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El intruso

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Las piedras arrojadas por los grupos chocaban en la fachada de San Nicolás. Desde las dos torrecillas de la iglesia les contestaban á tiros.

La muchedumbre sin armas, herida á mansalva desde aquella altura, rugía impotente, y en un arranque de desesperación, intentó arrojarse al asalto del templo, pero tropezó con un obstáculo que acababa de interponerse entre los dos bandos, una barrera azul y roja en la que brillaban cañones de fusil y correajes lustrosos.

Dos compañías de infantería habían entrado en la plaza á paso gimnástico, colocándose en batalla ante la iglesia. Eran los guiris, los ches, la España en armas que llegaba; la odiosa Maketania con su pantalón rojo, sostenedora de la impiedad liberal, enemiga de la resurrección de la antigua Vasconia. Los soldaditos, pálidos, con la boca apretada, descansando sobre sus fusiles entre las pedradas y los tiros de revólver, daban frente á la gran masa que protestaba contra la romería.

Llegaban para guardar el orden, pero sus ojos iban instintivamente hacia la muchedumbre devota, como si deseasen girar sobre sus talones y hacer fuego apuntando á la iglesia. Aquellos curas armados y vociferantes, los aldeanos fuertes y sumisos como bestias, los señoritos con aires de cabecilla, eran el eterno enemigo. Los soldados husmeaban en ellos á los que en otro tiempo habían asesinado en las montañas á sus hermanos, y que aun ahora deseaban volver á la lucha de emboscadas. El deber, con su peso férreo é irresistible, mantenía inmóvil á la doble fila de hombres azules y rojos.

Un oficial vaciló un instante y entregando su sable á un soldado, se llevó una mano á un hombro. Acababa de recibir un balazo; le habían herido los que tiraban desde lo alto de la iglesia. Su rostro se contrajo con tristeza dolorosa, más que por la herida, por la amargura de un sacrificio sin gloria, por perder su sangre, no en la montaña frente á frente con el eterno enemigo, sino á la puerta de una iglesia, á manos tal vez de un sacristán, de uno de aquellos efebos católicos que, ocultos en las alturas, gritaban como mujeres aclamando á la religión y la Virgen.

La guardia civil empujaba á los romeros fuera de la plaza. Salían en bandas de la iglesia con sus estandartes, desgarrados en la lucha, y emprendían la ascensión á Begoña escoltados por los jinetes.

La muchedumbre hostil, contenida en su avance por la tropa, oía cómo se alejaban las cofradías por las calles empinadas que daban acceso al santuario.

–¡Viva la Virgen!—gritaban con el enardecimiento de una lucha en la que habían llevado la mejor parte.

–¡A Begoña! ¡A Begoña!—aullaba Urquiola agitando el revólver al frente de un grupo.

Y las aclamaciones á la Virgen, interrumpíanlas con frecuentes descargas. Sin cesar en sus cánticos, hacían fuego sobre todos los que al borde de la cuesta contestaban á sus aclamaciones con gritos de protesta.

Poco á poco fué quedando desierto el atrio de San Nicolás. Un muerto yacía en la acera, custodiado por dos guardias. Más allá, los grupos rodeaban á varios heridos. Algunos curas se deslizaban con paso lento á lo largo de las paredes esquivando el gentío. Estaban heridos é iban á sus casas á curarse ocultamente, huyendo de la publicidad y de enojosas declaraciones.

Aresti pasó más de una hora de botica en botica y de café en café, solicitado y arrastrado por muchos que le conocían, llamado allí donde guardaban un herido, esforzándose por curar de primera intención, con los medios que tenía á su alcance, á todos los infelices que en brazos de la muchedumbre iban después hacia el hospital.

Atendió indistintamente á unos y otros, á los que llevaban en el pecho el escapulario de la Virgen y á los que en el paroxismo del dolor creían encontrar un alivio dando vivas á la Libertad y la República. La carne herida, destrozada por el choque, la sangre que manchaba las aceras y los pavimentos de los cafés, le causaban inmensa tristeza, haciéndole pensar con lástima en la eterna infancia de los hombres: ¡Matarse, herirse por un pedazo de madera groseramente tallada, que estaba allá en lo alto, entre luces y flores, mientras existían en el mundo terribles enemigos, como el hambre y la injusticia, que reclamaban para desaparecer el esfuerzo común y fraternal de todos los humanos!

Mientras los hombres se mataban por la gloria de la Virgen de Begoña, la carcoma, más sabia que ellos, seguiría mordiendo las entrañas de madera del sonriente fetiche: tal vez á aquellas horas algún ratón roía las patas del ídolo milagroso, bajo su hueca saya de pedrería.

El médico, fatigado por las emociones de la tarde y por la violencia de aquellas curas entre la enojosa curiosidad de la gente, respiró satisfecho cuando ya no le presentaron más heridos.

Paseó entonces por la orilla de la ría, pensando en el encuentro con su primo, que seguramente sería el último. La injuria á Sánchez Morueta le mordía el pensamiento: aquel salivazo parecía haber caído sobre su alma. ¡Ay, el intruso! El maldito intruso! ¡Cómo había penetrado entre ellos, matando todo afecto, anulando con el poder frío de la muerte todo un pasado de cariño fraternal!… No habían reñido cuerpo á cuerpo como los hermanos en las guerras civiles: pero se habían herido en el alma, separándose para siempre, como bestias enfurecidas. Se acabó la familia: Aresti estaba solo en el mundo.

Varios grupos de muchachos corrían vociferando por las riberas del Nervión. Algunas mujeres daban alaridos, haciendo la señal de la cruz. ¡Se iba acabar el mundo!… Un tropel de desalmados, furiosos después de la lucha en el Arenal, se habían esparcido por las Siete Calles, escalando las hornacinas que cobijaban las imágenes de los patronos de aquella Bilbao tradicional.

Los santos eran arrojados de sus capillas y arrastrados después hasta la ribera, entre las patadas y salivazos de la turba, que quería vengar en aquellos cuerpos de palo, pintados y dorados, la sangre derramada por otros de músculos y hueso. ¡Al agua los santos! Y caían de cabeza en la ría las vírgenes y los bienaventurados, flotando después de la inmersión con la ligera porosidad de la madera vieja.

La muchedumbre seguía lentamente por las riberas el tardo descenso de las imágenes empujadas por la corriente. Silbaban y aplaudían viendo el cabeceo de los santos, mientras algunas mujeres, con arrojo de mártires, insultaban á los impíos, amenazándoles con las manos crispadas.

Una imagen de la Virgen de Begoña, arrancada de su hornacina, era la que más llamaba la atención. ¡Ella tenía la culpa de todo!… Y la silbaban é insultaban mientras la imagen descendía tendida de espaldas, mostrando á flor de agua su vientre dorado y su carita de muñeca sagrada. Un gabarrero, cruzando la ría en su barcaza, avanzó hacia la imagen como si quisiera cortarla el paso. Los devotos aplaudieron, presintiendo la piedad del marinero: iba á salvar á la Virgen.

Cuando su barca estuvo cerca de la imagen, cesó de manejar el remo, y, levantándolo en alto, después de mirar á ambas orillas, dió con él un golpe tremendo á la Virgen, que desapareció en un remolino de agua para no flotar más. Entonces fueron los otros los que prorrumpieron en aplausos, mientras los devotos elevaban los ojos al cielo. ¡Hasta sobre las aguas se mostraba la impiedad de la villa!…

Frente á un grupo peroraba un hombre de aspecto miserable, con movimientos desordenados, como si fuese un loco. Aresti reconoció al Barbas.

–Lo de hoy no vale nada—gritaba.—No me parece mal que les metan mano á los que por tanto tiempo han tenido engañada á la gente, pero después de esto hay que ajustar la cuenta á los que la roban. Hoy ha sido la batalla de los santirulicos: mañana será la del pan. Ya bajarán del monte los que han producido con su trabajo las riquezas de todos los ladrones de aquí: ya reclamarán su parte. Y nada de peticiones ordenadas ni de aumentos de jornal, ni de limosnas. ¡Fuera los cataplasmeros! A cada cual lo que le corresponde, y al que se oponga, ¡dinamita… roño! ¡dinamita!

Aresti se alejó para que no le viese aquel energúmeno, que parecía enardecido por la sangre de la reciente lucha.

Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su población miserable, roída por las necesidades materiales y la desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos picachos rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el trueno del barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y feliz. Después del choque provocado por el fanatismo dominador, vendría la huelga de los infelices, la reclamación imperiosa de la miseria.

Un ejército enemigo se ocultaba tras aquellas montañas que cerraban el horizonte: una horda hambrienta que algún día caería sobre la población como en otros tiempos las gavillas del absolutismo. Bilbao estaba amenazada de un tercer sitio; pero en el de ahora no se detendrían los enemigos ante las defensas exteriores; se esparcirían por las calles y bloquearían á la riqueza en sus magníficas viviendas. La guerra en nombre del pasado se repetiría en defensa del porvenir; los nuevos sitiadores llevarían la miseria como bandera, y como grito de combate el derecho á la vida.

Aresti pensaba en la posibilidad de que desapareciese aquella riqueza origen de tantos males. ¿Para qué servían los tesoros de las minas? Se había embellecido exteriormente la población, tomando el aspecto de una capital: la grandeza de la industria moderna tronaba en la ría por las chimeneas de fábricas y buques; pero la vida era más triste que antes. Con la riqueza habían llegado los hombres negros, que se hacían los amos de todo, que se apoderaban de las conciencias, acabando por poner sus manos en los bienes materiales.

Si la riqueza de la villa se agotara de pronto, aquellas aves de tristeza levantarían el vuelo hacia otros países. El suelo sería más pobre, pero renacería en él como planta de consuelo la alegría de la vida.

 

La antigua Bilbao de los comerciantes y los marinos, que aún no conocía el valor del hierro, era más feliz, con la paz de un trabajo lento y ordenado y la llaneza fraternal de sus costumbres, que la villa moderna, con sus improvisadas fortunas, sus ostentaciones locas y aquella riqueza disparatada y rápida que apenas si dejaba en el país rastros beneficiosos de su paso, perdiéndose en las obscuras tragaderas del intruso negro, aparecido en la hora suprema de la fortuna para sentarse al lado de los favoritos de la suerte, ofreciéndoles el cielo á cambio de una participación en el botín.

El saqueo de la Naturaleza, la amputación de sus entrañas de hierro, había servido únicamente para la felicidad de unos cuantos y para qué el parásito sagrado que se ocultaba tras ellos fuese el verdadero amo de todo. ¡Debía terminar aquel carnaval de la Fortuna, que sólo servía para dar nuevas fuerzas al fanatismo religioso y para irritar á la miseria, con el alarde de una concentración loca de la riqueza, que avivaba los odios sociales!…

Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había cubierto durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la tierra. Algunas minas quedaban abandonadas como los caballos moribundos, á los que se olvida cuando ya no pueden dar utilidad. En otras, se aprovechaba la escoria de las viejas explotaciones, para extraer el hierro que habían respetado los métodos antiguos. En Gallarta se derribaban casas enteras, construidas algunos años antes, para aprovechar el mineral de su paredes. Se vivía de los residuos de la época de prosperidad, como en las casas donde asoma la escasez y se aprovechan para un nuevo yantar las sobras de la comida anterior. Tras esto, era de esperar la completa carencia de mineral. Serían inútiles todas las extratagemas de aprovechamiento; sólo encontrarían la tierra pobre y estéril, sin la menor partícula de hierro, y entonces vendría el ¡sálvese quien pueda!, el momento terrible de la vuelta á la pobreza, la fuga desordenada y arrolladora de la muchedumbre que engañaba su hambre trabajando en la cantera, dejando entre sus pedruscos lo mejor de su vida: el aislamiento de los poderosos, encerrándose en el arca de su riqueza, para flotar sobre este Diluvio final.

La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el mundo con el poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios de un pasado glorioso. Quedarían en pie los palacios del ensanche, la ría prodigiosa con su puerto, que parece esperar las escuadras de todo el mundo: pero los palacios estarían desiertos, el abra, con sus contados barcos, tendría la triste grandeza de una jaula inmensa sin pájaros, y las fundiciones, los altos hornos, los cargaderos, serían ruinas, con sus chimeneas rotas, como esas columnas solitarias que hacen aún más trágica la soledad de las metrópolis muertas.

Ebrios por el vino enloquecedor de la suerte, los dueños de tanta riqueza, no habían querido crear industrias nuevas, que fuesen libres de la servidumbre de la mina. Las luchas industriales con sus complicaciones y riesgos, no les tentaban, acostumbrados á las fáciles y seguras ganancias de un país donde sólo hay que arrancar los pedruscos del suelo para enriquecerse. La vida de la villa, el movimiento de su puerto, la existencia de sus fábricas, todo estaba sometido á la tierra roja arrancada de la montaña. El hierro era la sangre de Bilbao, el aire de sus pulmones, y al faltar de repente, caería la villa ostentosa con repentina muerte, desaparecería, como el decorado de una comedia de magia, aquella riqueza creada de la noche á la mañana, que era para la masa infeliz una opulencia insultante.

Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el mismo eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero al vagar entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar enemigo cegase la ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en tarde remontase su corriente algún barco mercante.

Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora. Su Bilbao volvería á ser la villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre y pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus calles el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los que llegaban á exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de hambre ante los palacios de los ricos.

Y al ausentarse la Fortuna loca, marcharían tras sus pasos aquellos hombres negros que la seguían como merodeadores, que sólo se mostraban hablando del cielo allí donde se amontonaban los beneficios de la tierra. No vacilarían en abandonar una tierra exhausta, olvidándola como tenían olvidados á los países pobres, donde nunca se mostraban, como si en ellos no existiesen hijos de su Dios.

Aresti, al pensar que la ruina de su país sería la señal para que los invasores levantasen sus tiendas, deseaba que aquella llegase cuanto antes: sonreía pensando en el agotamiento de las minas como en una catástrofe providencial y salvadora.

Llevaba más de dos horas paseando por la orilla de la ría. Comenzaba el agonizar de la tarde. A lo lejos, por la parte del mar, el sol ocultábase tras la cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la lenta flotación del último santo, arrojándole piedras para que no se detuviera en las revueltas de la corriente.

Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti, elevando su pensamiento. Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba, rodeado de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban aplastarle, siempre en continua guerra, como si todos se creyesen inmortales y temblaran por su sustento durante una vida sin límites.

Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados sus pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas hacia el ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como una estrella perdida en la noche.

El sol se había ya ocultado. Sobre las aguas ligeramente enrojecidas por el resplandor sangriento del cielo, flotaba la imagen del último santo.

Aresti pensaba en el ocaso de los dioses, en el último crepúsculo de las religiones. ¡Ay, si la noche que llegaba fuese eterna para los viejos ídolos; si al salir de nuevo el sol viese la tierra limpia de todas las leyendas creadas por la debilidad humana, balbuciente y temblorosa ante el negro secreto de la muerte!

El doctor contemplaba la fuga del ídolo sobre las aguas, y, como atraído por él, lo seguía á lo largo de la ribera.

Soñaba en el día glorioso de la humana redención: cuando desapareciesen los dioses y diosecillos de afeminada sonrisa que hablan mantenido á los hombres durante siglos en la esclavitud, cantándoles la canción de la humildad y la repugnancia á la vida, arrullándolos en su eterna niñez, con la apología de la resignación cobarde ante las injusticias terrenales, como medio seguro de ganar el cielo…

No: aquellos ídolos habían engañado á la humanidad demasiado tiempo y debían morir. Sus días aún serían largos, pero estaban contados. Los hombres comenzaban á maldecirlos, tendiendo hacia ellos las manos hostiles con la sublime rebeldía del sacrilegio. Eran los alcahuetes de la injusticia. Bajarían de sus altares como habían descendido los dioses del paganismo cuando les llegó su hora, siendo más hermosos que ellos. Quedarían en los museos entre las divinidades del pasado, sin lograr siquiera, en su fealdad, la admiración que inspira la armoniosa desnudez: se confundirían con los fetiches grotescos de los pueblos primitivos, y la humanidad, incapaz ya de envolver en formas groseras sus aspiraciones y anhelos, adoraría en el infinito de su idealismo las dos únicas divinidades de la nueva religión: la Ciencia y la Justicia Social.

FIN
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