Читать книгу: «Esqueleto en el sótano», страница 3
El camino de tierra, que se abría detrás de una de las grandes salas de fiesta, a las afueras de la ciudad, encendió mi instinto animal, agudizándose a medida que me acercaba al coche descapotable aparcado en pleno campo. El elevado volumen de la música Hip hop, saliendo por los tuneados altavoces del auto, hizo que la pareja de chicos retozando en los asientos traseros, no advirtieran mi presencia. Mis cuatro dedos atraparon al aire el cuello del que me daba la espalda, obligándole a no girarse. Apreté con firmeza la carótida, provocándole un derrame cerebral instantáneo. El acompañante proyectó una expresión de terror, de angustia vital, emitiendo un grito entrecortado al viento. Intentó incorporarse, huir lejos del horror que presenciaba y del dolor emocional que vivía, pero las posturas de ambos, junto a mi presión, no lo dejaron zafarse. Volvió a rugir mezclándose con los sones de la canción que salía del coche. Yo le respondí elevando la cabeza al cielo mientras mis fauces se abrían para lanzar un helador aullido sostenido en el tiempo. Tan largo fue que el chico, aterrado, comenzó a sufrir espasmos musculares involuntarios que retorcieron su cuerpo, acabando en un súbito surtidor de espumarajos saliendo a borbotones de su boca. Ricos espumarajos que aliviaron mi seca garganta tras el aullido. Los corazones de la pareja dejaron de latir casi al unísono. La muerte enamorada quedaba petrificada en sus semblantes, la puesta en escena de ambos cuerpos, enlazados, quedó acompañada de las notas musicales que seguían sonando en la inmensidad de la madrugada solitaria.
La parte animal de mi cuerpo mutaba irremediablemente hacia lo más perverso de mi ser. Era consciente de que obraba con maldad y, sobre todo, disfrutaba dañando, vejando a las personas. Además, se hacía adictivo con cada actuación, necesitaba nuevos encuentros a cuál más intensos e infundir miedo y cortar sus digestiones para aliviarme. Pero la Noche, compañera de mis fechorías, llegaba a su fin.
Decidí internarme en el bosquecillo de cipreses que se divisaba unos Kilómetros más allá. El sol se intuía cercano en el horizonte y quedaría expuesta a demasiada gente.
El bosque que me acogió resultó ser un cementerio. El lugar era de lo más apropiado a mi nuevo estado. Podía elegir habitación en el inmenso hotel lleno de nichos que, aunque ocupados, tenían suficiente espacio para compartir.
Elegí el mausoleo central con forma de iglesia, estilo gótico, de gran belleza exterior. Presumía de altos pináculos de agujas apuntando al azulado cielo. El rosetón sobre la entrada principal, presentaba una fina trama de mármol blanco delimitando las vidrieras como si fueran huesos humanos adheridos a los coloridos cristales, brillando al tímido sol del amanecer. Al traspasar sus paredes, presentí una fuerte presencia completamente desconocida para mí. Sentí pánico por primera vez. Ahora era yo la que temblaba aterrada y conseguía paralizarme. Comencé a percibir el olor a mi propio miedo. Quise salir corriendo, huir, pero el pánico me llevaba a retroceder arrinconándome, como animal herido, entre los huecos del nicho que se abría al fondo del altar. El absoluto silencio me perturbaba, aumentando mi angustia al no saber a qué me enfrentaba. No me atrevía a moverme, mi miedo crecía, a la vez que el estrés me ponía en guardia. Estaba preparándome para aullar con todas mis fuerzas y…
“¡Marta, Marta despierta, creo que estás en medio de una atroz pesadilla! Estabas temblando, aullabas como una auténtica loba, a la vez, te encogías como angustiada. ¡Menudo sueño debías de tener, chica! Me has despertado y asustado con esos aullidos, creía que teníamos lobos junto a la tienda”.
Mi amiga Sofía me zarandeaba insistentemente, rescatándome de la peor pesadilla jamás vivida. Nos encontrábamos en plena montaña, compartiendo una pequeña tienda de campaña montada esa misma tarde, tras una dura caminata por empinados collados y difíciles descensos en el alto Pirineo. Una travesía de cuatro días. Estábamos en nuestra última Noche. Sofía, cansada, volvía a dormirse enseguida. Yo no podía conciliar el sueño, temía cerrar los ojos y sumirme de nuevo en terribles escenas.
El sudor y la tensión de mis músculos necesitaban estiramientos para llegar a la relajación. Salí de la tienda en plena madrugada. Soplaba un aire limpio y puro que invitaba a darse un baño de oxígeno interior. Abrí mis fosas nasales e inspiré intensamente hasta notar que llenaba todos los rincones de mis pulmones. Estiré los brazos hacia las estrellas y me alargué creciendo en altura. Lentamente fui expulsando el aire y comprimiendo mi vientre hacia la espalda. Sentada en la hierba, dejándome acariciar por la fresca brisa, alargué la mirada hacia el hayedo que se extendía más abajo. La luna llena iluminaba sus plateadas ramas entrelazadas hacia la copa. Los largos troncos retorcidos se expandían en raíces superficiales asidas como garras a sinuosas rocas repletas de verdes líquenes. Asemejaban un ejército de fantasmagóricos seres moviéndose en una especie de danza. No podía disfrutar plenamente de la explosiva naturaleza que se extendía ante mí. Muy a mi pesar, comenzaban a infundirme pavor. El viento, que comenzó a azotar a mi espalda, coreando inoportunos silbidos, se mezclaba con el movimiento de las espectrales hayas. En una extraña ventolina que calaba mis huesos hasta llegar a las entrañas, sentí un húmedo aliento junto a mi cuello que subía hasta mis oídos. Fue entonces cuando escuché las claras palabras, emitidas desde una garganta cavernosa, poniendo mi piel de gallina: “Marta, Marta, ven, te necesito”. Un insólito impulso eléctrico recorrió mi desnudo cuello alargándose por mi espina dorsal. No fui capaz de girar la cabeza. El corazón me latía a punto de estallar, la espesa saliva desapareció de mi boca sellando los labios y dificultando el reflejo de tragar. Presentí que estaba ante un desconocido peligro. Mis brazos y manos rodearon mis encogidas piernas. Incliné mi cabeza hacia las rodillas, ovillándome, con la intención de esquivar ese ente sobrenatural que se acercaba amenazador. Mi cuerpo, aquietado en el suelo sin poder moverse, y mi mente bullendo, sin poderla apartar de la amenaza que me acechaba, me dejaban a la deriva. Estaba a un segundo de sufrir un ataque de pánico y grité llamando a Sofía. Cuando asomó su cabeza por la corredera de la puerta, con cara somnolienta y preguntando qué pasaba, le dije que estábamos en peligro. Me miró con cara de pocos amigos. Sofía, enojada, gritó diciéndome que me acostara y me dejara de bromas, que nos esperaba la caminata más dura del final de la travesía.
No me dio tiempo a replicarle porque la Noche se llenó de estremecedores aullidos lobunos. El eco de las montañas nos devolvía los sonidos multiplicados en intensidad. Sobrecogían esos quejidos o lamentos. Cada vez se escuchaban más cercanos al lugar donde nos encontrábamos. Nos cruzamos las miradas y sentimos terror. Corrí precipitadamente hacia la tienda. Subí la cremallera y nos abrazamos intentando ahuyentar nuestros miedos, para protegernos de lo que creíamos amenazador. Le susurré a Sofía que alguien, con voz misteriosa, me había llamado por mi nombre, que noté su presencia pero no llegué a verlo. Sofía me apretó con más fuerza y comenzamos a llorar desesperadas. No supimos el tiempo que llevábamos así, pero la linterna que dejamos encendida se había agotado. No hacía falta luz alguna porque a través de la fina capa de la tienda, se proyectaban las sombras exteriores bien definidas con la despejada Noche de luna llena. Los aullidos cejaron. En su lugar, escuchamos unas pisadas aproximándose entre la hojarasca que nos pusieron en guardia. Con la tensión al límite y en un arranque de lucidez, cogí el piolet de mango alto dispuesta a clavarlo a quien osara traspasar la frágil loneta. Aterradas, no quitábamos los ojos de la entrada.
Una alta y fornida silueta, se inclinó delante de la tienda arrodillándose con sumo cuidado. Cuando se disponía a rajar la loneta, con una especie de machete, una manada de bestias lobunas, se abalanzaron desesperadas. La velocidad y terrible ferocidad de actuación, convirtieron la escena ante nuestros ojos en algo dantesco y dramático. No supimos cuántos lobos eran los que estaban ahí fuera. Ninguna palabra de dolor, ningún sonido salió de la garganta de la víctima. Solo se escuchaban los mordiscos de los filosos colmillos despedazándola con cólera. Las continuas mordidas al vientre, desperdigaron las vísceras y órganos internos dando cuenta de la fresca carne del misterioso personaje.
Sofia y yo, sobrecogidas, con la tensión acelerada, no nos atrevíamos casi a respirar. ¿Vendrían después a por nosotras? Si era verdad que los animales llegaban a oler el miedo, ambas rezumábamos pavor. Pero la Noche se fue apagando y las bestias fueron desapareciendo del lugar.
El sol comenzaba a acariciar la loneta dando calidez a nuestros ateridos cuerpos tras lo sucedido. Con algo de temor, mirando alrededor, comprobando que no se acercaba ningún animal, fuimos aproximándonos al cuerpo despedazado a unos metros de la tienda. Le faltaba la mano derecha, que se encontraba mordisqueada unos pasos más allá. La mano izquierda no tenía el dedo índice. Las largas uñas iban pintadas de un rojo intenso. Le faltaban los ojos y los labios. Retazos de ropa deportiva se repartían en jirones, dejando al descubierto las huellas de las dentelladas sobre la piel. Nuestra sorpresa fue comprobar que la víctima era una mujer. Por mucho que buscamos en los alrededores no encontramos el arma blanca que creímos intuir llevaba en la mano. ¿Y si no la portaba y lo único que quería era entrar en la tienda para huir de las fieras? ¡Qué difícil dilucidar una escena visionada a través de las sombras en la Noche! ¿Por qué no pidió socorro llamándonos a gritos? Además recordábamos, cuando escuchamos pisadas acercándose, que nadie iba corriendo. Muy al contrario, eran sigilosas, intentando no ser descubierta. ¿Y si estaba herida o enferma cuando se dirigía hacia nosotras? Los lobos eligen a su presa más débil y la siguen hasta acorralarla. En el aire quedaban muchas preguntas y respuestas sin aclarar. Y la más importante, la víctima era idéntica a la de mis sueños. No lo comenté, debía reflexionar, quizá estaba confusa tras la tensión acumulada.
Sofía conectó el móvil al cargador solar para hacerlo operativo. Debíamos encontrar una zona con cobertura y dar parte del suceso. Desmontamos la tienda, nuestros vacíos estómagos se habían cerrado al alimento. Recogimos todo en las mochilas, que cargamos a nuestras espaldas. Una hora de camino llevábamos cuando conseguimos cobertura. Dimos parte y nos pidieron que no nos moviéramos del lugar, que nos recogerían.
Han pasado tres días del escalofriante suceso. Sigo sin decir a nadie, ni a la misma Sofía, que el cuerpo destrozado en la montaña era idéntico al que recordaba en mi pesadilla, como si fuera mi otro yo.
Esta tarde nos han llamado para que acudamos a comisaría. Allí nos han revelado que la víctima había desaparecido del Anatómico Forense. El comisario nos muestra varias fotos. Son fotos de una mano, hechas desde varios ángulos. Es la mano arrancada de la víctima, estamos seguras por las afiladas uñas rojas y el tipo de desgarro de la muñeca. Los ladrones no se la llevaron con el resto del cuerpo. De nuevo, el comisario, nos somete a las mismas preguntas que respondimos el primer día. Dice que puede haber algún dato importante que se nos haya pasado inadvertido y les sea de utilidad a ellos. Mientras respondemos al interrogatorio, paseo la mirada por la pizarra de corcho colgada frente a mí. Está llena de fotos, prendidas por coloridas chinchetas, y de pósits con anotaciones. Mis ojos se clavan en varias imágenes que me resultan conocidas, mi mente corre deprisa y la expresión de mi cara delata el asombro que me causa. El comisario repara en la escena, se levanta y, sin mediar palabra, me lleva ante las fotos. Yo señalo a los chicos y comento que han muerto aterrados al ver a su asesina desfigurada, la que les apretó el cuello fuertemente con una sola mano, la izquierda. El comisario, con cara de interrogación, me pregunta que cómo lo sé, si conozco a las víctimas y en qué me baso para afirmar que es una mujer la asesina. Sofía, atando cabos, se adelanta diciéndole que no me tome en serio, que hablo de escenas de mis recientes pesadillas. Pero yo no puedo obviar los detalles y voy más allá. Le digo al comisario que nadie robó el cadáver del Anatómico Forense, se fugó por sus propios medios. Que llame a los médicos y comprueben en los muertos recientes de las cámaras refrigeradas las mordidas en sus vientres.
Ahora sí que me toman por loca, el comisario ríe a carcajada limpia e intenta zanjar la entrevista empujándonos hacia la salida, diciendo que estábamos allí por otros motivos. A punto de pisar la acera, me vuelvo hacia el comisario, elevo la voz, para que me escuchen también los que allí se encuentran, y le suelto que sé dónde está la asesina de los chicos. Sofía, avergonzada, me espera fuera. El personal de comisaría sale a mi encuentro y todos me miran hipnotizados. El comisario, huraño, me señala su despacho. Dando un severo portazo, me indica que me siente. Le cuento que estamos ante un ente sobrenatural metido en el cuerpo de la chica destrozada por la manada de fieras. Que se alimenta de los jugos digestivos generados por el miedo que infunde a sus víctimas. Que actúa amparada por la oscuridad de la Noche. Y ahora, de día, está escondida en el mausoleo central del cementerio. Vuelve a reírse sonoramente, señalándome la puerta, me ordena que salga de allí rápidamente o me ingresa en un psiquiátrico.
Me voy abatida y preocupada. Si no hacen algo para controlarla, volverá a actuar cuando caiga la Noche. Sofía me espera en la salida muy enojada. Está tan enfadada conmigo que no hablamos en todo el trayecto. Cuando aparco junto al portal, le indico que se baje del coche, que necesito cerrar el círculo. Me tacha de loca y me dice que me estoy buscando un serio problema yo misma.
Conduzco deprisa, el sol se va acercando al horizonte. Voy rumiando qué debo hacer cuando me enfrente al ente que se apropió de mis sueños y ahora se interna en un cuerpo destrozado idéntico. La conozco bien, sé que me teme. Voy dejando la ciudad atrás y me interno en un camino arbolado de cipreses que conducen al cementerio. Desde la entrada principal se divisa el gran mausoleo de mármol blanco. La puesta de sol ilumina sus afiladas crestas. El camposanto respira una incierta paz y soledad en todo el recinto. Llego tarde, la puerta está cerrada pero mi socorrida caja de herramientas me facilita el acceso. Decido llevarme el piolet que tengo en el maletero. No es para defenderme, ni mucho menos, sino para romper los cristales de la puerta que da acceso al mausoleo. Mis tacones resuenan en el frío cemento creando ecos que reverberan en extraños sonidos. Miro a los lados y atrás, pero solo me persigue mi sombra. Estoy junto a la puerta del mausoleo. Los últimos rayos solares se cuelan por la vidriera proyectando en el interior haces de coloreadas luces que semejan llamas, como si fuera el mismo averno, dónde los muertos viven en pecado. Consigo mi objetivo, tras varios golpes, cede el cristal. Introduzco mi cuerpo por el hueco abierto. Arrastro un estrés que me mantiene los sentidos en alerta. Estoy totalmente convencida de que voy a encontrarla agazapada en un rincón junto al altar. Y sí, ahí está recostada junto al nicho que se abre al fondo. Mi mirada se adentra en las oscuras cuencas vacías de sus ojos. Presiento que su miedo es mi miedo, su sudor mi sudor. La boca prominente y canina babea en exceso. A medida que me voy acercando, se encoge más y se pega contra la pared. Rezuma pánico, está temblando. Al arrodillarme, con la intención de acariciar su cabellera, surge de la nada un foco lumínico que se proyecta nervioso sobre nosotras, a la vez, oigo una voz contundente a mis espaldas ordenándome que me aparte del cadáver, me dé la vuelta y no haga ninguna tontería. Me deslumbra y no puedo verlo, pero es la inconfundible voz del comisario, lleva una pistola en su mano derecha que me apunta sin titubear. Le advierto que deberíamos prender fuego al ente que tengo a mi lado, si no quiere encontrarse nuevas sorpresas esta madrugada. Que habrá podido comprobar que le decía la verdad. Mientras me pone las esposas y pide refuerzos, me comunica que estoy arrestada por robar el cuerpo y esconderlo aquí. Además, me culpa de ser la autora de los asesinatos de los chicos que vi en las fotos. Por mucho que intento convencerlo de su error, no cede. Mientras llegan los refuerzos, la Noche cae sobre nuestras cabezas. Comienza a hacer frío, el viento levanta sonidos desgarrados que se cuelan en el mausoleo. Mi mente está confusa y no puedo discernir si son aullidos lo que escucho o voces que me dan órdenes. Estoy esposada, no puedo huir, grito con todas mis fuerzas hasta caer extenuada.
Cuando llegan los refuerzos nos encuentran tirados en el suelo. El comisario, muerto por estrangulamiento por una mano izquierda con largas uñas. Yo, junto a lo que queda de la chica desaparecida, con mi cara encima de su vientre. Sigo confusa, no sé qué ha podido pasar. ¿Y las esposas que me puso el comisario? Han desaparecido, ni rastro de ellas.
Llevo una semana internada en un psiquiátrico de alta seguridad. Sé que me vigilan desde las cámaras instaladas en mi habitación. Nadie viene a visitarme. Bueno, lo de nadie no es del todo exacto. Cuando llega la Noche y apagan las luces, se me acerca un ente sobrenatural y me mira desde sus profundas cuencas vacías. Aúllo para espantarlo y las lámparas vuelven a iluminar el frío lugar. Entonces, solo entonces, desaparece. ¡Estoy a salvo!
CUERNO DE CIERVO
Leo Rodrigo
«Hume ha negado la existencia de un espacio absoluto, en el que tiene lugar cada cosa; yo, la de un solo tiempo, en el que se eslabonan los hechos. Negar la coexistencia no es menos arduo que negar la sucesión. […] Cada instante es autónomo»
JOSÉ LUIS BORGES
Un viernes de noviembre varios vehículos llegaron a Las Troitas, en el municipio de Castroverde. El cielo estaba oculto tras una neblina gris que parecía cubrir aquel rincón de Galicia bajo un velo translúcido. La hierba de la finca, los castaños y los setos que la protegían del exterior habían adquirido tonos desvaídos: verdes que parecían marrones y marrones convertidos en grises. La casa, una construcción de piedra típica de la zona, fue en otro tiempo bar—restaurante, pero Cristina, la hija de los propietarios, rehusó continuar con el negocio familiar y lo convirtió en una acogedora residencia para pasar el verano y algunos fines de semana. Sus dos perros, una hembra de mastín llamada Noche y Boris, un pastor alemán, la acompañaban siempre.
Oyó el traqueteo del Land Rover de Jon reduciendo la marcha al invadir el terreno y se tranquilizó. Todo había comenzado tres semanas antes, cuando estaba inclinada junto al depósito de la cocina para echar leña al fuego. Escuchó a Boris aullar como si alguien le estuviera haciendo daño y se levantó de un salto. Miró por la ventana, que daba a la amplia finca, pero no vio al perro. «¿Boris?... ¿Noche?» llamó. Nada. Entonces salió corriendo de la cocina, atravesando el salón hasta alcanzar el portalón de entrada. Por un segundo se detuvo agarrando la manilla con la duda de si salir o no. Esa duda, ese sentimiento de terror en su propia casa —en la que había nacido y crecido— la llenó de ira. No podía permitirse temer algo en un lugar lleno de recuerdos de infancia, vedado a los malos presagios, así que salió al exterior llamando a voces a sus perros.
Enseguida vino Noche meneando la cola, con las babas a punto de mojar el suelo de terrazo. Poco después apareció Boris con ojos tristes y la lengua fuera. Estaba asustado, pero no herido. Afuera no había nada, salvo la oscuridad y una luna redonda perfecta.
Pasado el susto, se olvidó por completo del asunto hasta el fin de semana siguiente, cuando se produjo otro suceso. La casa tenía cuatro habitaciones en la segunda planta; ella dormía en la que había pertenecido a sus padres, que era la más grande y estaba al lado del único baño. La despertaron unos aullidos. Al principio creyó que formaban parte de su sueño hasta que aumentaron en intensidad. Se incorporó desorientada, en total oscuridad —siempre cerraba las contraventanas para poder dormir— y se dio cuenta de que Boris lloraba. Por las noches metía a los perros en casa así que el sonido venía de dentro, pero al mismo tiempo sonaba lejano y extraño. Encendió la luz de la mesita y se levantó entumecida. Salió de la habitación descalza, con el llanto de Boris metido en los oídos. Enseguida sintió a Noche subir. Sus sesenta y siete kilos de peso trotando escaleras arriba la hacían inconfundible. Cuando la perra llegó a su lado, Cristina le acarició el lomo para tranquilizarla. Gritó el nombre de Boris, que calló al oírla, pero al poco empezó de nuevo a llorar y aullar. Cristina identificó la procedencia de los sonidos con una mezcla de incredulidad y temor. Era imposible.
Decidió ir a por un cuchillo, solo por si acaso. Bajó las escaleras encendiendo las luces a su paso. El reloj del salón marcó las tres de la mañana. Si Boris no se callaba enseguida se volvería loca; abrió rápidamente el cajón donde guardaba los cubiertos y empuñó el cuchillo para trinchar, regresando corriendo hacia las escaleras y subiendo los escalones de dos en dos, con Noche detrás. Una astilla de madera se le clavó en el talón. La punzada de dolor la obligó a gritar de impotencia.
Se sentó sobre un peldaño y revisó la planta de su pie. La sangre comenzaba a manar en pequeña cantidad. No tenía tiempo para curas en ese momento, así que mordiéndose el labio y mirando para otro lado, agarró la astilla con los dedos y dio un tirón. Unas lágrimas asomaron a sus ojos. De repente, Boris dejó de aullar, como si la astilla extraída de la carne fuera el interruptor que apagaba los quejidos del perro. De todos modos, ella había identificado la procedencia del sonido y armada con el cuchillo, cojeando, sudando, llegó de nuevo a la segunda planta y abrió el pestillo que conducía al desván.
Casi nunca subía. Allí solo guardaba trastos y siempre estaba cerrado, por lo que los perros no podían entrar. Abrió la puerta. Pulsó la llave de la luz, apareciendo unas escaleras empinadas por las que ascendió lentamente. Noche, siempre detrás de ella, jadeaba. «¿Boris? ¿Estás ahí, bonito?». Silencio. Su cabeza llegó a la altura del suelo del desván. A la izquierda no había nada más que cajas y algún mueble con polilla que debería haber tirado hace tiempo. Giró la cabeza a la derecha y vio a Boris en una esquina, entre varias cajas. Había algo junto a él, en el suelo. Parecía una especie de raíz, o un trozo de madera. Cristina se acercó lentamente para observar el objeto. Al agacharse y contemplarlo de cerca vio que se trataba de un cuerno. Un pequeño cuerno de ciervo de tres puntas. ¿Cómo había llegado allí? No recordaba que en el desván hubiera ningún cuerno, aunque también era cierto que sus padres habían tenido un restaurante. Tal vez… Pero lo más importante era saber qué hacía Boris allí. El pestillo estaba echado y no había otra forma de acceder al desván. Miró a Boris, que se acercó a ella con el rabo entre las piernas, dejando atrás un charco de orina. Cristina lo acarició durante unos minutos para tranquilizarlo, sintiendo los latidos de la planta del pie, que probablemente se infectaría si no lo curaba enseguida. Cogió el cuerno con la mano izquierda y empujó a Boris para que bajara las escaleras. Desinfectó la herida y se puso una gasa. Ya casi no sangraba. Lo que quedaba de esa noche, la pasaron los tres juntos en la habitación, ella en la cama y los dos perros sobre la alfombra. El cuerno de ciervo quedó apoyado sobre el lavabo del baño, con una gota de sangre en una de las puntas que provenía de su pie.
Al día siguiente habló por teléfono con Gema para decirle que no fuera a verla porque iba a regresar a Lugo ese domingo por la mañana y tomaría el vermú en la ciudad. Gema notó una vibración distinta en la voz de su amiga y le preguntó si le pasaba algo. Ésta respondió que no había dormido bien.
Durante el viaje de regreso, Cristina no dejó de dar vueltas a los acontecimientos de los dos últimos fines de semana. ¿Boris tenía terrores nocturnos? Lo ocurrido la primera vez podía deberse a la presencia de cualquier animal rondando por la finca. Un jabalí o incluso un lobo. En cuanto al resto de posibilidades, su mente trabajó insistentemente para desechar la idea de que un extraño hubiera entrado en la casa. Había comprobado que nadie, salvo ella y los perros, estaban dentro y, dado que las puertas no se abren solas, su lado más racional encontró la solución. El mes anterior había tenido gente en casa; alguien habría subido al baño (que estaba cerca del desván), se equivocó de puerta y tras darse cuenta del error se fue sin echar el pestillo. Como Cristina nunca iba al desván no había percibido nada. Días después, cualquier corriente de aire abrió un resquicio y Boris el curioso se coló escaleras arriba. Eso era todo.
Aparcó el vehículo cerca de la muralla de Lugo y buscó un número en su teléfono.
—Hola Jon. ¿Qué tal?... Oye, ¿tienes plan para el próximo fin de semana?
—Joder, tía. Es domingo y ya estás planificando lo que harás dentro de mil años.
—¿Sí o no? —insistió, tratando de no parecer ansiosa.
—No, plan no tengo, pero paso de hacer más rutas chungas como la de los Picos de Europa. A los Ahorcados Rojos no vuelvo ni aunque me paguen.
—No, no —dijo ella riéndose—. Mi plan es de los que te gustan. Comida, música, juegos de mesa y alcohol, mucho alcohol.
—Ostia, Cristina, vaya si me apunto. Cuenta conmigo. ¿Quién más viene? ¿O es que pretendes abusar de mí?
—Ya te gustaría, chato. De momento no hablé con nadie más, pero voy a quedar ahora con Gema y Daniel en Rúa Nova. Te iré informando.
—Oka, mándame WhatsApp con lo que tengo que llevar.
Cristina salió del coche algo más animada. Había tenido una buena idea. Invitar a los amigos de siempre para que se quedaran a dormir. No pasaría absolutamente nada, pero en el peor de los casos —o sea, si Boris tenía otro ataque y aparecía en el tejado, por ejemplo—, ella no estaría sola paseándose por la casa cuchillo en mano como una desquiciada en busca de fantasmas o psicópatas.
Tras dejar a Boris y a Noche en su piso, recorrió las calles empedradas del casco histórico de Lugo, llenas de gente que buscaba el calor de los bares y del vino para combatir el frío y la lluvia intermitente. Llegó hasta el bar La Fábrica, punto de reunión con los amigos. En una mesa alta del fondo vio a Daniel, Gema, Diana y Manuel. Faltaban Roberto y Claudia. Sintió una punzada de dolor en el talón y rememoró la sensación de los pies descalzos corriendo sobre la tarima de madera y la astilla incrustándose en su piel. «Olvida ya esa mierda. Estás a salvo y Boris y Noche también lo están. Y no se te ocurra hablar de ello con nadie. Pensarán que estás loca o, peor aún, que eres una miedica».
De pronto se acordó del cuerno. Lo había olvidado. Aquel asqueroso cuerno de tres puntas que probablemente Boris metió en casa como culminación de sus andanzas por la finca. Tenía que acordarse de tirarlo a la basura.
El viernes, Cristina llegó a Las Troitas al mediodía para caldear la casa y organizar la despensa. Boris y Noche estaban felices de regresar a la libertad del campo y corrieron por la hierba mojada hasta agotarse. Montó la gran mesa del comedor, encendió la cocina de leña, puso canciones de Artie Shaw antes de que los invitados ocuparan la casa y acapararan la música, y sacó la vajilla de Sargadelos de la alacena. Todos se habían apuntado, como en los viejos tiempos. Sonaba Moonglow cuando escuchó el sonido del primer vehículo. Era el Land Rover de Jon. El resto del grupo llegó un poco más tarde.
Quedaban apenas dos horas de luz, así que Cristina propuso dar un paseo hasta Soutomerille después de dejar las maletas. Todos sabían de antemano la habitación que les correspondía; todos habían hecho la casa un poco suya tras años de compartir puentes y vacaciones en aquel retiro que los aislaba del mundo, pero los devolvía a la ciudad en menos de media hora.
Al principio solo Gema, Diana y Claudia fueron inquilinas de temporada, repartiéndose desde la adolescencia —a veces con celo militar— los días de estancia que correspondían a cada una. Mucho más tarde se incorporó al grupo Jon, compañero de universidad con el que Cristina tuvo un breve romance que terminó en amistad. Después llegaron Daniel, Manuel y Roberto, añadidos impuestos por las necesidades amorosas insatisfechas de las tres gracias.
Cuando se dirigieron a sus respectivos cuartos para posar el equipaje, miraron de soslayo a Claudia y Roberto. Era sabido que estaban en crisis, aunque nadie conocía los detalles. Compartir la habitación roja de siempre con cama de matrimonio, la de los buenos tiempos, tal vez no fuera una gran idea, pero todos se comportaron con discreción.
Iniciaron la marcha hacia el camposanto de Soutomerille, el más pequeño de Galicia. Tan solo doce tumbas. Allí estaban enterrados los bisabuelos maternos de Cristina. No era la primera vez que hacían el recorrido por el bosque en la completa soledad de aquellos parajes difusos, húmedos, para limpiar las lápidas y dejar unas flores. Un acto de costumbre más que fervoroso. Aun así, el minúsculo cementerio tenía un poso literario que recordaba a los cuentos góticos de Poe; parecía perfectamente posible encontrar la tumba de Ligeia oculta bajo crujientes hojas de roble. Al divisar el muro de piedra, Claudia se adelantó y entró en el recinto, sola. Cristina limpió de hojas la tumba de sus abuelos y miró de reojo a Claudia, que estaba arrodillada junto a otra más alejada como si buscara algo en el suelo, junto a la lápida. Todos conocían aquella sepultura, que habían encontrado partida por la mitad dos años antes, después de que la rama de un carballo impactara contra la base. Ellos la habían levantado sujetándola con tres pedruscos y dando parte a la Asociación de Amigos do Patrimonio de Castroverde, que llevaba tiempo denunciando el abandono del lugar.
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