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9. Las “tres religiones” de China
Un caso fantástico de proyección de categorías sobre el “otro”, que debemos a Matteo Ricci (1552-1610) y los jesuitas del siglo XVII, es el de las “tres religiones” de China. Si la posición de Ricci es justificable dada la incomprensión mutua de su época (y aun así su apertura y esfuerzo por entender al “otro” es digno de resaltar), cuatro siglos después seguimos cayendo en las mismas trampas. ¿Cuáles?
En época de Ricci existían en China tres “cánones” identificados con tres religiones: el Daozang o canon taoísta, el gigantesco cuerpo de Sutras budistas y los Clásicos (Jing) confucianistas. Para Ricci era normal pensar que Laozi habría “recibido” los textos más antiguos del taoísmo; los Sutras budistas se corresponderían con los sermones del Buddha; y los Clásicos habrían sido escritos por Kongfuzi (Confucio) y recogerían unas prácticas rituales muy antiguas. En otras palabras, cada fundador habría recibido o creado unos textos que formarían la doctrina fija de su religión. Ricci delimitó, así, las “tres religiones” de China de forma compatible con el modelo abrahámico de religión. Un buen caso de ge-yi conceptual.
Lo cierto es que ni Kongfuzi ni Laozi fundaron sus “religiones”, ni sus textos fueron revelados divinamente, siquiera el maestro Kong escribió los Clásicos, ni los Sutras budistas son unos “Evangelios”. Los cánones orientales siempre han sido provisionales [véase §25]; de ahí que constantemente aparecieran más Sutras y se añadieran tratados y comentarios, o se prefiriera destacar algunas parcelas en lugar de otras.
Ricci transformó lo que eran “tres enseñanzas” (budismo, taoísmo y confucianismo) en “tres religiones”. Consideró las instituciones que estaban fuera del Estado, es decir, el budismo, el taoísmo y la religión popular, como oponentes del confucianismo (en su época, la tradición ligada al Estado). Lo artificial de este razonamiento se hace patente cuando –para nuestra sorpresa– descubrimos que en China no se conocía el término “confucianismo” [véase §16].
Para un europeo como Ricci lo normal era y es que una persona se declare o bien cristiana, o bien musulmana, o budista, o atea, o lo que sea; esto es, que exprese su filiación a una determinada religión. Al monoteísta le cuesta comprender que esa persona pueda declararse creyente y practicante de dos o tres religiones a la vez. El hecho es normal porque el cristianismo ha sido históricamente excluyente: o se cree o no se cree en el dogma cristiano; solo hay dos alternativas, pues solo hay una Verdad; ergo, cualquier cosa que no sea la verdad cristiana, es la mentira. Algo semejante podría decirse del islam. Pero el planteamiento extremo-oriental es distinto. Para empezar, ninguna tradición se autoproclama poseedora de la única verdad; por lo que son doctrinalmente abiertas. Característica de la espiritualidad extremo-oriental es su marcado carácter integrador [véase §70]. Desde el momento en que el budismo arraigó sobre suelo chino, hacia el siglo IV, se dio una tendencia a integrar las “tres religiones” (san-jiao), es decir, el confucianismo, el taoísmo y el budismo, en un todo religioso. (Un tridente en perpetua interacción con una cuarta pata: la llamada religión popular china.) Las tres –o cuatro– enseñanzas se enmarañaron de tal forma que hoy se plantea si no es acaso más pertinente hablar de una “religión china” o de un “sistema religioso chino”. Eso que nosotros llamamos “budismo”, “taoísmo” o “confucianismo” no representan en China sino tres aspectos de una religiosidad china. Por tanto, la noción de las “tres religiones” de China sería inapropiada. Más allá de sus preferencias –y, por supuesto, al margen de sacerdotes, monjes y demás profesionales de lo religioso–, todo chino suscribe, en mayor o menor grado, las tres –o cuatro– enseñanzas. Lo que para un occidental son claramente varias religiones separadas, en China representan aspectos de una religiosidad sínica o un sistema religioso chino.
10. Reflexiones sobre el concepto “religión”
Si algo nos ha permitido ver la historia de las religiones es, con perdón, que las religiones tienen historia. De donde la imposibilidad de esencializar, definir, fijar o cosificar algo vivo y en perpetuo flujo. Es lícito hablar de una corriente principal del hinduismo, por ejemplo, pero a sabiendas de que esa vaga generalización no define ninguna esencia o naturaleza. Es un recurso semántico para agrupar un abanico de prácticas.
La pregunta pertinente no sería ni qué es el hinduismo, o si hay una, tres o cuatro religiones en China, siquiera si el hinduismo existe. La que se me antoja reveladora sería: ¿podemos aplicar nuestras categorías a otros ámbitos y espacios culturales? Es inevitable que tendamos a ver las cosas desde la perspectiva cultural en la que hemos crecido. Nuestras predisposiciones o prejuicios culturales nos llevan a ver el mundo desde ángulos particulares. Pero… ¿hemos de fabricar por ello o reducir a un nuevo -ismo un cúmulo de procesos sociorreligiosos?, ¿no es eso un ge-yi precipitado?, ¿se puede hablar de “religión” cuando hablamos de Japón, de la selva amazónica o del Sur de Asia? Claro que una pregunta más certera sería: ¿qué es la religión?
Para algunos antropólogos no puede haber una definición universal o transcultural de religión porque una definición en estos términos sería en sí misma el producto del universalismo europeo (ergo, algo contextual y local, y, por tanto, una contradicción en sí misma). Entiéndase: los fenómenos llamados religiosos existen; hasta el punto de que todavía falta por descubrir una sociedad sin lo que hoy entendemos por “religión”. Sabido es que la humana es una especie religiosus. Pero la idea de que estos fenómenos forman una entidad que podamos llamar transversalmente “religión” ya es más problemática. Nótese que existen muy pocas lenguas no europeas a las que podamos traducir dicha palabra.
En efecto, en las sociedades tradicionales hay nombres para “ritual”, para “espíritu” o para “piedad”, pero no hay equivalente para el moderno concepto de “religión”. Es algo irónico que una de las palabras que evoca ecos más profundos y arcaicos sea tan moderna. La mayoría de sociedades del planeta no separaba, hasta la entrada de las cuadrículas modernistas, una parcela de su vida que pudiera ser llamada “religión”, susceptible entonces de ser analizada y descrita. Al final, resulta que… ¡los hindoos no eran tan raros!
Un somero repaso al proceso de cosificación (o reificación; es decir, hacer de algo abstracto una “cosa”) del concepto religio en Occidente puede arrojar cierta luz.
En la Roma de Cicerón (siglo -I), religio (de re-legere) se utilizaba como sinónimo de traditio; de forma no muy distinta de nuestro genérico “cultura”. El discurso exclusivista del cristianismo, empero, exigía distinguirlas. De modo que Lactancio (siglos III-IV) halló una nueva etimología (de re-ligare) y contrapuso el culto verdadero o religio a la superstitio. Con esta transformación, la adoración a otros dioses fue “alterizada” como pagana y supersticiosa. En este contexto, la religión pasó a ser una cuestión de adhesión a ciertas doctrinas; una visión que enfatiza poderosamente el credo en Dios en lugar del cumplimiento de ciertas prácticas rituales. Más adelante, y en especial en el ámbito protestante, siguió el proceso de cosificación de la palabra “religión”, que ya se define estrictamente en términos de creencia. Esto queda claro cuando comprobamos que en el mundo cristiano se utilizan los nombres “fe” o “creencia” como sinónimos de “religión”.
Este bagaje cristiano ha quedado tan arraigado que un prejuicio clásico entiende que el corazón de cualquier religión está formado por un sistema de creencias más o menos sólido. Tan importante es para un cristiano su sistema doctrinal que aquellos que quieren iniciarse en el sacerdocio pasan muchos años estudiando teología y sumergiéndose en los intrincados vericuetos de la dogmática cristiana. Pero si nos desplazamos hacia otras áreas culturales y religiosas comprobaremos que –aparte de un puñado de filósofos– muy pocos sintoístas, musulmanes o yanomamos piensan que su actividad religiosa tenga que ver con ningún sistema de creencias. La dogmática del islam puede reducirse a unas escuetas frases. Muhammad siempre sospechó de la teología. En el islam, mucho mayor énfasis se pone, por ejemplo, en el estudio de la Ley Sagrada (shari’a). Un japonés, que es probable que suscriba simultáneamente el sintoísmo y el budismo, no le presta la más mínima atención a la teología y a las creencias (que no gozan de muy buena reputación allá, como veremos en §30).
Cosificamos una religión hinduista, cristiana o yoruba basándonos en dogmas abstractos y aspectos ahistóricos que trascienden todo contexto. Tanto el estudio comparado de las religiones como la apreciación popular acerca de lo que estas son permanecen anclados en un universo de discurso básicamente teológico y cristiano. De ahí el sobrepeso otorgado a aquellos puntos de la religión comparables y conmensurables con los elementos universalistas del cristianismo (doctrinas, textos sagrados, teología, ideas de salvación y liberación, etcétera). Se entenderá que muchos indianistas, africanistas o sinólogos hayan protestado ante la mala costumbre de aplicar los conceptos occidentales de religión a las tradiciones de Asia o África.
Claro que hay espacio para matices. El sentido común me obliga a no llevar la deconstrucción a su conclusión última. Al fin y al cabo, las categorías son móviles y elásticas, y la de “religión” se ha mostrado particularmente dúctil para acomodarse a ámbitos muy diversos. Además, los portavoces de las religiones no han descartado el término; y un estudio de la “religión” ha de tener forzosamente en cuenta lo que los miembros de las distintas religiones dicen, sienten y creen.
Está claro que a resultas de la colonización y el encuentro con Occidente muchas de las ideas cristianas acerca de la religión han sido incorporadas, tropicalizadas y hasta emuladas. De suerte que han aparecido “religiones” por doquier y la “religión” deja de ser una dimensión que interpenetra todos los aspectos de la sociedad, la vida y la persona y se ha convertido en un compartimento acotado del grupo o de la vida privada del individuo. Muchos presupuestos intelectuales de Occidente han sido globalizados y las religiones del mundo han sido bastante ecualizadas por ese prisma. Debido a esta cierta “colonización intelectual”, todas parecen poseer su núcleo doctrinal, sus textos sagrados, sus Iglesias u organizaciones que velan por la ortodoxia, su teología, etcétera. Pero el que se utilice a la ligera el concepto y se haya tratado de semitizar indiscriminadamente cualquier tradición espiritual (léase a Wilfred Cantwell Smith) creo que no nos obliga a eliminar el término. Si en lugar de “religión” utilizamos sustitutos como religiosidad o espiritualidad (que no remiten tanto a dogmas e instituciones), la cosa es más fácil de entender. A mi juicio, la religión sería –como los conceptos “cultura”, “lenguaje” o “sociedad”– una dimensión que interpenetra a la persona, la sociedad, la cultura, el cosmos y el ultracosmos, y no una simple función, un compartimento estanco o una cosa dentro de la sociedad, el cosmos o la cultura.
III. RELIGIONES DEL MUNDO
11. El estudio de la religión
En los últimos 200 años, muchos pensadores se han esforzado en tratar de responder a la cuestión que planteábamos en el capítulo anterior: ¿qué es la religión? Pensemos en Georg W.F. Hegel, Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Edward B. Tylor, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Émile Durkheim, Edmund Husserl, Max Weber, Rudolf Otto, Carl G. Jung, Talcott Parsons, Mircea Eliade, Claude Lévi-Strauss, Clifford Geertz, Peter Berger, y un largo etcétera. Y solo por citar nombres consagrados y no confesionales del hemisferio occidental.
Después de lo visto hasta aquí estarán de acuerdo en que dicho concepto resulta fastidiosamente difícil de definir o trasladar a otras culturas. Y si algo me ha quedado claro después de leer a estos pensadores ha sido –como ya se dijo en el capítulo anterior– que la religión es lo que cada uno de estos mortales ha pensado que es.
Lo que sí se puede constatar es que la experiencia colonial (el encuentro de Occidente con otras culturas y la posibilidad de comparar el cristianismo con otras tradiciones) tuvo un impacto enorme en las concepciones europeas acerca de lo religioso. En David Hume, el barón de Montesquieu, Voltaire y otros pensadores de la Ilustración, la comparación puso a Europa ante un alud de críticas y bajaba del pedestal al cristianismo, ya solo una más entre muchas religiones. A medida que los viajeros, exploradores, científicos y etnólogos coloniales iban reportando mitos, rituales y pintorescas costumbres de lejanas tierras, se tenía la sensación de que los episodios del “Viejo Testamento” eran tan inverosímiles como las prácticas y creencias de salvajes y paganos. O que la idea cristiana de “Dios” no difería tanto de otras concepciones de lo Divino. De suerte que se pasó de aquella religio que se oponía a la superstitio a las incontables religiones del mundo. El concepto se pluralizó de forma irremisible. Y fue aislado de otros conceptos omniabarcantes y complejos como “cultura”, “economía” o “sociedad”.
Es precisamente en este contexto donde nació el estudio científico de la religión. Con el nuevo conocimiento de las religiones no solo se establecía un control sobre las sociedades colonizadas (sabido es que el “conocimiento es poder”), sino que en tanto ciencia, el estudio de las religiones buscaba los patrones subyacentes a todas ellas, trataba de discernir las dinámicas de sus transformaciones y hasta miraba de gradarlas en jerarquías evolutivas o civilizacionales.
Ocurre que observar, describir, interpretar y catalogar algo como religioso implica asumir una categoría “religión” que –insistamos– es escurridiza y no tan universalmente aplicable como parece. No es que debamos prescindir de una teoría de la religión. (Todo el mundo tiene su vaga idea del término y sus implicaciones.) Por ejemplo, existen hoy enfoques muy interesantes que derivan lo religioso de las capacidades cognitivas del ser humano (Pascal Boyer, Scott Atran); o de sus funciones cerebrales (Andrew Newberg); y otros que establecen la religión como sistema de comunicación (Niklas Luhmann); más las tesis sociobiológicas (Walter Burkert); y quienes postulan que se trata de un raro meme o “gen” cultural que se autorreplica por deriva genética (Daniel Dennett, Richard Dawkins). Etcétera. Si en el pasado el estudio de la religión estuvo en manos de teólogos, filólogos e historiadores, a los que luego vinieron a añadirse sociólogos, antropólogos o fenomenólogos, hoy abundan los neuropsicólogos o los biólogos evolutivos. A pesar del indudable interés de estas nuevas líneas de investigación, permítanme también manifestar mi escepticismo ante estas nuevas narrativas y teorías universales.
Frente a tanta proliferación de religiones y enfoques, otros expertos han aparcado la búsqueda de una gran teoría y únicamente tratan de poner algún orden. Han postulado bloques como religiones “proféticas”, religiones “místicas” y religiones “sapienciales”; o de unas ontológicas y otras cosmológicas; etcétera. Cada estudioso ha confeccionado su esquema. Léase a Robert C. Zaehner, Hans Küng, Paul Tillich, Ninian Smart, Ken Wilber o Eugenio Trías. Todos me parecen dignos. Ocurre que dotar a las religiones de propiedades específicas va contra el antiesencialismo que hoy algunos suscribimos. Las religiones han sido excesivamente cosificadas, esencializadas, teologizadas… e intelectualmente ecualizadas. Pienso que es más saludable entender estas clasificaciones como lo que son: conceptualizaciones estratégicas. Verlo así constituye una buena forma de integrar la crítica postmoderna sin necesidad de abandonar la búsqueda de generalizaciones. (Me adhiero, pues, a la crítica postmoderna “débil” que apremia a tornarnos más conscientes de las cargas ideológicas que los conceptos esconden; pero no comparto la crítica “radical” que pretende eliminar el concepto.)
Dicho esto, quisiera ahora poner de relieve otro aspecto. Cuando uno compra un libro acerca de las “religiones del mundo”, no hallará dos o tres bloques, sino que es casi seguro que se encontrará con las siguientes tradiciones: judaísmo, cristianismo, islam, zoroastrismo, hinduismo, jainismo, sikhismo, budismo, taoísmo, confucianismo, sintoísmo y baha’i. Bien, y es muy posible que alguna de las mencionadas siquiera aparezca, o tal vez salga como apéndice de alguna de las mayores. En cambio, puede que las más grandes se subdividan, por ejemplo, en cristianismo católico, ortodoxo y protestante, o en budismo Hinayana, Mahayana y Vajrayana. Si el texto posee cierta solvencia, se añadirá un capítulo sobre las religiones “primitivas”, “animistas”, “tribales”, “primales” o “chamánicas”. De necesidad: postular unas “religiones universales” exige crear una categoría de pequeñas “religiones no universales”. De esta forma, un montón de tradiciones espirituales del planeta, practicadas por cientos de millones de personas, van a parar a esos cajones de sastre llamados “animismo”, “chamanismo”, “religiones tribales” o “religiones indígenas”. Como los sociólogos e historiadores de la religión saben que estos conceptos no son ni por asomo sinónimos, ya es frecuente el recurso más políticamente correcto de hablar de tradiciones de África, Oceanía, las Américas o Asia. En cualquier caso, existen unas religiones del mundo con nombre y entidad propia (aun cuando algunas de ellas son practicadas por unos pocos millones de personas), y otras de segunda división, porque al parecer no sintieron la necesidad de ir a dar la tabarra por ahí.
Y aún quedan los llamados “nuevos movimientos religiosos”, muchos de los cuales tienen siglos –y hasta milenios– de existencia, pero que son todavía considerados “nuevos” para la sociedad que los acoge [véase §89].
Puesto que no tengo intención de hacer un inventario de todas las religiones del mundo, vamos a indagar en este capítulo sobre algunas de las que no suelen aparecer con nombre propio, y, no obstante, son de importancia capital en el mundo de las religiones.
12. La religión del mundo Yoruba
Poca gente ha oído hablar de la sagradísima ciudad de Ife. Y sin embargo, allí es donde se llevaron a cabo los primeros actos de la creación. Obra de Obatalá, también conocido como Orisá-nla.
Al menos así lo aseguran los yorubas, uno de los múltiples colectivos que forman el riquísimo panorama lingüístico, cultural y antropológico del África Occidental (sobre todo de Nigeria, pero también presentes en Togo, Benin y zonas de Ghana). Por ello Ife es el centro del poder religioso de los yorubas. El resto de ciudades, santuarios, cuevas, árboles y demás lugares sagrados del país Yoruba derivan su sacralidad de Ife.
Quizá por la solidez de su cultura (muy compacta y coherente), o por su peso específico (unos 15 millones practican la religión yoruba), tal vez por la calidad de su expresión artística (sencillamente exquisita), quizá por su carácter eminentemente urbano (compuesto por un gran tejido de ciudades-Estado), o por su antigüedad (Ife fue fundada hace unos 1.200 años, época de apogeo de la civilización yoruba), o porque sus prácticas y creencias están detrás de las más importantes religiones afro-americanas (de Brasil, Haití, Estados Unidos o Cuba), el caso es que el sistema religioso yoruba ha recibido cierta atención por parte de los expertos. Lo que contrasta con el grado de desconocimiento del gran público. Ahí va una breve pincelada (me disculparán los africanistas) introductoria.
La principal cosmogonía yoruba dice que en los comienzos solo existía la ashé, la fuente de energía del universo, el espacio y el tiempo. La ashé se reconoció a sí misma como Olodumare, Dios único y Supremo. Como en muchas religiones africanas, este Dios total es inaprehensible y está más allá de nuestra capacidad de comprensión y representación.
Los cosmólogos yorubas dividen el mundo entre el Cielo y la Tierra. El Cielo es la morada de esa gran “Divinidad” (orisá), Olodumare, también conocido como Olórun, el “propietario del Cielo”. Además de este Ser trascendente, el espacio celestial está poblado por una cantidad indeterminada de orisás. Estas divinidades son como extensiones de Olodumare y personifican aspectos suyos.
Olodumare-Olórun es remoto. Ya no interviene en los asuntos de este mundo; así que –aparte de algunos rezos– no posee santuarios, no recibe sacrificios y apenas participa en el complejo ritual yoruba. Su actitud es propia de cantidad de dioses celestiales en muchas tradiciones del mundo. Una vez concluida su obra, estos dioses se retiran a lo más hondo del firmamento y dejan que algún demiurgo complete su obra o intervenga en los asuntos humanos. A los dioses remotos se les conoce en latín como dei otiosi, “ociosos”, y son frecuentemente olvidados por los devotos. Algunos expertos proponen que este Dios yoruba es un préstamo monoteísta (del islam o el cristianismo). Otros piensan que se trata de un concepto africano de mucha antigüedad. Esto no nos incumbe aquí. Pero sí el hecho de que orisás, ancestros, humanos y demás formas de vida debemos nuestro poder y existencia a Olodumare-Olórun.5
Los orisás son deidades mucho más próximas a los humanos y, junto a los antepasados y ancestros, constituyen los verdaderos objetos de veneración y culto. Están cargados de la ashé o fuente energética de Olodumare, y la utilizan para gobernar sobre las cosas y los procesos. Los humanos precisamos de ellos para lograr salud, longevidad, amor, prosperidad, protección… Nos podemos comunicar y dirigir a ellos por medio del sacrificio y la ofrenda. Una vez satisfecho, el orisá nos dona parte de su ashé. Significativamente, los orisás necesitan a su vez de los humanos. Olodumare los concibió como seres mortales, de modo que tienen que recibir ashé de las personas a través de las ofrendas del ritual. Hay reciprocidad entre los planos.
Orisás los hay a centenares, algunos regionales, otros ligados a algún clan. El más conocido e invocado en el culto es Obatalá (u Orisá-nla, el “gran orisá”), creador de la Tierra y los humanos. Posee muchos santuarios a lo largo y ancho del país Yoruba y una categoría de sacerdotes propia. Algunas leyendas atribuyen la creación de facto a Oduduwa, un orisá que curiosamente había sido un humano. Al morir se convirtió en ancestro con rango de orisá. Orunmila es el orisá asociado a la adivinación. Un orisá particularmente complejo es Esu, el “tramposo” (que contiene las fuerzas del bien y el mal, de la sabiduría y el engaño). Ogun es a la vez divinidad del metal y la guerra y un ancestro humano; se encuentra a caballo entre el mundo de los orisás y el de los antepasados. Muy interesante es Onile, diosa-madre del estado caótico, que tiene la misma edad que Olodumare-Olórun y no está sometida a él. Etcétera.
En el Cielo también moran los antepasados familiares y los ancestros deificados de la localidad. Para “cualificar” como antepasado, uno debe haber vivido una vida digna (en armonía con nuestro potencial), haber llegado a una edad avanzada, tener descendencia –masculina, aunque a veces también femenina– y tiene que recibir, tras el fallecimiento, los ritos mortuorios pertinentes para facilitarle el acceso a la parcela apropiada en el Cielo. Los antepasados familiares están ritualmente presentes en los egungun, los famosos danzantes enmascarados. Los ancestros deificados están ligados a la historia de las ciudades y de la civilización yoruba. A destacar: Sango (asociado al rayo), Ayelala, Orisáoko, etcétera.
Si estos orisás y antepasados son los habitantes del Cielo, la Tierra, por su parte, es el hábitat de los humanos, los animales o “los hijos del mundo” (omoraiye), esto es, los brujos, adivinos y chamanes.
Cielo y Tierra están conectados por el ritual, en el que intervienen mediadores como el rey, el cabeza de familia o clan, el adivino, el médium, el médico-chamán o el danzante enmascarado. Orisás, humanos y mediadores espirituales estamos todos interconectados por el espacio ritual.
El rito puede llevarse a cabo en diversos lugares y contextos. Si es en la capilla familiar, es el cabeza de familia quien asume el papel de comunicante con las divinidades o antepasados. Otro contexto ritual, en el ámbito de la aldea o la ciudad, está constituido por los festivales del calendario anual, que requieren la presencia del gobernante. De todas las prácticas rituales de los yorubas, la de la adivinación (ifá; conocida como afá por los igbos) merece especial atención.
Aunque en la Modernidad las prácticas de adivinación gozan de poco prestigio, se trata de una de esas persistentes constantes etnológicas que hallamos en todas las culturas y civilizaciones. En el mundo Yoruba es parcela del adivino (babalawo, literalmente “padre del misterio”) que se comunica con el orisá Orunmila y es capaz –gracias a un procedimiento similar al del Yi-jing (I-Ching) chino– de “redescubrir” el destino del consultante. Para ello utiliza 16 huesos de kola que, por un complejo procedimiento, permiten hasta 256 combinaciones posibles. Cada combinación remite a varias parábolas que el babalawo recitará al consultante. Un babalawo experto puede conocer hasta 4.000 parábolas tradicionales. Cada uno de estos proverbios enseña una serie de valores (el trabajo duro, el buen carácter, el cuidado de la naturaleza, etcétera). El adivino es tan esencial al mundo yoruba para expresar sus verdades culturales como el legislador, el filósofo o el sacerdote lo son en otras latitudes. Decimos que el destino se “redescubre” porque según la concepción yoruba venimos al mundo con un destino predeterminado; una ventura de la que, tiempo atrás, habíamos sido conscientes. La cosa remite a la concepción yoruba de la persona.
Dicen los yorubas que cada ser humano posee un cuerpo físico (ara) y un cuerpo espiritual, compuesto por el “respiro” (emi) y la “cabeza” (ori). Sin emi, el poder que insufla vida al cuerpo, no habría persona. El emi es como el hálito del Dios Supremo, una cratofanía o manifestación de su fuerza, muchas veces simbolizado en la “sombra” (odjidji) de cada individuo. Sin ori, el cuerpo humano no podría pensar ni comunicarse con los planos divinos. El ori –muy parecido al concepto cristiano de “alma”– también es responsable del curso de la vida que –y esto es importante– Olodumare ha escogido para él antes de nacer. Ocurre que con la llegada al mundo nos asalta un estado de amnesia total. Al consultar al adivino, el devoto simplemente quiere redescubrir y armonizarse con el destino que el Dios Supremo escogió para él. Por tanto, una persona es un ser vivo con un destino predeterminado en el Cielo.
Al morir el individuo, el emi vuelve a su fuente, mientras que el ori pasa a otro cuerpo, con frecuencia el de un descendiente. Por tanto, toda persona es la encarnación de un antepasado. Este es seguramente el motivo por el cual los antepasados son, de todos los seres celestiales, quienes muestran mayor interés por el bienestar de la comunidad. Se preocupan de que todo el mundo respete las normas, los valores y los ritos. Aunque la idea de que el ori reencarna en otro cuerpo invita a pensar en una supervivencia individual, lo que realmente se subraya es la perpetuación de la comunidad. Ello queda patente cuando se dice que tal antepasado ha vuelto en uno –¡o varios!– de sus descendientes pero, al mismo tiempo, continúa viviendo en su parcela celestial.
Pero el ori también puede escoger quedarse en un plano intermedio y actuar –benévola o malévolamente– en el mundo de los humanos. Muy temidos son los no admitidos en la morada de los antepasados, pues su muerte significa la exclusión definitiva de la red de relaciones sociales.
Olodumare ha creado un número limitado de oris, cada uno con un destino concreto asignado. De ahí la importancia de la adivinación, que es un poderoso medio para llevar una vida conforme a nuestro destino y alcanzar sabiduría, salud, prosperidad y felicidad. Con la adivinación no se trata tanto de leer el futuro como de conocer la trayectoria personal de vida y determinar las acciones en armonía con la misma. Como puso el africanista Emmanuel Chukwudi Eze, el ifá es, en verdad, un procedimiento por el que se intenta entender la esencia de la ashé. Más que una exótica “mancia”, la adivinación yoruba pretende averiguar el sentido y significado de la vida. Por tanto, es una tarea de pura naturaleza filosófica.
Tras la muerte retornaremos al Cielo bajo la forma de un antepasado y seguiremos en contacto con nuestra gente a través del poder del rito. Un día regresaremos, amnésicos, a esta Tierra.