Читать книгу: «El valle perdido y otros relatos alucinantes», страница 5

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Las Torres se alzaban solemnes sobre una colina de Sussex, en medio de un terreno parecido a un parque moderno, pero no es posible describir la casa —entre otras razones, por­que sería demasiado fatigoso—, a menos que se califique como un cruce entre una villa de Norwood pretenciosa y excesivamente grande, y uno de aquellos institutos saturninos para lisiados frente a los que pasa avergonzado el tren al atravesar el sur de Londres para llegar a Surrey. Estaba amueblada con gran ostentación y a primera vista parecía im­ponente, pero un examen más minucioso descubría una personalidad paupérrima, estéril y austera. Uno esperaba encontrar en las paredes una lista de reglas y obligaciones, todas firmadas por la Orden. La mansión venía a ser una cárcel que aprisionaba al “mundo exterior”. Por supuesto, no incluía salones para fumar ni mesas de billar ni habitaciones dispuestas para otros juegos, y el gran espacio al fondo, que fue antes una capilla y pudo ser destinada a bailes y funciones teatrales, entre otras diversiones inocentes, la consagró el banquero a reuniones de diversas clases, sobre todo brigadas y sociedades de templanza y evaluación de misiones. En un extremo se arrinconaba un armonio, y al otro lado, sobre el mismo nivel, se alzaba un estrado. Arriba, una galería se destinaba a las habitaciones de sirvientes, jardineros y cocheros. La calefacción consistía en tubos de vapor y las paredes estaban ornadas con cuadros de Doré, aunque pronto se juzgaron demasiado poco espirituales y se desterraron al ático. La madera pulida y brillante contribuía a darle el aspecto de una miniatura del pequeño y exclusivo Cielo que siempre lo acompañaba y manifestaba en todas sus actividades y disposiciones, incluso en los jardines en torno a la mansión.

Frances me comentó que los cambios a las Torres se llevaron a cabo durante el primer año de viudez que pasó Mabel en el extranjero: puso un órgano en el pabellón principal, recatalogó la biblioteca e hizo habitable la mansión, una vez que era permisible suponer que había vuelto a encontrar su propia alma y podía retornar a su vida normal y saludable, que incluía juegos y diversiones, literatura, música y arte, sin el toque de trivialidad que suele calificarse de mundano. La señora Franklyn, tal como yo la recordaba, era una mujer tranquila, quizá de poca profundidad y fácil de influir, pero con una sinceridad canina y muy leal en sus amistades. En su corazón, sus gustos eran católicos, sencillos y poco dados a imaginar cosas. Su afición por los diversos movimientos de moda no era más que un signo de que buscaba dentro de su camino limitado alguna creencia que le proporcionara un poco de paz. En realidad, se trataba de una mujer muy ordinaria, de calibre algo inferior al de Frances. Yo estaba al tanto de que ellas hablaban de toda clase de teorías, pero como nunca las llevaban a la acción llegué a creer que no les harían ningún daño. Con todo, no lamenté su casamiento, y tampoco di la bienvenida a la renovación de su antigua intimidad. El filántropo no le dio hijos; de otro modo, habría sido una madre buena y sensata. Sin duda se casaría de nuevo.

—Mabel menciona que desde finales de agosto ha estado sin nadie más en las Torres —me contó Frances mientras tomábamos el té—. Estoy segura de que se siente sola y fuera de contexto. Ir será un acto de bondad. Además, ella me agrada desde siempre.

Manifesté mi aprobación, pues me encontraba recuperado de mi acceso de egoísmo.

—Ya le avisaste que aceptábamos —dije, preguntando a medias.

Frances asintió.

—Le agradecí de tu parte —añadió en voz baja—, diciendo que por el momento no estabas libre, pero que poco después podrías acompañarnos por un tiempo, si no le resulta inconveniente.

Me quedé mirándola. Frances en ocasiones decide cosas con la mayor independencia. Quedé así condenado y de paso sentenciado.

Por supuesto discutimos e intercambiamos explicaciones, como corresponde a hermanos afectuosos, pero registrar aquella conversación reviste poco interés. Las cosas quedaron así dispuestas y ambos nos sentimos satisfechos. Dos días después ella se marchó a las Torres y me dejó solo en el depar­tamento después de dejar todo listo para mi comodidad y buena conducta, ya que le agradaba tiranizarme discretamente. Sus últimas palabras cuando la dejé en la estación de Charing Cross permanecieron en mi mente durante mucho tiempo después de su partida:

—Te escribiré y te haré saber cómo me va, Bill. Come bien, y si algo no anda como es debido me lo dices.

Agitó la manita enguantada, asintió con la cabeza hasta que los cabellos rozaron el vidrio, y partió.

II


RECIBÍ UNA BREVE NOTA anunciando su llegada sana y salva, y luego pasó una semana de silencio. Por fin me llegó una carta, donde además de diversas recomendaciones sobre mi bienestar, se extendía en descripciones e informes sin orden ni concierto, muy a la manera de Frances, siempre generosa con el uso de cursivas.

“… y estamos muy solas”, escribía con su enorme caligrafía que desperdiciaba labor y papel, “aunque entiendo que pronto llegará más gente. Aquí podrás trabajar todo lo que quieras. Mabel entiende perfectamente y dice que serás bienvenido cuando estés libre para viajar. La encuentro un poco cambiada, ha vuelto su naturalidad. Nunca dice una palabra sobre él. El lugar también me parece diferente en algunas cosas; se siente más alegre. Creo que es ella quien le ha dado alegría, un poco a paletadas, si me entiendes, y esa alegría no se ve del todo natural, como si se sintiera incómoda. El órgano es una belleza. Debe ser muy rica ahora, pero sigue siendo la de siempre, dulce y gentil. Sabes, Bill, pienso que él la aterrorizó para que se casaran. Da la impresión de que le tenía miedo.”

La última oración estaba tachada con tinta, pero la pude leer, pues las letras eran demasiado grandes para taparlas del todo.

“Aquel hombre poseía una voluntad indoblegable bajo su aceitosa bondad que hacía pasar por espiritualidad, con una personalidad fuerte, y no dudo que en otro siglo nos habría enviado tan contento a ti y a mí a la hoguera… por nuestro propio bien. ¿No te extraña que ella no hable nunca de él, ni siquiera conmigo?”

De nuevo había tachado esto último, pero sin la intención de impedir su lectura; probablemente porque era una repetición.

“De él no queda más recordatorio en la casa que una copia grande del retrato de presentación de las escaleras del Instituto Multitécnico de Peckham. Ya sabes, el de tamaño natural, con una mano gorda cargada de anillos apoyada en una Biblia gruesa, y la otra metida entre los botones del abrigo. Está colgado en el comedor y domina nuestras comidas. Ojalá Mabel lo quitara de ahí. Creo que le gustaría hacer eso, pero no se atreve. No hay una sola fotografía de él, ni siquiera en la recámara. Aquí está también la señora Marsh; te acordarás de ella, el ama de llaves de él, la esposa de aquel hombre que metieron a la cárcel por asesinar a un bebé, o algo parecido. ¡Tú comentaste que ella le había robado y justificaba el crimen aduciendo la historia del administrador injusto que aparece en la Biblia! ¡Cuánto nos reímos aquella vez! Ella también es la misma de siempre, deslizándose por toda la casa y apareciendo cuando menos te lo esperas.”

Más reminiscencias ocupaban las siguientes dos hojas de su carta, y sin ninguna puntuación añadía instrucciones acerca de la caldera para calentar mi despacho en el departamento, seguidas por lo que debía decirle yo a la cocinera, y pedidos de cosas que olvidó al empacar y deseaba que le enviara: dos blusas, con descripciones tan largas y contradictorias que me hicieron suspirar mientras las leía, “a menos que puedas venir pronto y no te importe traérmelas tú mismo; no la de color malva que me pongo a veces por las tardes, sino la azul claro con encaje en el cuello y pliegues por delante. No sé si estén en el armario de mi recámara o en el cajón. Pregúntale a Annie si tienes dudas. Muchísimas gracias. Mándame un telegrama, no lo olvides, y te iremos a recoger en un automóvil a la hora que sea. No sé si me quede el mes entero yo sola. Todo depende”.

Ahí terminaba la carta, con las cursivas fuera de control hacia el final, repitiendo que a Mabel le encantaría mi visita por mi propia persona, pero también por tener a un “hombre en la casa”, y que no necesitaba más que telegrafiar los datos del tren y la hora… La carta, que me llegó con el segundo correo del día, me interrumpió cuando me hallaba absorto trabajando, y tras leerla y confirmar que nada de lo que me decía requería de mi atención inmediata, la hice a un lado y proseguí con mis notas y lecturas. Pasados cinco minutos, sin embargo, la carta volvió a requerir atención. Ese elemento inquietante al que se alude al decir “leer entre líneas” me revoloteaba en la mente. Se desvaneció mi interés en los estados balcánicos, el artículo político que me “encomendaron”. Algo indeterminado me inquietaba perturbadoramente. Al principio quise persistir en mi trabajo y forzarme a la concentración, pero no tardé en percibir que un estrato de nuevas impresiones flotaba entre el artículo y mi atención. Era algo similar a una sombra, pero que se disipaba tan pronto la inspeccionaba. En un par de ocasiones alcé la mirada esperando encontrar a alguien más en la habitación, pensando que Annie habría abierto la puerta sin hacer ruido y esperaba mis instrucciones. Oí el estruendo de los autobuses que cruzaban el puente. La calle Oakley entró en mis percepciones. Montenegro y el Adriático azul se disolvieron en la neblina de octubre a lo largo del deprimente Embankment que imitaba la ribera de un río, y varias oraciones de la carta saltaban ante mis ojos y me picaban la curiosidad. Después de releerla cuidadosamente llamé a Annie y le dije que encontrara las blusas y las pusiera en un paquete para echar al correo, y por fin le mostré la descripción escrita, y resentí la sonrisa de superioridad que acompañó su rápida interrupción:

Yo las conozco, señor —dijo y salió.

No obstante, poco me preocupaban las dichosas blusas. Me exasperaba en cambio esa lectura “entre líneas” que puso fin a mi trabajo y me eludía de manera muy irritante. En tales casos, lo único valioso es la impresión inicial, pues si se empieza a analizar se corre el riesgo de que la imaginación elabore toda suerte de falsas interpretaciones. Mientras más meditaba en ello, más aumentaba mi confusión. Creí que la carta quería referirse a algo más, pero que sus ocho hojas tan sólo se limitaban a sugerirlo. Llegaba al borde de hacer una revelación y en ese punto se detenía. Algo que me provocaba inquietud ocupaba la mente de mi corresponsal. Sin embargo, el estudio de las oraciones no me aclaró nada o, mejor dicho, contribuyó a aumentar la confusión, pues, aunque mi inquietud no cesaba, la primera impresión acabó por desvanecerse en el aire. Por fin cerré mis libros y fui a la biblioteca del Museo Británico para hacer una consulta de otro tipo. Tal vez eso me ayudaría a discernir las cosas, llevando a la mente por una dirección distinta. Almorcé cerca de la casa, en el Express Dairy de la calle Oxford, y le avisé a Annie que a las cinco llegaría a casa para tomar el té.

Y fue tomando el té, fatigado en cuerpo y alma después de cinco horas de respirar el aire rancio de la Rotonda, que mi mente logró sacar a la luz la impresión original, vívida y clara; la revelación no llegó acompañada de ninguna prueba; era sólo un presentimiento, pero muy convincente. La mente de Frances se encontraba perturbada. Eché de menos su buen sentido del orden; estaba inquieta, incluso tal vez asustada. Algo respecto a esa casa la angustiaba, y tenía necesidad de mi presencia. A menos que yo acudiera, se echaría a perder su tiempo de reposo, las vacaciones que tanto necesitaba, de hecho. Le faltaba egoísmo para decirlo con esas mismas palabras, pero yo lo adiviné a lo largo de toda la carta. Vi con toda claridad que la señora Franklyn y, en consecuencia, también Frances, necesitaba tener “un hombre en la casa”. La desagradable frase “un hombre en la casa” sugería algo que ella no se atrevía a declarar abiertamente. Esas dos mujeres viviendo en aquella enorme barraca solitaria tenían miedo.

El mensaje implícito incidió en mi sentido del deber, mi afecto, mi altruismo, como quiera que se llame esa emoción compuesta, y también en mi vanidad. Quise actuar rápidamente a fin de evitar que nuevas reflexiones torcieran mi claro y decente juicio.

—Annie —dije cuando ella respondió al timbre—, no necesita enviar esas blusas por el correo. Las llevaré personalmente mañana, cuando me vaya. Estaré fuera una o dos semanas, tal vez más.

Consulté la guía de ferrocarril y me apuré a telegrafiar antes de que se modificara mi opinión, siempre susceptible a cambios.

No obstante, durante la noche ningún deseo se presentó para alterar mi decisión. Iba a hacer lo correcto, lo que se necesitaba. Sentí incluso prisa por llegar a las Torres lo más pronto posible. Elegí un tren que salía temprano por la tarde.

III


UN TELEGRAMA ME INDICÓ que me bajara en un pueblo a poco más de quince kilómetros de la casa, así que me ahorré el tramo lento del tren a la estación local y viajé por exprés. La niebla se aclaró tan pronto salimos de Londres, y un sol de otoño, sin calor, pintaba el paisaje de tonos dorados, entre el café y el amarillo. Mis humores se animaron, sentado cómodamente en el lujoso vagón que corría entre bosques y setos. Por raro que parezca, se me quitó la ansiedad de la noche anterior. Pensé que se debía a la exageración en los detalles que suscita una reflexión en soledad. Frances y yo llevábamos más de un año de no separarnos, y su carta desde las Torres era demasiado escueta. Me pareció poco natural no saber las particularidades de emoción y humores a que estaba ya habituado, pues gozábamos de la mayor confianza y nos unía un profundo afecto. Aunque sólo era cinco años menor que yo, la trataba como si fuese una niña. Mi actitud podría calificarse de paternal. A su vez ella me atendía con una solicitud maternal que nada tenía de empalagosa. Mientras ella aún vivía no sentí el menor deseo de casarme. Pintaba acuarelas con un éxito razonable, y llevaba los asuntos de la casa; yo escribía, reseñaba libros y daba conferencias sobre estética; formábamos una pareja rutinaria de cuasi artistas, satisfechos con la vida. Mi única preocupación consistía en que se volviera sufragista o que la cautivara alguna de las teorías disparatadas que a veces se apoderaban de su imaginación, las mismas que hallaban aliento en su amistad con Mabel, por ejemplo. En cuanto a mí, ella me consideraba un poco estólido o incluso necio —no me acuerdo qué palabra prefería—, pero nuestras diferencias de opinión rompían la monotonía y las discusiones jamás se volvieron disputas. Tomando bocanadas del frío aire otoñal me sentí fresco y estimulado, como si saliera de vacaciones a un ambiente de comodidad al finalizar el viaje, sin tener que cuidar cada centavo.

Sin embargo, mi corazón se vino abajo tan pronto tuve la casa a la vista. El largo camino flanqueado por araucarias hostiles y secoyas formales y solemnes no era distinto de los caminos en miniatura que conducían a un millar de “residen­cias” semiadosadas. La aparición de las Torres después de una curva sugería un lugar común como remate de una historia iniciada con interés, casi con emoción. Una villa se había fugado una noche de la sombra de Crystal Palace, viajando a empellones mientras crecía monstruosamente bajo lluvias abundantes, y llegó para quedarse. Las hiedras cubrían un opulento muro rojo de tabiques, pero con una pulcritud que tenía el efecto de desfigurarlo, como la falsedad de una prisión o un asilo de huérfanos —la comparación me provocó una sonrisa. No se veía la menor traza de la espontaneidad silvestre de las enredaderas, obligadas a crecer bajo tijeras y ataduras, entrenadas y precisas, como en un templo protestante recién estrenado. Puedo jurar que en ninguna parte había un solo nido de pájaros, ni una avefría que volara solitaria. En el porche las enredaderas aumentaban su densidad y ahogaban una lámpara del siglo XVII, un contraste en verdad horroroso. En el lado más lejano de la casa se erigían invernaderos de vidrio; al contemplar las numerosas torres a las cuales el lugar debía su apelativo uno pensaba inevitablemente en campanas para llamar a la escuela; los alféizares de las ventanas, repletos de flores en macetas, me recordaron los suburbios desolados de Brighton o Bexhill. La casa ocupaba una posición dominante sobre la cima de un cerro, desde donde se extendían muchos kilómetros de bosque ondulante al sur, hacia los Downs. En cambio, por el lado posterior, orientado al norte, los saludables y estimulantes vientos nórdicos se detenían en gruesos macizos de encina, acebo y aligustre, de tal modo que, a pesar de ubicarse en lo alto, la casa quedaba encerrada. Desde la última vez que puse los ojos en ella pasaron tres años, pero el recuerdo nefasto que llevé conmigo estaba justificado por la realidad: era un lugar detestable.

Tengo por costumbre expresar audiblemente mi opinión cuando recibo impresiones lo bastante fuertes para ameritarlo. A pesar de eso, solamente suspiré “¡Ay de mí!” cuando saqué las piernas de una multitud de frazadas y entré en la casa. Me recibió una recamarera alta con actitud de granadera, y tras ella vi a la señora Marsh, el ama de llaves, cuyo rasgo más memorable era el aspecto desordenado de sus cabellos negros, como si se los hubiese quemado. Entré cuanto antes a mi habitación, pues la dueña estaba vistiéndose para la cena, pero Frances acudió a verme justo cuando luchaba con mi corbata negra, anudada como agujeta de zapato. Ella la compuso en un lazo pulcro y eficiente, y mientras yo tenía la mandíbula alzada para dicha operación, mirando al techo, sentí —me pregunto si tal vez por haberme toca­do ella— que algo temblaba en su cuerpo. Tal vez sea más apropiado decir que algo se encogía en ella. Su rostro y su conducta no revelaban nada de eso, ni tampoco su charla agradable y fácil mientras arreglaba mis cosas y me reñía por hacer mal la maleta, como de costumbre, preguntándome sobre los sirvientes del departamento. Las blusas resultaron ser las correctas, pero llegaron arrugadas, así que merecí ser reprendido. Pero sus palabras no expresaban ni siquiera impaciencia. A pesar de todo, permaneció en mi mente la sugerencia de una reserva encogida, de algo suprimido. Había pasado sin mí unos cuantos días, por supuesto, pero yo percibía otros motivos. Le agradó que yo fuera a acompañarla, pero por alguna razón de la cual prefería no hablar, también deseaba que hubiese permanecido en el departamento. Hablamos de las novedades ocurridas durante nuestra breve separación, y se me fue olvidando aquella leve impresión inicial. Me fue asignada una recámara grande y bien amueblada; cabrían en ella la sala y el comedor de nuestro hogar. No obstante, no era un sitio donde pudiera ponerme a trabajar. Tenía una atmósfe­ra de no permanencia, y me provocaba la sensación de estar de paso, como en un cuarto de hotel. Claro está que ésa era precisamente mi situación. Pero algunas habitaciones expresan una hospitalidad duradera, bien establecida, incluso en algunos hoteles. No era el caso ahí. Como tenía el hábito de trabajar en el mismo sitio en que dormía, al menos cuando estaba de visita, debo haber fruncido el ceño ligeramente.

—Mabel te ha preparado un cuarto de trabajo al lado de la biblioteca —anunció Frances la clarividente—. Nadie te mo­lestará ahí y tendrás quince mil libros catalogados a tu alcance. Además, hay una escalera privada. Puedes tomar el desayuno en tu recámara y bajar en bata, si te apetece.

Se rio al decir las últimas palabras. Tan disparatadamente como empeoró, mi humor empezó a mejorar.

—¿Y tú cómo estás? —inquirí mientras le daba un beso tardío—. Qué alegría estar juntos de nuevo. Admito que me sentía un poco perdido sin ti.

—Eso es natural —repuso y rio—. Me da mucho gusto.

La vi con buen aspecto y color en las mejillas debido a los aires del campo. Me informó que comía y dormía bien, daba paseos con Mabel, pintaba algunos paisajes, y disfrutaba de su reposo y de un cambio completo. Sin embargo, su valiente descripción no sonaba del todo genuina, sobre todo las últimas palabras. Persistía la impresión de que en su conducta se ocultaba exactamente lo opuesto: inquietud, retroceso, casi ansiedad. Algunas amarraduras de su persona, por lo visto, sufrían demasiada tensión. La expresión coloquial “con los nervios de punta” cruzó mi mente. La miré acuciosamente a la cara mientras me hablaba.

—Solamente al atardecer —agregó, al sentir mis dudas, pero evitando mirarme a los ojos— , a veces me resulta pesado, y me cuesta trabajo mantenerme despierta.

—Debe ser la fuerza del aire después de vivir en Londres —sugerí—, y a ti te gusta acostarte temprano.

Frances se dio vuelta para mirarme directamente.

—Por el contrario, Bill, no me agrada ir a la cama aquí… Mabel se acuesta demasiado temprano.

Usaba un tono ligero al hablar, tocando sin ninguna finalidad las cosas en desorden sobre la mesa de mi recámara, lo cual me dio a entender que sus pensamientos andaban por otros caminos. De repente desplazó la vista, que tenía fija sobre el cepillo y las tijeras, para encararme.

—Billy —dijo abruptamente bajando la voz—, por raro que te parezca, odio dormir sola aquí. No lo entiendo. En mi vida jamás había sentido algo similar. ¿No te parece absurdo?

Una vez más se rio, pero con los labios solamente y no con los ojos. Percibí una nota desafiante, pero no la entendí.

—En una naturaleza como la tuya, Frances, cualquier emoción intensa siempre tiene sentido —repliqué, deseando tranquilizarla. Sin embargo, también yo respondía tan sólo con los labios, pues mis pensamientos trabajaban en otros asuntos con gran inquietud. Me encontré un tanto desconcertado. No estaba seguro de qué manera continuar la conversación; si me reía, ya no me seguiría contando nada. Pero si la tomaba demasiado en serio, las amarraduras se pondrían todavía más tensas. Mis instintos me mostraron enseguida que algo de lo que ella experimentaba yo lo había sentido también, aunque mi interpretación fuese diferente. A pesar de su indefinición, las señales de lluvia o tormenta se anuncian horas antes al detectar indicios de inestabilidad en el aire. Llevaba menos de una hora en la casa —una casa lujosa, grande, cómoda—, pero me afectaban ya aquellas sensaciones de no hallarme estable sino fluctuante, transitorio, la sensación de no permanencia que experimentan los huéspedes de un hotel, pero no el invitado a la casa de un amigo, ya sea en visitas cortas o largas. A Frances, una mujer impresionable, la sensación la alarmó. No le agradaba pasar la noche ella sola, aunque anhelaba dormir. No logré captar la idea exacta, que apenas rozaba mis pensamientos y quedaba en tres cuartas partes oculta, pero sí me di cuenta de que ambos sentíamos lo mismo y ninguno de los dos podía declararlo con suficiente claridad. No sucedió. Sin que lo­gráramos identificar su origen, compartimos la inquietud.

De momento, me sentí perdido. Frances iba a interpretar mis titubeos como una forma de apoyo, y eso podría ser lo que menos le sirviera para superarlo.

—A menudo surgen dificultades al dormir en una casa extraña —terminé diciendo—, y uno se siente solo. Después de quince meses en nuestro pequeño departamento, en esta casa tan grande resulta fácil perderse un poco. Conozco bien esa incómoda sensación. Además, este lugar es como una barraca, ¿no te parece? La masa de muebles lo vuelve todavía peor. Uno se siente como en una bodega bajo el suelo, los muebles no amueblan. Sin embargo, no conviene dejarse llevar por la imaginación…

Frances miró a través de la ventana. Se veía un tanto de­cep­cionada.

—Después de vivir en la sobrepoblación de Chelsea —añadí enseguida—, aquí se tiene una sensación de aislamiento.

Pero no se dio vuelta, y quedó claro que mi respuesta no la ayudaba. Una oleada de compasión sacudió mis emociones. ¿Estaba tal vez realmente asustada? Tenía mucha imaginación, desde luego, pero nunca para asuntos deprimentes. A pesar de su gran sensibilidad, gozaba de un robusto sentido común, y yo capté los ecos de un fuerte susto irracional en ella. Permaneció de pie en mi balcón, mirando el océano de bosque que se extendía con poca nitidez en la penumbra del crepúsculo. Imaginé que sus sombras profundas en­traban en la habitación desde el terreno de afuera. Al seguir la dirección de su mirada, surgió en mí un fuerte deseo de escapar, de huir de aquel sitio. El viento, el espacio y la libertad quedaban allá afuera, mientras que el enorme edificio era opresivo, silencioso, inmóvil. Se me presentó la imagen de grandes catacumbas, cosas bajo tierra, prisiones y cautiverios. Creo que incluso sentí un leve escalofrío.

Le toqué un hombro. Ella giró con lentitud y nos miramos a los ojos con elocuencia.

—Fanny, ¿estás asustada? —pregunté en tono más grave de lo que deseaba—. ¿No ha pasado nada?

—¡Claro que no! —replicó con énfasis—. ¿Qué podría pasar? Quiero decir, ¿por qué yo…?

Se interrumpió como si le generara confusión lo que quería decir.

—Es solamente que me da terr… que no me gusta dormir yo sola.

Naturalmente mi primera ocurrencia consistió en poner fin a la visita. Pero no lo mencioné. Si ahí radicara la solución, Frances me lo habría dicho antes.

—¿No podría Mabel dormir en la misma habitación que tú, o darte un cuarto adyacente y dejar la puerta abierta? —dije, en cambio—. Dios sabe que lugar hay de sobra.

Abajo sonó el gong que anunciaba la cena mientras ella hacía un esfuerzo por hablar:

—Mabel me lo ofreció, la tercera noche, cuando se lo comenté. Pero preferí no aceptar.

—¿Prefieres entonces estar tú sola a dormir cerca de ella? —pregunté con cierto alivio.

Me respondió con tanta gravedad que incluso un niño se daría cuenta de que había algo más al fondo:

—No fue por eso; yo sentí que en realidad ella no lo deseaba.

Tuve una intuición instantánea y hablé por impulso.

—Quizás ella siente lo mismo, pero quiere enfrentarlo y superarlo por sí sola, ¿no crees?

Mi hermana agachó la cabeza. Su gesto me permitió ver cómo nuestra charla se convertía en un diálogo cargado de grave solemnidad, como si habláramos de algún portento. Sucedió por sí solo, imperceptiblemente, igual que un cambio gradual de temperatura. Pero ninguno de los dos supo cuál era su naturaleza, pues no podíamos enunciarlo llanamente. No pasaba nada, ni siquiera en nuestras palabras.

—A mí me dio esa misma impresión, que si se deja llevar por el miedo lo estimula —dijo ella—. Y es tan fácil formar un hábito. Piensa nada más qué fastidio sufriríamos si todo el mundo tuviera esa clase de miedo a la soledad.

Frances se sonrió un poco: la primera seña de liviandad que percibí en ella, y quise aprovechar la oportunidad. Nos reímos, aunque esa risa callada quedaba fuera de lugar. La tomé del brazo y nos acercamos a la puerta.

—Un desastre, de hecho —asentí.

Volvió a alzar la voz a su timbre normal, igual que yo hice un poco antes.

—Ya se me pasará, ahora que ya estás aquí. Por supuesto, es sobre todo mi imaginación.

Su voz asumió un tono más ligero, aunque desde entonces yo ya pensaba que el asunto carecía de liviandad.

—De cualquier modo —añadió apretándome más el brazo cuando vimos bajo las escaleras a la señora Franklyn, que nos esperaba en el nada alegre vestíbulo—, estoy de veras contenta de que hayas venido, Bill, y sé que Mabel siente lo mismo que yo.

—Y si no se te pasa —dije haciendo un leve intento por bromear—, vendré por la noche a roncar al lado de tu puerta. Después de eso te aliviará tanto librarte de mi presencia que ya no te importará estar sola.

—Trato hecho —dijo Frances.

Estreché la mano de mi anfitriona, diciendo alguna banalidad sobre el tiempo transcurrido sin verla, y fui tras ellas hacia el comedor, iluminado por unas velas, preguntándome cuántos días más habría que soportarlo, y qué pudo llevarnos a abandonar nuestro departamentito para entrar en aque­lla desolación de falso lujo. En la pared más distante, desde arriba de la potente chimenea, me miraba la fea imagen del difunto señor don Samuel Franklyn. Se me ocurrió que tenía el aspec­to de un pomposo mayordomo del Cielo que negaba a todo el mundo, y a nosotros en particular, el derecho a entrar sin una tarjeta de presentación firmada personalmente por él, como prueba de que pertenecíamos a su grupo exclusivo. La mayoría de la gente, pese al profundo duelo del predicador y todas sus oraciones por ella, debía arder y “perecer eternamente”.

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9786079889906
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