Читать книгу: «La política de las emociones», страница 2
LA CONSTRUCCIÓN DE LAS EMOCIONES
¿Cómo convivir con todo esto? En primer lugar, conociendo esta realidad y la características que la describen. Además, podemos aprovecharnos y no solo ser víctimas de este fenómeno. Para botón de muestra, solo hay que fijarse en el manejo de las emociones que realizan nuestros políticos, y más concretamente algunos de los que han cosechado mayores éxitos en los últimos tiempos. Siempre que por éxito computemos llegar a la cima y mantenerse ahí lo suficiente como para que, como mínimo, la opinión pública les dedique un tiempo de su dispersa atención. De ahí la creciente profesionalización de la comunicación política, una necesidad que defendía en 2002 en el contexto español, cuando empecé a estudiar el mundo de las estrategias comunicativas y de sus artífices en la sombra, sobre todo planteado en comparación con un ya entonces muy profesionalizado contexto anglosajón. Porque las emociones también son una construcción. Como el sentido del humor, que sabemos que es diferente, por poner solo tres ejemplos, en el caso británico, en el ruso y el español. Y la construcción puede realizarse a muchas manos.
Es por eso que he concebido este libro como un billete con destino a revertir esta situación, darle la vuelta al mundo vía emociones, o mejor, a través del uso de las emociones que nos enganchan y los sentimientos que estas generan. Un lenguaje que la mayoría de mortales utilizamos de forma más bien intuitiva, a menudo sin saber exactamente lo que estamos haciendo o lo que podríamos llegar a hacer. Los políticos y sus equipos de asesores, en cambio, son perfectamente conscientes de lo que hacen la mayor parte del tiempo. Esa consciencia implica, en el campo de las emociones, jugar con la generación de sentimientos con un objetivo a alcanzar. En este sentido, comunicar con intención, y hacerlo eficazmente, pasa cada vez más por el manejo de las emociones.
Palabras, eslóganes, discursos, promesas. Todo ello nos retrata a los políticos, en paralelo a su imagen, a su actitud y a otros frentes más visuales. Fondo y forma son decisivos en un tándem ya indisociable, nos guste o no. Pero, ¿por qué? ¿Cómo hemos llegado a esto como sociedad y como individuos? ¿Tan escasa es nuestra capacidad de razonar? ¿Tan a flor de piel tenemos nuestras reacciones, que un gesto o un tono inspirador pueden reportar la confianza que no se gana con un discurso mediocre? ¿Tan poco la traspasamos? La respuesta a todas estas preguntas tiene mucho que ver con las emociones y los sentimientos que generan. Han estado ahí siempre, siempre han condicionado nuestra atención, nuestra memoria y nuestro razonamiento lógico, pero el salto clave que hemos dado como sociedad consiste en que ya no vivimos de espaldas a ello, ya no se niega. Y actuando en consecuencia, se está aprendiendo a marchas forzadas a gestionar esas emociones que generan los sentimientos que nos mueven, también al voto. ¿Esto hace la política contemporánea peor o mejor que sus precedentes? La respuesta es fácil si atendemos al global de lo que supone un razonamiento basado sobre todo en lo emocional. Como ha escrito el experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt en un libro revelador, La transformación de la mente moderna (2019), «el razonamiento emocional es una de las distorsiones más comunes de todas; la mayoría de la gente sería más feliz y eficiente si no lo empleara tanto». Aplicable a todo. Aplicable a la política. Aplicable siempre, especialmente ahora, pero con una ristra de precedentes.
DISTRAÍDOS Y VULNERABLES
En los análisis de lo contemporáneo no debería optarse nunca por el presentismo, por limitarse a las circunstancias del presente, aunque a menudo se cae en esa acotación. Poner en contexto histórico es importante, entre otras cosas para acertar en ciertas causas o antecedentes que también ayudan a explicar el presente y a especular con una mínima base sobre escenarios futuros. En este sentido, cuando alguien plantea la recurrente frase «Los líderes políticos de antes eran mejores, tenían más nivel que los de ahora» —así, sin más, como mucha gente lo verbaliza a menudo—, la necesidad de matiz y de contexto llaman imperiosamente a la puerta. Porque en absoluto puede juzgarse el nivel de los políticos, o medirlo, sin hacerlo a la vez con sus respectivas sociedades. Los políticos son parte y producto de ellas. Aunque nos pese, no son muy diferentes en cuanto a capacidades, a talantes y a comportamiento de la ciudadanía a la que representan en instituciones y partidos, y en la que también se integran. Alguien podría plantear que de los políticos, de los administradores del bien común, de los constructores de nuestras sociedades desde las instituciones de todos, debería esperarse un nivel mayor, y que deberían aplicárseles unos baremos de exigencia también superiores. Pero la discusión es otra, que no anula además la necesidad de analizar ecuánimemente si en efecto nuestros políticos son más o menos insustanciales, más o menos preparados, más o menos simplificadores de la realidad que el resto de sus contemporáneos. Aquí, como en tantas otras circunstancias, valdrá la pena escuchar a Hannah Arendt y algún tramo de su libro Verdad y mentira en la política (2017), como cuando defiende que «la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder». Opinemos, pues, analíticamente. Pero a la vez no apartemos del todo las emociones en este análisis de la realidad, por mucho que queramos racionalizarla.
La obsesión por tejer relatos —en las mentes del público—, para imponerlos como guion a menudo vacío, se ha comido la concepción más clásica de la política, que es la acción ligada a construir realidades —palpables, sobre el terreno—. La táctica que históricamente describía a los periodos electorales, al cronificarse la campaña electoral permanente, se come la verdadera estrategia, y lo hace cada vez de forma más acelerada y compulsiva. De ahí que la finalidad de la política, que tradicionalmente había sido enfocada a la gestión del poder, del bien común una vez superadas unas elecciones, pase a convertirse en una carrera electoral constante donde los debates y los juicios que se provocan sean cada vez más superficiales.
Ganar elecciones, un paso tradicionalmente importante al servicio de otro objetivo último, gobernar, pasa a ser el principal objetivo la mayor parte del tiempo. Hemos perdido el miedo al cambio, todos, o al menos nos hemos acostumbrado a ello, a estar en permanente movimiento —también emocional—, y le hemos cogido más afición. Nos hemos acomodado a este contexto. A menudo, en vez de transaccionar, discutir, argumentar, contraargumentar, ceder o negociar, lo más fácil, lo más atractivo, es tirar de aquel consejo clásico que dan los informáticos: reiniciar. En política, reiniciar significa elecciones. Cada vez más seguidas, con menos periodo de entreguerras que distancien unos comicios de los otros. Con menos realidades construidas de por medio. Y, eso sí, con más luchas de relatos pensados en clave publicitaria, marketiniana, de campaña, en disputa por la atención y por el favor de un procrastinado público al que se debe impactar emocionalmente para que en él se creen sentimientos que muevan a la acción.
Vivimos en un presente continuo, en una continua campaña cortoplacista, poco dada a conjugar el futuro, ni siquiera a pensar demasiado a fondo en él. Pasa en nuestras vidas, pasa en política. De ahí que las legislaturas en países sin mandatos de duración inmutable cada vez sean más cortas. Al igual que sus líderes, en competición abierta constante, más frecuentemente expuestos a unos focos de las cámaras que también los desgastan más aceleradamente, que muestran sus contradicciones, sus carencias, y que por supuesto también los queman. De ahí el peso creciente de la comunicación en la vida política, al igual que su papel preponderante en nuestras sociedades. De ahí que mucha parte de la política pase cada vez más por su vertiente comunicativa y por un lenguaje de autopromoción, comercial y audiovisual que impregna nuestro consumo de mensajes del barniz emocional que más triunfa en este formato. Mucha parte de la política pasa por el intento de control de este flanco, por la obsesión por imponer un relato favorable y contrarrestar el de los adversarios. Esa táctica deriva en excesos como la construcción de hiperrealidades que son realidades alternativas que no existen, o directamente mentiras que dan por hecho lo que se desea que suceda. De ahí la importancia, también disparada, de unos profesionales del ramo erigidos, más que en asesores o consejeros, en verdaderos gurús en los que se depositan demasiadas esperanzas y también a menudo demasiada responsabilidad y poder, e incluso leyenda.
A los asesores, nadie más que el líder de turno los ha elegido. El electo por los ciudadanos —o por las bases de su partido— es el líder, y algunos de sus compañeros políticos. Pero a la vez, los liderazgos políticos, al depender más del factor comunicativo, necesitan constantemente del consejo y de las directrices de sus spin doctors. Yo siempre había defendido que la potencia de un liderazgo institucional es inversamente proporcional a la influencia de los asesores en sus decisiones políticas. Tenía claro que el ámbito de actuación del asesor debe circunscribirse a las vertientes estratégicas y comunicativas. Pero cuando estos dos frentes pasan a copar la mayor parte de la actividad política, entonces cabe llegar a replantearse la mayor, ya que difícilmente ningún político al máximo nivel puede abstraerse de esta realidad. Igual que los influencers digitales condicionan el estilo de vida de la generación Z, la de los centennials y la de los millennials —aunque del resto también, no nos engañemos—, propagando patrones de comportamiento y modos de vida ligados al aparente éxito en nuestra sociedad hiperemocional e hiperexpuesta, los asesores políticos dejan su huella en sus particulares beliebers, como se autodenominaban los incondicionales seguidores del cantante Justin Bieber, esos clientes que han pasado a convertirse en followers. Pero, a través de los beliebers, la huella se deja también en el terreno de la opinión pública.
En este libro pretendo explicar cómo los sentimientos dominan el mundo, a través de un decálogo de ellos, a través del trabajo que la comunicación política realiza en tándem con líderes políticos que en los últimos años están copando altas magistraturas, portadas en medios y horas de debate, también en las redes. Sentimientos, por tanto, que nos mueven a todos, ni que sea en potencia. ¿Hoy más que ayer pero menos que mañana? Hoy más sistemáticamente que ayer seguro, pero mañana vayan ustedes a saber, que igual en lo que tarden en leer este libro todo ha crecido exponencialmente, así que a lo máximo a lo que aspiro de base es a darles unas claves para que lo que venga les coja lo menos distraídos y lo menos vulnerables posible ante el gas emocional que emiten quienes quieren hacer diana en su atención y en su voluntad. Ese gas emocional que, al estilo de la contaminación que cubre nuestras grandes ciudades la mayor parte del tiempo, está ahí casi sin que nosotros los homínidos seamos conscientes, demasiado ignorantes de hasta qué punto nos llega a intoxicar. Queda lejos aquel siglo XVII en el que René Descartes trataba con gran recelo las sensaciones físicas y elogiaba los principios racionales de la mente. Y no se divisa que a corto plazo pueda volver. A medio y a largo plazo tampoco.
Da miedo pero aspiro a que este sentimiento no sea paralizador, sino todo lo contrario. «Los líderes y las campañas pasarán, pero las condiciones que los habilitaron perdurarán», dice sabiamente el sociólogo inglés William Davies en Estados nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad (2019), un ensayo que debería ser prescriptivo para quienes quieran moverse por el mundo contemporáneo.
En este libro me he propuesto que conozcamos mejor las condiciones que han hecho posible el éxito de algunos de los líderes políticos que más hemos oído nombrar de mucho tiempo para acá. Porque como también defiende Davies, es a partir de la Ilustración cuando se configura un modelo de liderazgo político completamente nuevo: «En cuanto la razón humana hubo triunfado sobre la superstición y los derechos divinos, se descubrió la fuerza de las emociones y las sensaciones humanas en cuanto medios para perturbar y dominar el nuevo orden político». A esa perturbación se han puesto manos a la obra líderes de todo el mundo, ayudados por una tecnología digital que marca un punto de inflexión.
Junto a los líderes, sus asesores cobran un plus de importancia. Unos profesionales a quienes Edward Bernays, periodista, publicitario e inventor de la teoría de las relaciones públicas, describió así magistralmente en su libro Propaganda (¡ojo!, de 1928): «Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar». Hace años que dedico buena parte de mi actividad docente, investigadora, periodística y divulgativa a dar visibilidad a esta parte de la política, de importancia siempre presente pero especialmente de relieve en una sociedad donde la comunicación es más protagonista y ocupa más espacio que nunca en nuestras vidas, también por tanto en nuestra política. Más, en un contexto que se mueve más por percepciones que por realidades, y en una política que en consecuencia trabaja igualmente más con percepciones que con realidades, con —y por— el sentir de la gente, más que con aquello que los datos nos dicen que viven.
Vivimos un mundo donde la incertidumbre se erige en el elemento más característico, más aún que en la postmodernidad líquida que describió el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman. Un contexto gaseoso donde el tiempo y el espacio se viven como conceptos relativos, y donde las democracias están siendo transformadas y dominadas por algo en teoría tan etéreo como los sentimientos. Vivimos atropellados como individuos y como gobiernos en unas sociedades aceleradas, nos apoyamos cada vez más en los sentimientos y menos en las realidades, en general desconcertados, como ha descrito magistralmente Daniel Innerarity en su Política para perplejos (2018). Vivimos más de percepciones (sensoriales) que de realidades, y eso nos provoca una decepción generalizada que se deja notar en nuestro consumo en general y en el político en particular. Y ahí es donde los sentimientos han pasado a dominar aun más el mundo. Observémoslos y aprendamos de ellos, así como de las emociones que los provocan. Porque, aunque no lo hagamos, otros se han puesto ya a ello por nosotros. Los líderes institucionales más conocidos y sus equipos, por ejemplo, antes y después del coronavirus. Aquí va su retrato vía trabajo de las emociones antes de la pandemia del coronavirus y de cómo todo ello fue puesto a prueba con el estallido de la crisis.
_________
1 Fusión de global y local.
1
ODIO
TRUMP, O LA MUTACIÓN EFECTIVA DEL MIEDO
«Odio: antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea».
«¡Envíala de vuelta, envíala de vuelta!». Gritos del público, dedicados a la congresista musulmana Ilhan Omar. Miércoles, 17 de julio de 2019. Greenville, Carolina del Norte, Estados Unidos. Mitin de Donald Trump. El presidente republicano llega a la cita con sus seguidores, que ya ha agitado desde Twitter a cuenta de una polémica racista contra cuatro legisladoras demócratas. En su primer mitin público desde sus primeros mensajes de odio se encuentra con un público entregado a la causa. Hora y media de discurso, de los cuales dedica veinte minutos a atacar de nuevo a las congresistas a quienes tres días antes había recomendado que «vuelvan a sus países», en lugar de «decirle al país más poderoso de la Tierra cómo debe gobernarse». En su punto de mira, cuatro dianas: Alexandria Ocasio-Cortez, nacida en Nueva York y de origen puertorriqueño; la afroamericana Ayanna Pressley, nacida en Cincinnati y criada en Chicago; Rashida Tlaib, natural de Detroit y de padres palestinos; y la mencionada Ilhan Omar, que llegó a Estados Unidos de niña procedente de Somalia. Trump se dedica a señalarla especialmente, acusándola sin base de haber pedido compasión para los miembros del Estado Islámico y de enorgullecerse de Al Qaeda. Y entonces, los gritos: «¡Envíala de vuelta, envíala de vuelta!». Trump guarda silencio durante catorce segundos, deja continuar a sus seguidores.
Al día siguiente de aquel mitin, Trump dijo que no estaba de acuerdo con lo que había coreado el público y que por dicha razón comenzó a hablar «muy rápido». Falso. De hecho, había encendido aquella mecha unos días antes en la red social por excelencia donde haters como él, aficionados y profesionales en la generación de odio, dan rienda suelta a sus mensajes de crispación y de ataque, uno de sus deportes favoritos. No en vano, la escena vivida en Greenville recordó a la campaña de 2016, cuando los seguidores de Trump coreaban «¡Encarcélenla, encarcélenla!» contra Hillary Clinton. En esa campaña también había agitado el odio, en este caso incentivando el rechazo profundo que Hillary despertaba en una parte ciertamente significativa de la población.
Entre el público que coreaba las consignas racistas, tras Donald Trump, la mayor parte eran de origen caucásico, aunque no la totalidad. Las cámaras captaron claramente a personas de origen asiático o latinoamericano. Pero la mayoría coreaba las proclamas llenas de ese odio que se destila de ese otro clásico sentimiento tan utilizado en política: el miedo. Ese miedo que el populismo, el nacionalismo exacerbado y tantas otras degradaciones de la representación política explotan desde tiempo inmemorial, ahora con las redes sociales digitales, con las noticias falsas (fake news) y la desinformación como grandes aliados en su difusión, velocidad expansiva y cuajado. Como dijo el filósofo estoico griego Epicteto hace muchos siglos, «lo que de verdad nos asusta y nos consterna no son los acontecimientos externos en sí mismos, sino la forma en que pensamos sobre ellos. No son las cosas las que nos perturban, sino la interpretación que hacemos de su importancia». En estas interpretaciones, la red ha entrado en tropel a trabajarlas. O mejor, diferentes actores políticos, empresariales y sociales lo han hecho. Cada día con más y mejor ayuda de la tecnología.
Giorgio Agamben, filósofo italiano, teórico político y reconocido como uno de los pensadores contemporáneos más provocadores e imaginativos, ha advertido que la historia de la cultura occidental es la historia del cruce de dos dimensiones: la dimensión en la que creemos vivir y la dimensión en la que vivimos. Vivimos comandados de la mañana a la noche, dice. Para defenderlo, argumenta que es suficiente que pensemos en todos los dispositivos con teclado que nos hacen creer que mandamos, cuando sucede precisamente lo contrario, ya que cada vez que apretamos teclas no hacemos más que obedecer la lógica de quien ha construido el dispositivo. «Creemos que mandamos, pero en realidad no estamos haciendo otra cosa que obedecer», dice Agamben en Arqueología de la política (2019). Vamos siendo conscientes de lo que nos sucede a través de las redes digitales cuando constatamos cómo las marcas comerciales saben encontrarnos en el momento adecuado. No somos tan conscientes, sin embargo, de cómo el mensaje político también avanza en esta dirección.
Las fake news que Trump ha puesto de moda, al utilizar el concepto contra los periodistas a los que acusa de inventar noticias falsas en su contra, han existido siempre, desde los tiempos de la Antigua Roma y proyectadas por líderes institucionales o políticos como él. Lo novedoso del momento actual radica en dos frentes. Uno, la forma en la que consumimos «información» política, especialmente en el mundo online de la atención dispersa. Los actores políticos intentan captarla con contenidos que buscan nuestra participación y movilización, sin detenerse demasiado en la calidad y la fiabilidad de las palabras e imágenes que proyectan. Además, ahora la desinformación no está solo en manos del poder, de instituciones y de medios de comunicación, sino que puede correr como la pólvora de la mano de ciudadanos que, conscientemente o no, pueden difundirla de punta a punta del planeta. Como apunta el profesor Marc Argemí en Los 7 hábitos de la gente desinformada (2019), vivimos el espejismo de creer que, como hemos consultado internet, estamos lo suficientemente informados para tomar buenas decisiones. Sin embargo, esa idea es errónea. Barack Obama, sin ir más lejos, dio en septiembre de 2019, durante un evento organizado por la compañía tecnológica Splunk, dos pautas necesarias en el proceso de toma de decisiones. La primera, «asegurarse de tener un equipo con una diversidad de opiniones a su alrededor». La segunda, «no mirar la televisión o leer las redes sociales. Esas son dos cosas que aconsejaría, si eres nuestro presidente, que no hagas. Crea mucho ruido y nubla tu juicio». La estrategia de Obama sirve para el proceso de toma de decisiones de un presidente y también para otros actores sociales. Porque, ante la avalancha de información —o de todo lo contrario, ante la moda o tiranía del clickbait y aquello que Obama tilda de «opinión resumida como un hecho», es cada vez más importante filtrar el ruido. Más aún en situaciones críticas. Más aún cuando recibes información como si intentaras beber agua de una manguera de bomberos. Ante la imposibilidad de absorber toda la información necesaria, el expresidente americano aconseja tener equipos que filtren y den contexto. Crear un proceso de contraste en el que tengas la confianza de que cualquier información que haya disponible se ha seleccionado y clasificado. De lo contrario, es fácil caer en la desinformación, en la inquietud, en la ansiedad, en el miedo.
La desinformación y el miedo propician una mutación útil para la política perversa: el odio, ese sentimiento propio de los humanos, origen de guerras y que tanto cuesta desincrustar de las mentes donde se instala. Odio, que fusionando diferentes propuestas de definición, también puede describirse como ese intento por negar o eliminar aquello que nos genera disgusto o, sin admitirlo, miedo. Ese sentimiento de profunda aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir su objetivo. La explotación del miedo al diferente, por ejemplo, es una manera efectiva de abrir la puerta al odio. Lo es la generación de miedo, en general. Ahora más que nunca existe un mundo virtual, una construcción, con gran poder de incidencia en la realidad cotidiana de las personas, como ya defendía en los años veinte del siglo pasado el escritor, periodista y gran analista de la opinión pública Walter Lippmann. Empresas como la consultoría británica Cambridge Analytica dan las claves, identifican los públicos objetivo (targets) y hasta recomiendan el lenguaje y los canales más adecuados para hacerlo de forma efectiva, para generar estados de opinión, estados de ánimo, emociones, sentimientos. De ahí que claramente haya quedado desfasado el clásico «Confía siempre en tus sentimientos» del sabio oráculo griego Misopono. La generación de sentimientos es cada día que pasa menos casual. Inquieta, ¿verdad? Más aún si admitimos que sucede en parte por responsabilidad nuestra, como individuos, y por la información que de nosotros regalamos a cada paso.
Audiencias y tecnología ayudan a la hora de entender al usuario en el campo empresarial o corporativo, y al votante en el campo político. Para identificar el tipo de afinidad que los individuos tienen con una marca, con una empresa, con un partido, con un candidato. Cómo interactúa con ellos, cada cuánto, qué le gusta, qué no, dónde está. Todo esto nos lo aportan la tecnología y los sistemas de información CRM (Customer Relationship Management) aplicados a la política. Luego, el trato de audiencias, el clasificar a esas personas dependiendo de quiénes son y cómo, aporta la clave que lleva a muchos partidos e instituciones a un nivel superior en cuanto a rentabilidad de esfuerzos y optimización de resultados, ya que pueden intentar captar al votante en el momento adecuado.
Llegar a los votantes potenciales en tiempo real y con el mensaje adecuado. La nueva bandera de nuestros tiempos, a nivel empresarial, informativo y político, es la rapidez del conocimiento y la toma de decisiones. En 2017 algunos estudios indicaban ya el aumento de personas que confiaban más en un motor de búsqueda como Google que en redactores humanos. Se identifica internet como el gran termómetro de un mundo en constante cambio, como el gran oráculo que nos hará reaccionar en el momento preciso sabiendo lo relevante. De ahí, por ejemplo, que el fichaje de consultorías especializadas como The Messina Group (TMG), fundada por un antiguo asesor de Barack Obama y de David Cameron, sea noticia cuando el PP de Mariano Rajoy o de Pablo Casado apuestan por sus estrategias. Google y las redes sociales nos ofrecen tendencias de hacia dónde vamos, nos instalan en la sensación de sentir que formamos parte de algo o que sabemos hacia dónde nos movemos, en lugar de aspirar a conocer una realidad concreta. Más emoción que razón bajo la apariencia de trajes a medida, en el lugar y el momento adecuados. Oferta directa a la vena, directa a la mente, directa a la conexión emocional. Como en la película Minority Report (2000), cuando Tom Cruise se detiene ante un escaparate que le lee la retina y le muestra un producto idóneo para él. Como lo hace Facebook o Instagram al comprobar cómo nos delata día a día, minuto a minuto, nuestra huella digital. Esa huella y los algoritmos son claves en lo que se denomina «análisis de sentimiento», pues gracias a los datos de conducta que obtienen registran y analizan nuestras emociones.