Читать книгу: «El cerebro en su laberinto», страница 3

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La perpetuidad del poder no es la única razón por la que en la búsqueda de pareja surge el parentesco entre cónyuges: también motivos religiosos o étnicos obligan a menudo a contraer matrimonio con un miembro de la propia comunidad para ser respetable. Cuando un culto o una etnia es minoritario en una región, el casamiento fuera del grupo puede resultar misión imposible, y al final, sin quererlo o sin saberlo, no es de extrañar que se acabe teniendo hijos con quien se comparte demasiada información genética.

Es así como factores intangibles, tales como las costumbres sociales o el mantenimiento de un estatus socioeconómico, acaban incidiendo en factores biológicos concretos, sobre la información genética del individuo. Lo mismo ocurre con el resto de los agentes sociales o ambientales que no solo influyen directamente en el neurodesarrollo, sino que actúan también a través de los biológicos. Esto sucede, por ejemplo, cuando la alimentación es deficiente y no proporciona todos los nutrientes necesarios para que el sistema nervioso crezca sano. También la enfermedad materna o infantil y los modelos patológicos de crianza contribuyen a una falta de estímulos sensoriales y afectivos y a una relación distorsionada madre-hijo que perjudican al sistema neuroendocrino del niño. Las hormonas y otras sustancias se producen en el cerebro y son imprescindibles para un sano crecimiento del encéfalo, por lo que su déficit tiene consecuencias deletéreas y perdurables sobre la cognición y la conducta.

Lo contrario también sucede. Es decir, que los condicionantes biológicos ejerzan un efecto sobre el neurodesarrollo a través de los factores culturales, psicológicos y socioeconómicos. El nacimiento prematuro, la enfermedad y la presencia de malformaciones físicas en el recién nacido no siempre se han aceptado culturalmente, por lo que en otras épocas se confinaba con frecuencia a estos niños en instituciones, privándolos del cariño de una familia. Hoy en día interfieren en el establecimiento de un vínculo adecuado con la madre, tanto por la separación física que la necesidad de cuidados hospitalarios imponga como por el desafecto comprensible que puede experimentar la madre que piensa que puede perder a su hijo. Y no digamos el coste socioeconómico que suponen los tratamientos y cuidados continuos que necesita un niño con un TND. La familia se ve obligada a redistribuir sus recursos, lo que repercute en el bienestar de cada uno de sus miembros y del grupo en su conjunto.


Figura 3.2. Niveles de causalidad para los trastornos del desarrollo. Fuente: Modificada de D. V. M. Bishop, 2004.

En conclusión, todos estos ingredientes biológicos y culturales que participan en el neurodesarrollo contribuyen al diseño y ajuste de la estructura encefálica que será única para cada ser humano y condiciona su funcionamiento, de modo que su actividad nerviosa genera procesos mentales personales que a su vez resultan en comportamientos particulares. La conducta es la única parte observable de este proceso de base orgánica indiscutible, que debemos contemplar y estudiar como un todo.

Por tanto, son muchas las circunstancias que pueden interferir en el neurodesarrollo y modificar la formación de los circuitos cerebrales que sustentan las funciones nerviosas. Pero, más allá de la naturaleza de la interferencia, podemos tomar en cuenta el impacto que tenga sobre el neurodesarrollo e intentar categorizar los TND por su gravedad y por la extensión de sus manifestaciones.

Para la gravedad, importa más el momento del neurodesarrollo en que sucede la injerencia que su índole. Así, las que ocurren en un momento temprano tendrán un impacto mucho mayor, puesto que un sistema nervioso inmaduro es muy vulnerable y aún debe adquirir muchas de sus funciones. También hay que considerar la intensidad y la repetición del fenómeno que obstaculiza, ya que, cuanto más potente y reiterativo, más probable es que tenga un efecto agravante. Por último, la extensión del daño hará que se impliquen más o menos circuitos y que las manifestaciones alcancen a una o más de las áreas en las que solemos dividir las capacidades del sistema nervioso para poder estudiarlas mejor durante el neurodesarrollo —control de la postura y del movimiento, manipulación, lenguaje y sociabilidad—.

En resumen, la idea principal es que los TND tienen causas de un origen variado que inciden en el tejido nervioso encefálico mientras se está formando y así modifican su biología, lo que da lugar a conductas diferentes a las de la mayoría de niños. Son, pues, trastornos de base orgánica cuyas manifestaciones modula el ambiente.

«Importa más el momento del neurodesarrollo en que sucede la injerencia que su índole».

Notas al pie

5. Conjunto de síntomas —los problemas que relata la persona y, por tanto, subjetivos— y signos —las anomalías que se detectan en la exploración y, por eso, objetivas— que caracterizan un problema de salud.

6. El valproato es un fármaco de uso muy común en el tratamiento de la epilepsia que puede causar alteraciones en el embrión y el feto si la mujer lo toma durante su embarazo.

7. Produce un cambio en la forma de los glóbulos rojos de la sangre, dándoles la apariencia de una hoz. Entorpece la circulación sanguínea y causa microinfartos, rotura de los glóbulos rojos y anemia.

8. La mutación produce que las secreciones mucosas de las vías respiratorias y del aparato digestivo sean demasiado espesas, lo que provoca que se acumulen y que entorpezcan su funcionamiento, hasta originar la enfermedad.

9. Se trata de una enfermedad hereditaria que causa una pérdida progresiva de neuronas del sistema nervioso central, con el consiguiente deterioro de las capacidades motoras y cognitivas, así como la aparición de síntomas psiquiátricos. Aunque puede haber formas juveniles, lo más frecuente es que se manifieste a partir de los treinta o cuarenta años.

10. Enfermedad de los riñones por la que no se pueden eliminar los ácidos de la sangre, aumentando así su cantidad circulante. Estos ácidos son tóxicos y pueden causar confusión mental, deshidratación, fatiga, debilidad y deformidades óseas.

11. El hipopituitarismo, o insuficiencia hipofisaria, se debe a una menor actividad de la glándula hipófisis, lo que causa la carencia de una o más hormonas hipofisarias. Los síntomas dependen de la hormona que escasee.

Capítulo 4:

¿Un solo trastorno con distintas manifestaciones?

El neurodesarrollo continúa imparable, tanto cuando fluye sin impedimentos como cuando algo modifica su patrón, mostrando entonces una falta o retraso en la consecución de las capacidades, o una anormalidad en su desempeño. Sea como sea, sigue creciendo el cerebro, pero sus circuitos desordenados hacen que la conducta, lo observable, no sea la esperada para el momento evolutivo del niño y, además, por el dinamismo propio del proceso, sea cambiante en cada etapa.

Para facilitar la comprensión del funcionamiento del sistema nervioso, podemos agrupar todas sus funciones en tres dominios principales: motor, cognitivo y conductual. Por consiguiente, todas las conductas anómalas se incluirán también dentro de uno de estos tres grupos, que, al referirse a cualidades, son difíciles de medir. Ejemplos de esto serían, respectivamente, la rigidez, la incoordinación del movimiento y los tics; las dificultades en el lenguaje, en la memoria y en la resolución de problemas matemáticos; y la falta de atención, la impulsividad y los comportamientos repetitivos, entre otros. Pero, además, podemos añadir un cuarto grupo de manifestaciones que sí pueden cuantificarse, porque el parámetro anatómico o fisiológico es detectable en una simple exploración clínica o mediante alguna prueba médica. Así, una cabeza pequeña —lo que se conoce por microcefalia— o grande —denominado macrocefalia—, las convulsiones o las alteraciones en una resonancia magnética son cuantificables y demostrables de forma más objetiva.

Recordemos, sin embargo, que los circuitos especializados en cada una de estas capacidades necesitan de todos los demás para poder trabajar correctamente. Dada la dependencia de unos circuitos de otros, debería ser muy improbable que estos cuatro grupos de síntomas y signos aparecieran aislados en un niño. Y así lo corroboran los estudios en la población infantil con problemas neurológicos, que encuentran que la coexistencia de un trastorno del neurodesarrollo con otro u otros TND es mucho más habitual de lo que cabría esperar por mera casualidad. Estos datos sugieren que no habría distintos TND, sino que todos los TND podrían tener un mecanismo subyacente común que se manifiesta con patrones de síntomas distintos. Se trata de lo que algunos autores han propuesto llamar disfunción encefálica del desarrollo, basándose en la información epidemiológica comentada y también en estudios genéticos familiares.

El reconocimiento de la concurrencia de múltiples trastornos del desarrollo neurológico tanto en un mismo individuo como en diferentes miembros de su familia no es nuevo. Desde el siglo XIX ha recibido distintos nombres: mancha neurológica, disfunción mental mínima, disfunción cerebral mínima —el término mínimo no se usaba como sinónimo de leve, sino que aludía a que la afectación del sistema nervioso no era demostrable— y también forma cultural-familiar de discapacidad intelectual, en contraposición con la que sí tenía una causa orgánica demostrable. Los autores de todas estas nomenclaturas, ya abandonadas, enfatizaban que la coincidencia familiar debía de tener una causa hereditaria que estaría en el origen del trastorno. Pues bien, los estudios actuales de familias afectadas aportan nuevos datos genéticos que apoyarían esta hipótesis.

Esos trabajos avalarían además que, en efecto, diferentes TND tienen un origen común, puesto que, si cada TND fuera una enfermedad separada de las demás, los factores genéticos subyacentes deberían ser específicos para ese TND y no estarían involucrados en otros, lo cual no es así. Al contrario, se ha encontrado que una misma mutación genética puede estar presente en distintos TND, justo lo mismo que sucede con los síntomas.

El estudio de las mutaciones genéticas de los TND permite a su vez el de los procesos metabólicos12 implicados. Y, como podemos suponer, también aquí encontramos coincidencias entre distintos trastornos. Tal es así que se vería respaldada la inclusión en el grupo de los TND de enfermedades consideradas neurológicas —como la epilepsia o la parálisis cerebral infantil— y psiquiátricas —como la esquizofrenia y el trastorno bipolar—, puesto que en unas y en otras las células nerviosas implicadas en distintas funciones cerebrales enfermarían al mostrar alteraciones moleculares similares.

Vemos, pues, que los TND comparten tanto síntomas clínicos — conductuales— como neurobiológicos —alteraciones moleculares y genéticas—. Precisamente, el hecho de que la epilepsia y las anomalías en el registro de la actividad eléctrica cerebral —electroencefalograma o EEG— sean más frecuentes en niños diagnosticados de TND que en la población general infantil es una de las pruebas determinantes de su raíz neurobiológica y contribuye a refutar nefastas e infundadas teorías sobre pretendidos orígenes en cuestiones morales y de mala crianza que tanto daño hacen y han hecho a los niños y a sus familias.

Es el caso de la tristemente famosa teoría de las madres nevera y el enorme daño emocional que supuso para toda una generación de madres norteamericanas y europeas a cuyos hijos se les había diagnosticado autismo en las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX. A estas mujeres se les transmitió la idea de que su crianza estaba falta de cariño y que esta era la causa del autismo. No puedo ni imaginarme el dolor de una madre a la que, además de todas las dificultades que supone tener un hijo con autismo, se le añade la pesada carga de la culpa. Pero pongamos este asunto en su contexto.

Hasta 1943, el autismo no existía como tal. Los síntomas que hoy conforman su diagnóstico —dificultades en la comunicación e intereses restringidos— se interpretaban como una forma especial de esquizofrenia que llevaba al paciente a ensimismarse y tener dificultades en contactar con la realidad. Para este ensimismamiento observado en sus pacientes adolescentes y adultos jóvenes, el psiquiatra suizo Eugen Bleuler inventó la palabra autismo13. Pero fue Leo Kanner, psiquiatra austríaco nacionalizado estadounidense, quien realizó la primera descripción del autismo en niños, distinguiéndolo como una enfermedad propia, separada de la esquizofrenia. En su artículo de 1943, publicado en la revista Nervous Child, detalla las observaciones de un grupo de once niños que compartían las mismas características clínicas y llamó a su asociación autismo infantil temprano. La pormenorizada descripción de cada uno de los niños incluía la de sus familias. Observa Kanner que todas ellas eran acomodadas, de origen judío o anglosajón, y con progenitores altamente inteligentes, pero que algunos padres se mostraban poco cariñosos con sus hijos. Esta primera descripción pasó desapercibida, tanto para la comunidad médica como para el público, e incluso muchos colegas se negaban a aceptar que el autismo infantil fuera una entidad distinta a la esquizofrenia, así que durante un tiempo todos los diagnósticos de autismo los habría hecho el propio Kanner.

En los años cuarenta del pasado siglo, la eugenesia14 seguía siendo una doctrina respetable en los Estados Unidos y, hasta bien entrada la década de los setenta, muchas personas con discapacidad sufrieron una esterilización forzosa amparada por la ley. A su vez, el psicoanálisis era el estándar científico de la psiquiatría que insistía en la importancia de las experiencias tempranas de la vida como explicación a todos los males de la mente. Ambas circunstancias eran el caldo de cultivo perfecto para que esa «falta de calidez» en la crianza de los hijos fuera la culpable del autismo; y separar a los hijos de sus padres, la esperanza en la curación. Eso hizo Bruno Bettelheim: siguiendo los principios del psicoanálisis, teorizó que los niños con trastornos conductuales y emocionales no nacían así, y que, por tanto, podían «curarse». En 1944 trabajaba en la Universidad de Chicago, donde dirigía la Escuela Ortogenética Sonia Shankman para niños con trastornos emocionales, y allí propuso crear un entorno estructurado y afectuoso en el que los niños pudieran formar fuertes vínculos con los adultos, pero alejándolos de la perniciosa influencia de sus padres, lo que denominó parentectomía, parafraseando así la nomenclatura quirúrgica donde el sufijo -ectomía significa ‘extirpar’. Según él, el éxito en el tratamiento fue considerable.

Entonces, en 1948 se celebra en Nueva York la reunión anual de la Sociedad Americana de Ortopsiquiatría15, que conmemoraba sus veinticinco años de existencia. Para cubrir el evento, la popular e influyente revista Time envía a sus reporteros, quienes escuchan la conferencia impartida por Kanner sobre el autismo infantil temprano. El objetivo de su discurso parece doble: por un lado, dejar establecido que el autismo descrito por él es un síndrome bien definido con identidad propia; por otro, constatar las peculiares características psicológicas que observa en la mayoría de los padres de estos niños y que a él le gustaba denominar «mecanización de las relaciones humanas». Encuentra que en casi todas las parejas ambos suelen ser muy inteligentes y con éxito en su profesión, y al menos uno de los dos progenitores se muestra perfeccionista, apegado a las normas, poco preocupado por los sentimientos de los otros, falto de imaginación y con cierta preferencia por dedicarse a sus aficiones antes que a socializar. De las madres dice que «la falta materna de calor genuino a menudo es evidente en la primera visita a la clínica». De los padres, que «muchos apenas conocen a sus hijos autistas. Son abiertamente amigables, amonestan, enseñan, observan “objetivamente”, pero rara vez se bajan del pedestal de la sombría edad adulta para disfrutar del juego infantil». Al elaborar sus entrevistas, pregunta Kanner si los hijos son buscados y la mayoría responden que sí, aunque es muy interesante su observación:

Sin embargo, los padres no parecían saber qué hacer con los niños cuando los tenían. Carecían del calor que necesitaban los bebés. Los niños no parecían encajar en su esquema establecido de vivir. Las madres se sintieron obligadas a cumplir al pie de la letra las normas y reglamentos que les habían dado sus obstetras y pediatras. Estaban ansiosas por hacer un buen trabajo, y esto significaba un servicio mecanizado.

Llega así Kanner a la conclusión de que la mayoría de los pacientes recibieron una atención fría por parte de unos padres solo preocupados por satisfacer sus necesidades materiales. Son las últimas palabras de su disertación las que causan gran impacto en la audiencia y en el redactor de Time : «Los niños se custodiaron eficientemente en refrigeradores que no descongelaban». ¿Significaba eso que los fríos padres estaban congelando a sus hijos en la esquizofrenia? Así se lo pregunta el columnista de la revista, quien escribe:

El Dr. Kanner no dijo sí o no; pero no ha encontrado ningún caso de autismo infantil entre hijos de padres «poco sofisticados». Sobre sus afligidos pacientes dijo: «Su retraimiento parece ser una vía de escape… para buscar consuelo en la soledad».

El título del artículo para la sección de Medicina de la revista Time fue: «Niños congelados».

En un momento en que la psiquiatría infantil estaba dando sus primeros pasos y en el que los modelos de crianza eran tema central de discusión, el artículo de la revista Time facilita la difusión entre el gran público del concepto autismo y siembra la semilla para que la idea de la «madre nevera» sea un éxito. De mane-ra que, a partir de la década de los años cincuenta, el síndrome del autismo infantil temprano es cada vez más conocido entre los médicos, su diagnóstico aumenta en Estados Unidos y empiezan a publicarse los primeros casos también en otros países. La maravillosa, prolija y pertinente descripción que Kanner hace de la clínica y del ambiente familiar de sus pacientes queda eclipsada por sus conclusiones respecto al papel de los padres, que no son más que meras opiniones de lo que observa dominadas por las ideas del psicoanálisis. Sin una explicación neurobiológica para el autismo, los psicoanalistas encuentran el campo abonado para imponer la idea de un origen exclusivamente psicológico para el trastorno. Bettelheim, Margaret Mahler, Frances Tustin, Alice Miller y Silvano Arieti, entre otros, interpretan arbitrariamente las relaciones entre padres e hijos para culpar a los progenitores, en especial a las madres: el autismo es producto de su frialdad, de su actitud distante y de su rechazo hacia los niños. Hasta tal punto se acepta el enfoque psicoanalista que el propio Kanner se muestra inseguro sobre sus apreciaciones iniciales. Primero duda que el autismo pueda ser una enfermedad diferente a la esquizofrenia. Luego, al contrario que en sus primeros escritos, se muestra pusilánime en la defensa de los padres y claudica ante la corriente que los culpabiliza.

Fue Bettelheim quien más contribuyó al éxito del concepto de la madre nevera. Vienés de nacimiento, llegó a los Estados Unidos en calidad de refugiado. Por su condición de judío, había estado unos diez meses recluido entre los campos de concentración de Dachau y de Buchenwald, de donde se lo liberó al aplicarle la amnistía declarada por Hitler con motivo de su propio cumpleaños. Gracias al patrocinio que la Fundación Rockefeller ofrecía a los académicos europeos, consiguió trabajar en la Universidad de Chicago y así pasar a ocu-parse de los niños con trastornos conductuales y emocionales. Por su condición de víctima del nazismo, quiso establecer una concordancia entre los síntomas postraumáticos de los prisioneros de campos y el autismo, alegando que en ambos casos se producía un aislamiento y negación del mundo exterior. Publicó sus conclusiones en el libro La fortaleza vacía: el autismo infantil y el nacimiento del yo, lo que, junto con la publicación de otros libros y artículos, lo convirtió en una figura de referencia internacional en los campos del autismo, la psiquiatría infantil y el psicoanálisis, hasta llegar a ser nombrado miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias en 1971. Todo esto marcó el apogeo de las teorías que enfocaban el autismo como un trastorno de la paternidad.

Hasta que, de forma inexorable, desde los primeros años cincuenta, nuevos y sucesivos descubrimientos permitirán acumular pruebas que acabarán refutando la teoría parental del autismo. Se encuentran fármacos que, como la clorpromazina, mejoran los síntomas de la esquizofrenia, se identifican las sustancias químicas implicadas en la conexión entre neuronas —sinapsis— y se profundiza en el conocimiento de las hormonas y del sistema endocrino. Las pruebas psicológicas se hacen ambiciosas y buscan comprender cómo el funcionamiento del sistema nervioso influye en el comportamiento y la cognición. Y, por fin surgen nuevas técnicas que permiten estudiar el cerebro en vivo. La combinación de todos estos conocimientos sienta las bases de la neurociencia moderna y, poco a poco, se dejan atrás la psiquiatría freudiana y sus teorías de las madres refrigeradoras.

Por si estas no fueran suficientes pruebas de la base orgánica del autismo, el mejor conocimiento de sus síntomas por parte de los pediatras permitía detectarlos en patologías infecciosas, como sucedió con la epidemia de rubeola congénita16 de Nueva York en 1964. Y, como ya hemos comentado más arriba, no parecía un hecho fortuito atribuible a la casualidad que hasta casi un tercio de los niños con autismo tuvieran epilepsia.

Sin duda, Kanner conocía todos estos avances y, por eso, durante la Convención nacional de padres de niños con autismo de 1969, declaró que él siempre había defendido el innatismo del trastorno, pero que se habían malinterpretado sus descripciones de los rasgos parentales porque la conducta de los padres no era la responsable de su aparición. Sin embargo, sus escritos posteriores vuelven a mostrarse ambivalentes respecto a la importancia de la modalidad de crianza en la aparición del autismo. Estos vaivenes de Kanner en sus opiniones parecen entenderse con mayor facilidad cuando leemos en varios escritos como él mismo reconoce su inseguridad al atribuir sus logros profesionales al «don de la casualidad». Tampoco la mayoría de psiquiatras abandonaron fácilmente el erróneo enfoque psicoanalítico, e incluso en 2020 podemos encontrar defensores, reticentes a aceptar las contundentes pruebas que aporta la neurociencia.

Tras el suicidio de Bettelheim en 1990, sus ideas empezaron a cuestionarse. Se descubrió que sus credenciales académicas eran fraudulentas y que, al contrario de lo que él mismo insinuaba, ni siquiera había conocido a Freud. Al parecer, la única formación en psicología que podría haber recibido sería la obligatoria que la Universidad de Viena le exigía para obtener su doctorado en Historia del Arte, si en realidad tuvo alguno. Tampoco ayuda a su credibilidad que los datos de sus investigaciones no resulten inéditos ni solventes cuando se les aplica un análisis más riguroso o que los alumnos de su tan ponderado programa educativo de la Escuela de Ortogenética lo denunciasen porque los sometía a vejaciones físicas y psíquicas. Si en vida de Bettelheim algunos sospechaban todo esto, su prestigio internacional y la influencia que ejercía sobre sus colegas evitaron que se lo acusara. Era, además, un intelectual popular muy apreciado por el público, que aparecía en programas y series de televisión e incluso hizo un cameo en la película Zelig, de Woody Allen. Parece probado que cometió fraude académico, pero mientras unos lo tachan de charlatán vendedor de panaceas, otros quieren ser comprensivos con el judío superviviente del Holocausto que, sin trabajo ni profesión, empieza mintiendo para acceder a un sustento y luego no sabe cómo deshacer sus embustes.

En cualquier caso, el daño a las madres de niños con autismo estaba hecho. Como explica una de ellas, Molly Finn, «me había comparado con una bruja devoradora, un rey infanticida y un guardia de las SS en un campo de concentración». Llegó a decir que «el factor desencadenante del autismo infantil es que los padres desean que su hijo no exista». No se me ocurren afirmaciones más crueles.

En la historia de todas las dolencias humanas, la secuencia de sucesos es siempre la misma, sea cual sea el tipo de enfermedad. Primero se determina su clínica, que abarca los síntomas y su evolución en el tiempo. Incluir o no un síntoma como parte de la dolencia depende, de forma inevitable, del contexto social y de los conocimientos científicos de quien lo sufre y de quien lo observa. El entorno histórico-cultural limita el esclarecimiento del mecanismo causal y determina la evolución del trastorno. Parece más probable que este peso del entorno en la consideración y explicación de los trastornos sea fuente de errores cuando los problemas atañen a las cualidades humanas intangibles, como son la cognición y la conducta.

Y eso mismo sucedió en este asunto también. La gran contribución de Kanner fue percibir que aquellos once niños cuyo neurodesarrollo se alejaba de la norma presentaban similitudes entre sí, estableciendo de este modo la entidad clínica del autismo. Tal es así que las características descritas en aquella primera publicación —el desinterés y la dificultad en el contacto social, junto con los comportamientos restringidos y repetitivos— continúan siendo en la actualidad las características imprescindibles para el diagnóstico del trastorno. Fueron los poderes sociales —la prensa—, y la corriente científica dominante —el psicoanálisis— los que predispusieron a la creación de mitos —las «madre-nevera»— y alargaron la siempre inquietante sombra de la eugenesia —las leyes de esterilización forzosa, o la parentectomía— sobre estas familias. Con el progresivo acopio de pruebas concluyentes a favor de la base orgánica del autismo, queda establecido que la visión psicoanalítica del rechazo materno no explicaba su origen, y se volvió al innatismo postulado por Kanner en su primera descripción sistemática que, junto con el retrato que hizo de las conductas parentales, tan evocadoramente autísticas en sí mismas, resultan para el lector actual una aguda anticipación de la importancia que la genética tiene en la aparición de este trastorno.

Sin duda alguna, serán los grandes avances en genética, y en el conjunto de la biología molecular, los que nos proporcionen las claves para entender cómo, en un ambiente propicio, aparece el autismo y el resto de TND. Y es precisamente este entendimiento obtenido de su estudio lo que nos llevará a discernir la actividad normal del sistema nervioso, a su vez el requisito imprescindible para poder facilitar las intervenciones más eficaces. Sin embargo, estos nuevos conocimientos científicos deben tener siempre el marco clínico como guía, pues sin él podríamos incurrir en errores diagnósticos, ya que es cada vez más frecuente encontrar anomalías genéticas que no causan manifestaciones patológicas en todos los portadores. En sentido contrario, tampoco debemos obviar uno de los sesgos principales en los que cayó Kanner: excluir del diagnóstico de autismo, y por extensión de otros TND, a los niños con discapacidad intelectual grave o con algún síndrome genético conocido. La clave está, pues, en combinar de forma correcta la clínica y la neurobiología, ya que de no hacerlo acabaríamos repitiendo los desaciertos del pasado, creando nuevos mitos o cayendo de nuevo en los peligros de la eugenesia.


Figura 4.1. Disfunción encefálica del neurodesarrollo. Fuente: Modificada de S. M. Myers, 2013.

En este sentido, resultan mucho más plausibles y contribuyen mejor al avance de la neurociencia los modelos teóricos que tratan de explicar los TND de una manera integradora. Aquellos que no excluyen ninguna causa, que aúnan los mecanismos del enfermar, que no circunscriben sus manifestaciones a un solo grupo de síntomas motores, cognitivos o conductuales, que suman la información exploratoria de la clínica, la neuropsicología y las técnicas neurobiológicas y que, además, consideran los efectos moduladores de las intervenciones diseñadas para modificar las manifestaciones de los trastornos.

Pero, en este momento, la complejidad de la tarea y la falta de muchos de los datos del conjunto nos reclaman prudencia. Aunque lo más plausible, y por tanto deseable, es pensar en los TND como un grupo de problemas que tienen en común una disfunción encefálica del desarrollo, y explicarlo así a los interesados, sería apresurado abandonar los diagnósticos que utilizamos en la actualidad, y que, justo por enfatizar la clínica, son de máxima utilidad. Porque la conducta observable, aun con sus sesgos subjetivos, es lo único que nos permite asegurar que la persona tiene dificultades que interfieren en su salud, su desempeño académico o laboral y su inclusión social. Es decir, que tiene un trastorno.

En cambio, sí podemos y debemos entender que esta complejidad es inabarcable por una sola disciplina del conocimiento científico en particular o del humanístico en general. Resulta, entonces, imprescindible la participación de distintos profesionales formados y con experiencia en estas competencias para afrontar el reto de entender y atender los TND y, en definitiva, nuestra propia esencia y humanidad.

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