3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Из серии: 3 Libros para Conocer #32
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—¿Quieres que te diga lo que pienso ahora, Abuelita? ¿Quieres que te lo confiese? Pues mira: pienso que la moral es una farsa; que está llena de incongruencia y de contradicciones, y que gracias a esas enormes contradicciones, a pesar de mi inteligencia, tuve ideas confusas y embrolladas acerca del verdadero origen de la vida, durante tanto tiempo. Porque, es cierto que en mis cursos de Historia Natural, estudié con éxito la Botánica, pero como estudié también al mismo tiempo con mucho éxito la lógica, no se me había ocurrido jamás aplicar al género humano las leyes que rigen a las plantas… ¡Ah! sí, tres años de Filosofía seguí en el colegio, y te advierto que los profesores que corregían mis deberes y composiciones solían llenar las márgenes de elogios. Por esta razón en mi inteligencia reina el orden y el método, y naturalmente, al valerme de premisas tan falsas y tan contradictorias como las que nos predican el recato, el pudor y la decencia, no podía llegar jamás, basándome en ellas, a una conclusión exacta. ¡Nunca creí que dentro de la moral se anidara la incoherencia, pero ahora me consta, y lo sé, porque lo he descubierto!… Al fin y al cabo comprendo y me explico perfectamente que las monjas del colegio, por ejemplo, tuviesen en aprecio la inocencia y elogiasen el pudor, después de todo; ¡eran vírgenes!, pero que se hable de pudor, cuando se ha perdido la virginidad, cuando se han tenido varios hijos… ¡Ah! no, ¡eso es absurdo!… El pudor de las esposas y de las madres, es una farsa, es un mito: ¡el pudor no existe!… o mejor dicho, ¡el pudor no se ha refugiado jamás sino bajo la sombra de los conventos!…

Tía Clara, tal cual yo lo había previsto, no había llegado ni a sentarse siquiera. De pie, frente a mí, con la boca ligeramente entreabierta, y la cesta apoyada todavía en la cintura, me veía, inmovilizada por el más profundo estupor, hasta que al fin, sorbiendo una gran bocanada de aire en señal de espanto prorrumpió:

—¡Iiiiiiiiiiihhhh!!… ¡Pero qué sarta de disparates, María Eugenia!… ¡esas atrocidades las has leído tú últimamente en alguna novela!

¡Las novelas! ¡sí! ¡dale con «las novelas»!… ¡Ahí tienes otra incongruencia y otra injusticia! Las novelas, tía Clara, están llenas de discreción; la más inmoral, ¿oyes? La más inmoral, la peor de cuantas he leído, al llegar a ciertos momentos cierra el capítulo o pone puntos suspensivos, mientras que personas muy severas y muy respetables, los han llevado a la práctica, esos puntos suspensivos, los han ilustrado como quien dice y eso, eso, es lo que yo encuentro injusto para con las novelas y muy, muy contradictorio en general.

Pero tía Clara, que no había salido aún del estado de sorpresa, volvió a exclamar en la misma tónica, o sea, larguísima aspiración y ojos enormemente dilatados por el espanto:

—¡Iiiiiiiiiii!!! ¡Jesús! ¡Qué ocurrencia! ¡Qué extravagancias! ¡Cállate, María Eugenia, cállate por Dios, que estás disparatando demasiado.

—¡Ah! ¿tú te escandalizas, tía Clara? Pues yo por el contrario, no me escandalizo de nada, porque tengo un alma profundamente «naturista» y adoro con ella la verdad sencilla de las cosas. Pero lo que no me explicaré en cambio jamás es ese cúmulo de ideas contradictorias que llaman «la moral». En mi opinión, todas ellas reunidas forman como una especie de manto, que se trata de extender inútilmente sobre la verdad de la naturaleza, pero la naturaleza se impone, y entonces, el manto se parece mucho al de la hipocresía. Tú estás bajo sus influencias y por eso te escandalizas, yo no, porque yo tengo mis ideas personales. Yo creo, por ejemplo, con entera certeza, que el pudor es el único responsable de que exista el impudor; creo que es, como si dijéramos, el padre del impudor, y creo que es al mismo tiempo su padrastro, porque ha logrado envilecerlo y denigrarlo a los ojos de todos. Y si no, dime: ¿se visten las azucenas, tía Clara? ¿se visten? ¿Se visten las palomas? Y ya ves cómo sin vestirse predican la pureza y son el símbolo de la castidad. El vestido es la causa del impudor. Si las palomas se vistieran, nos escandalizaríamos al verlas volar, porque levantarían probablemente su vestido con el movimiento de las alas, y esto desde abajo haría un efecto muy indecente. Pero como nunca se visten, son siempre igualmente pudorosas, es decir, que han tenido el talento de hacer puro el impudor, y este talento lo poseen ellas sencillamente, porque hasta sus oídos no han llegado rumores todavía de que exista la moral. Si nosotros hiciéramos también como las palomas y como las azucenas, seríamos tan puros como ellas. El origen lógico del vestido, su objeto práctico, es preservarnos del frío o bien cubrir y disimular la inarmonía de las líneas, cosa que por desgracia es muy frecuente en la mayoría de los desnudos. Sí: «Los griegos amaban el desnudo porque eran hermosos»… ¡Este último pensamiento acerca del desnudo en los griegos no es mío, éste sí lo he leído en un libro y te aseguro, tía Clara, que se quedará grabado en mi memoria como si estuviera grabado en bronce, porque resplandece de verdad y rebosa de lógica!

—¿Ah? —interrogó tía Clara sin bajarse un ápice de la cumbre del espanto— ¿quiere decir, pues, que según esas teorías, María Eugenia, te parecería muy bien el que mamá, tú y yo estuviéramos ahora las tres, cosiendo aquí, enteramente desnudas, y que después, más tarde, desnudo también, entrara Pancho de la calle, y así, en ese estado, se sentara en una silla, y se pusiera a conversar con nosotras?… ¿te parecería muy bien? ¿muy natural?… ¿muy bonito?… ¿ah?…

La idea de semejante tertulia me hizo sonreír ligeramente, pero desdeñando al punto la trivialidad despreciable de lo cómico, volví a asumir el tono dogmático y seguí razonando.

—¡¡Pues es claro!! ¡ya lo creo que me parecería muy bien! Dado el clima de Caracas, a estas horas —y consulté el reloj pulsera—, diez y media de la mañana, el sol está en su apogeo y hace más bien calor. Por lo tanto, si nos vestimos es solamente por espíritu de imitación, y por espíritu de rutina. Convéncete, tía Clara; es un servilismo, una adulación y un tributo que les rendimos a los países fríos. Si tuviéramos una personalidad bien definida y sí observáramos una conducta lógica de acuerdo con nuestro clima, a estas horas deberíamos estar desnudos: ¡todos!… ¡Si acaso, si acaso, al salir a la calle, a fin de preservarnos del sol, podríamos usar entonces un sombrero grande o llevar en la mano una sombrilla de paja, y nada, nada más!

—¡Pero mamá —dijo aquí tía Clara dirigiéndose a Abuelita—, lo que a mí me extraña es que tú permitas con esa calma que María Eugenia diga semejantes horrores delante de ti! ¡Es una falta de respeto que no tiene igual! ¡Pero qué ideas, Santo Dios, qué ideas tan descabelladas!

Y tía Clara, que sentada ya hacía rato en su sillita baja, había puesto la cesta de costura en el suelo, se llevó las dos manos juntas a la cabeza, en una actitud tan trágica, que yo me sentí verdaderamente satisfecha viendo que mis palabras merecían por fin, una manifestación, sublime, digna de ellas.

—Déjala, Clara, déjala, no la excites más —rompió a decir entonces Abuelita, sin abandonar su actitud pacífica, y sin quitarse los lentes ni levantar la cabeza del trabajo—; ¡hace más de un cuarto de hora, que está ahí diciendo sin cesar los más grandes desatinos! Lo que a mí me admira, lo que me sorprende, es la facilidad de expresión que tiene. ¡Sí; es como un río conversando disparates! ¿Pero de dónde sacará tanta palabra? ¿De dónde se le puede ocurrir tanta cosa al mismo tiempo?… ¡Así mismo era su padre!

—Sí ¡gracias a Dios, yo sí tengo un vocabulario rico! Yo sí sé expresarme con mucha elegancia, y en la conversación familiar y corriente, uso con muy buen gusto en tres idiomas, imágenes que no se desdeñaría en emplear un buen orador cualquiera. Y esto no es muy común, porque sé de personas cuyo vocabulario es tan pobre, tan reducido y tan miserable, como el que emplean para expresarse los más primitivos salvajes.

—¡Pero qué engreída estás, María Eugenia, qué horror! —volvió a decir tía Clara—. ¡Pareces un pavorreal! Te vas a reventar de tanto esponjarte. Mira que Dios castiga el orgullo.

—Tengo la conciencia de mis cualidades y las digo. La modestia ¡es otra hipocresía!

—¡Sí, para ti todo lo bueno es hipocresía por lo visto!

Y como en aquel propio instante, sacase de la cesta un paño de mano para empezarlo a zurcir, añadió por asociación de ideas:

—Bien… y si tanto te gusta todo lo que es verdad y todo lo que es natural, entonces ¿por qué te pones la boca como una remolacha, que dejas el rastro en cuantas servilletas usas en la mesa, y en cuanto paño de mano se te pone en el cuarto?… ¡la misma Gregoria es quien lo dice!

—Mira, tía Clara, yo me pinto y me pintaré siempre, porque la inteligencia está hecha para corregir y perfeccionar la obra de la naturaleza. Pero esto no quiere decir, que en mi pintura hay mentira, ni hipocresía; yo no trato de engañar a nadie, al revés, la prueba es que, como acabas de decir ¡hasta las servilletas lo proclaman! ¡Adoro la pintura! sí, sí ¡lo declaro, lo confieso y lo grito! me gusta tanto que me pintaré ahora, y me pintaré después, y me pintaré cuando esté vieja, y me pintaré para morirme, y hasta después de muerta, el día del juicio final, cuando resucite, creo que escucharé mi sentencia, con un lápiz de labios en la mano pintándome la boca!

Al escuchar esta última afirmación, tía Clara interrogó molesta y chocadísima:

—¿Pero por qué, María Eugenia, por qué has de mezclar siempre las cosas santas y las cosas de Dios, con tus disparates? ¡Es ya la segunda vez que dices esa necedad de que te vas a pintar la boca el día del Juicio Final!

—Con lo cual no he hecho sino amoldar a las exigencias de la vida moderna un acto de fe, que en el fondo no es nada sincero, porque yo no creo en el dogma de la Resurrección de la Carne, ni en el del infierno que es el colmo de la crueldad. En cuanto al misterio de la Encarnación…

 

—¡¡¡Basta!!!…

Gritó sulfurada tía Clara. Y diciendo ¡¡¡basta!!!, se le cayeron con tal fuerza las tijeras al suelo, que de resultas del sonido inesperado y metálico, di un salto, se me olvidó enteramente lo que iba a decir a propósito del misterio de la Encarnación y fue ella quien tomando de nuevo la palabra dijo:

—Es muy bonito ¡sí! ¡muy bonito, que te pongas a hablar así, como un ateo o como un materialista, y todo, porque estás engreidísima, María Eugenia! ¡te figuras que eres «un genio»! Y repitió por segunda vez en tono apocalíptico: —¡Mira que Dios castiga el orgullo!… ¡y lo castiga en este propio mundo!…

—¿Sí? ¡Pues yo no veo en absoluto que Dios se encargue de repartir castigos en este mundo, porque si así fuera, tía Clara, hay unas personas… ¡que vienen por cierto mucho a esta casa!… ¿sabes?… sobre las cuales habría hecho llover ya ¡fuego del cielo! como sobre Sodoma y Gomorra.

—¡Jesús! ¡María! —exclamó picadísima de curiosidad— ¿y quiénes son esos monstruos, vamos a ver?

—Por Dios, Clara, no le discutas más ¡déjala! hazme el favor: ¡déjala! ¡déjala!… Yo sé que ella, en el fondo, no puede creer nada de lo que está diciendo, no lo hace sino ¡«por mortificarme»! —y tomando entonces un largo aliento para un largo suspiro, y levantando los ojos al cielo, Abuelita se puso a decir con voz dolorida y honda: ¡Este, sí, éste era el fruto que yo debía recoger de mi cariño por ella!

Y habló con un dejo de decepción tan amargo y tan profundo, que al punto, mi cólera, dándose ya por saciada apagóse bruscamente, y le dejó el campo abierto a una desagradable reacción. Ante la frase dolorida de Abuelita, me pareció de pronto que la había ofendido demasiado y arrepentida y muy disgustada ya contra mí misma resolví no hablar más.

Vino entonces un largo silencio general, porque tía Clara, reflexiva e intrigadísima se calló también. Tras de mi insolencia, tras de la frase final de Abuelita, y sobre todo tras de aquella insólita calma, había olfateado sin duda algún misterio. Por eso, de vez en cuando, entre puntada y puntada, me veía curiosa como para adivinarlo. Indudablemente que anhelaba conocerlo y Abuelita por su lado debía anhelar más todavía el podérselo decir, a fin de comentarlo con ella largamente. Sólo por esta razón, yo no me iba. Inmóvil en mi silla, contemplando las dos cabezas, inclinadas y absortas sobre la costura, me quedé mucho rato; mientras que en la mía, bajo la paz del silencio, comenzó a apuntar la idea muy precisa de que todo, absolutamente todo cuanto acababa de decir, dominada por la furia, eran imprudentes exageraciones, que podían tener consecuencias desagradables. Esta idea ya definida y otras indefinidas aún llegaron a preocuparme tanto, que resolví entregarme por fin al juicio de Abuelita y de tía Clara. Dejándolas entonces en completa libertad de comentarios, sin decir una sílaba, me levanté y me vine aquí. Una vez en el cuarto, eché la llave, arrastré el silloncito junto al escritorio, y ya, a solas conmigo, contemplando la muñeca lamparilla o los naranjos del patio, sumida entre los brazos de este sillón amigo y confidente comencé a reflexionar.

Estaba muy nerviosa todavía, sentía la cara congestionada y tenía las manos ligeramente temblorosas y frías. ¡Ah! ¡es que me había disgustado tanto!… Era la primera vez que esto me ocurría con Abuelita… y en mi furia desbordada, sin medida ni límites, la había herido en su amor de madre… ¡la había herido y la había mortificado! y en fin de cuentas, ¿por qué había sido la furia?… ¿por qué?… ¿por qué?… Pues porque Abuelita había dicho: «ese necio, ese petulante, ese nadie… es de lo peor… no es hombre que se case con nadie y mucho menos con una mujer tan pobre como eres tú»… ¡Sí! y todo eso eran informes recibidos de tío Eduardo… tío Eduardo se los había dado a Abuelita, impulsado por María Antonia, y quizás por mis primos… sí; sí; todos se habían puesto de acuerdo para que Abuelita me hiciera la guerra… ¡Ah! ¡envidiosos! ¡calumniadores! ¡imbéciles!… ¡Lástima que no hubiesen oído todo cuanto había dicho de ellos hacía un rato!… ¡Ah! ¡si aún era poco! Si a ellos directamente les hubiese dicho más, muchísimo más todavía!… Pero… ¡pss!… qué importaba al fin y al cabo lo que semejantes cretinos dijeran de Gabriel Olmedo. Y a mí… ¿qué me importaba tampoco Gabriel Olmedo?… Sí, Gabriel Olmedo… Gabriel… Gabriel…

Aun cuando Abuelita hubiese dicho en la mañana: «No piensas sino en el momento en que den las cinco para irte a casa de Mercedes Galindo, y eso cuando no te vas desde las cuatro…» dando las cuatro en punto, entraba yo en el elegante corredor de la casa de Mercedes; y entre palmas y orquídeas, mientras me quitaba el sombrero y me arreglaba el cabello ante un espejo, comencé a llamarla como es costumbre mía ya muy permitida y arraigada:

—¡Mercedes! ¡Mercedes! ¿Dónde estás?…

—¡Por aquí! ¡Por aquí! —contestó ella como contesta siempre, apagada la argentina voz tras de puertas y ventanas, en la suave penumbra de su boudoir oriental.

Mercedes ha querido orientalizar su indolencia criolla, y en lugar de mecerla en una hamaca bajo un susurrar de brisas y un abanicar de palmas, como en las habaneras, no, la cultiva en su bajo e inmenso diván turco, alargada y blanquísima, rodeada por un sinfín de cojines, entre cuyas suaves abolladuras, bajo la penumbra de las cortinas, lee, sueña, reflexiona, duerme, toma té, se aburre, y a veces también, llora. Como entre sus cojines ondulante y linda, Mercedes tiene un prestigio que a mí me resulta muy exótico y sugestivo, pienso siempre al mirarla que así debieron ser aquellas famosas reinas orientales; y como parece un jardín toda su casa, y como no encuentro de buen gusto el llamarla Cleopatra, le digo más bien «Semíramis» que fue la de los jardines suspendidos.

Cuando entré en el boudoir ayer tarde, Mercedes estaba leyendo rodeada de muchos libros. Al verme se incorporó al punto, me tendió alegremente los dos brazos, y después de besarme, me hizo sentar a su lado sobre una orillita del diván, marcó con un corta-papeles el libro que estaba leyendo, y se puso a decir cariñosa y sonreída tomándome las manos:

—¡Y qué temprano te viniste hoy! ¡Vaya!… ¡Qué milagro!… Estaba precisamente pensando en ti; iba a llamarte por teléfono. Pero… ¿por qué no te pusiste tu vestido de crépe Georgette; el del ourlet a jour que a mí me gusta tanto? —y añadió con una ligera sonrisa combinada con un ligero guiñar de ojos—… ¡viene Gabriel a comer esta noche!

—Pero es que todas, todas las noches el mismo crépe Georgette, por más que a ti te guste, me parece demasiado!…

—No, no, en eso no tienes razón, María Eugenia, hijita! Cuando una toilette queda bien se abusa de ella cuanto se puede. Con mucho mayor motivo tratándose de un vestidito negro, tan sencillo, tan seyant… Pero ahí estás muy incómoda, corazón, súbete en el sofá, recuéstate, ponte a ton aise. ¡Toma! ¡Toma!

Y Mercedes comenzó a acumular cojines a un lado del diván. Yo me subí al momento, me hice con los cojines y la pared una especie de largo nido, me acosté en él, sobre un cojín pequeño apoyé el codo, apoyé luego la sien izquierda en la mano cerrada, y así, mullida y confortable, comencé a participar a Mercedes mi gran preocupación:

—¡Ah!… no sabes el disgusto tan grande que tuve con Abuelita esta mañana. Me puse tan indignada y furiosa que hablé horrores de tío Eduardo, de María Antonia y de mis primos, los insulté a todos. Mira, dije de ellos las cosas más espantosas que se me fueron ocurriendo en aquel momento! ¡horrores; Semíramis, horrores!… ¡sapos y culebras!

—¡Pero qué maladresse tan grande! —exclamó al instante la aludida Semíramis, que cuando se encuentra en el sofá turco, bajo la influencia inmediata de sus libros, prodiga más que nunca los espontáneos galicismos o afrancesamientos— y ¿por qué hiciste esa gaffe, María Eugenia?

—¡Ah! ¡porque no siempre soy dueña de mí misma!… Bueno, después de insultar a tío Eduardo y a su familia, insulté también a la moral, que es como insultar a otro hijo de Abuelita.

—¡Oh! ¡la! ¡la!… eso está peor todavía! ¿Y qué dijo Eugenia?

—¡Absolutamente nada, nada, nada!… Ni entonces ni después. Y es lo trágico, Semíramis, y lo que me tiene horriblemente preocupada. Ese mutismo de Abuelita es amenazador. El silencio por lo general es muy traicionero. No sé por qué me figuro que Abuelita debe estar premeditando alguna cosa terrible contra mí.

—¿Pero qué pasa, cuéntame, por qué fue esa brouille?

—¡Pues por una tontería! Figúrate que Abuelita quiere a toda costa que yo aprenda a calar, porque dice que soy muy ociosa, y que la ociosidad es la madre de todos los vicios; ¡ese refrán tan viejo! Bueno, para complacerla me puse a aprender con ella, en un mantel de granité que tiene ahora entre manos. Pero la verdad, Semíramis, a mí me marean tanto los hilos yendo y viniendo, me marean horriblemente y, como además no comprendía nada, me distraje… Por esta razón Abuelita se disgustó muchísimo, y aprovechando su disgusto me echó una filípica terrible sobre un millón de cosas que no tenían nada que ver con el mantel ni con el calado. Dijo que yo no era obediente ni respetuosa como antes; que me desdeñaba de estar en su casa y de ser amiga de mi prima; que a mi prima le había puesto un nombre; que me burlaba de ella; que no quería sino estar aquí contigo; que eras tú quien me había infundido ese sentimiento de aversión hacia toda la familia Aguirre; que desaprobaba nuestra intimidad; y que Gabriel Olmedo, a quien tú tratabas de «meterme por los ojos» era de lo peor… que se burlaría de mí… y que jamás se casaría conmigo… porque yo era… una mujer… muy pobre…

Estas últimas frases las dije entre vacilaciones, con gran esfuerzo y repugnancia. Hubiera querido suprimirlas de la enumeración, pero cuando lo pensé era muy tarde, porque ya las había empezado a decir.

A Mercedes no se le escaparon dichas vacilaciones y repugnancias. Mientras yo titubeaba, comenzó a sonreír, y cuando terminé el relato, dejando escapar apenas las últimas palabras, ella, riéndose ya francamente, con su colorida risa sonora, entornó los ojos, en un medio entornar que era brillante y terrible y dijo mezclando las palabras con las risas y los guiños:

—¡Ay! ¡María Eugenia, María Eugenia, fue por eso, fue por lo de Gabriel, por lo que te pusiste tan indignada!

—¡No, Mercedes, no, no lo creas, te aseguro que no! ¿Qué me importa a mí lo que digan de Gabriel? Lo que sí me dio rabia fue la injusticia contigo, porque en ella vi claro la mano de tío Eduardo y su familia. No pueden soportar nuestra intimidad y están influyendo en Abuelita para que me la prohíba. Abuelita en el fondo no te quiere mal ¿ves?, pero claro, como ella no pone jamás los pies en la calle, no sabe del mundo sino por los cuentos que le lleva ese imbécil de tío Eduardo. Es lo único que oye y lo único que cree. Y en el fondo quien informa es María Antonia ¿comprendes?… porque es ella, esa diabla, esa chismosa, quien le llena la cabeza a tío Eduardo, para que tío Eduardo se la alborote a Abuelita.

Mercedes no contestó nada. Durante un instante se quedó callada y como reflexionando. Luego dijo:

—Verdaderamente ¡qué injusticia!… y sobre todo, ¡qué parti-pris!… ¿Cuándo te he hablado yo mal de Eugenia, ni de Eduardo, ni de ninguno de ellos?

—Eso mismo le dije yo a Abuelita, y fue después cuando empecé mi letanía de insultos contra tío Eduardo y compañía. Los llamé imbéciles y mentecatos hasta que me cansé. ¡Ah! ¡es que estaba furiosa! Mira, me temblaban los labios, me temblaban las manos, nunca, nunca, me había puesto en ese estado!…

—¡Ay! no parece cosa tuya, María Eugenia, corazón, tú que eres tan dulce, tan prudente, tau suavecita… ¿ponerte furiosa?… una cosa que descompone tanto… y que a la larga arruga. Sí, mira, esas personas de mal carácter a los treinta años: ca y est! las arrugas, las canas, el mauvais teint, todas las calamidades juntas ¡si es muy sabido!

Yo medité unos segundos, y meditabunda todavía, hundida suavemente entre el pesimismo y los cojines, me puse a decir así con filosófica gravedad:

—Pero, ¿sabes Mercedes, sabes que después de todo Abuelita no anda quizá tan equivocada?… Es cierto que tú nunca me has dicho nada contra los de mi casa, pero haciéndome respirar este ambiente tuyo, este ambiente divino que yo adoro, porque me acaricia y me ensancha el alma, has impedido que me aclimatara al ambiente de allá… ¡la inconformidad surge de las comparaciones!… ¡Estos cambios bruscos y continuos impiden que crezca y que se arraigue la costumbre… ¡la costumbre!… ¿sabes?… que es como la madre y como la consoladora de los desgraciados… Mira, recuerdo que cuando llegué a Caracas, hace sólo algunos meses, me puse muy triste porque sus calles tan angostas y tan chatas me parecieron feas… Ahora cuando camino por ellas ¿sabes lo que pienso?… pues pienso que las calles de París son las tristes, porque para hacerlas tan altas han tenido que ir amontonando las casas unas sobre otras como se amontonaban en los desvanes esos cajones vacíos que están cerrados y están oscuros por dentro. Y es que las calles de Caracas tienen ya a mis ojos la dulce simpatía de la costumbre…

 

Y luego de decir yo esto nos quedamos en silencio un buen rato.

No parecía sino que sobre el diván, bajo la penumbra de las colgaduras, continuara flotando todavía el eco de mis palabras, y que si estábamos tan calladas las dos era porque seguíamos oyéndolas… Hasta que Mercedes con una voz muy baja y muy lenta, porque ayer estaba triste, se puso a hablar por fin, y dijo suspirando:

—¡Tal vez sea verdad eso de la costumbre, y quizás, quizás, queriéndote hacer un bien, te habré hecho un tort muy grande!…

Y volvimos a callarnos otra vez. Me pareció ahora que nuestros pensamientos revoloteaban muy unidos sobre el mismo objeto, como dos mariposas que están aleteando juntas alrededor de una luz. Y era tan intensa esta impresión que dentro de la penumbra y dentro del silencio que nos rodeaba, parecía que casi, casi, se pudiera percibir ese aletear parejo e invisible de nuestros dos pensamientos. Yo sentí que bajo su influjo se me iba poco a poco oprimiendo el alma, y tuve ganas de llorar. Pero Mercedes volvió también ahora a romper todos esos hilos o medias tintas de lo abstracto y de lo intangible, al decir de pronto con la ruda energía de las cosas reales:

—¡No, María Eugenia, no, yo no te he hecho ningún mal, estoy segura! —E irguiéndose blanca y nerviosa sobre la negrura del diván, con una expresión dominadora, me clavó en las pupilas sus lindos ojos penetrantes y declaró convencida:

—Mira: tú quieres a Gabriel y Gabriel está loco por ti; tú lo sabes, él también, y aunque no se lo hayan dicho, ya empieza, ya empieza el flirt porque lo he visto. Bueno, ahora te apuesto a que no pasa un mes… ¡qué digo un mes!… no pasa una semana sin que Gabriel se decida a casarse contigo.

Yo sentí que una luz inmensa surgiendo de los ojos de Mercedes mes deslumbraba el alma, y como no pudiese resistir de frente aquel glorioso fulgurar de ojos, bajé los míos sobre el diván y no dije nada. Ella siguió:

—Sí, Gabriel está loco ¡por más que quiera disimularlo no piensa sino en ti! Y muy difícilmente, vuelve a tropezarse en la vida con una mujer que lo charme, que lo satisfaga, y que le interese tanto como le interesas tú. Mira, créeme, si en lugar de tener treinta años Gabriel no tuviera sino veinte, aquí lo tendríamos todo el día, sí, aquí, entre nosotras, queriendo estar contigo a cada instante, sin ver, ni oír, ni existir para nada que no fueras tú. Pero Gabriel ha vivido ya mucho, y por eso mismo que ha vivido mucho, y que ha triunfado mucho, le ha entrado ahora la fiebre de la ambición y de los negocios, quiere siempre más y más, nada le basta. ¡Sí; es terriblemente ambicioso, anda en mil negocios y sueña con millones, tiene además muchas aspiraciones políticas, y es por eso, es por ambicioso, por lo que le teme tanto al matrimonio! La idea de una entrave cualquiera que le impida subir, le asusta terriblemente… Pero, déjalo, déjalo, que el amor es más fuerte que todo eso; y estas pasiones de los treinta años, son las pasiones más grandes y son también las más firmes, porque se quiere todavía con todo el entusiasmo de la juventud, y se va queriendo ya con el ansia que nos da el sentir que este divino tiempo de la juventud: ¡se va!… Bueno, y lo que pasa también es que Gabriel te tiene segura porque sabe que estás escondida y encerrada allá en casa de Eugenia sin ver alma viviente. ¡Si hubiera otros revoloteando a tu alrededor, tendría celos, miedo, sí, le entraría la frousse de perderte y entonces ¡ah! entonces verías tú dónde mandaba la ambición y los affaires! Pero yo no le digo una palabra. En estas cosas no hay mejor embajador que el tiempo y el mucho verse; verse sobre todo; ése, ¡ése es el viento que va soplando la llama!

Hasta ayer Mercedes no me había hablado nunca de Gabriel, con tal precisión y claridad. Lo mencionaba y nombraba continuamente, pero era siempre, entre insinuaciones y sonrisas, en ese delicioso tono picante con que su voz acaricia y embriaga cuando da bromas de amor. La franqueza de ahora me sorprendió y me turbó tantísimo que me dejó un largo rato paralizada y muda, con los ojos atónitos fijos en el sofá. Sentía dentro de mí misma, no sé qué extraño despertar de mil cosas oscuras que ahogándome de asombro y de placer me apagaron la voz. Por fin, no sabiendo qué hacer, ni qué decir, sacudí unos cojines, cambié de posición, me arreglé el pelo, y arreglándome el pelo pregunté al azar:

—¿Por qué diría Abuelita esta mañana que Gabriel tiene malas ideas?

—¡Ah! porque Gabriel es muy libre-penseur, no cree en nada, no tiene un ápice de ideas religiosas; y eso, verdaderamente: ¡c’est dommage! Además, Eugenia se escandaliza porque Gabriel tiene cierta fama de disoluto. En el fondo lo que ocurre es que como es tan generoso, tan galante, y tan beau garqon, ha tenido siempre aquí y en París, un succés fou con las mujeres, y los demás: ¡claro! por envidia todo lo agrandan y lo comentan. Pero Gabriel casado contigo, sería un marido ejemplar, estoy segura ¿no ves tú que tiene tantas ambiciones y tantos ideales que unidos a ti le llenarían por completo la vida?… ¡Sí!… mira, es muy ambicioso «tu Gabriel» y es muy inteligente, y tiene sobre todo: un savoir-faire ¡ah!… ¡pero admirable! —Al llegar aquí, bajó muchísimo la voz, y misteriosa y sonreída, añadió confidencialmente—: ¡No le digas nunca que yo te lo he dicho, ¿eh?, pero tiene ya ofrecida una Legación en Europa, y asómbrate: il s’en moque de la Legación! ¡no acepta! Y es que anda metido en unos negocios de petróleo que pueden darle millones… Lo sostiene en el gobierno ese Monasterios que es ahora todopoderoso… Bien… la gente dice que Monasterios lo quiere casar con su hija, una muchachita trigueña, gorda, chiquita, que anda toda fagotée! de lo más adocenado y vulgar del mundo. Gabriel deja correr la voz y se ríe ¡claro! porque ¡figúrate tú si él, que es tan raffiné, tan exquisito, tan gourmet como quien dice, se va a casar con eso!

Y Mercedes se rio en las notas más alegres y argentinas de su gama, pero tan a tiempo que a mí me sonaron todas a campanas de gloria. Aquellos informes de Gabriel lejos de asustarme me encendieron de alegría. Me pareció que las ambiciones y los proyectos eran también míos, los compartí con gran entusiasmo y los vi erguirse como un pedestal altísimo sobre el cual Gabriel crecía, crecía, enormemente. ¡Ah! si ese pedestal lo alejaba de mí: ¡mejor! así lo quería yo, difícil y brillante como la victoria… Por esta razón mientras sonaba la risa alegre y burlona de Mercedes, yo miré levantarse definitivamente delante de mis ojos, como en una sublime apoteosis, la gloria del amor unida a la gloria de todas mis ambiciones realizadas… Y en aquel momento preciso, sin que nadie diese vuelta a la llave, dentro de la penumbra que nos rodeaba, se encendió de pronto la luz tamizada y rojiza que de noche ilumina el boudoir. Como si una racha de misterio acabase de pasar por la estancia, yo me estremecí y Mercedes, que es algo supersticiosa y muy dada al ocultismo, se irguió de nuevo sobre los cojines y me preguntó asustada:

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