humillante, perturbador y abrumador. Parece poco natural buscar ayuda o abandonarlo. Es más fácil pretender que las cosas no son tan malas. Le bajamos el perfil a algo realmente importante.

Muchas veces, los abusadores son hábiles para culpar a los demás, en especial a sus víctimas. Son maestros de las excusas. Engañan a la gente para que sientan lástima por ellos. Es posible que se quejen de su propia niñez traumática o eludan la responsabilidad diciendo: «Ese no fui yo. El alcohol, los demonios, el estrés del trabajo o las cuentas que pagar me hicieron hacerlo». Incluso pueden negar que los eventos ocurrieron.

Recuerdo que una vez mi padre me pidió disculpas cuando era niña, y fue porque mi mamá lo amenazó con acusarlo a nuestro pastor por dejar hematomas con forma de mano en todo mi cuerpo de 11 años. Al comienzo de mi matrimonio, me pidió disculpas por muchos traumas del pasado, pero después actuó como si no recordara que hubieran ocurrido ni tampoco que me hubiera pedido disculpas. El juego psicológico era tan evidente, y tan angustiante para mí, que Jason le dijo a mi padre que no volviera a dirigirme la palabra.

La violencia no es la única clase de abuso. Hay abusadores que no te lastiman físicamente, pero pueden transformar tu vida en un infierno. Los abusadores emocionales desarrollan juegos psicológicos complejos: te manipulan e intentan enloquecerte hasta que ya no puedes distinguir tus propios pensamientos de sus mentiras. Los abusadores verbales insultan y degradan de forma sistemática hasta que perdemos toda esperanza de sentir gozo. Los narcisistas calumnian y difunden mentiras: publican tus secretos personales y hacen acusaciones falsas por despecho. Te humillan y buscar deteriorar tus relaciones con tu cónyuge, tus amigos, tu iglesia o tu empleador, pues cuando su víctima está aislada e insegura, es más fácil de manipular y controlar.

Como todas las personas, los abusadores son mucho más complejos que un diagnóstico médico o un rótulo psiquiátrico. Las emociones primarias de mi padre eran el enojo y la depresión. Para él, el amor era sexo y el sexo era odio. Alimentaba su odio con pornografía sádica, abuso infantil, juegos psicológicos y ataques de ira violentos. Pero también tenía buenas cualidades. En sus mejores días, amaba a los animales, tenía un doctorado en biología y era profesor universitario. Comprendía más teología académica que muchos pastores que he conocido, pero su corazón no lograba entender un concepto sencillo como el de la compasión.

También conocí a una narcisista que, luego de ser abusada toda la vida, estaba orgullosa de sus lesiones y las exhibía como si fueran plumas en su sombrero. Transformaba todas las situaciones en una conspiración compleja para perseguirla y se aprovechaba del sufrimiento de sus propios hijos para obtener atención y hacerse la víctima. Era abusadora y también víctima.

He conocido gente que hace regalos generosos, pero luego se voltea y roba objetos insignificantes o quiebra cosas a propósito y luego pretende que fue un accidente. Incluso hay personas que te halagan a la cara, pero después te insultan y te calumnian. A veces, la amabilidad es un camuflaje, la bondad, una fachada, y esas virtudes superficiales permiten que los abusadores infiltren familias, iglesias y los corazones de los inocentes.

ES COMPLEJO

Los sobrevivientes también son complejos. Ninguno de nosotros es perfecto. Nuestras vidas tienen cicatrices de pecados y errores. Mi propia vida le ha dejado poco espacio a la ingenuidad. Acribillados por el dolor y afectados por experiencias oscuras, es posible que parezca que actuamos de forma imprudente o ilógica, pero lo hacemos movidos por la pena o el miedo en lugar de la malicia y el egoísmo. Lo que parece no tener sentido puede cobrar sentido cuando el dolor es rastreado hasta su fuente.

Una vez, conocí a un hombre que tenía problemas para expresar sus sentimientos porque asumía la responsabilidad de la depresión de su hija menor. Prefería creer que era un agresor de niños antes que admitir que su madre, la abuela de la niña, la había lastimado. En un esfuerzo innecesario por evitar lastimar a alguien más, se cerró en el plano emocional.

He hablado con hombres y mujeres que, luego de ser violados o sufrir abusos sexuales, se fueron de juega, juergas temerarias en que dormían con extraños que conocían en el bar y participaban en fiestas desenfrenadas. Algunos recurrieron al alcohol, la cocaína o la marihuana para adormecer su intensa agonía emocional. Despertaban la tarde siguiente sin saber con quién habían dormido ni qué habían hecho.

He conocido a hombres que los demás calificaban erróneamente de misóginos o sexistas, pero en realidad tenían tan poca autoestima que solo se valoraban en función a su salario, su sexualidad o su apariencia externa. Eran violentos con las mujeres, pues suponían que ellas los juzgaban y los rechazaban, pero al trabajar para superar sus defensas, se volvieron compasivos y llegaron a estar muy agradecidos.

A pesar de su sufrimiento, todas estas personas llegaron a arrepentirse de su pecado. Se lamentaron por su quebranto y lucharon para vencer. Puede que haya sido un proceso de años, incluso de décadas, pero lenta y constantemente llegaron a entender su trauma, reconocer sus faltas y cambiar.

Sin embargo, a pesar de nuestras buenas intenciones, a veces no es saludable que nos rodeemos de otra víctima. A veces nosotros tampoco le hacemos bien a esa persona. Es posible que reflejemos los sufrimientos de la otra parte y activemos mutuamente nuestros traumas. El hecho de que alguien más sea un sobreviviente no significa que debas permitir que sus problemas te destrocen. A veces, lo más amoroso que podemos hacer es encomendar a esa persona a Dios, reconociendo que forma parte del campo misionero de alguien más. No puedes impedir que otra persona se ahogue si permites que también te arrastre a ti hacia el fondo del agua.

La Biblia es clara en enseñar que todos los humanos son capaces de hacer grandes bondades y de hacer grandes maldades. Como dijo de forma poética el profeta Isaías: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino» (Isaías 53:6).

Dios no participa en juegos psicológicos ni pierde el tiempo suavizando los hechos. Nos confronta con nuestra inclinación natural hacia la transgresión. Y aunque ese concepto no es agradable, creo que en el fondo todos sabemos que es cierto. Sabemos que perdemos los estribos. Sabemos que actuamos de forma precipitada. Sabemos que decimos y hacemos cosas increíblemente estúpidas. Nos mentimos a nosotros mismos y les mentimos a los demás. No vivimos a la altura de nuestros propios estándares, ni mucho menos a la de los de Dios.

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