Читать книгу: «El valle perdido y otros relatos alucinantes», страница 3

Шрифт:

—Gracias; desde luego, lo intentaré —susurró Parnacute, que casi se desmayaba de cansancio.

Siguió una pausa, en la que el policía se puso su casco, se apretó el cinturón y luego empezó a buscar vigorosamente algo en los bolsillos del faldón de su abrigo.

—Y ahora —se aventuró el hombre enfermo, sintiéndose mitad temeroso, mitad feliz, aunque sin saber exactamente por qué—, ¿hay algo más que pueda hacer por usted, señor policía mundial? —era consciente de que sus palabras eran peculiares, pero no podía evitarlo. Parecían salir por cuenta propia.

—No hay nada más que usted pueda hacer por , señor, gracias —respondió el hombre en sus tonos más brillantes—. ¡Pero hay algo más que yo puedo hacer por usted! Y eso es darle una probada preliminar de la libertad, para que pueda darse cuenta de que está viviendo en una jaula, y esté menos confundido y desconcertado cuando le toque hacer el escape final —Parnacute recuperó el aliento bruscamente… mirando boquiabierto.

De una sola zancada el policía recorrió el espacio entre él y la cama. Antes de que el debilitado y febril profesor pudiera emitir palabra o grito, el otro levantó su exangüe cuerpo de la cama, sacudiéndole las cobijas como el papel de un paquete, y sin mayor ceremonia lo echó sobre sus gigantes hombros. Luego cruzó el cuarto, sacó una llave del bolsillo del faldón de su abrigo y la metió directamente en la pared sólida. La giró y todo ese lado de la casa se abrió como una puerta.

Por un segundo, Simon Parnacute volteó hacia atrás y vio la lámpara y la chimenea y la cama. Y en la cama vio su propio cuerpo acostado, inmóvil, profundamente dormido.

Luego, mientras el policía se balanceaba, suspendido en el borde vertiginoso, miró hacia fuera y vio la red de luces del alumbrado público abajo muy lejos, y oyó el profundo rugido de la ciudad golpear sus oídos como el estruendo de un mar.

Un momento después el hombre dio un paso al vacío, y vio que se elevaban rápidamente hacia la oscura bóveda del cielo, donde las estrellas titilaban sobre ellos entre delgados jirones de nubes voladoras.

III


UNA VEZ AFUERA, FLOTANDO EN LA NOCHE, el policía le dio a su hombro una fuerte sacudida que lanzó su pequeña carga al espacio abierto.

—¡Salte! —gritó—. ¡No hay ningún peligro!

El profesor cayó como una bala hacia el pavimento, y de pronto se empezó a elevar otra vez, como un globo. Todo rastro de fiebre o incomodidad corporal lo había abandona­do por completo. Se sentía tan ligero como el aire y tan fuerte como el rayo.

—Ahora, ¿adónde vamos? —sonó la voz arriba de él.

Simon Parnacute no era muy volador. Nunca había conocido esos extraños sueños de vuelo que constituyen un raro placer en la vida onírica de muchas personas. Estaba increíblemente aterrado hasta que se dio cuenta de que no se estrellaba contra la tierra y de que tenía dentro de sí el poder de regular sus movimientos, de elevarse o hundirse a voluntad. Entonces, por supuesto, la furia más salvaje de deleite y libertad que hubiera conocido en la vida destelló por todo su cuerpo y ardió en su cerebro como una intoxicación.

—¿Las grandes ciudades o las estrellas? —preguntó el policía mundial.

—No, no —gritó—, el campo: ¡el campo abierto! ¡Y otras tierras! —pues Simon Parnacute nunca había viajado. Por increíble que parezca, en toda su vida lo más lejos que había estado de Inglaterra era un velero en Southend. Su cuerpo había viajado aún menos en su imaginación. Con esta capacidad de movimiento repentinamente incrementada, el deseo de correr por todas partes y ver se volvió una pasión.

—¡Bosques! ¡Montañas! ¡Mares! ¡Desiertos! ¡Lo que sea, excepto casas y gente! —gritó, elevándose hacia su compañero sin el menor esfuerzo.

Un intenso anhelo de ver las regiones desoladas y solitarias de la Tierra se apoderó de él, desgarrándolo para salir en palabras extrañamente diferentes a su forma de hablar normal y mesurada. Toda su vida había dado pasos de un lado a otro en un jardincito muy formal con los caminos más precisos que se pueda uno imaginar. Ahora quería un mundo sin sendas. La reacción fue tremenda. El deseo del árabe por el desierto, del gitano por los páramos abiertos, el “deseo de la agachadiza por la Naturaleza” —el anhelo del eterno vagabundo— poseyó su alma y encontró desahogo en las palabras.

Era como si la pasión del mirlo liberado se estuviera reproduciendo en él y volviéndose articulada.

—Me persiguen los rostros de los lugares olvidados del mundo —gritó impetuosamente—. Playas tendidas a la luz de la luna, olvidadas a la luz de la luna… —su expresión, como la del pájaro, se había vuelto lírica.

“¿Será esto lo que sintió el mirlo?”, se preguntaba.

—Entonces, vamos —gritó en respuesta el policía—. No hay más tiempo que el presente, recuerde. —Se lanzó por el espacio como un enorme proyectil. Producía un ligero silbido al pasar.

Parnacute siguió su ejemplo. El más ligero deseo, descubrió, le daba al instante la facilidad y velocidad del pensamiento.

El policía se había quitado su casco, abrigo y cinturón, y los había dejado caer desde lo alto en alguna calle de Londres. Ahora aparecía como el simple contorno azul de un hombre, apenas discernible contra el cielo oscuro: un contorno lleno de aire. El profesor se echó un vistazo y vio que él también era sólo el contorno de un hombre: un contorno pálido lleno del aire morado de la noche.

—Vamos, pues —exclamó ese “poli del mundo”.

Los dos juntos subieron disparados vertiginosamente, y las luces de Londres, ciudad y suburbios, se alejaron parpadeando debajo de ellos, en líneas y parches radiantes. En un segundo la oscuridad llenó el enorme hueco, derramándose detrás de ellos como una poderosa ola. Otros arroyos y parches de luz se sucedieron rápidamente, borrosos y tenues, como los faroles de las estaciones de tren vistas desde un expreso nocturno, conforme otras poblaciones iban pasando debajo de ellos en serie y eran devoradas por el golfo que dejaban atrás.

Un aire fresco y salado les pegó en la cara, y Parnacute oyó el suave romper de las olas al cruzar el Canal, y siguieron deslizándose sobre los campos y bosques de Francia, que deste­llaban debajo de ellos como los cuadros de un imponente tablero de ajedrez. Como juguetes, un pueblo tras otro pasó disparado, con su olor a ganado, humo de turba y tenues vientos de la primavera cercana.

A veces pasaban bajo las nubes y perdían las estrellas, a veces sobre ellas y perdían el mundo; a veces sobre bosques que rugían como el mar, a veces sobre vastas planicies quietas y silenciosas como la tumba; pero Parnacute siempre veía las constelaciones de Orión y las Pléyades brillando en el cuello del policía volador, con su diseño resaltando como si tuvieran diminutos focos eléctricos.

Debajo de ellos yacía el gigantesco mapa de la tierra, levantada, marcada, de colores oscuros, respirando: un mapa vivo.

Luego llegó el Jura, suave y morado, alfombrado de bosques, rodando bajo ellos como un sueño, y desde lo alto vieron valles adormecidos y oyeron el lejano correr del agua y el canto de incontables arroyos.

—¡Gloria, gloria! —gritó el profesor—. ¿Y los pájaros conocen esto?

—No los que están prisioneros —fue la respuesta. Y más adelante surcaron veloces sobre grandes extensiones resplandecientes de agua al acercarse a los lagos de Suiza. Luego, al entrar en las zonas de atmósfera gélida, voltearon hacia abajo y vieron torres blancas y pináculos de plata, y las formas imponentes y quebradas de glaciares que se alzaban y caían entre campos de nieve eterna, doblándose sobre las monta­ñas en una vasta procesión.

—Creo que… ¡tengo miedo! —jadeó Parnacute; trató de agarrar a su compañero, pero sólo atrapó el aire gélido.

El policía rio con ganas.

—Esto no es nada… comparado con Marte o la Luna —gri­tó, remontándose hasta que los Alpes se veían como un macizo de campanillas de invierno en un jardín de Surrey—. Pronto se acostumbrará.

El profesor de Economía Política se elevó detrás de él. Pero más adelante volvieron a descender trazando una inmensa curva y tocaron las cimas de las montañas más altas con los dedos de los pies. Esto de inmediato volvió a mandarlos al aire, rebotando con el ímpetu de los cohetes, y así siguieron precipitándose por la noche perfumada y sin sendas hasta que llegaron a Italia y dejaron atrás los Alpes como el muro sombrío de otro mundo que se les había acercado silenciosamente a través del espacio.

—¡Madre de las Montañas! —gritó el académico, fasci­nado—. ¿Y el mirlo también conoció esto?

—De ser así, se lo debe a usted —respondió el policía.

—Y yo se lo debo a usted.

—No: a usted mismo —respondió su guía volador.

¡Y luego el desierto! Habían cruzado el fragante Mediterráneo y llegado a las zonas de arena. Se levantaba en nubes y hojas mientras un poderoso viento se agitaba sobre las leguas de soledad que se extendían debajo de ellos hasta la distancia azul. Se arremolinaba alrededor de ellos y les picaba la cara.

—¡Delgados cordones de arena que se desmoronan antes que ceñir! —gritó el profesor con una carcajada, sin saber lo que había dicho en el delirio de su placer.

El aroma caliente de la arena lo entusiasmaba; saber que en cientos de kilómetros no se veía una casa ni un ser humano lo emocionaba vertiginosamente con el deleite incalculable de la libertad. El esplendor de la noche, místico e incomunicable, lo superó. Se elevó, riendo con desenfreno, sacudiéndose la arena del pelo y trazando curvas gigantescas por el espacio estrellado que lo rodeaba. Recordaba vívidamente la imagen de esas alas desaliñadas en la jaulita apretada… y luego volteó hacia abajo y se dio cuenta de que aquí los vientos se hundían exhaustos por la fatiga misma de tener demasiado espacio. Ay, si pudiera arrancar los barrotes de todas las jaulas que el mundo ha conocido —liberar a todas las criaturas cautivas—, ¡restaurar a toda la fauna alada salvaje la libertad de los espacios abiertos que es suya por derecho!

Volvió a gritar a las estrellas y los vientos y los desiertos, pero sus palabras no encontraron expresión inteligible, pues su pasión era demasiado grande para ser confinada en cualquier medio conocido. Sólo el policía mundial entendió, quizá, pues bajó volando en círculos alrededor del pequeño profesor y reía y reía y reía.

Y parecía como si enormes figuras se formaran en el cielo para escuchar, y se agacharan para levantarlo con un solo movimiento de sus inmensos brazos desde la tierra hasta las alturas. Tal era el torrencial poder y deleite de escape que había en él que casi sentía que podía sobrevolar los helados abismos de la propia Muerte… sin que jamás lo atrapara…

Las formas colosales de Egipto, terribles y monstruosas, pasaron abajo muy lejos en enorme y sombría procesión, y las desoladas montañas libias lo atrajeron flotando sobre sus páramos de piedra…

¡Y esto era sólo un principio! ¡Asia, India y los mares del Sur estaban todos a su alcance! De uno en uno podían visitarse todos. ¡Los espacios interestelares, los planetas lejanos y la blanca Luna aún quedaban por explorar!

—Pronto debemos pensar en volver —oyó la voz de su compañero, y entonces recordó cómo su propio cuerpo, acalorado y febril, estaba tendido en aquel cuartito sofocante del otro lado de Europa. En efecto, estaba enjaulado —el cuerpo maltrecho en el cuarto, y él mismo en el cuerpo maltrecho—: doblemente enjaulado. Se rio y tiritó. El viento lo recorrió, dejándolo limpio. Se volvió a elevar en el éxtasis del vuelo libre, siguiendo al policía de camino a casa, y abajo las montañas se volvieron una línea morada en el mapa. En una serie de grandes planeos reposaron en la cima de la Pirámide y luego en la frente de la Esfinge, y así hacia delante, tocando la tierra a intervalos, hasta que oyeron nuevamente las olas sobre la costa, y otra vez se elevaron por los aires sobre el mar, cruzando España y los Pirineos. El delgado contorno azul del policía se mantuvo siempre a su lado.

—¡De todas las lejanas colinas del cielo soplan estos vientos de libertad! —gritó al espacio, y después soltó una carcajada que hizo que su guía diera vueltas y vueltas alrededor de él, riendo por lo bajo mientras volaba. Era una risita curiosa, argéntea… pero sonaba como si le llegara desde una distancia mucho mayor que antes. Le llegaba, por decirlo así, a través de barreras.

La imagen de la tienda para aficionados a los pájaros le volvió a llegar vívidamente. Vio los ojitos implorantes y asustados; oyó el golpeteo incesante de los pies apresados, las alas pegando contra los barrotes y los suaves cuerpos empujando en vano para salir. Vio la cara colorada de Theodore Spinks, el propietario, regodeándose ante la escena de vida cautiva que le daba los medios para vivir: los medios para disfrutar su pequeña medida de libertad. Vio a la gaviota decaída en su rincón, y al búho con los ojos llenos del polvo de la calle, sus orejas emplumadas crispándose… y entonces volvió a pensar en los seres humanos enjaulados del mundo —hombres, mujeres y niños— y un dolor, como el dolor de un universo entero, le quemó el alma y encendió su corazón de anhelo… de liberarlos a todos al instante.

Y, al no poder encontrar palabras para expresar lo que sentía, volvió a encontrar alivio en su extraño e impetuoso canto.

Simon Parnacute, profesor de Economía Política, ¡cantó en mitad del cielo! Pero ése fue su último recuerdo vívido. A partir de ahí, todo se fue poniendo un poco borroso. Todo cambió rápidamente como en un sueño cuando el cuerpo se acerca al momento de despertar. Él trató de sujetarlo y detenerlo, de retrasar el momento en que debía terminar, pero ese poder estaba más allá de él. Se sentía pesado y cansado, y volaba más cerca del suelo; los intervalos entre las curvas de vuelo se hicieron más y más pequeños, el ímpetu más y más débil mientras él a cada momento se volvía más denso y estúpido. Su curso por los campos del sur de Inglaterra, en su camino a casa que ya era casi trabajoso, se volvió una serie de saltos largos y bajos más que un vuelo propiamente dicho. Más y más seguido se veía obligado a tocar tierra para adquirir el impulso necesario. El policía corpulento parecía haberse fundido repentinamente en el azul de la noche.

Luego oyó que se abría una puerta en el cielo sobre su cabeza. Una estrella bajó y se acercó demasiado, y lo deslumbró. Instintivamente gritó pidiendo ayuda a su amigo, el policía mundial.

—Ya es hora de su sopa —fue la única respuesta que ob­tuvo.

No parecía ser la respuesta correcta, ni tampoco la voz correcta. Un terror de estar perdido permanentemente lo invadió, y volvió a gritar, más fuerte que antes.

—Y primero la medicina —soltó la voz estridente y aguda desde el espacio infinito.

No era la voz del policía para nada. Ahora lo sabía, y entendía. Una sensación de agotamiento, de repulsión nauseabunda y hastío se apoderó de él. Volteó hacia arriba. El cielo se había vuelto blanco; vio cortinas y paredes y una lámpara brillante con una pantalla roja. Ésta era la estrella que por poco lo había cegado: ¡sólo una lámpara en el cuarto de un enfermo! Y, de pie en el otro extremo de la habitación, vio la figura de la enfermera de cofia y delantal.

Bajo él yacía su cuerpo en la cama. Su sensación de repugnancia y hastío se volvió un horror absoluto. Pero se hundió exhausto en él: en su jaula.

—Tome esta sopa, señor, después de la medicina, y luego quizá podrá dormir otro poco —le decía la enfermera con amable autoridad, encorvada sobre él.

IV


EL PROGRESO DEL PROFESOR PARNACUTE hacia la recuperación fue lento y tedioso, pues la enfermedad había sido severa y lo había dejado con el corazón peligrosamente debilitado.

Y por la noche aún se deleitaba con los sueños de vuelo. Sólo que, para entonces, ya había aprendido a volar solo. Su amigo fantas­ma, el corpulento policía mundial, ya no lo acom­pañaba.

Y su principal ocupación en estas tediosas horas de convalecencia fue curiosa y, a juicio de la enfermera, no muy apropiada para un inválido, pues se pasaba el tiempo en cálculos interminables, repasando detenidamente la lista de sus pocas inversiones y sumando incontables veces el total de sus ahorros de casi cuarenta años. La cama estaba cubierta de papeles y documentos; siempre se perdían los lápices entre las sábanas, y cada vez que la enfermera recogía toda la parafernalia y la ponía a un lado, él esperaba a que ella saliera del cuarto y se arrastraba hasta la mesa y se lo llevaba todo otra vez a la cama.

Finalmente, ella dejó de pelearse con él y cedió, pues su inquietud crecía y no se podía dormir hasta que sus amados papeles y lápices estaban desparramados sobre el cubrecama, donde los podía alcanzar al instante.

Hasta el menos observador podía ver que el profesor estaba tramando los detalles preliminares de un plan profundo.

Y su primer visitante, en cuanto le dieron permiso de recibir gente, fue un caballero con piel de pergamino y ojos duros, secos y fisgones que había venido a solicitud expresa: un abogado, de la firma de los señores Costa y Delay.

—Averiguaré el precio de la tienda y el inventario y le informaré del resultado en la primera oportunidad, profesor Parnacute —dijo el hombre de leyes con su áspera voz profesional, cuando finalmente se despidió y salió del cuarto del enfermo con el rostro inexpresivo de aquel a quien las excentricidades de la naturaleza humana nunca podrían resultarle nuevas ni sorprendentes.

—Gracias; estaré ansioso por saberlo —respondió el otro, volteándose en su sillón largo para guardar sus papeles y, al mismo tiempo, para defenderse de los regaños de la bondadosa enfermera.

”Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, pensando en su pecado original—; pero espero —aquí volvió a consul­tar sus cifras en lápiz—, creo que puedo lograrlo… apenas. Aunque con los consolidados tan bajos… —Otra vez cayó en cavilaciones—. Aun así, siempre puedo subarrendar la tienda, desde luego, como sugieren —concluyó con un suspiro, volviéndose para recurrir a la desconcertada enfermera y percatándose por primera vez de que ella había salido del cuarto.

Cayó en reflexiones profundas. Finalmente, la “lista adjunta” de los abogados le llamó la atención entre las almohadas, y empezó a examinarla sin energía. Estaba escrita a máquina y abarcaba varios folios. Estaba dividida en secciones tituladas “Lote 1, Lote 2, Lote 3” y así sucesivamente. Empezó a leer lentamente medio en voz alta para sí mismo; luego con creciente emoción:

50 pardillos, garantizados, no recién traídos del campo, todos enjaulados.

10 pardillos cantores salvajes.

10 zorzales machos grandes, en plenitud de canto.

5 jilgueros de peral, con mancha brillante y cuadrada, bien definida y descubierta.

4 alondras totovías de Devonshire, canto completo garanti­zado; enjauladas tres meses.

El profesor se enderezó y apretó el papel con fuerza. Su rostro lucía una expresión afligida, intensa. Un movimiento convulso de los dedos, automático tal vez, arrugó la hoja de papel y por poco la rompe por el medio. Siguió leyendo, apartando las cobijas y almohadas como si lo oprimieran. Su respiración se aceleró un poco.

5 tordos machos, plumaje completo, magníficos cantores.

1 mirlo cantor, jaula de exhibición y cesto; espléndido silbador, pájaro selecto.

1 hermosa alondra cantora, grande y espigada; canta todo el día; lleva enjaulada cinco meses seguro.

Simon Parnacute emitió un curioso grito quedo. Fue en lo profundo de su garganta. Estaba consciente de un deseo ardiente de ser rico: un millonario; poderoso; un monarca autocrático. Después de una pausa regresó su atención con esfuerzo a la página escrita a máquina para seguir repasando los “lotes”:

3 alondras macho; se oyen a casi 200 metros cuando cantan.

A casi doscientos metros cuando cantan —masculló el profesor en la única almohada que le quedaba.

Siguió leyendo, dando patadas, un tanto furiosas para un hombre enfermo, contra el reposapiés de mimbre al final del sillón largo.

1 alondra macho cantora, especial, selecta; enjaulada tres meses, garantizada; canta su nota salvaje.

De pronto arrojó la lista a un lado. El sillón entero crujió y gimió con la violencia de su movimiento. Pateó tres veces seguidas el reposapiés de mimbre, y evidentemente se regocijó de ver que seguía suficientemente firme como para que valiera la pena volverlo a patear… más fuerte.

—¡Ay, si tuviera todo el dinero del mundo! —exclamó para sí, dejando que sus ojos vagaran hasta la ventana y los espacios azules despejados entre las nubes—. ¡Todo el dinero del mundo! —repitió con creciente excitación. Vio una de las gaviotas de Londres volando en círculos muy, muy alto. La observó varios minutos, hasta que navegó frente a un tramo deslumbrante de nube blanca y se perdió de vista.

Canta su nota salvaje… enjaulada tres meses, garantizada… se oyen a casi doscientos metros.” Las frases ardían en su cerebro como flamas devastadoras.

Y así seguía la lista. Estaba ojeando la última página cuando sus ojos se toparon de pronto con un artículo que describía un lote de:

8 pardillos enjaulados cuatro meses; locos de canto.

Soltó la lista, se levantó con dificultad de su sillón y dio pasos por el cuarto, mascullando para sí “locos de canto, locos de canto, locos de canto”. Sus mejillas hundidas estaban sonrojadas, sus ojos encendidos.

—Enjaulados, enjaulados, enjaulados —repitió entre dientes, mientras sus pensamientos viajaron a ese vuelo acelerado sobre Europa, sobre mares y montañas.

“¡Canta su nota salvaje!” Volvió a oír el silbido del viento alrededor de sus orejas cuando volaba por las zonas de aire caliente sobre las arenas del desierto.

“¡Locos de canto!” Recordó la pasión de su propio grito: ese extraño arrebato lírico de su corazón cuando la magia de la libertad se apoderó de él y se remontó a voluntad por las ignotas regiones de la noche.

Y luego vio otra vez al búho que parpadeaba, cegado por el polvo de la calle londinense, sus orejas emplumadas crispándose al oír que el viento pasaba suspirando por la puerta abierta de la sórdida tienda.

Y otra vez el mirlo lo miró a la cara y derramó el embeleso de su canto primaveral.

Y media hora después estaba tan exhausto por la inusitada emoción y el ejercicio que la enfermera se vio obligada a escribir ella la carta que él le dictó en respuesta a los abogados, los señores Costa y Delay de Southampton Row.

Pero la carta se mandó esa misma tarde y el profesor, aún mascullando para sí algo sobre “tener que pagarlo”, se fue a acostar a la primera hora de oscuridad y se zambulló directamente en otro de sus deliciosos sueños de vuelo casi en el mismo momento en que cerró los ojos.

1 362,14 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
554 стр. 7 иллюстраций
ISBN:
9786079889906
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
Аудио
Средний рейтинг 4,1 на основе 368 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,3 на основе 486 оценок
По подписке
Аудио
Средний рейтинг 4,6 на основе 685 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,3 на основе 986 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,7 на основе 1826 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 5 на основе 438 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,7 на основе 1026 оценок
Аудио
Средний рейтинг 5 на основе 428 оценок
Черновик
Средний рейтинг 5 на основе 144 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4 на основе 4 оценок
По подписке
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок