Читать книгу: «El valle perdido y otros relatos alucinantes», страница 6

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IV


POSEO UN SALUDABLE INSTINTO DE SOLTERO, consistente en tratar siempre de crear un nido en donde vivo, bien sea por pocos o muchos días. Como visitante, en un hotel o una pensión, lo más esencial es mi nido, objetos personales puestos en las paredes, tal como un pájaro lo construye con sus plumas. Puede tener un aspecto desolado e incómodo para otros ojos, pues el detalle principal no es la cama ni el ropero, ni tampoco el sofá o el sillón, sino una buena mesa para escribir, con patas firmes y suficiente espacio para acomodarse. Desde mi punto de vista, la más vívida descripción de las Torres radica en un solo hecho: ahí me fue imposible “anidar”. Descubrir esto me tomó varios días, pero la inicial impresión de no permanencia resultó más fuerte de lo que yo pensaba. Las plumas de mi mente se rehusaban a alinearse en un solo sentido. Se desordenaban, apuntaban a cualquier dirección y asumían un aspecto silvestre.

Los muebles lujosos no entrañan comodidad; era lo mismo que tratar de instalarme en un sofá y un sillón dentro de una gran tienda departamental. En la recámara era más fácil, pero el cuarto de trabajo privado, especialmente dispuesto para mi uso, me hacía sentir tan marginado como un paria. Por fuera parecía contar con todo lo que se pudiera desear: una antecámara a la gran biblioteca, no con una sola mesa generosa de roble, sino dos de ellas, por no mencionar otras más pequeñas junto a las paredes, con amplios cajones. Además, tenía escritorios para lectura, con atriles para sostener libros, una iluminación perfecta, y era más silenciosa que una iglesia, con un solo acceso a través de la enorme habitación adyacente; a pesar de todo, no era nada acogedora.

—Espero que aquí se encuentre a gusto para trabajar —dijo mi pequeña anfitriona la mañana siguiente, cuando me mostró la habitación y me enseñó el catálogo de la biblioteca en diez tomos, durante la única visita que hizo durante mi estancia en su casa—. El silencio es absoluto, y aquí nadie lo molestará.

—Si no puedes, Bill, entonces no sirves como autor —bromeó Frances, que tenía a Mabel tomada del brazo—. ¡Hasta yo podría escribir en una habitación como ésta!

Examiné con agrado las mesas amplias, las pilas de papel secante, las reglas, la cera para sellos, los cuchillos para pa­pel y el resto de una parafernalia inmaculada.

—Me parece perfecto —repuse con una emoción secreta, pero al mismo tiempo sintiéndome un poco tonto. Ese lugar era para Gibbon o Carlyle, no para mis chapuzas literarias.

—Si no logro escribir aquí mis obras maestras, no será por culpa suya —dije, volviéndome a la señora Franklyn. Ella me miró directamente, con una interrogación en sus ojitos grises que yo no entendí. ¿Acaso se daba cuenta del efecto que me producía la habitación?

—Aquí podrá escribir tal vez una historia de la casa —dijo ella—. Thompson le traerá cualquier cosa que le pida usted; sólo necesita tocar el timbre.

Señaló un timbre eléctrico sobre la mesa central, con el cable ajustado a una de las patas.

—Nadie ha trabajado aquí antes, y la biblioteca apenas se ha usado desde que fue instalada. Así que su imaginación no será afectada… adversamente.

Nos reímos los tres.

—Bill no es de esa clase —dijo mi hermana, mientras yo tan sólo deseaba quedarme a solas para arreglar mi nidito y ponerme a trabajar.

Pensé, por supuesto, que la enorme biblioteca me escuchaba y me causaba sentimientos de insignificancia: los quince mil libros callados y vigilantes, los pasillos solemnes, las repisas profundas y elocuentes. Una vez que las mujeres se fueron y me quedé solo, comenzó a descender la verdad sobre mí, y sentí los primeros indicios de desconsuelo que más adelante habrían de congregarse en un “no” rotundo e imperativo. La mente se cerró y las imágenes dejaron de fluir. Leí y tomé muchas notas, mas no escribí un solo renglón en las Torres. Ahí no era posible completar nada. Nunca pasaba nada.

El sol matutino inundaba la biblioteca a través de diez ventanas largas y angostas; cantaban los pájaros; el aire otoñal, enriquecido por un vago aroma de la melancolía de noviembre que estimula de modo agradable la imaginación, llenaba mi antecámara. Me asomé para contemplar el paisaje ondulado del bosque, cercado a lo lejos por las extensiones descendientes de los Downs, y me llegó un poco de sabor a mar; los grajos graznaban en sus vuelos sobre los olmos, y en los meandros del río descansaban perezosas unas vacas. Doce veces quise formar mi nido y prepararme para trabajar, y doce veces, como un perro que da vueltas fastidiosas tras su propio rabo, cambiaba de lugar la silla, los libros y mis papeles. Un motivo residía en la tentación del catálogo y los estantes de la biblioteca, una seducción fácil de resistir, por supuesto, pero existían otras razones. Mi trabajo, ade­más, no era la composición creativa que requiere absorción total, sino una presentación legible de datos acumulados por mí. Mis cuadernos contenían una multitud de hechos listos para tabularse y, por añadidura, tales hechos atraían mucho mi interés. No precisaba sino un pequeño esfuerzo de voluntad y una concentración fácil de lograr. Y, sin embargo, quedaba fuera de mi alcance: todo el tiempo algo desordenaba mis datos… y acabé sentado a la luz del sol, hojeando una docena de libros que extraje de las repisas de afuera, disfrutando sólo a medias mis lecturas y molesto conmigo mismo. Me llené de inquietud y deseo de estar lejos de ahí.

Aun en medio de mis lecturas mi atención se dispersaba. Por turnos o simultáneamente Frances, Mabel, su extinto esposo, la casa y sus terrenos se presentaban entre mis pensamientos sin ser invitados, obstaculizando cualquier flujo de trabajo. Tales imágenes aparecían en desorden, pero como fragmentos de algo mucho mayor que mi mente deseaba tantear inconscientemente. Revoloteaban, en torno a lo que se escondía, aspectos e interpretaciones fugitivas que por sí solas no ofrecían una revelación completa. No lograba adosar a aquellas emociones adjetivos tales como agradable o desagradable, tan sólo que el resultado siempre quedaba en suspenso. Se hundía en una atmósfera como de sueño y persistía sin que yo pudiera disiparla. Algunas palabras o frases de mi lectura enviaban preguntas que me asediaban la mente, una señal indudable de que parte de mi persona se hallaba insegura y sin reposo.

Preguntas triviales, además, interrogatorios medio tontos, como los de un niño curioso que desea entender. ¿Por qué a mi hermana le daba miedo dormir sola, y por qué su amiga sentía la misma repugnancia y sin embargo intentaba vencerla? ¿Por qué carecía de comodidad el sólido lujo de la mansión, y por qué su refugio no inspiraba permanencia? ¿Por qué la señora Franklyn nos invitó a nosotros, artistas, vagabun­dos no creyentes, tipos completamente distantes de los corderos redimidos que formaban la congregación de su marido? ¿Acaso reaccionaba a la histeria de su conversión? Nunca aprecié en ella signos de fervor religioso; su carácter correspondía a una mujer ordinaria, de aspiraciones convencionales, aunque una mujer de mundo. Tal vez le faltaba un poco de vida; pensándolo bien, nunca tuve una impresión definida de ninguna especie sobre ella, y mis ideas surgían con vaguedad a partir de esos datos frágiles.

Cerré mi libro y dejé que tales ideas siguieran su curso, pues mis reflexiones me llevaron a descubrir que no lograba verla con ninguna claridad. Me evadían su alma y su personalidad. Su rostro, sus pequeños ojos pálidos, su vestido, su cuerpo, su modo de andar; todo eso se me presentó como en una fotografía, pero su yo se me escapaba. No parecía estar en ninguna parte: carecía de vida, era una sombra vacía; nada. Me repelía esa imagen y la hice a un lado. Al instante se esfumó, como si al pensar a la ligera yo hubiera conjurado un fantasma sin existencia real. Y al mismo tiempo mis ojos la captaron mientras pasaba frente a la ventana, andando silenciosa por el camino de grava. Mientras la seguía con la vista me vino una nueva sensación. “Ahí va una prisionera”, fue mi pensamiento inmediato, “una que necesita huir, pero no puede.”

No sé de dónde salió semejante noción disparatada. Ella eligió volver a esa casa, gozaba de dos herencias y el mundo se abría a su paso. No obstante, permanecía infeliz, asustada, cautiva. Todo eso surgió en mi cabeza y causó una impresión penetrante antes de desecharlo por absurdo. Sin embargo, poco después logré dar con una explicación, aunque no menos disparatada que la primera. Se vio obligada mi mente, siendo lógica, a manifestarse de alguna manera. La señora Franklyn, vestida para salir al campo, con gruesas botas de caminante, un palo con punta y gorra de motorista cubierta por un velo para andar por caminos ventosos, se contentaba obviamente con no ir más lejos de los modestos senderos del jardín. El vestuario era falso, una pretensión. Eso, aunado a sus movimientos ágiles y rápidos, sugería una criatura enjaulada, domada mediante la crueldad y el miedo disfrazados de bondad. Andaba de un lado a otro, sin saber por qué mo­tivo no podía ir más allá de las mismas rejas que repetidamente le impedían el paso en el mismo lugar. Mabel tenía la men­te encerrada en una jaula de ésas.

La observé recorrer los senderos y bajar los escalones de una terraza a otra, hasta que me la ocultaron los laureles; a esa imagen momentánea se asoció un indicio de algo ligeramente desagradable, de lo cual mi mente no encontró explicación, por más que lo intenté. Recordé asimismo ciertos detalles adicionales que fueron añadiéndose a la imagen por cuenta propia, sin que los buscara. A veces las piezas de un rompecabezas se unen de ese mismo modo, como revelación, sin buscar pistas deliberadamente; durante unos segundos solamente, opacado antes de que tuviera oportunidad de considerarlo, apareció un pensamiento fuerte y angustioso que no puedo describir más que como una sombra: oscura y fea, opresiva, con bordes desgarrados violentamente que sugerían dolor, lucha y terror. Mi memoria la asoció con dos filas de celdas ocupadas por condenados en el interior de una prisión que visité hace años en Nueva York, sin saber cómo explicar esa conexión. Los “detalles” antes mencionados eran los siguientes: en la charla de sobremesa de la noche anterior, la señora Franklyn habló invariablemente de “esta casa”, sin llamarla nunca “hogar”, y acentuó, sin que fuera necesario para una mujer bien educada, nuestra “enorme bondad” al aceptar pasar tanto tiempo con ella. En otra ocasión, respondió a mi vano elogio sobre la “majestuosidad” de las habitaciones, diciendo en voz queda:

—Es una casa demasiado grande para un grupo tan pequeño. No suelo permanecer aquí más que por breves periodos, mientras la trato de ordenar.

Los tres íbamos subiendo las escaleras para acostarnos, y sin saber a qué se refería decidí no hablar más del tema, pues sentí que pisaba un terreno delicado. Frances no añadió una sola palabra. Se me ocurrió que “vivir” hubiera sido un término más natural que “permanecer”. Recuerdos insignificantes, y, sin embargo, por algún motivo acudían a mi memoria justo en aquel momento… Al acompañar a Frances a su cuarto, para asegurarme de que no se sintiera sola o nerviosa, pensé que por supuesto la señora Franklyn tuvo que hablar con ella confidencialmente de cosas que yo, como hermano de la visita, no compartía. Frances no me hizo ningún comentario, aunque con facilidad pude haberla presionado, cosa que no quise hacer por considerar una falta de lealtad hablar de nuestra anfitriona y su casa tan sólo porque estábamos juntos bajo el mismo techo.

—Si me da miedo, Bill, te llamo —me dijo riéndose al despedirnos, pues mi habitación estaba frente a la de ella, al lado opuesto del gran corredor. Me fui a dormir pensando en lo que la señora Franklyn quiso dar a entender cuando dijo “mientras la trato de ordenar”.

Durante mi segunda mañana en la antecámara de la biblioteca, rodeado de pliegos de papel folio y secantes inmaculados, totalmente inútiles para mí, tales sugerencias retornaron a mi discernimiento y ayudaron a delinear la gran Sombra indefinida ya mencionada. Con el agua al cuello, casi ahogada en dicha Sombra, se erguía mi anfitriona con su ropa de caminante. Imaginé que Frances y yo nadábamos para ir en su auxilio. La Sombra tenía suficiente magnitud para abarcar la casa y los terrenos, pero no logré ir más allá… Hice a un lado tales consideraciones y volví a la lectura del libro que había tomado prestado el día anterior. Pero antes de dar otra vuelta a la página, otro detalle preocupante saltó ante mí: la figura de la señora Franklyn en la Sombra no estaba viva. Flotaba inerme, como una muñeca o un títere sin vida propia. Eso me pareció patético y al mismo tiempo espantoso.

En tales sueños lúcidos, no guiados por la voluntad, por supuesto que cualquiera podría conjurar imágenes igual de ridículas. Así se explican las incongruencias de los sueños; me limito a registrar la imagen tal como se me presentó. No tiene caso consignar que se quedó en mi interior durante varios días, como suele suceder con los sueños más vívidos, y rehusé darle más vueltas. Lo más curioso fue que a partir de aquel día comencé a sentir la disposición, aunque aún no el deseo, de partir. Digo “partir” a propósito; no me acuerdo del momento en que la palabra cambió a otro concepto mu­cho más radical y frenético: escapar.

V


EN AQUELLA MANSIÓN CAMPESTRE con alma de villa disfrutamos de una paz deliciosa. Frances retomó su pintura, aprove­chando lo propicio del clima para salir a elaborar bocetos de flores, árboles y recovecos del bosque, el jardín e incluso la casa cuando alguna parte del edificio se asomaba sugestivamente tras las plantas. La señora Franklyn siempre andaba ocupada en diversas actividades y no inter­fería con nosotros, salvo para proponer un paseo en auto o tomar el té en otro rincón del jardín y cosas por el estilo. Andaba por todas partes, al parecer sin hacer nada, pero con alguna preocupación. La casa la absorbía. No se presentaron visitas. Por una parte, ella aún no anunciaba su regreso del extranjero; por la otra, creo que los vecinos —los vecinos del marido— quedaron desconcertados cuando cesaron las buenas obras. Las reuniones de brigadas y sociedades de templanza dejaron de celebrarse en el salón grande, y el vicario condujo las salidas de alumnos a otros campos, sin ofrecer ninguna explicación. Los únicos recordatorios del hombre que antes vivió en la casa eran su retrato de cuerpo entero en el comedor y la presencia del ama de llaves con los cabellos “chamuscados”. La señora Marsh conservaba su puesto en silencio, sin duda bien pagada, y no daba señales de aquella censura disimu­lada que podría haberse esperado de su parte. En realidad, nada sucedía digno de tal desaprobación, dado que ninguna cosa “mundana” penetraba la casa o sus alrededores. Mientras vivió su amo, la señora Marsh desempeñaba el papel de otra “alma salvada del fuego” en las congregaciones de evangelistas, y tenía por costumbre testimoniar gritando mientras él adornaba la plataforma para conducir los torrentes de oraciones. A veces la observé en las escaleras, donde se quedaba flotando de un lado a otro, mirando y escuchando por partes iguales, y advertí que esa mujer representaba un vínculo con la influencia de su prejuiciado patrón. Entre nosotros, ella era la única persona que pertenecía a la casa y parecía consi­derarla su propio hogar. Cuando la veía hablar, siempre res­petuosa y correcta, con la señora Franklyn, yo detectaba que, a pesar de su actitud nada agresiva, ejercía cierta influencia para que su patrona se quedara en el edificio para siempre, para que viviera ahí. Impedía la fuga, obstaculizaba que “la tratara de ordenar”, frustraba en lo que le era posible su voluntad de ser libre. Tales ideas tenían un carácter fugaz. Sin embargo, en otra ocasión, cuando bajé tarde por la noche para tomar un libro de la antecámara de la biblioteca y me topé con ella sentada en soledad en el vestíbulo, me dio una impresión contraria a la fugacidad. Nunca olvidaré el efecto sumamente desagradable que tuvo sobre mí. ¿Qué podía estar haciendo ahí, a las once y media de la noche, sola en la oscuridad? La vi tiesa en una silla grande, justo bajo el reloj. Me llevé un susto, pues era demasiado raro e incongruente. Al darme vuelta para subir las escaleras se levantó en silencio y me preguntó respetuosa, con los ojos vueltos al suelo como siempre, si ya había terminado con la biblioteca para echar los cerrojos. Eso fue todo, pero aquella experiencia se quedó en mi memoria, marcada por la aversión.

Por supuesto, tales impresiones diversas me llegaban en momentos raros, no en una sola sucesión, como las describo aquí. Después de tres días pude trabajar con bastante intensidad, no escribiendo, como ya expliqué, sino leyendo, tomando notas y localizando materiales en la biblioteca para usar en el futuro. Esos curiosos destellos se producían al azar y me tomaban por sorpresa, y a veces con sobresalto, pues probaban que la Sombra se mantenía en mi inconsciente y que sus causas quedaban lejos del alcance de mi percepción, dejándome inquieto mientras trataba de “anidar” en un lugar donde no era deseado. El trabajo del cerebro no se realiza bien a menos que su parte más profunda se halle en armonía, y eso explica mi incapacidad para escribir. En verdad, todo el tiempo me dedicaba a buscar algo que no lograba encontrar, una explicación que me evadía continuamente. No contaba más que con aquellos indicios triviales. No obstante, amontonados lograban entre todos definir un poco a la Sombra. Me fui dando mejor cuenta de que su existencia era por completo real. En esta parte de mi narración apenas he mencionado a Frances o a mi anfitriona, ya que contribuyeron poco o nada a lo que estoy describiendo. Por fuera llevábamos una vida tranquila, normal y rutinaria. La conversación se mantenía dentro de una banalidad absoluta, sobre todo la de la señora Franklyn. Nada de lo dicho sugería alguna revelación. Las dos se hallaban al interior de la Sombra, y ambas lo sabían, pero se abstenían de toda interpretación. No dudo que hablaran en privado, pero sobre eso no puedo proporcionar ningún detalle.

Pasaron diez días de una estancia común y corriente antes de toparme cara a cara con una rareza que desafiaba cualquier intento de captura. “Hay algo aquí que jamás sucede”, fue la oración pronunciada por mi mente, “y por tal razón ninguno se atreve a mencionar el tema.” Al mirar por la ventana a las vulgares aves negras, con los dedos de las patas flexionados, picoteando en busca de sus gusanos, entendí con claridad que aun ellas, lo mismo que cada cosa, ya fuese grande o pequeña, en la casa y su terreno, quedaba bajo el signo de lo raro, y lo raro tenía el efecto de deformarla. En su totalidad, la vida ahí se reducía a una atmósfera castrada, sin crecimiento ni poder. Los dones de Dios nada significaban; se ignoraba Su amor por la alegría, en el jardín no se cantaba ni se danza­ba. Su contenido era el odio. Mi mente se apresuró a concluir: “la Sombra es una manifestación del odio, y el odio es el Diablo”. Supe que llegaba en parte a la verdad y tuve miedo.

Dejé los libros y salí: vi un cielo nublado, pero el día no tenía nada de triste. La luz filtrada por las nubes le daba un tono cálido, casi veraniego. Sin embargo, contemplé el territorio al desnudo, pues por fin entendí. El odio significa pelea, y entre ambas fuerzas se teje la capa con que se viste el terror. Yo no poseía creencias religiosas ni compartía las series de dogmas denominadas credos, así que podía observar el asunto desde fuera, con objetividad. Absorbí, sin embargo, lo suficiente para considerar (elogiándome) compasivamente a los otros, de alma menos aventurera. El retrato del comedor acechaba en todas partes, se escondía detrás de cada árbol, me observaba desde la fea punta de las torres burguesas, y se notaba la huella pesada de su mano sobre cada lecho de flores. “No se puede hacer esto, no se puede hacer aquello”, vi escrito en el aire. “Prohibido salir de los senderos angostos”, dijeron los barandales de rígido hierro negro. “No se puede andar aquí”, manifestaban todos los prados. “Usa los escalones”, “No cortes las flores, no hagas ruido de risas, cantos o bai­les”, prohibían letreros sobre la rosaleda. Y la declaración corriente de “Los infractores serán procesados” se modificaba en mensajes que aparecían sobre las araucarias y los acebos: “Los infractores serán destruidos”. Al final de cada terraza se erguían implacables agentes policiacos, carceleros, verdugos, quienes cantaban: “Ven con nosotros o quedarás eternamente entre los malditos”.

Me congratulé por haber descubierto esa obvia explicación del ambiente carcelario que exudaban las Torres. No se me ocurrió que la pesada influencia póstuma del viejo Samuel Franklyn fuese insuficiente como solución. La viuda, con su esfuerzo por “tratar de ordenar”, intentaba olvidar el miedo y el credo deprimente que adoptó por obligación. Frances, con su mente delicada, no hablaba del asunto, pues se refería a la influencia de un hombre a quien su amiga había amado. Me sentí más ligero, se me quitó una carga de encima. Recordé una máxima que leí no sé dónde: “Asociar lo desconocido a lo conocido significa entender”. Experimenté un gran alivio; al fin podría hablarle a Frances, y aun a mi anfitriona, sobre el tema sin riesgo de dar pasos en falso. Pues tenía la llave en la mano, y podría incluso ayudar a disipar la Sombra, a “tratar de ordenar”. ¡Quizás así se justificaba haber sido invitados por tanto tiempo!

Riéndome, quizá de mí mismo, entré en la casa. “¡Tal vez la perspectiva del artista, sin dogmas duros y sencillos, sea igual de estrecha que las demás! ¡La humanidad es algo tan pequeño! ¿Por qué no será posible que exista una combinación verdadera de todos los puntos de vista?”

A pesar de mi gran descubrimiento sobre poner las cosas en su sitio, me dominó con mucha fuerza el sentimiento de “inestabilidad”. Y de pronto me encontré con Frances, que bajaba por las escaleras con un portafolios de bocetos bajo el brazo.

Desde su llegada estuvo trabajando mucho, pero me di cuenta abruptamente de que no me había mostrado nada de lo que llevaba hecho. Me pareció raro, poco natural. La manera en que quiso pasar junto a mí confirmó mi sospecha inicial: sus trabajos no estaban a la altura que debían.

—¡Un momento! —le dije entre risas—. Es la hora de exponer tus cosas. No he visto nada de lo que has hecho desde que llegaste; tú, que siempre me enseñas todo. Eso me parece una atrocidad degradante.

Mi risa quedó congelada. Hizo un gesto de astucia tratando de pasar a mi lado, y casi decidí dejarla pasar, pues me afectó ver la expresión en su cara: incómoda, avergonzada, sonrojándose y empalideciendo, y me hizo pensar en un niño que es sorprendido en alguna travesura secreta. Casi expresaba miedo.

—¿Es porque todavía no están terminados? —pregunté con mayor seriedad—. ¿O son demasiado buenos para que yo los entienda?

Mi crítica pictórica, según solía decirme, resultaba a veces burda e ignorante. Añadí:

—Me los dejarás ver más adelante, ¿verdad?

Sin embargo, Frances no quiso tomar esa salida que le ofrecía yo. Cambió de opinión y sacó el portafolios que llevaba bajo el brazo.

—Si de verdad lo deseas, Bill, puedes verlos —dijo en voz queda, en un tono que evocaba a una nana que habla con un niño recién salido de la infancia primera—. Tienes edad suficiente para contemplar el horror y la fealdad… aunque no te lo aconsejo.

—Quiero verlos —repuse, y me di vuelta para bajar junto a ella, pero me dijo:

—Mejor sube conmigo a mi cuarto, ahí nadie nos molestará.

Creí que iba de camino a mostrar sus obras a la anfitriona, y no deseaba que las viéramos al mismo tiempo. Mi mente comenzó a trabajar con furia.

—Mabel me pidió que los hiciera —explicó en un tono de voz que expresaba un horror sumiso, después de cerrar la puerta—. De hecho, me lo suplicó. Ya sabes que es muy per­sistente a pesar de ser tan callada. Tuve… no tuve más remedio que hacerlos.

Se sonrojó y abrió el portafolios sobre la mesa al lado de la ventana, y se puso tras de mí mientras yo iba pasando los bocetos, cuyos temas comprendían el terreno, los árboles y el jardín. Al comenzar mi inspección no hallé ningún motivo por el cual pudiera ofenderse el sentido de modestia de mi hermana. Mi atención se desvió por un instante, pues otra pieza del rompecabezas caía en su sitio, definiendo con mayor exactitud aquello que yo nombré “la Sombra”. Me acordé de que la señora Franklyn, en la biblioteca, me sugirió que quizá podría escribir algo sobre el lugar; yo supuse entonces que no se trataba más que de otro de sus comentarios banales y no le puse más atención. Sin embargo, entendí de pronto que hablaba en serio. Deseaba las interpretaciones expresa­das por nuestros “talentos” respectivos en pinturas y escritos. Eso revelaba los motivos de su invitación. Nos dejaba solos a propósito.

—Me gustaría romper todo —susurró Frances detrás de mí, temblando—. Sólo que prometí…

Se interrumpió un momento.

—¿Le prometiste que no los romperías? —pregunté, con los ojos adheridos a los bocetos y sintiendo una rara angustia.

—Le prometí que antes se los enseñaría a ella —terminó, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.

Carezco de comprensión intuitiva e inmediata del valor de las obras pictóricas. Todos creen que sus juicios son acertados, pero yo no me considero mejor espectador que cualquier persona común y corriente. Con frecuencia Frances me encontraba culpable de errores y de una gran ignorancia. Sólo puedo decir que examiné los bocetos con asombro y repulsión. Me parecieron atroces. Sentí vergüenza por mi hermana, quien con algún pretexto se movió al otro lado de la habitación y no los examinó junto a mí. Su talento era mediocre, pero conocía momentos de inspiración. Es decir, momentos en que una visión de la belleza no habitual en ella pasaba divinamente por sus labores. Las interpretacio­nes de aquellos últimos dibujos me parecieron indudables frutos de inspiración, mas no la suya. La ejecución era excelente; al mismo tiempo, resultaban atroces. Sus significados apenas quedaban sugeridos, sin nunca ir más lejos. Implicaban habilidad y poder pecaminosos, hacían sugerencias abominables, dejando casi todo a la imaginación. Encontrar esa especie de significados en un jardín burgués e inter­pretarlos con tanta delicadeza y certidumbre presentaba ciertos simbolismos siniestros, incluso diabólicos. La delicadeza la aportaba la pintora, pero el punto de vista correspondía a otra persona. La palabra que se me ocurrió no fue la burda descripción de lo “impuro”, sino una obra que se manifestaba contra la pureza, algo mucho más fundamental: la antipureza.

Fui pasando los bocetos uno por uno, como pasa un niño las páginas de un libro prohibido, temeroso de ser sorprendido.

—¿Qué hace Mabel con ellos? —le pregunté en voz baja al acercarme al final—. ¿Los guarda?

—Toma notas en un cuaderno y después los destruye —fue la respuesta desde el otro lado del cuarto, con un suspiro de alivio—. Me alegro de que los hayas visto, Bill. Quería enseñártelos, pero me daba miedo. ¿Me entiendes?

—Entiendo —repliqué, aunque la pregunta no necesitaba respuesta. Lo único que logré entender fue que la mentalidad de Mabel era igual de dulce y pura que la de mi hermana, y que tendría buenas razones para actuar de tal manera. ¡Destruía los bocetos, pero antes tomaba notas! Constituían una interpretación del lugar que ella buscaba. Como hermano sentí un poco de resentimiento, pues Frances desperdiciaba tiempo y talento cuando podría estar haciendo obras que podría vender. Naturalmente, también sentí otras cosas…

—Mabel insiste absolutamente en pagarme cinco guineas por cada uno.

Me quedé estúpidamente sin palabras durante un mo­mento.

—Debo aceptar o irme —prosiguió tranquilamente, aunque se puso un poco pálida—. Lo he intentado todo. Al tercer día después de mi llegada tuvimos toda una escena, cuando le mostré mi primer boceto. Quería escribirte sobre esto, pero no pude decidirme…

—Entonces, ¿no es intencional de tu parte? Perdón por preguntar, querida Frances —balbuceé sin saber qué decir o pensar, mientras recordaba la sensación de “leer entre líneas” en su carta—. Quiero decir, tú haces los bocetos a tu manera habitual y… el resultado aparece por su cuenta, por decirlo así.

Asintió, abriendo las manos como los franceses.

—No necesitamos quedarnos con el dinero, Bill. Podemos regalarlo, pero… debo aceptarlo o irme de aquí.

Volvió a encogerse de hombros. Se sentó en una silla frente a mí y se puso a mirar la alfombra.

—¿Dices que se produjo una escena? —continué—. ¿Ella insistió?

—Me rogó que continuara —repuso mi hermana en voz muy baja—. Ella cree que… es decir, tiene la idea o teoría de que algo anda mal con este lugar.

Frances se interrumpió tartamudeando. Sabía que yo no apoyaba teorías sin fundamento.

—Es por algo que siente, entonces —le ayudé, con más que curiosidad.

—Oh, sabes a qué me refiero, Bill —dijo, desesperada—. Que el lugar se halla saturado por alguna influencia que ella es demasiado estúpida y positiva para interpretar. Trata de volverse más negativa y receptiva, como ella dice, pero por supuesto no puede. ¿No has notado lo aburrida e impersonal que parece, como si no tuviera ningún carácter? Piensa que con ese método le llegarán impresiones, pero no sucede así…

—Es natural.

—Por eso lo intenta a través de mí, o de nosotros, lo que ella denomina temperamento artístico, que es más impresionable. Afirma que mientras no tenga la más completa certeza sobre esta influencia, no podrá enfrentarla, sacarla de aquí. “Poner la casa en orden”, es la frase que ella usa.

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