Читать книгу: «¡Llévame contigo a Afganistán!», страница 2

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—¡Llevaba un jamón! —gritó Miriam.

Al instante, el rumor de voces inició su andadura.

«¿Qué ha dicho?»… «Que Jimmy no llevaba la virgen, que era un jamón»... «¿Y cómo es que sabe lo del jamón?»… «Es verdad, ella no estaba aquí cuando lo mencionó McGregor»… «Igual es cómplice también»… «O es ella la ladrona»… «Desde luego… Anda que…».

—¡Que os calléis! —aulló el sheriff, llevándose en el acto la mano a la garganta con gesto de dolor—. ¡Me estáis dejando afónico, me cago en Búfalo Bill! Perdona, Miriam, no me di cuenta —añadió con un inicio de ronquera dirigiéndose a la mujer—. Pasa dentro y hablamos.

Pero cuando ya iban a atravesar la puerta de la prisión, uno de los que estaban al final gritó desviando la atención de todos.

—¡Alguien viene al galope!

—¿Quién? ¿Quién viene? —preguntaron varias voces.

—No tengo ni idea. Lo único que se ve es una polvareda de mil demonios —dijo el que había dado la voz de alarma.

—Claro, si es que no llueve —comentó el de siempre, lo que hizo que se miraran unos a otros con movimientos afirmativos de cabeza.

—¡Es el padre Murray! —gritó Johnny, que se había vuelto a subir al barril con pasmosa agilidad a pesar de su gordura.

Por enésima vez, un preocupante rumor de voces envolvió a los presentes, entremezclándose las frases unas con otras.

«¡Dios mío, el padre Murray!»… «¿Cómo es posible que haya llegado tan pronto desde Silver City?»… «Silver City… gran pueblo… 33 kilómetros… la edad de Jesucristo… asombrosa coincidencia…»… «Por Dios, qué pesado…»… «A mí me tiene harto, no lo soporto»… «Ha venido muy rápido, teniendo en cuenta que el caballo es viejísimo»… «Tiene razón, es increíble, Chispita ya casi no se tiene en pie»… «Cierto, muy cierto»… «Desde luego… Anda que…».

En efecto, aproximándose al galope, el padre Murray llegó hasta donde se encontraba la multitud, que le recibió con hurras y aplausos.

Sin hacer el menor caso al entusiasmo de sus feligreses, el padre Murray descabalgó de Chispita —completamente agotado por el esfuerzo—, y apartando a todos con gesto desabrido, avanzó hacia el lugar donde se encontraban Miriam y el sheriff.

—Permita que le limpie un poco, padre —dijo Margaret, comenzando a sacudir su vestimenta, que desprendió polvo en el acto.

—¡Déjeme en paz, señora! —protestó el padre Murray con enfado.

—Por Dios, qué modales...

Sin detenerse, y con un humor de perros, el padre Murray, completamente cubierto de polvo hasta el alzacuellos, subió a la plataforma y se plantó delante de McGregor.

En circunstancias normales, es decir, sin el polvo acumulado tras recorrer al galope 33 kilómetros, y también sin el sobresalto causado por un telegrama tan inquietante como ambiguo, el padre Murray era el polo opuesto al que se mostraba aquel lunes ante sus feligreses, hasta el punto de que ninguno de los presentes le reconocía.

El habitual carácter bondadoso del párroco de Apple City —de quien se ignoraba la edad, de manera que igual podía tener cuarenta que cincuenta años—, no solo se reflejaba en sus actos, sino también en su rostro, en el que predominaba una incipiente calvicie, unas cejas muy pobladas y una cara redonda impecablemente afeitada por William a diario. Pero lo más destacable eran sus ojos, que irradiaban afabilidad, y una forma de hablar pausada y comprensiva, con la que se dirigía de forma individual a cada uno, lo que le hizo desde el principio ganarse el cariño de los habitantes del pueblo.

—A ver, McGregor, ¿qué pasa? —comenzó a decir con las pupilas completamente dilatadas, como si acabara de echarse un colirio—. Rezad porque sea importante. Llevo casi media hora cabalgando sin parar y mi caballo está a punto de echar el bofe.

—Es verdad, pobre Chispita, casi no puede respirar. Que alguien le dé agua —suplicó Margaret.

—Ya no queda. Se la ha bebido toda Billy —respondió su marido.

—Pues que alguien vaya a la cantina a por más —replicó Margaret.

—¡Voy yo! —se ofreció Billy.

Y sin añadir nada más, echó a correr sin que nadie pudiera hacer nada, perdiéndose en una nube de polvo.

—¡No, tú no! —gritaron varias voces.

—Madre mía, o revienta el caballo o se nos asfixia Billy —dijo el veterinario, que aún seguía abanicando con el sombrero a su mujer.

—Si es que no llueve, y claro… —apostilló el de siempre, volviendo a despertar murmullos de afirmación.

—¡Decidme de una vez por qué me habéis hecho venir al galope desde Silver City! —gritó el padre Murray.

—Silver City… gran pueblo… 33 kilómetros… —empezó a decir el barbero, que de improviso enmudeció al ser golpeado en la cabeza con un objeto contundente.

—¡Espero que no sea una estupidez, porque estaba bañando a mi madre y he tenido que dejarla a medio aclarar! —se desgañitó el cura, lo que provocó que en el acto se despertara la mujer del veterinario.

«Por Dios, pobre mujer», exclamaron varias voces.

—A ver, padre. No queríamos inquietarle. Ha sido Flanagan, que al redactar el telegrama le dio un toque dramático sin venir a cuento.

—Eso, echadme a mí la culpa ahora —dijo el aludido con enfado—. Solo falta que me acuséis también del robo.

—¿Robo? ¿De qué robo habla? —preguntó el padre Murray con extrañeza.

—Se lo iba a decir, padre. Verá, esta mañana Charlie, al levantarse...

—Perdone, padre, ¿podría hablar con usted a solas? —interrumpió Miriam en voz baja acercándose al oído del padre Murray.

—¿Qué pasa, Miriam? ¿De qué quieres hablar a solas? —preguntó él en voz alta.

—Gracias por la discreción, padre —dijo la mujer lanzando un suspiro de resignación.

Y, como ya era habitual, aquel comentario levantó murmullos entre los asistentes, que en esta ocasión fueron silenciados por el propio padre Murray.

—¡Callaos! —gritó enfurecido.

—Gracias, padre, yo ya casi no puedo hablar —intentó decir el sheriff con claros signos de afonía.

El padre Murray cerró los ojos y todos los presentes observaron en profundo silencio cómo musitaba unos rezos moviendo los labios (o tal vez contaba hasta diez, nunca se supo con exactitud).

—Intentaré calmarme —empezó a decir—. Por favor, quiero que de una puñetera vez alguien me diga qué es eso tan horrible que ha sucedido durante mi ausencia, y por qué narices me habéis hecho venir al galope dejando a mi madre en la bañera a medio aclarar.

—Como le iba diciendo —prosiguió McGregor con dificultad—, esta mañana Charlie vio que Jimmy ocultaba algo al salir de la iglesia. Y un poco más tarde, al ir a limpiar, se dio cuenta de que la Virgen de la Manzana no estaba en su sitio. Y por eso dedujo que…

—¡La madre que os parió! —interrumpió el padre, clamando al cielo con los brazos en alto.

Una vez más, los comentarios comenzaron a correr como la pólvora entre la concurrencia.

«Por Dios, qué lenguaje»… «Nunca le he visto así»… «¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?»… «No sé, no entiendo nada»… «¿Y por qué se enfada?»… «¿A qué viene esto ahora?»… «Tampoco es para ponerse así»… «Desde luego… Anda que…».

—¡Sois unos imbéciles! —volvió a gritar el padre, haciendo callar en el acto a todo el mundo.

—Padre, por favor… ¿Por qué dice eso? —preguntó con esfuerzo el sheriff.

—¡Porque la Virgen la tengo yo!

—¡Dios mío, la ha robado él! —exclamó Susan, volviendo a desmayarse sin que a su marido le diese tiempo a sujetarla.

—¡Madre mía, qué golpe se ha dado! —exclamaron algunos de los que se encontraban cerca.

—¡Qué narices voy a robar yo la Virgen! —replicó airado el padre Murray—. Jimmy no ha podido robarla, porque esta mañana me la llevé a Silver City para que le pusiera una peana el carpintero de allí.

Nada más escuchar esto, todos se quedaron con la boca abierta mirando al padre Murray, perplejos ante aquella revelación y en el más absoluto silencio, roto de improviso por la voz de Robert.

—¿Y por qué no me dio el trabajo a mí, padre? —preguntó con evidentes signos de enfado.

—¡Porque eres un manazas, Robert! —replicó el padre Murray con rapidez, lo que desató las risas de los presentes.

—¿Y a mí por qué no me avisó antes de irse? —preguntó el sacristán.

—¡Te dejé una nota al lado de la cafetera para que la vieses al ir a desayunar!

—¿Y cómo iba a saberlo? Yo me levanté porque oí ruidos, y al ver que Jimmy salía ocultando algo y comprobar luego que la Virgen no estaba en su sitio, vine corriendo a avisar al sheriff y desde entonces no he vuelto a la iglesia. Ni siquiera he desayunado hoy.

—¡Pues si te hubieras preparado el desayuno como de costumbre, no habría pasado nada de esto!

—Bueno, pues ya está aclarado. Que cada uno se vaya a su casa o a donde tenga por costumbre ir. Aquí ya no hay nada que ver —dijo el sheriff con un hilo de voz.

—Un momento, McGregor. No estoy de acuerdo —replicó Johnny, que continuaba encaramado al barril.

—¿Y eso? —preguntó McGregor juntando el entrecejo.

—Es muy sospechoso que Miriam quisiera hablar en privado contigo. ¿Qué era lo que tenía que decirte?

—Y con el padre también, que lo hemos oído —apostilló el veterinario.

—Es verdad, ella dijo que Jimmy no había robado la Virgen, ¿cómo lo sabía? —preguntó el carpintero.

—No os importa —respondió McGregor. Es algo privado. El robo ya se ha aclarado y Jimmy no es culpable. Venga, cada uno a su casa.

—No, McGregor, no nos iremos hasta que... —comenzó a decir Johnny, que enmudeció en el acto al ver que McGregor desenfundaba el revólver.

—¡La madre que os parió…! —empezó a decir con una ronquera espeluznante conforme iba introduciendo las balas.

Al oír aquello, Johnny saltó del barril y echó a correr hacia la calle principal, seguido de los demás, que levantaron una polvareda jamás vista en el pueblo, mientras en sentido contrario, Billy, el ayudante del telegrafista, corría también en medio de una nube de polvo semejante llevando consigo una botella de agua para el caballo del padre Murray.

Por desgracia, debido a que era imposible ver nada, los que corrían no se dieron cuenta de que el niño se dirigía hacia ellos, y lo arrollaron como si una estampida de búfalos le hubiese pasado por encima dejándolo tirado en mitad de la calle cubierto de polvo.

El reloj de cuco instalado en el vacío y silencioso saloon de Apple City estaba a punto de dar las dos cuando, de repente, Morgan, que acababa de limpiar el local de forma escrupulosa, oyó acercarse por la calle principal una algarabía que irrumpió al poco rato en el interior del saloon lanzando gritos y vivas a la Virgen de la Manzana.

Presintiendo lo peor, Morgan comenzó a servir el aguado bourbon a los que, cubiertos de polvo, se agrupaban en la barra con grandes muestras de júbilo.

Y entonces sucedió.

—¡Has sido tú! —Se oyó gritar a William, con la mano puesta en la nuca—. ¡Tú has sido el que me golpeaste! —exclamó señalando con el dedo a Douglas.

—¡Sí, yo he sido! —respondió airado el veterinario—. ¡Y te volveré a dar cada vez que repitas la estupidez de los 33 kilómetros, que nos tienes hartos!

Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia los dos hombres, que se miraban desafiantes. Y tal y como presentía Morgan, al momento comenzó una pelea que, como en tantas otras ocasiones, fue destrozando de forma inexorable el mobiliario sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Tan solo por un instante, al orondo dueño del local le pareció ver cómo Robert ponía más ahínco que nadie en romper sillas y mesas, lo que le hizo abrir los ojos.

«Me parece a mí que a partir de ahora voy a encargar el mobiliario al carpintero de Silver City», pensó, mientras contemplaba el afán que ponía Robert por destruirlo todo en medio del altercado, al mismo tiempo que hacía malabarismos para esquivar los vasos que silbaban cerca de su cabeza, lanzados al grito de: «¡Este whisky es una mierda!».

En la calle principal de Apple City, muy cerca de la prisión, el pequeño Billy, sin entender qué había pasado, se incorporaba con dificultad del suelo.

Cuando por fin consiguió ponerse en pie, y tras sacudirse el polvo, volvió a correr con la botella de agua en dirección a donde se encontraban el padre Murray y el sheriff intentando reanimar inútilmente al pobre Chispita, que por desgracia ya no necesitaba el agua porque había palmado.

Todavía hoy día, a pesar del tiempo transcurrido, continúan recordándose en Apple City los gritos del padre Murray, que durante un buen rato no dejó de lanzar toda clase de improperios.

Pero eso ya es otra historia.

CUALQUIER DÍA EN CUALQUIER ÁRBOL

En una tranquila y frondosa urbanización situada a las afueras de la ciudad, poco antes de que el autobús del colegio pasara a recogerle, Pablito, un niño pelirrojo de facciones redondas y aspecto saludable; pecas en abundancia y cara de pocos amigos; se había subido a un árbol —un manzano de casi diez metros de altura plantado en mitad de un amplio césped recién cortado—, sin que hasta el momento nadie supiera a ciencia cierta el motivo por el que se había encaramado a lo más alto.

De nada sirvieron los gritos de su madre, quien, en su intento por hacer que bajase, ya había pasado por todas y cada una de las fases de rigor.

Primero, la negación: «No es posible. No me lo puedo creer. ¿Qué haces subido ahí?».

A continuación, la ira: «¡Baja inmediatamente o te juro que te vas a acordar!».

Luego, la negociación: «Baja, por favor te lo pido, de verdad que no te voy a castigar».

Después, la depresión: «Dios mío, todo me pasa a mí. Hay veces que me dan ganas de morirme…».

Y, por último, la aceptación: «Está bien, sigue ahí hasta que te canses. Ya bajarás, ya».

El niño, que vestía el uniforme del colegio —a saber: camisa blanca de manga corta con el emblema del centro (un puente sobre un canal, con un ancla y dos ramas de abedul y ciprés atadas en la parte inferior), corbata negra con nudo doble y un pantalón corto azul marino que dejaba al descubierto sus rollizas piernas— miraba a su madre sin decir nada, fijos los pies en una gruesa rama y sujetándose con las manos a otras más próximas.

Mientras tanto, los vecinos y transeúntes que se encontraban cerca se aproximaron al oír los gritos y se detuvieron al llegar al césped, donde formaron un círculo alrededor del árbol, al mismo tiempo que inclinaban el cuello hacia atrás y miraban hacia el lugar donde se encontraba el niño. Y entre ellos empezaron a conversar solapando sus comentarios y preguntas.

«¿Qué ha pasado?»… «No lo sé, yo acabo de llegar ahora»… «Un niño, que por lo visto se ha subido al árbol»… «Ave María Purísima»… «¿Dónde está? Yo no le veo»… «¿Cómo habrá conseguido llegar hasta allí?»… «¡Dios mío, qué peligro! Está expuesto a caer y matarse»… «Yo llamaría a los bomberos»… «¿Y por qué se ha subido?»… «Estos críos de hoy no hacen más que dar problemas»… «Tiene usted razón. En mis tiempos…»… «Yo si quieren puedo subir»… «No, no, que igual se asusta y se cae»… «Sigo diciendo que lo mejor es llamar a los bomberos».

Aparte de los vecinos de los chalés más próximos, se podía ver también un grupo de ciclistas que se habían bajado de las bicicletas; dos monjas de clausura que pasaban casualmente por allí y sacaron sus rosarios para rezar por el niño; el vendedor de helados, que abandonó su furgoneta en la acera de enfrente y se acercó intrigado; un grupo indeterminado de corredores que hacían footing y al igual que el resto se detuvieron; dos testigos de Jehová que aprovecharon para repartir sus panfletos; y entre otros muchos, un vendedor de enciclopedias, el repartidor de prensa y un señor de negro al que nadie conocía.

Pero entre todo aquel variopinto grupo de gente, algo en común los identificaba por igual: sus flamantes smartphones. En efecto. Salvo el señor de negro al que nadie conocía, el resto apuntaba con sus móviles al niño, con la intención de grabar lo que acontecía arriba, no sin cierta dificultad debido a que apenas se le podía ver, ya que el manzano estaba en todo su apogeo y había dado frutos en abundancia.

Al darse cuenta de que le grababan, Pablito empezó a lanzar manzanas a los que estaban debajo del árbol, que huyeron despavoridos intentando esquivar como buenamente podían los proyectiles que lanzaba sin parar. El desconocido señor de negro fue el que se llevó la peor parte, ya que una manzana le impactó con tal fuerza que perdió el sentido. Sin embargo, como nadie sabía quién era, ninguno hizo intención de reanimarle.

La lluvia de manzanas cesó por fin, y tan solo quedó allí la madre, que no dejaba de gritar:

—¡Pablito, baja!

Fue entonces cuando, abriéndose paso con delicadeza entre la gente, hizo su aparición Isabelita.

Y todos los que se encontraban en aquel lugar desviaron la atención hacia aquella encantadora criatura. Una niña rubia, que llevaba puesto un precioso vestido blanco de manga corta y forma ligeramente acampanada, adornado por un lazo rosa alrededor de la cintura. Lucía asimismo una gargantilla de terciopelo negro en el cuello, y sobre sus hombros descansaban dos trenzas holandesas rematadas al final con una cinta elástica.

Su mirada y ademanes desprendían tal inocencia, que todos, sin excepción, se apartaron para dejar pasar a la niña, que avanzó lentamente sin apenas dejar huella al pisar el césped, hasta situarse justo debajo del árbol. Y una vez allí, ante el asombro de los presentes, se dirigió al niño mostrando una leve sonrisa en los labios.

—Baja, Pablo —dijo con voz suave y tranquila.

—¡No bajaré hasta que se vayan! —respondió él malhumorado.

Isabelita volvió entonces la cabeza hacia el grupo de gente que, algo alejada del árbol, contemplaba en silencio la escena. Y aquel simple gesto fue suficiente para que todos se apartaran aún más, hasta situarse al otro lado de la calle donde estaba aparcada la furgoneta del vendedor de helados.

—Pablo, deja de hacer el tonto y baja, por favor —repitió la niña nuevamente.

—No bajaré, Isabel. No lo haré hasta que me des una respuesta.

—Ay, Pablo, ya lo hemos hablado. Necesitamos tiempo. No puedo darte una respuesta ahora.

—¡Solo quiero saber si me quieres! Dime sí o no.

—Claro que te quiero. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Entonces, ¿por qué no te casas conmigo?

—¡PORQUE SOLO TENEMOS DIEZ AÑOS! ¡DEJA DE HACER EL IDIOTA Y BAJA DEL ÁRBOL! —gritó con todas sus fuerzas la niña, sobresaltando al grupo que contemplaba la escena desde el otro lado de la calle.

Rápidamente, Pablito comenzó a bajar del árbol, y al poco rato ponía los pies en el suelo para fundirse en un tierno abrazo con Isabelita.

El grupo dejó de grabar unos segundos y aplaudió conmovido. Algunos incluso se enjugaron las lágrimas. Por su parte, la madre cruzó la calle sin la menor vacilación, agarró al niño de la oreja y se lo llevó hacia la casa, en cuyo interior desapareció tras dar un sonoro portazo.

La niña se encogió de hombros, lanzó un suspiro de resignación, y a continuación volvió su rostro hacia los que grababan sin descanso desde el otro lado de la calle. Se agachó para coger una de las muchas manzanas que había en el césped, la contempló con una sonrisa, y luego de dar media vuelta, se marchó de allí de la misma forma que había llegado.

Tras contemplar durante unos minutos cómo se alejaba la angelical criatura, finalmente todos apagaron los smartphones y volvieron a ponerse en movimiento. Los ciclistas montaron en las bicicletas; las monjas guardaron sus rosarios; el repartidor de prensa continuó el recorrido habitual; el grupo de corredores prosiguió haciendo footing; los testigos de Jehová y el vendedor de enciclopedias siguieron su itinerario; el dueño de la furgoneta de los helados se alejó del lugar de los hechos, y el resto se dispersó en diferentes direcciones.

Tan solo quedó al pie del árbol, completamente desvanecido sobre el resplandeciente verdor del césped, el señor de negro al que nadie conocía, rodeado de brillantes manzanas de un rojo intenso.

Si alguien desea ver lo que aconteció aquella mañana en una tranquila y frondosa urbanización situada a las afueras de la ciudad, puede verlo en YouTube: «Un niño se encarama a un árbol y baja gracias a los requerimientos de una preciosa niña».

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