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V
“ASÍ, NOS HEMOS ENCARGADO de todos los animales de acuerdo con sus instrucciones —decía la carta final de los abogados—; sírvase ver la lista adjunta de los artículos asignados, así como las direcciones rurales a las que han sido enviados. Puede usted tener la certeza de que ahora están en hogares donde serán bien cuidados.
”Aún conservamos los siguientes animales, a la espera de sus instrucciones:
2 lagartos zonuros,
1 tortuga angulada,
2 pericos pálidos,
2 lori escuamiverdes.
”A este respecto, nos permitimos aconsejar…
”Mientras tanto, los pájaros enjaulados que usted desea que liberen los niños se están cuidando satisfactoriamente; y las instalaciones estarán listas para que se tome posesión de ellas a partir del 1 de junio…”
Y, con la ayuda de la enfermera, se puso entonces a remitir una serie de cartas a los papás de niños que conocía que vivían en el campo, anotando y tabulando las respuestas cuidadosamente, y haciendo pequeñas etiquetas blancas inscritas en letra clara con las palabras “Lote 1”, “Lote 2”, etc., precisamente como si se dedicara al negocio de los animales y estuviera preparando una venta.
Pero la venta que tuvo lugar una quincena después, el 1 de junio, no fue una venta común y corriente.
Era un día caluroso y brillante cuando Simon Parnacute, aún debilitado e inestable por su reciente enfermedad, se dirigió a la tienda del aficionado a los pájaros “retirado”. La venta del local y el inventario, y el alto precio obtenido, habían causado conmoción entre la gente, pero esto el profesor lo ignoraba sublimemente, y cruzó la calle frente a un truculento ómnibus motorizado y se quedó de pie frente a la sórdida casa de ladrillo rojo de tres pisos.
Sacó la llave que le habían enviado los señores Costa y Delay y abrió la puerta. El lugar se sentía fresco después del relumbre de la calle ardiente, y estaba deliciosamente silencioso. Recordó el coro de chillidos de pájaros que había recibido su última aparición. Ahora el silencio era elocuente.
“Bien, bien”, dijo para sí, con una discreta sonrisa, al ver el mostrador temporal que se había construido a todo lo largo de la primera habitación para dejar abrigos y paquetes, “de verdad, muy bien.”
Luego subió la escalera, con muchos esfuerzos, pues aún se agotaba con facilidad.
No había prácticamente ningún mueble en la casa, ni una pulgada de alfombra en el piso y las escaleras, pero los cuartos estaban barridos y trapeados; todo estaba fresco y escrupulosamente limpio, y el inquilino al que pensaba alquilarle no tendría queja en ese sentido.
En los cuartos del primer piso vio con gusto que las flores se habían acomodado por toda la duela como él había indicado. El aire era dulce y perfumado. Las ventanas del fondo —los marcos llenos de jarrones de rosas— daban a un pequeño tramo de jardín verde, y Parnacute se asomó para fuera y vio el cielo azul y las nubes blancas que lo cruzaban flotando, perezosas.
—Bien, muy bien —volvió a exclamar, sentándose un momento en la escalera para tomar aire. La emoción y el calor del día lo habían fatigado. Y, al estar ahí sentado, se llevó la mano al oído y escuchó con atención. Un sonido de pájaros cantando le llegó tenuemente de la parte superior de la casa—. ¡Ah! —dijo, inhalando profundamente, el color volviendo a sus mejillas—. ¡Ah! Ya los oigo.
El sonido del canto se acercó, como traído por el viento. Subió trabajosamente hasta el último piso y luego, después de descansar otra vez, trepó por una escalera vertical a través de un tragaluz abierto hasta la azotea. En el momento en que su rostro sudoroso asomó sobre las tejas, un coro salvaje de pájaros cantores lo recibió con un sonido como de toda una campiña en primavera.
—¡Quisiera que mi amigo, el policía del parque, pudiera ver esto! —dijo en voz alta, con una risita jovial—, ¡y oírlo! —Encontró un precario lugar para descansar en la base del cañón de una chimenea, enjugándose la frente.
A su alrededor, el mar de tejados y chimeneas londinenses se extendía como un océano negro, pero aquí, como un oasis en el desierto, había una azotea de extensión limitada, y no muy alta comparada con otras, convertida en un perfecto jardín. Flores… pero, ¿para qué describirlas, cuando él mismo no sabía ni los nombres? Lo importante era que sus órdenes se habían cumplido a su entera satisfacción y que esa pequeña azotea era un mundo de colores vivos, moviéndose en el viento, perfumando el aire, recibiendo la luz del sol.
Por todos lados, entre las macetas y cajas de flores, estaban las jaulas. Y en las jaulas los mirlos y los zorzales, las alondras y los pardillos, cantaban apasionadamente en un coro que era más exquisito, pensaba él, que cualquier cosa que hubiera oído en la vida. Y ahí en el rincón junto a la gran chimenea, cuidadosamente resguardada del brillo del sol, estaba la jaula grande con los búhos.
—Casi podría creer que han adivinado mi intención, después de todo —exclamó el profesor.
Durante un largo rato se quedó ahí sentado, recargado en la chimenea, sin percatarse del cuello tiznado, escuchando el canto y deleitando sus ojos en el jardín de flores que lo rodeaba. Luego el sonido de una campana en la planta baja lo incitó repentinamente a la acción y volvió a bajar con dificultad hasta la puerta del recibidor.
“Aquí vienen”, pensó, sumamente emocionado. “Válgame, espero no cometer ningún error.”
Palpó su bolsillo y encontró su libreta, y luego abrió la puerta que daba a la calle.
—¡Ah, sólo es usted! —exclamó, mientras su enfermera entraba con los brazos llenos de paquetes.
—Sólo yo —rio ella—, pero traigo la limonada y las galletas. Los demás llegarán en cualquier momento. Ya pasa de las tres. Apenas hay tiempo para acomodar los vasos y los platos. Deben llegar unos cincuenta, de acuerdo con las cartas que recibió. Y tenga cuidado de no fatigarse.
—¡Oh, yo estoy bien! —respondió él.
La enfermera subió corriendo. Antes de que se oyera su primer paso en el piso de arriba, un landó de dos caballos se detuvo a la puerta y un lacayo se acercó sin demora a preguntar si el profesor Parnacute estaba en casa.
—Estoy, en efecto —respondió el anciano, sonrojándose y riendo al mismo tiempo, y luego salió hasta el carruaje para recibir en persona a la niña y el niño que bajaron. Se inclinó tiesa y torpemente ante la hermosa dama, quien le agradeció su bondad con palabras que él no pudo oír bien, y luego condujo a sus invitados a la casa. Al principio estaban muy tímidos, y no sabían muy bien qué pensar de todo aquello, pero una vez dentro, el sentido de aventura del niño despertó al ver la tienda vacía, y el mostrador, y la extraña variedad de flores en el piso.
Recordó la carta del profesor Parnacute que su padre les había leído hacía una semana.
—Mi lote es el número 7, ¿verdad, profesor? —exclamó—. Voy a liberar una jaula de pardillos, y me tocan una cobaya y un lori-no-sé-qué de regalo, ¿no?
El señor Parnacute, tembloroso y radiante, consultó su libreta presurosamente y respondió que estaba “perfectamente en lo cierto”.
—Señorito Edwin Burton —leyó—; para liberar: lote 7. Para llevar: una cobaya y un lori escuamiverde.
—Yo tengo el lote 8, por favor —dijo la vocecita de la niña, parada a su lado con los ojos desorbitados.
—Ah, no me digas, querida —dijo él—. Sí, sí, creo que tienes razón —volvió a batallar con su libreta.
”Aquí está —agregó, leyendo otra vez en voz alta—. Señorita Angelina Burton… —se acercó la libreta para descifrar la escritura en la penumbra—; para liberar: lote 8. Ése es de alondras totovías, ¿sabes, querida? Para llevar: una tortuga angulada. Correcto, sí; es correcto.
Llamó a la enfermera, que estaba arriba, para que les enseñara a los niños sus regalos, escondidos en cajas entre las flores —el escuamiverde y la tortuga—, y luego regresó a la puerta a recibir a sus demás invitados, que ahora empezaron a llegar en un flujo continuo. Hasta sumar veinte o treinta siguieron llegando, y no había uno solo que pareciera mucho mayor de doce. Y casi todos dejaron a sus mayores en la puerta y entraron sin acompañante.
Poner en orden a esta variedad de jóvenes entre los pájaros y las flores fue una cuestión de cierta dificultad, pero aquí la enfermera salió al rescate del profesor con energía y experiencia, de modo que él pudo economizar fuerzas y los niños se acomodaron sin peligro para nadie.
Y en esa pequeña azotea el espectáculo ciertamente era único. Ahí estaban todos parados, una extraordinaria mezcolanza de colores para los tejados del suroeste de Londres: los brillantes vestidos de las niñas, el plumaje de las aves, los azules y amarillos y escarlatas de las flores; mientras que el canto y las voces formaron un coro que trajo numerosas caras sorprendidas a las ventanas de los edificios más altos alrededor de ellos e hizo que la gente se detuviera, abajo en la calle, y se preguntara con expresión desconcertada de dónde rayos provenían esos sonidos en esa tranquila tarde de junio.
—¡Listo! —gritó Simon Parnacute cuando todos los lotes habían sido colocados con cuidado junto a sus dueños—. En el momento en que dé la instrucción, ¡abran sus jaulas y dejen escapar a los prisioneros! Y apunten en dirección del parque.
Los niños se agacharon a recoger sus jaulas. Las voces y el canto de cien gargantas diminutas cesaron. Se hizo silencio en la azotea y en esa extraña reunión. El sol se derramaba resplandeciente sobre todas las cosas y el rostro del profesor goteaba.
—¡Una —gritó con la voz trémula de emoción—, dos, tres… y a volar!
Se oyó el traqueteo de las puertitas que se abrían y los barrotes de alambre… y luego un repentino estallido de “Aaaahs” largos y medio contenidos. De inmediato siguió una conmoción de plumas aleteando, una rápida vibración del aire, y la pequeña horda de prisioneros salió disparada como una nube hacia el cielo, y un momento después con un gran zumbido de alas había desaparecido tras los muros más allá del bosque de chimeneas y se perdió de vista. Zorzales, mirlos, pardillos y pinzones desaparecieron en un instante, tanto que el ojo apenas los podía seguir. Sólo las gaviotas, perplejas por su libertad repentina, con las alas aún entumidas por la estrechez de su alojamiento, permanecieron unos minutos en la orilla de la azotea, mirando a su alrededor desconcertadas, hasta que ellas también descubrieron su libertad y zarparon hacia el cielo abierto en busca de los esplendores del mar.
Un segundo silencio, aún más profundo que el primero, se apoderó de todos por un momento, y luego los niños en el mismo acorde estallaron en alaridos de deleite y explicación, gritando, para el que quisiera escuchar, los detalles de cómo sus pájaros, respectivamente, habían volado; adónde se habían ido; cómo eran y qué pensaban, y un centenar de cosas más sobre dónde harían sus nidos y cuántos huevos pondrían.
Y luego todos bajaron por sus regalos y los refrigerios. Uno por uno se acercaron al profesor; en la mano traían el boleto con el número de su “lote” y la descripción del animal que iban a recibir para darle un hogar. Los pocos que iban acompañados por adultos pasaron primero.
—¿Los búhos, me parece? —dijo el pastor de cara rosada que había venido acompañando a varios niños aparte de los suyos, abriéndose camino por la azotea cuando la multitud bajó por la claraboya.
”Dos búhos —repitió, con una sonrisa—. En las ventosas torres de mi campanario bajo las colinas de Mendip, espero…
—Oh, es perfecto, el lugar perfecto —respondió Parnacute con placer, recordando su correspondencia. Pues, desde luego, los búhos no habían sido liberados con los demás pájaros.
—Y para mi pequeña usted había pensado que tal vez un lorito…
—Un loriescuamiverde, papá —interrumpió ella, con un grado de emoción demasiado intenso para las sonrisas, y pronunciando el nombre como lo había aprendido: en una sola palabra—, y una lagartija.
Se dirigieron al tragaluz, la jaula de los búhos bajo el brazo del pastor. Abajo recibirían el lori y la lagartija al darle su boleto a la enfermera.
—Y recuerda —agregó Parnacute pícaramente, hablándole a la niña—, ¡hay que peinar sus pantalones de plumas con un peine muy fino!
El pastor volteó un momento desde la claraboya mientras ayudaba a pasar a los niños y los búhos, que apenas cabían.
—Tendré algo que decir sobre esto en mi sermón del próximo domingo —dijo. Sonrió y desapareció su cabeza.
—Pero, espere, mi estimado señor… —gritó el profesor, tropezándose con una maceta de tan contento y abochornado que estaba, y sólo alcanzó el tragaluz a tiempo para añadir—: ¡Y recuerden, en el piso de abajo hay pasteles y limonada!
A todos los animales se les encontró un hogar feliz; el último carruaje ya se había ido, y la enfermera había salido a buscar al señor de las flores. Parnacute esparció comida en la azotea, y musgo y jirones de tela para poder hacer nidos, en caso de que alguno de los pájaros regresara. Solo, se quedó parado viendo el ocaso derramar su oro sobre incontables casas: las jaulas de los hombres y las mujeres de la ciudad de Londres.
Se sentía exhausto; el cielo era reconfortante y agradable de contemplar…
Se sentó a descansar, consciente de una gran debilidad ahora que había pasado la emoción y empezaba a sentir el efecto. Probablemente se había extralimitado.
Su mente volvió a su primera excentricidad impulsiva de hacía dos meses.
—Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, con una sonrisa—, y así fue. Pero valió la pena. —Paró repentinamente para tomar aire un momento. Estaba absolutamente agotado; la emoción de todo lo sucedido había sido demasiada para él. Debía llegar a casa lo antes posible para descansar.
La enfermera regresaría en cualquier momento.
Un sonido de alas batiendo rápidamente en el aire pasó sobre su cabeza, y volteó para arriba y vio el vuelo de las palomas que pasaban. Le pareció, también, que apenas alcanzaba a oír las notas de un mirlo cantando a lo lejos, en el parque al final de la calle. Recordó las frases de aquella inquietante y terrible lista. “Canta su nota salvaje”, “Se oye a casi doscientos metros”, “Loco de canto”. Un espasmo momentáneo recorrió su cuerpo. En el aire, muy lejos, las gaviotas aún circulaban, tomando camino con todo el esplendor de la verdadera libertad hacia el mar.
“Hoy en la noche”, pensó, “anidarán en las ciénagas o en lo alto de los riscos solitarios. Bien, bien, ¡muy bien!”
Se puso de pie, tieso y con dificultad, para ver mejor a las palomas y para oír al mirlo, y en ese momento sonó la campana en la planta baja; estaban a la puerta la enfermera y el señor de las flores.
“Qué raro”, pensó. “¡Le di la llave!”
Se dirigió hacia el tragaluz, con paso vacilante entre las cajas de flores; pero antes de que llegara, una cabeza y unos hombros aparecieron repentinamente por la abertura.
“Qué raro”, volvió a pensar, “que haya subido tan rápido…” Pero no completó el pensamiento. No era la enfermera en absoluto. Una figura muy diferente siguió al surgimiento de la cabeza y los hombros, y ahí enfrente de él, parado en la azotea, estaba… un policía.
Era el policía.
—Oh —dijo Parnacute en voz baja—, ¡es usted! —un tumulto salvaje de anhelo y felicidad se apoderó de su corazón e hizo que le resultara imposible pensar en algo más que decir.
La enorme figura azul sonrió con su sonrisa resplandeciente.
—Un vuelo más, señor —dijo respetuosamente la voz argéntea y resonante—, y el último.
Las palomas pasaron volando sobre ellos con un agudo zumbido de aleteos. Los dos hombres voltearon hacia arriba elocuentemente y vieron su contorno desaparecer sobre los tejados. Un silencio profundo se abrió entre ambos.
Parnacute era consciente de que estaba sonriendo y contento.
—Estoy listo, me parece —dijo en tono bajo—. Usted prometió…
—Sí —respondió el otro con una voz que era como el tañer de un gong de plata—, lo prometí: sin dolor.
El policía se acercó suavemente a él; no hizo ningún sonido; las constelaciones de Orión y las Pléyades resplandecían en el cuello de su abrigo. Hubo otro zumbido veloz de las palomas que volvieron a sobrevolar y giraron abruptamente, pero esta vez no había nadie en la azotea para contemplarlas, y parecía que su formación en V, al irse perdiendo de vista entre destellos, era más grande y oscura que antes…
Y cuando la enfermera regresó con el señor para llevarse las cajas, subieron a la azotea y encontraron el cuerpo de Simon Parnacute, profesor de Economía Política retirado, tendido boca arriba entre las flores. La jaula humana estaba vacía. Alguien había abierto la puerta.
LOS MALDITOS
I
—TENGO MÁS DE CUARENTA AÑOS, Frances, y estoy muy habituado a mis maneras —dije de buen humor, listo para ceder si ella insistía en que su felicidad dependía de que la acompañara a su visita—. Ahora mismo se me ha acumulado mucho el trabajo, como bien sabes. La pregunta consiste en saber si podré trabajar ahí, con un montón de gente desconocida en la casa.
—Pero Mabel no menciona a otros invitados, Bill —replicó mi hermana—. Tengo entendido que no hay nadie con ella, y también que se siente sola.
Noté su indudable decepción al verla mirar por la ventana hacia donde nada había, pero para mi sorpresa no me presionó; la invitación de la señora Franklyn sobre su regazo, escrita en una caligrafía infantil, evocaba la imagen de la viuda del banquero con su tímida e insignificante personalidad, sus ojos de color gris pálido y su expresión de niña retrasada. También recordé la espaciosa mansión que su difunto marido alteró para adaptarla a sus necesidades particulares. Varios años antes hicimos una visita, y sus enormes espacios infecundos me sugirieron una nave del Museo de Kensington provisionalmente adaptada para comer y dormir. La comparación mental con el diminuto departamento de Chelsea en donde mi hermana y yo vivíamos modestamente hizo acudir a mi memoria otros pormenores poco valiosos pero seductores: una buena biblioteca, el órgano, la habitación tranquila para trabajar que me sería asignada, el servicio perfecto, la deliciosa taza de té por las mañanas y los baños calientes a cualquier hora del día ¡sin tener que ir a prender el calentador!
—Sería una visita más bien larga, como de un mes, ¿verdad? —aventuré, sin querer comprometerme todavía, pero sonriendo al recordar aquellos detalles, un poco avergonzado de mi egoísmo masculino, pero a sabiendas de lo que Frances esperaba de mí—. La visita tiene ventajas, lo admito. Si estás decidida a que yo te acompañe, creo que podré soportarlo perfectamente.
Dije todo aquello porque mi hermana no me contestaba. Vi sus ojos fatigados recorrer las fealdades de la calle Oakley y sentí que me hería una punzada. Tras una pausa durante la cual ella se quedó en silencio, añadí:
—Mira: cuando le respondas, podrías insinuar que yo trabajo toda la mañana y que no soy un visitante muy social que digamos. Así le será más fácil entender, ¿no te parece?
Me levanté con la idea de volver a mi pequeño despacho, donde me esclavizaba un absorbente ensayo sobre los valores estéticos comparativos entre los ciegos y los sordos. Pero Frances no hizo movimiento alguno. Mantuvo sus ojos grises sobre la triste perspectiva de la calle Oakley, donde la neblina del anochecer se alzaba sobre el río. Estaba por finalizar el mes de octubre. Podíamos oír los autobuses que cruzaban estruendosos el puente. La monotonía de la calle ancha y sin ningún carácter resultaba más deprimente que de costumbre. Esa atmósfera funeral permanecía aún bajo el sol de junio, pero en el otoño la melancolía se metía a cada una de las casas entre King’s Road y el Embankment. La calle corría hacia el pasado, en lugar de invitar a un futuro lleno de esperanza. Para mí, su fácil anchura ofrecía camino a mensajes rastreros que transmitían la depresión de los barrios pobres, tan numerosos y anónimos. Siempre consideré que principalmente por ahí entraba el invierno a Londres. Cada noviembre llegaba el mismo desfile de niebla, fango y oscuridad, que ondeaba sus antipáticos estandartes hasta que marzo los expulsaba. El único atributo amable era el viento del sur que a veces soplaba libremente por la calle y traía suaves sugerencias del mar. Yo guardaba para mi caletre esas lúgubres reflexiones, aunque nunca dejé de arrepentirme por elegir el pequeño departamento que nos atrajo por barato. Mirando el rostro impasible de mi hermana me di cuenta de que tal vez también ella sentía lo mismo que yo, aunque era demasiado valiente para lamentarse.
—Además, Fanny —le dije, cruzando el cuarto para ponerle la mano sobre el hombro—, te vendrá muy bien a ti. Tus labores caseras te tienen agotada. Mabel es tu más vieja amiga y apenas la has visto desde la muerte de aquel…
—Estuvo fuera del país todo un año, Bill, y acaba de volver —interpuso mi hermana—. Un regreso inesperado, aunque jamás pensé que ella quisiera vivir en esa casa…
Se detuvo abruptamente. Comprendí que tenía en mente otras cosas que prefería no mencionar.
—Lo más probable —continuó al fin— es que Mabel tenga la intención de revivir sus viejos vínculos.
—Y naturalmente tú eres el más importante —comenté. Dejé pasar en silencio la referencia disimulada a la casa. Implicaba iniciar una discusión sobre el difunto marido, entre otras cosas.
—Siento que yo debo ir —retomó ella—, pero será mucho más agradable si tú también vienes. Sin mí, tú aquí te vas a hacer líos y comerás mal y se te olvidará ventilar la casa y… ¡oh, todo!
Alzó los ojos riéndose.
—Tu único problema será que no podrás ir al Museo Británico…
—Pero allá hay una gran biblioteca —repuse— con todos los libros de referencia que pudiera necesitar. Yo estaba más bien pensando en ti. Podrías ponerte a pintar de nuevo; siempre vendes la mitad de los cuadros que haces. Te servirá de descanso, y en Sussex uno puede dar excelentes paseos. Por muchas razones, Fanny, te recomiendo que…
En ese punto nos miramos a los ojos mientras yo tartamudeaba para esconder lo que ambos estábamos pensando. Mi hermana sentía una debilidad por diversas teorías “nuevas”, y Mabel, antes de casarse, perteneció a sociedades estúpidamente dedicadas a investigar la vida futura menospreciando la presente, y siempre apoyó esas tendencias indeseables de Frances. El temperamento de mi hermana, amable y fácil de impresionar, se abría a cada viento sobrenatural que soplara. A mí todo aquello me parecía deplorable, pues detestaba ese tipo de cosas. Principalmente aborrecí la influencia posterior del señor Franklyn sobre su esposa, pues sus sombrías doctrinas la capturaron en cuerpo y alma. Temí que también mi hermana cayera en ellas.
—Ahora que está sola de nuevo…
Me interrumpí. Fingir se volvió imposible, pues nos lo dijimos todo con los ojos. La verdad inevitable se derramó estúpidamente, aunque no fue expresada en un lenguaje definido. Mi hermana y yo nos reímos, volviendo la cara para mirar otras cosas en la habitación. Frances tomó un libro y examinó la portada como si descubriera en ella algo importante, mientras que yo saqué mi cajetilla y encendí un cigarro, aunque sin deseos de fumar. Ahí dejamos el tema. Salí del cuarto antes de que nuevas explicaciones causaran mayor tensión. Los desacuerdos evolucionan a discordias por las menores causas: adjetivos erróneos o cambios casuales de inflexión en la voz. Frances tenía el mismo derecho que yo a sus ideas sobre la vida. Una reflexión me dio consuelo: por lo menos logramos separarnos estando de acuerdo, y lo reconocimos mutuamente sin necesitar declaraciones.
El acuerdo, por raro que parezca, reflejó la manera en que considerábamos a alguien ya difunto. Pues tanto a ella como a mí nos disgustaba sobremanera el marido, y durante los tres años que duró el matrimonio fuimos a su casa tan sólo en una ocasión: una visita de fin de semana, en la que llegamos el sábado por la tarde y nos marchamos el lunes después del desayuno. Atribuí en aquella ocasión la antipatía de mi hermana a celos naturales por perder a su vieja amiga, y me limité a declarar que el tipo no me agradaba. Pero ambos supimos que nuestras emociones reales se movían a mayores profundidades. Siendo una criatura leal y honorable, Frances no dijo más, solamente que la casa y el terreno —la primera alterada y el otro aplanado— le causaban angustia en tanto que expresaban la personalidad de aquel hombre (“angustia” fue la palabra que ella utilizó), y no quiso ofrecer ninguna explicación adicional.
El desagrado que nos producía su personalidad se justificaba hasta cierto punto, ya que mi hermana y yo compartíamos la noción artística de que un credo, una vez reducido a su verdadera medida y puesto a secar, era cosa fea, y que un dogma que el creyente debiera aceptar o perecer por toda una eternidad significaba una barbarie sustentada en la crueldad. Mi devoción abstracta por la belleza formaba las bases de mi rechazo, pero en el caso de mi hermana había que considerar otra vuelta de tuerca, pues gracias a las “nuevas” tendencias ella creía que todas las religiones presentaban aspectos de la verdad, y que nadie, ni siquiera la persona más vil, se libraría a largo plazo de entrar en el Cielo.
Samuel Franklyn, el banquero adinerado, gozó de admiración y respeto universales. La novedad de su casamiento fue recibida con aplausos, aunque Mabel era quince años más joven que él. La novia disfrutaba por su parte de una herencia proveniente de empresas cerveceras; el relato de su conversión en una ceremonia evangelista, en la cual Samuel Franklyn predicó fervoroso sobre el Cielo y aterradoramente sobre el pecado y la perdición, tenía incluso un aspecto de genuino romance. Ella se identificó con una antorcha salvada del fuego. Ingresó en el Cielo impulsada por la minuciosa elocuencia de Franklyn; la salvación llegó justo a tiempo: sus palabras la rescataron del borde de aquel lago de fuego y azufre en el que el gusano no muere y el fuego no se apaga jamás. Ella lo consideró un héroe, se acogió suspirando a su abrazo santificador y aceptó la paz que él le brindaba con resignación y gratitud.
Su marido fue un “hombre religioso” que combinaba triunfalmente sus grandes riquezas con la encantadora ocupación de salvar almas. Corpulento, alto, con grandes manos de dedos rojos y rechonchos, su dignidad, que apenas se libraba de ser pomposa, tenía algo de implacable. Sus ojos proyectaban certeza sin ningún remordimiento, sobre todo cuando predicaba. Las amenazas que profería sobre el fuego del Infierno sin duda asustaron a almas más fuertes que la tímida y receptiva Mabel, con quien se casó. La vestimenta del banquero consistía en largos abrigos que se abrochaba saltando botones, grandes botas cuadradas y pantalones que siempre formaban bolsas en las rodillas y le quedaban algo cortos. Usaba cuellos bajos, a veces polainas y un alto sombrero negro que no era de seda. Su voz alternaba entre la dureza y la untuosidad, y consideraba los teatros, los salones de baile y los hipódromos como antesalas del lago de azufre, cuya geografía presumía conocer tan detalladamente como las oficinas de su banco. Nadie dudaba, sin embargo, de su total sinceridad. Su filantropía, la firmeza de sus convicciones y la fe proveniente de su modo de vivir quedaban demostradas al aparecer su nombre como tesorero, donador principal o dirigente de abundantes asociaciones admirables. En el mundo de hacer el bien, el bulto de su presencia dominaba y constituía una roca amplia y majestuosa en el combate contra la maldad. Además, tenía un corazón genuinamente tierno y bondadoso hacia los demás… siempre y cuando creyeran lo mismo que él.
No obstante, a pesar de su auténtica compasión frente al sufrimiento y su deseo de ayudar, era igual de estrecho que un cable de telégrafo y más inflexible que una columna de iglesia. Mantenía una actitud intensamente egoísta, no menos intolerante que un ministro de la Inquisición; su alma burguesa edificaba una repugnante imagen del Cielo reproducida en miniatura en todas sus acciones y planes. La fe representaba el sine qua non de la salvación, y entendía por dicha “fe” la creencia en sus puntos de vista personales, “una fe que, exceptuando a aquellos que se conservan completamente puros y sin mancha, condena a todos a la eterna destrucción”. El mundo entero, menos su propia secta mínima y exclusiva, quedaba sentenciado a la maldición eterna… Una lástima, pero inevitable. Él necesitaba tener razón.
Sin embargo, rezaba sin cesar y socorría a los pobres generosamente. Solamente era incapaz de dar grandes ideas a su deidad suburbana. Más mezquino que un insecto, más obstinado que una mula, expresaba la humildad superior y pulcra de un “elegido”. También se desempeñaba como mayordomo de la iglesia. Leía las lecciones en algún “lugar de oración”, que solía ser demasiado frío o excesivamente cálido, donde no se permitían órgano, vestiduras ni velas encendidas, pero tan sólo el olor a champú en las cabezas de los niños de las últimas filas llenaba todo el edificio.
Tal vez resulte un poco exagerado semejante retrato del banquero, dedicado a acumular riquezas tanto en la tierra como en el Cielo, pues Frances y yo teníamos un “temperamento artístico” que rechazaba a ese tipo de gente y los consideraba indignos de confianza, casi merecedores de desprecio. La mayoría valoraba a Samuel Franklyn como buen ciudadano. Y seguramente la mayoría tenía una perspectiva más saludable. De haber vivido unos cuantos años más le habrían otorgado algún título nobiliario. Alivió muchos sufrimientos en el mundo, al menos al mismo grado en que su énfasis en la condenación causó agonías de miedo y tortura en muchas almas. Habríamos sido menos severos si pudiéramos encontrar un rasgo de belleza en su persona; sin embargo, no fue así, aunque admito que tampoco nos esforzamos demasiado por hallarlo. No podré olvidar nunca la mirada de agrio perdón con que oyó nuestras excusas por no acudir a las oraciones matutinas aquel domingo temprano en la única visita que hicimos a las Torres. Mi hermana supo que poco después se efectuó un cambio, y las oraciones “conducidas” por él a primera hora de la mañana se trasladaron a después del desayuno.