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13. Religiones afro-brasileñas

La aportación yoruba traspasa, con creces, las fronteras continentales, ya que muchos afro-americanos de Brasil, Cuba o Estados Unidos participan de numerosos aspectos de esta cultura. Aunque en otro capítulo tocaremos cuestiones de globalización, sincretismo y mestizaje, me parece muy saludable incluir entre las “religiones del mundo” alguna de estas religiones afro-americanas tradicionalmente devaluadas a la categoría de “sincretismo”.

Sabemos que a lo largo de varios siglos fueron llegando a Brasil miles y decenas de miles de esclavos africanos. En las plantaciones (más tarde en los suburbios de las ciudades), estos esclavos de distintas procedencias africanas fueron “reencontrando” a paisanos de sus mismas zonas de origen. A lo largo del siglo XIX se formaron distintas “naciones” de afro-brasileños. Los nombres que recibieron solían denotar su origen: congo, malé, yoruba, moçambique, fon, angola o dahoman. Gradualmente se desarrolló una complejísima estructura social con reyes, reinas, embajadores o cortesanos de dichas “naciones”. A su manera, el gobierno brasileño alentó la formación de estas “naciones”, ya que pensaba que la rivalidad étnica ayudaría a mantener la población afro-brasileña dividida.

Aunque los primeros cultos religiosos debieron retener mucho de su origen tribal africano, a medida que los afro-brasileños fueron mezclándose entre sí y con otros grupos raciales, las diferencias entre las “naciones” quedaron básicamente relegadas al culto. Si bien en zonas del Norte la influencia indo-amazónica fue –y es– patente, en la mayor parte de Brasil la jerarquía ritual y las formas de culto prevalentes fueron las de la “nación” yoruba, de origen nigeriano. Lo muestra la afro-brasileña orixá (“deidad”) que deriva de la yoruba orisá.

Como ya sabemos, la divinidad principal yoruba es OlodumareOlórun. Por debajo tenemos, en Brasil, una serie de orixás como Oxalá (Obatalá en Nigeria o en Cuba), Xangó o la diosa Yemanjá, que son ancestros, héroes y reyes divinizados que interceden entre Olórun y los humanos. El ritual consiste en el sacrificio animal y suele haber danzas extáticas. Existe una clase sacerdotal que, con frecuencia, es femenina.

Durante siglos, y aun abolida la esclavitud, los cultos afro-brasileños fueron perseguidos. De modo que muchos rituales, mitos y creencias adoptaron la estrategia del camuflaje bajo guisa cristiana. Por ejemplo, Oxalá solía identificarse con Jesucristo (o el Espíritu Santo), Yemanjá con Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, el orixá guerrero Oguan se transformaba en san Jorge, mientras que Exu, el dios de la venganza, se homologaba al Diablo. Algo muy parecido ocurrió en Cuba [véase §63].

Solo en la zona del Nordeste (donde la población de origen africano ha sido siempre muy elevada), la divisoria entre el componente africano y el cristiano pudo mantenerse de forma consciente. Allí, en estados como Pernambuco o Bahia, la religión afro-brasileña recibe el genérico de candomblé. Más hacia el Sur, la distinción entre lo africano y lo católico es mucho más difícil de establecer. Con el paso del tiempo, estas tradiciones fuertemente hibridadas dieron lugar a los cultos de la macumba y, en tiempos más recientes, de la umbanda [véase §64]. Cuanto mayor es la participación “blanca” en estas formas religiosas, más nos alejamos de los cultos africanos, más hincapié se pone en la magia que ayuda al individuo y menos énfasis se pone en la red de relaciones sociales y en la solidaridad de grupo.

14. Religiones civiles

En su proceso de pluralización, el término religión se ha ensanchado de tal manera que se habla de una “religión civil”, del “cientifismo como religión”, de “religión humanista”… y hasta de una “religión del dinero”.

Siempre que viajo a Estados Unidos me llama la atención la profusión de banderas ondeando. Y la no menos numerosa cantidad de iglesias que hay por doquier.

La asociación entre la bandera nacional y la Iglesia no es casual. El cristianismo es la religión preponderante en Estados Unidos. Aunque su Constitución realiza una clara separación entre la religión y el Estado (de hecho, este texto fue una de las piezas clave en el proceso de secularización de Occidente), al mismo tiempo se refiere a Dios en diversas ocasiones. La retórica política y la atmósfera pública de Estados Unidos están muy entrelazadas con los símbolos y mitos religiosos. Hasta tal punto, que se habla de una “religión civil” que sustituye al cristianismo como vector de cohesión social y como fundamento moral de la nación.

Los paralelismos son asombrosos. Por ejemplo, la Guerra de Independencia de Estados Unidos replica la huida del pueblo de Israel de Egipto (y este último vale por el inmoral yugo europeo). La Guerra Civil es como la redención –por sangre y sacrificio– que Jesucristo realizó del género humano con su pasión y muerte. La bandera nacional, el himno y el juramento de lealtad son las contrapartidas civiles a la cruz, el salmo religioso y la recitación del credo. Existe una escatología obvia: Dios guía a la nación estadounidense de forma providencial hacia el Progreso. América es la nueva Tierra Prometida y los (norte-)americanos, el nuevo pueblo elegido, cuyo destino es dirigir el resto del mundo hacia la salvación colectiva.

La teología civil tiene como doctrinas fundamentales los derechos individuales, la democracia y la igualdad de oportunidades. Estos dogmas crean un universo de significado en el que el individuo encuentra sentido a la vida y gracias al cual el orden social se legitima. En el espacio público estadounidense se invoca constantemente a Dios (pero no a Jesucristo ni a ninguna Iglesia en particular), que hasta aparece en el billete de un dólar. Las ceremonias y protocolos políticos son verdaderas liturgias, como el infinito proceso electoral presidencial, verdadero ritual colectivo de la religión civil norteamericana.

Podemos considerar esta apropiación un burdo “simulacro” (Jean Baudrillard) o un “sustituto”; un suplente que –para más inri– utiliza con descaro las más modernas técnicas de márketing comercial para persuadirnos de los mensajes de salvación de sus apóstoles políticos. Pero el que esta esfera “civil” haya sido designada como “religión” por los expertos es revelador de su alcance (y de la intemporal necesidad de anclar lo mundanal en lo trascendente).

El fenómeno no es intrínsecamente norteamericano, aunque es allí donde mejor ha sido estudiado y donde ha sido aplicado con más eficacia. De hecho, el término “religión civil” fue acuñado por Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII; en un contexto parejo.

Se tiene a la República Francesa como el primer Estado laico, verdugo del ancien régime. Pero por mucho que se autoproclame laica, las referencias sacro-políticas son constantes. La República se convirtió en una verdadera Iglesia de sustitución, con sus dogmas (Constitución, Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano), sus símbolos venerados como reliquias sagradas (la bandera, la patria, la Marianne) y sus rituales (fiestas cívicas, con plegarias, cánticos, santos y mártires). Uno puede preguntarse si, en Estados Unidos o Francia y en cantidad de países que más o menos siguen su estela, no se está dando una sacralización del capitalismo o de la laicidad. Está claro que lo religioso y lo político no son entidades separadas. Siempre han mantenido relaciones, tensiones y, lo que es menos conocido, correspondencias (la burocracia celestial angelical, por ejemplo, ha servido muchas veces de arquetipo para la administración terrenal).

Habrá quien proteste y no admita como religión algo que no parece preocuparse por elevarnos a lo trascendente. O que no postula la existencia en un plano sobrenatural. Son razones de peso. (Pero no olvidemos nunca que la trascendencia no es obligatoriamente un sine qua non de la religión.) Al postular una “religión civil” estamos reduciendo el fenómeno religioso a un conjunto de símbolos, una moral y una cosmovisión. Según esta concepción, entonces cualquier ideología puede ser una religión. Lo cual se me antoja asimismo plausible. Sí. La idea invita a reflexionar.

15. El maoísmo

Indaguemos en una curiosa religión china, algo moribunda, pero indiscutida durante muchos lustros. Porque cómo tildar sino también de religioso el intrincado cúmulo político, ideológico, económico, institucional, moral y ritual que fue –y, en parte, todavía es– el maoísmo.

En efecto, esta religión tiene su propio fundador, Mao Zedong (1893-1976), apodado el Gran Timonel (un título que remite al Primer Emperador, con quien Mao se identificaba plenamente). Desde la perspectiva maoísta puede hablarse de profetas como Marx, Engels, Lenin o Stalin, cuyos retratos solían aparecer en paradas y vallas públicas mostrando el linaje o sucesión profética.

Existen escrituras canónicas, como el famoso Libro rojo. Hay una filosofía oficial: el materialismo dialéctico. Y una Iglesia institucionalizada (el PCCh) que vela por la ortodoxia, la ley y el orden. Una Iglesia, por cierto, sumamente jerárquica y con poder para excomulgar, ejecutar o llamar a la guerra santa (Revolución Cultural).

El maoísmo, por supuesto, posee su mitología particular. Ahí está la Larga Marcha, la gran epopeya del comunismo chino y su mito central. O la victoria de 1949, conocida como la Liberación (y que marca un tiempo prey otro post-Liberación, un poco al modo del a. de C. o el d. de C. de otras tierras). Incluso los planes quinquenales, como el Gran Salto Adelante, forman parte del mythos. Todo este bagaje épico y mítico se reactualizaba periódicamente en obras de teatro, verdadero ritual colectivo del maoísmo “popular”, o, más solemnemente, en las liturgias o sesiones del Partido, accesibles tan solo a la élite burocrático-clerical.

El componente escatológico del maoísmo es muy acusado: promete una revolución permanente en pos de una sociedad igualitaria y justa; o sea, el Cielo aquí, en esta tierra. La moral maoísta, la llamada “moral revolucionaria”, tan celosamente instigada por la guardia roja durante la Revolución Cultural, está muy ligada a esta meta última. Ya que la Larga Marcha no había conducido al prometido paraíso material para los trabajadores y los agricultores, la meta se transmutó en la moralidad revolucionaria desnuda, convertida en un fin en sí mismo, mientras la expectativa revolucionaria de un futuro glorioso se pospuso para siempre, siendo su lugar ocupado por el heroico presente.

Por todos estos rasgos podemos considerar el maoísmo como una “religión” en el sentido más convencional de la palabra. Y, desde luego, tiene más números para serlo que aquello que llamamos “hinduismo” [véase §8]. No le falta ninguno de los componentes que se les supone a las religiones. ¿Cierto?

Bueno, quizá no. Algo fallaba en la religión maoísta. Algo faltaba, como en la “religión civil” estadounidense o en el “laicismo” francés. Me aventuro a insinuar el qué: la experiencia de lo sagrado. Y una religión sin un plus de trascendencia o que no nos desligue de lo condicionado, esto es, una religión –o Iglesia– sin cierta dimensión espiritual o mística, entonces se convierte en un vástago parricida de la religión (la expresión es de Juan Antonio Marina), cae en la mera ideología, en el puro dogmatismo y, con frecuencia, se convierte en el opio del pueblo.

¿O fue el maoísmo otra manifestación de la religiosidad china? De esa que puede adoptar la forma del taoísmo, el confucianismo, la religión popular o el budismo [véase §9]. Pues también podría ser correcto. Aunque yo no soy experto en sinología, aventurémonos una vez más en el universo ritual de China. La distancia con el mundo abrahámico permite hacer aflorar interrogantes interesantes para seguir indagando en el fenómeno que llamamos religión.

16. El dao confuciano

En la jerga común, los conceptos “Extremo Oriente”, “civilización china” o “mundo confuciano” son virtualmente equivalentes. De forma automática los asociamos al universo de los ojos rasgados y la piel levemente aceitunada: China, Taiwán, Corea, Japón y Vietnam.

¿Quién fue este Confucio al que le otorgamos la paternidad cultural de la mayor parte de la humanidad? ¿A qué se asemeja eso que llamamos confucianismo? ¿Alguien tiene idea de qué van los famosos valores confucianos?, ¿y qué tienen que ver con la China de hoy? Aquí solo vamos a esbozar algunas reflexiones.

En realidad, el confucianismo no nace con el maestro Kongfuzi (-551/-479), que solemos latinizar en Confucio. Él no cesó de repetir que era únicamente el custodio de un saber antiguo. Sin embargo, dado que desde hace 2.500 años Kong ha sido honrado como el maestro más venerado, algo así como la “encarnación” de la senda confuciana (la Ru-jia o “tradición de letrados”, como más certeramente habría que denominarla), es lícito otorgarle el honor.

Todo el mundo tiene cierta noción acerca de lo que hicieron o enseñaron hombres como el Buddha, Jesucristo o Muhammad (Mahoma). Pero del maestro Kong existe en Occidente una estrepitosa ignorancia. Tal vez porque no se sabe muy bien dónde encajarlo. ¿Fue el maestro Kong un sabio?, ¿un líder religioso?, ¿un humanista? Se oye con frecuencia que el confucianismo no es una religión. Lo cual podría ser correcto. El confucianismo, es cierto, no es una religión institucionalizada, ni es un sistema centrado en el culto, aun a pesar de la importancia que históricamente ha otorgado al ritual. Hablando estrictamente –y al hilo de lo que escribíamos en el capítulo anterior–, el término “religión” solo puede aplicarse a aquella tradición en la que nace y se incrusta el concepto religio. Pero dado que el término ha sido pluralizado, entiendo que la enseñanza de Kong podría concebirse como una potente dimensión de la religiosidad china.

El confucianismo es una visión del mundo, conforma una ética personal y social, es una ideología política, una tradición de letrados y una forma de vida. Por tanto, es una tradición que abarca política, sociedad, familia, educación…, esto es, todos los niveles de la existencia humana.

El eje de la tradición confucianista podría comprimirse en la idea de aprender a ser humano. Y ser humano, para el maestro Kong, significa ser y estar en armonía con la Naturaleza y con el Cielo (tian). Fíjense que el sentido estricto de “religarse” le viene como anillo al dedo. Esta armonía o plenitud del ser se da en la red de relaciones que el individuo establece con su familia, la comunidad local, la nación, el mundo entero y el más allá. Kong insistió una y otra vez en que la potencialidad o virtud (de), entendida como perfección moral y como potencia de transformación, es inherente al ser humano. Todos tenemos la responsabilidad de desarrollarnos a través del estudio (xue). A medida que cultivamos esa potencialidad, la virtud se manifiesta en el comportamiento y en las actitudes de benevolencia (ren), sentido de justicia (yi) y respeto a las formas sociales y ritos (li).

Este aprendizaje, cultivo o autorrealización no es un medio para alcanzar algo divino o trascendente, sino que es el fin en sí mismo. El confucianismo –o mejor, la enseñanza de Kongfuzi, ya que la ideología confuciana que cuajaría varios siglos después de la muerte del maestro mantiene importantes diferencias con su mensaje– entiende que si uno no se entrega al cultivo personal, entonces solo queda parapetarse tras las apariencias externas, el poder material o cualquier cosa distinta a nuestras capacidades internas; y eso es algo de lo que aborrece el confucianismo antiguo. En cambio, el aprender a ser humano es un proceso que no tiene fin. Todos somos sabios en potencia, todos podemos llegar a ser un “hombre superior” (jun-zi) o un “hombre espiritual” (shen-ren). Este es el dao o “camino” confuciano.

Podemos llamarlo humanismo, religión, espiritualidad… Y al maestro Kong tildarlo de sabio, hombre superior o lo que queramos. Al final, estas etiquetas nos revelan ante todo nuestra propia posición y óptica del mundo. Desde mi ángulo personal puedo ver esta enseñanza como uno de los desarrollos más poderosos de lo que hoy llamamos espiritualidad ateísta o secular [véase §4]. Y de lo que nadie puede dudar es de la incidencia de estas ideas y valores en la sociedad que –en honor al maestro Kong– hemos designado como “confuciana”. Aunque China transite hoy por otras lindes.

17. El descenso del Espíritu Santo

Me pasa lo que a muchos jóvenes de hoy: un creciente analfabetismo teológico del cristianismo. (¡Lo cual no me ha impedido escribir un libro sobre religiones!) Nunca entendí muy bien el esotérico concepto de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Aunque siempre es un consuelo saber que eso tampoco lo captan musulmanes y otros estrictos monoteístas.) No tuve problema con la encarnación del Padre en el Hijo. Al fin y al cabo, se parece mucho al concepto hindú de avatar, con el que estoy familiarizado. Pero confieso que me cuesta asir la tercera parte: el Espíritu Santo. (Y eso que conozco tanto la teología trinitaria de Raimon Panikkar como la análoga doctrina de los “tres cuerpos” del Buddha.) Hasta que un día caí de forma casual en una pequeña iglesia de la periferia de Bogotá.

Según los expertos, las dos religiones que crecen con mayor rapidez en el mundo son el islam y el cristianismo “carismático”. Se calcula que unos 250 millones de personas profesan en la actualidad esta modalidad de cristianismo, también conocida como pentecostalismo.

El fenómeno es muy palpable en Estados Unidos, Latinoamérica (Brasil, Puerto Rico, México o Argentina), en África Sudsahariana (Congo, Sudáfrica o Nigeria), en Europa del Este (Rumanía) y en zonas de Asia (Corea, China o Filipinas).

Esta variedad de cristianismo nació a principios del siglo XX en los “márgenes” de sociedades principalmente cristianas. Comparte algunos rasgos con el fundamentalismo; en especial, su aversión por las formas más liberales de cristianismo, la idea de infalibilidad de la Biblia, una moral muy estricta y la creencia en la segunda llegada de Jesucristo. La principal diferencia es el peso que las iglesias pentecostalistas otorgan al carisma milagroso del Espíritu Santo; de ahí su nombre. Para los cristianos carismáticos, el bautismo en el Espíritu constituye la experiencia cristiana cardinal. Los que han sido salvados por el Espíritu manifiestan con frecuencia signos raros, extáticos y maravillosos (capacidades curativas, exorcismo o glosolalia, es decir, hablar un idioma desconocido). Para los carismáticos, el catolicismo no es siquiera cristianismo, y reniegan del ritual tradicional, al que consideran vacío.

Los carismáticos trazan sus orígenes a partir de las comunidades cristianas de la antigüedad. En concreto, las descritas en los primeros capítulos de los “Hechos de los Apóstoles”. Este texto, que es una continuación de los “Evangelios”, narra la expansión del cristianismo por toda la zona mediterránea, propulsado por el Espíritu, que otorga el don de lenguas (de ahí que algunos hayan calificado el libro como el “Evangelio del Espíritu Santo”), hasta que el vendaval cristianizante llegó a Roma.

La fiesta de Pentecostés, que marca el descenso del Espíritu Santo cincuenta días después del Domingo de Resurrección y pone fin al tiempo pascual, celebra en rigor el nacimiento de la Iglesia cristiana, la comunidad de personas reunidas y transformadas por el Espíritu Santo. Para los grupos carismáticos, Pentecostés constituye el evento principal; de ahí su nombre más común de pentecostalistas.

Es lógico, por tanto, que los carismáticos crean fervientemente que están restaurando la prístina y poderosa religión del “Nuevo Testamento”. Al recibir hombres y mujeres de cualquier raza y por igual el carisma del Espíritu Santo, y al ensalzarse el papel de la familia o el rol de la madre, los pentecostalistas se muestran resueltamente igualitaristas. Mi experiencia con ellos, si bien no me aclaró del todo el concepto de Trinidad, sí me mostró una intensidad religiosa que hacía tiempo que no había visto en el mundo cristiano.6 Por mucho que me haya referido aquí a los “Evangelios”, el pentecostalismo marca con rotundidad el reemplazo del “libro” por la inspiración y el carisma divinos.

El pentecostalismo nace, se desarrolla y ha arraigado entre los más desfavorecidos. Aparece en 1906 en una misión periférica de Los Ángeles, fundada por un predicador negro originario de Louisiana, de nombre William Joseph Seymour (1870-1922). Es más que evidente la influencia de las formas de cristianismo evangélico afro-americano. Casi simultáneamente, el pentecostalismo también vio la luz en Gales, en los márgenes del Reino Unido; y muy poco después aparecía en multitud de poblaciones del África Sudsahariana y de América Latina. Hoy, poderosas Iglesias africanas, como el movimiento Aladura de África Occidental, la Iglesia de Sión de Sudáfrica o la Iglesia de Dios en la Tierra de África Central, proceden del cristianismo carismático.

Curiosamente, el pentecostalismo se ha ido desplazando de las periferias al “centro”, influyendo hoy en las principales corrientes cristianas. En la actualidad existen metodistas, baptistas, anglicanos y católicos de clara orientación “carismática”. Todos comparten la primacía de la experiencia personal.

Hasta tal punto este último punto me parece cardinal que me atrevo a vaticinar que aquellas espiritualidades que prioricen la experiencia personal y propugnen una vía igualitaria son las que acabarán siendo más vitales.

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