Бесплатно

El origen del pensamiento

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

V

A la manera que el grano depositado en la tierra germina bajo la acción combinada del calor y la humedad, así las preciosas ideas depositadas por Moreno en el cerebro del ingenioso Sánchez germinaron allí toda la noche bajo la tibia temperatura de las sábanas. Hasta que el sueño vino a apoderarse de sus facultades mentales no dejó de repetirse con creciente asombro: «¡El excremento!» Y esta idea, maravillosamente fecunda, iba penetrando poco a poco en su ser, se apoderaba de él y le abría repentinamente inmensos horizontes en los cuales su genio dormido jamás había soñado.



Cuando se levantó por la mañana tenía las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes, todo el cuerpo en tan ágil disposición, que su digna esposa quedó, al verle entrar en el comedor, no poco sorprendida. La sorpresa fue en aumento cuando Sánchez, después de tomar el desayuno, en vez de retirarse a su gabinete para terminar concienzudamente la lectura de

La Época

, se dirigió a la cocina y preguntó si había alguna legumbre fresca. Como la criada no hubiese traído ninguna aquel día, se apoderó al fin de una cebolla y se fue a su cuarto; destornilló el objetivo de unos gemelos de teatro, y con esta lente improvisada se pasó la mañana dando cortes trasversales al vegetal y examinando detenidamente su estructura. Por la tarde salió a dar su acostumbrado paseo por el Retiro. ¡Ah, este paseo tenía ahora muy diversa significación! Hasta entonces Sánchez había paseado por puros motivos higiénicos, arrastrado de la costumbre. Su pensamiento permanecía inactivo lo mismo cuando daba vueltas en torno del

Ángel caído

 que cuando se sentaba frente al Estanque grande y descansaba horas enteras haciendo rayas en la arena con el bastón. Mas ahora aquellos senderos, aquellas calles de árboles estaban iluminadas por la chispa que ardía en su cerebro. Ya no las cruzaba con la indiferencia vituperable del ignorante. La Naturaleza comenzaba a hablarle su lenguaje grave y solemne, prometiendo revelarle los secretos que guarda en su seno.



D. Pantaleón, dándose cuenta vagamente del alto destino a que estaba llamado y del importante papel que pronto iba a representar en el progreso de los conocimientos humanos, respondió dignamente a los llamamientos del reino vegetal. No daba cuatro pasos sin que se detuviese a conversar con algún árbol del camino. Arrancaba delicadamente una ramita y, aplicando el ojo a la lente, examinaba con atención sus particularidades morfológicas. No sólo los grandes árboles añosos, que bordaban el paseo, eran objeto de su atención investigadora. Con admirable intuición comprendía ya que las plantas más diminutas merecían el mismo examen atento que los árboles seculares, porque en todas partes la Naturaleza revela su inmensa riqueza. Por eso brincaba a menudo por encima de los setos y se metía por los cuadros de flores para estudiar los organismos inferiores.



–¡Eh, abuelo! ¿Qué hace usted ahí plantado en medio del cuadro? ¿No sabe Usted que está prohibido entrar?



La voz ruda de un guarda le arrancaba inesperadamente de su profunda contemplación y le obligaba a volver al camino. La ciencia, el progreso, la humanidad perdían cada vez que esto sucedía inapreciables tesoros de observación. Mas los guardas no lo sabían. El mismo D. Pantaleón, en la inconsciencia de su genio, tampoco lo sospechaba.



Durante varios días realizó, tanto en el Retiro como en el silencio de su gabinete, estudios profundos y minuciosos sobre la estructura de todos los vegetales que pudo procurarse. Al cabo llegó con poderosa intuición a persuadirse de que el mundo vegetal está constituido por un tejido de una complicación maravillosa; que en las frutas y las legumbres este tejido es blando, lo cual permite que sean masticadas, mientras en la madera duro y resistente, por cuya razón no sirve para la alimentación. Una vez comprobadas estas preciosas observaciones, se apresuró a formularlas por escrito en su cuaderno de notas.



Mientras D. Pantaleón se alzaba de golpe con raudo vuelo a las esferas más altas del pensamiento, su amistad con Adolfo Moreno, origen de este memorable suceso, se estrechaba cada vez más. Moreno comenzó a visitar la casa; se pasaba las horas encerrado con aquél en su gabinete. Había hallado por fin el hombre por quien siempre suspirara; un hombre callado, atento, que se interesase por la morfología y que le creyese un sabio. En efecto, Sánchez llegó pronto a convencerse de que Moreno era un hombre distinguidísimo. Al oírle disertar extensamente, unas veces sobre la fuerza repulsiva del sol, otras sobre el radiómetro, ahora sobre el estómago de las plantas, más tarde acerca de la organización y las costumbres de los coleópteros, quedó vivamente asombrado. Adolfo Moreno era un ingenio universal. Economía política, medicina, zoología, química, astronomía, estadística, arte de construcciones, material de guerra, etc., todo lo abrazaba su inteligencia realmente excepcional. Y lo más pasmoso del caso era que cuando tocaba cualquiera de estos ramos del saber lo hacía siempre en un punto concreto y especialísimo, lo cual probaba la solidez de sus conocimientos. Alguno de sus muchos envidiosos quería suponer que esta especialidad no tanto dependía de la profundidad de su ciencia cuanto de la forma en que ciertas revistas esparcen los conocimientos útiles. Pero esta venenosa observación no merece siquiera que se la refute. Su fuerte era la biología y particularmente el desenvolvimiento fisiológico del tipo humano.



–Me sorprende muchísimo, señor de Moreno—le dijo un día D. Pantaleón, después de oírle exponer asombrosamente durante media hora lo menos «las enfermedades de la sangre del ratón,»—me extraña muchísimo que con los grandes conocimientos que usted posee no sea usted médico o ingeniero, o por lo menos doctor en ciencias.



La boca de Adolfo se contrajo con una sonrisa dolorosa y sarcástica. Sacudió la cabeza en silencio, resopló tres o cuatro veces por la nariz, y dijo al cabo sordamente:



–Empecé a prepararme hace algunos años para la carrera de ingeniero de minas, pero comprendí muy pronto que no era ésa mi vocación verdadera, y la dejé después de tener aprobadas algunas asignaturas. Quise estudiar medicina, que, como usted habrá comprendido, es lo que más concuerda con mis inclinaciones. Pues bien, al segundo año he tenido que abandonarla por dignidad. ¿A que no sabe usted en qué asignatura me han dejado tres veces

suspenso

?



Sánchez le miró con ojos interrogantes.



–Vamos, imagíneselo usted.



D. Pantaleón hizo una mueca para significar que le era imposible.



–¡En fisiología!



Ambos cayeron a la vez en un espasmo violentísimo de risa.



–¡Pero eso es un absurdo!—profirió al cabo con trabajo D. Pantaleón.



–¡Ahí verá usted!—repuso Moreno quitándose las gafas para limpiar los cristales, que se habían empañado con el vapor de las lágrimas producidas por la risa.



–¿Y usted se ha resignado con tal fallo? Ese tribunal merecía un severo castigo—manifestó el caballero, volviendo a su seriedad habitual.



–Yo les hubiera puesto de buena gana una corrección por mi mano… pero… amigo don Pantaleón, estoy muy débil. El hambre me tiene muy débil.



–¡El hambre!—exclamó Sánchez estupefacto.



–Sí; el hambre, querido Sánchez, el hambre. Para la lucha por la existencia se necesitan fuerzas; para tener fuerzas se necesitan glóbulos rojos en la sangre; para que haya glóbulos rojos en la sangre precisa nutrirse… Yo no me nutro, porque no como carne.



D. Pantaleón le miraba cada vez con mayor asombro. Algo había traslucido de la mala situación económica en que Moreno se hallaba; pero viéndole tomar café muy sosegadamente todas las noches y vestir con relativa elegancia, aunque siempre sucio y desaliñado, no podía sospechar que su estado llegase a tal extremo de necesidad. En la tertulia del Siglo muy poco o nada se sabía de sus medios de vivir. Por las frases amargas que a menudo dejaba escapar se suponía que no eran muchos, y por el cuidado con que ocultaba su domicilio y evitaba el hablar de su familia calculaban que debían de ser bien humildes.



–Señor Moreno, yo no pensaba…



–¡Piénselo usted todo, amigo Sánchez, piénselo usted todo!—exclamó el joven con un gesto de resolución desesperada.



Y después de permanecer largo rato silencioso, con la mirada fija en el balcón, profirió al fin sordamente:



–La Naturaleza no ha sido para mí suave como para otros. Yo soy un hombre del arroyo. Entre torbellinos de polvo, arrastrado por el viento, un germen viene a caer cierto día en las inmundicias de la calle. Los transeúntes lo pisotean, los barrenderos arrojan sobre él montones de basura; todo parece conspirar para que el grano no germine. Pero como guarda dentro de sí una fuerza de expansión superior a la mayor parte de sus hermanos, como tiene además una capa dura que le preserva contra las influencias nocivas, el germen no sucumbe. Los agentes externos consiguen tener en suspenso por algún tiempo sus funciones biológicas, pero al cabo el grano logra germinar, hunde sus raíces en la tierra y alza al aire su tallo. ¿Por qué? Porque viene provisto de armas para la lucha por la existencia… Tal es la historia de mi vida. Fui arrojado un día en medio de la sociedad, que me rechazó, que me persiguió, que hizo todo lo posible por que sucumbiese. Lo mismo que pasa exactamente en un bosque en la época de la germinación y durante el desenvolvimiento de los árboles nuevos. Los árboles grandes me interceptaban el sol y la lluvia benéfica, me robaban el alimento de la tierra. Gracias a la energía indomable de mi carácter pude luchar, sin embargo, y logré triunfar. Es la ley de la selección que ya conoce usted. En esta gran batalla de la existencia perecen los débiles; sólo viven los más aptos… He padecido en este mundo muchas privaciones, amigo Sánchez, mucha hambre y mucho frío (guarde usted el secreto); aun hoy los padezco a menudo. Realmente necesité verme admirablemente dotado por la Naturaleza para no haber perecido hasta ahora.

 



D. Pantaleón se mostró profundamente interesado por estas confidencias, y su admiración hacia Moreno, aquel germen tan apto, creció desmesuradamente. No se atrevió a pedirle pormenores sobre las peripecias de la lucha ni sobre qué terreno se estaba realizando ahora. Lo único que se aventuró a decir fue:



–Espero, señor Moreno, que no tardará usted en triunfar por completo de los agentes externos. Un hombre de tanto mérito como usted no puede menos de abrirse camino en el mundo.



–¡El mérito! ¡el mérito!—murmuró Adolfo con sonrisa sarcástica.—Ahí está precisamente el pecado. A causa de su mérito se persigue a los hombres, como al almizclero por la bolsa donde guarda el almizcle.



Este símil zoológico causó tan profunda sensación en Sánchez que, con la viva imaginación que le caracterizaba, desde aquel día, cuando tropezaba con un hombre de mérito, no podía representárselo sin una bolsita llena de sustancia aromática debajo del ombligo.



Adolfo se pasaba las horas muertas en aquella casa; tantas, que era difícil averiguar cuáles destinaba a la lucha por la existencia. D. Pantaleón se instruía rápidamente con las mil noticias científicas que diariamente le suministraba. Su inteligencia poderosa y predestinada a las grandes investigaciones no se desenvolvía como la de la mayoría de las personas, sino que dando saltos prodigiosos escalaba en poco tiempo las cimas más altas del saber. Las conversaciones con Moreno sugerían en su mente grandes, profundas ideas y provocaban deseos y propósitos que no habían de tardar en realizarse.



Como hubieran hablado durante algunos días de

Zoología

, habiéndole citado Moreno hechos muy curiosos acerca de los sentidos y el instinto de los animales, D. Pantaleón quiso hacer por su cuenta inmediatamente algunos estudios prácticos. Pesó y meditó algún tiempo sobre qué clase de animales había de dirigir su investigación. Descartó desde luego los invertebrados. Tenía escasísimas noticias de ellos. Entre los vertebrados eligió los mamíferos, y entre éstos, después de mucho vacilar entre los perros y los gatos, decidiose al fin por los primeros. La razón de esta preferencia no fue exclusivamente científica. Su hija Presentación tenía un perrillo faldero llamado Clavel, que había dado repetidas pruebas de inteligencia e ilustración. Por otra parte, en casa no había gatos ni D.ª Carolina los soportaba. Las circunstancias le empujaban, felizmente para la civilización, a escribir la monografía del perro.



Clavel era un perrillo como un puño, tan lanudo que apenas se hallaba hueso y carne debajo de aquel felpudo sedoso con que la Naturaleza le había abrigado. Con esto, dotado de una inteligencia enorme y de un temperamento excesivamente nervioso. Esto dependía, sin duda, del desequilibrio que existía entre aquel cuerpecillo minúsculo y su espíritu poderoso. Era sensible, puntilloso, tierno, irascible, terco y goloso, reflejándose en él alternativamente mil sentimientos opuestos, todos expresados con igual viveza. No había ejemplar más a propósito para el estudio.



D. Pantaleón comenzó por observarle atentamente durante horas enteras. Esta atención inesperada escamó muy pronto al Clavel. La mirada de Sánchez le ponía inquieto, nervioso. A los pocos minutos no podía menos de levantarse del sitio donde se hallaba para ir a tumbarse más lejos. Desde allí, haciéndose el dormido, observaba entreabriendo un ojo al papá de su dueño; si le veía acercarse para seguir mirándole, se levantaba acto continuo y salía de la habitación de malísimo humor.



Mientras las observaciones de Sánchez fueron simplemente visuales, las cosas no pasaron de ahí; pero cuando quiso poner en práctica algunos medios de cerciorarse del instinto y los sentidos del perro, éste comenzó claramente a demostrar su desabrimiento.



–Clavel, ven aquí. Mira (y le enseñaba unos guantes). Ve a mi cuarto y tráeme los otros.



¡Que si quieres! El Clavel le echaba una mirada recelosa y daba la vuelta con soberano desprecio.



–Toma, Clavel, toma este pañuelo, llévaselo a tu ama.



Algunas veces lo cogía por compromiso y lo dejaba a la mitad del camino. Otras ladraba tres o cuatro veces para indicar que no eran de su gusto aquellos insulsos experimentos.



Pero cuando Clavel tomó realmente por lo serio las pretendidas observaciones de D. Pantaleón fue cuando éste se valió de un medio ingenioso para convencerse de que los perros distinguían los colores. Cortó cuatro cartones iguales, dos pintó de azul y dos de rojo. Dejó uno de cada color en el suelo, y tomando el otro azul se lo mostró al perro, ordenándole que recogiese del suelo el compañero. ¡Caso extraño! Este acto tan sencillo como inofensivo despertó profunda indignación en el ánimo de Clavel. Gruñó, ladró, se revolvió como un loco por la habitación. Últimamente, después que se hubo bien desahogado, se salió de la estancia sin dejar de ladrar y gruñir y vomitar amenazas de muerte.



A la segunda vez que Sánchez le presentó el cartón no se satisfizo con esto. Lo cogió airado entre los dientes y en menos de un segundo lo hizo trizas. Sánchez comprendió que era necesario esperar que se calmase aquella cólera insensata. Dejó trascurrir algunos días sin repetir el experimento. Y cuando pensó que había desaparecido tal estado de ferocidad, una mañana antes de almorzar, hallándose el Clavel en el regazo de su ama dormitando, se presenta en el gabinete con los cartoncitos en la mano. Verlos el Clavel, lanzarse sobre el sabio a hincarle los dientes en la mano pecadora, fue una misma cosa. Gritos, confusión, vivísimas interjecciones. D. Pantaleón, pálido y secándose la sangre con el pañuelo, se retira profundamente afectado a su dormitorio. La ciencia, la humanidad pierden una interesante monografía del perro.



VI

La familia Sánchez se estrechó un poquito para que cupiese Mario. En el cuarto donde antes alojaban las dos hermanas se aposentó ahora el matrimonio. Presentación pasó a dormir en un cuartito interior, donde antes tenían los armarios de la ropa.



Mario nadó los primeros días en una gloria azul y luminosa sembrada de estrellas, cercada de querubines alados como las que colocan los pintores en la esquina del cuadro cuando quieren representar la muerte de un santo. Don Pantaleón era el Padre Eterno, D.ª Carolina la esposa del Padre Eterno, Presentación un ángel, y hasta la cocinera Rita guardaba alguna semejanza con Santa Mónica, madre de San Agustín. En cuanto a Carlota, era la misma Virgen Santísima concebida sin mancha en el primer instante de su ser natural.



No se saciaba de mirarla. Por la mañana, con un pañolito rojo de seda al cuello, los negros cabellos anudados al desgaire y un traje de percal color lila, barriendo y arreglando el cuarto, estaba verdaderamente deliciosa. Un poco más tarde, haciendo el café, cortando el pan y distribuyendo el azúcar y la manteca, le parecía la bella diosa Pomona cargada de frutos ultramarinos. Por la tarde, lavada, peinada, perfumada, con una linda bata color crema, sentada al lado del balcón bordándole a él unas zapatillas, no podía darse nada más correcto y a la vez más interesante. Cuando salían de paseo y se ponía un sombrerito de paja adornado con campanillas rojas y el traje negro de seda, regalo de sus papás, era maravillosa. Por la dignidad del continente, por la delicadeza del cutis, por su belleza sencilla y serena, no había en todo Madrid quien pudiese competir con ella. Pero esto no era nada si se compara a la forma en que se le aparecía los sábados. En este día Carlota tenía por costumbre lavar sus camisas. Con la cabeza ceñida por un pañuelo que dejaba sólo ver algunos rizos, la garganta y una buena porción del pecho al descubierto y los brazos por completo al aire, estaba sencillamente sublime. ¡Qué ondulaciones de torso! ¡qué pureza de líneas! ¡qué armonía! ¡qué majestad!



Un día, con el alma llena de esta belleza plástica que nadie mejor que él podía apreciar, le propuso, no sin ruborizarse, que le dejase tomar apuntes de uno de sus brazos. Carlota le miró risueña y sorprendida, y le entregó su hermoso brazo para que lo copiase. Quiso inmediatamente modelar la cabeza, el pecho, la espalda. La joven se resistió algún tiempo, y al fin, viéndole triste, se prestó a servirle de modelo. Consideraba aquella afición de su marido como un capricho, una manía; pero pensando, como mujer sensata, que esta distracción podía librarle de otras más peligrosas, no se oponía resueltamente a ella. Limitábase a sonreír benévolamente y a darle algunos golpecitos maternales en las mejillas cuando le veía, lleno de ardor y entusiasmo, pasarse el día modelando alguna Juno (la de los hermosos brazos, como la llama Homero), que era ella, Carlota, o alguna Diana (la de las hermosas piernas), que también era ella, por más que no lo confesase.



–¡Qué niño eres, Mario!



En efecto, pocos o ninguno lo serían tanto a su edad.



Su alegría ruidosa, inmotivada, era realmente infantil; su inocencia para las cosas de la vida rayaba en simpleza. Tan sólo cuando se tocaba a su arte adquirían aquellos ojos una expresión grave, concentrada, y su palabra, por lo general incoherente, tomaba inflexiones profundas, se hacía precisa y enérgica.



Había alquilado en la misma casa una guardilla donde modelaba libre y tranquilamente. Para estos gastos y para los placeres del matrimonio, pues en ropa no había que pensar en algún tiempo, le bastaba su sueldo, del cual nadie le pedía cuentas. Por las noches algunas veces iban al café con la familia; otras, las más, se escapaban a algún teatro o vagaban cogidos del brazo por las calles solitarias, mirando los escaparates, entrando a lo mejor en cualquier tienda para comprar orejones o cacahuetes. Carlota empezaba a tener caprichos. ¡Qué noches aquéllas de dicha inefable! Paseaban horas enteras charlando. Mario dejaba que su mujercita le contase lo que pensaba hacer con el vestido color fresa cuando la falda se ensuciase demasiado, o bien el número de camisas que iba a poner apartadas y las que dedicaría al uso, o las reformas trascendentales que proyectaba en el ramo de chambras. De vez en cuando también él emitía tímidamente su opinión, y ella en no pocas ocasiones la aceptaba como muy sesuda, y si no la aceptaba, por lo menos se reía, que era mucho mejor. Todas estas cosas expresadas con voz suave, insinuante, entre las sombras de la noche, se convertían en un arrullo poético, delicioso, que enajenaba los sentidos de nuestro joven. Sus pies no querían tocar el suelo. A veces el asunto de las chambras y de las tiras bordadas le conmovía tan profundamente, que sin poder contenerse, después de cerciorarse con rápida mirada de que nadie cruzaba por la calle, abrazaba a su esposa con efusión y le aplicaba un beso en la mejilla. Cierta noche se equivocó. Por la calle no cruzaba nadie, pero en un balcón debía de haber gente, porque después de su beso sonó otro más fuerte seguido de alegre carcajada. Carlota, ruborizada hasta querer saltársele la sangre, echó a correr desatinadamente, lloró de vergüenza y le hizo jurar que se abstendría en adelante de tales expansiones imprudentes.



Pues caminando por esta senda deliciosa, alumbrada por los astros más propicios, tapizada de flores que embalsamaban el ambiente, una espinita vino al fin a clavarse en el pie de Mario. D.ª Carolina le llamó aparte un día, estando Carlota con su hermana fuera de casa, y le dijo:



–Me causa pena tener que hablarte de un asunto… No sólo me causa pena, sino que me repugna, puedes creerlo… Ya sabes que soy una infeliz mujer que represento poco o nada en la casa… Por mí, toda la vida seguiríamos lo mismo… Mi dicha consiste en veros a todos vosotros felices… Pero, hijo mío, donde hay patrón no manda marinero. Pantaleón me ha advertido el otro día que hacía tres meses que vivías con nosotros y que aún no habías contribuido con nada a los gastos de la casa…



Una ola de carmín inundó repentinamente las mejillas de Mario. La vergüenza le impidió al pronto articular palabra. Aturdido hasta un grado indecible, pudo al cabo balbucir:



–Tiene usted razón… no había pensado… dispénseme usted… En cuanto cobre este mes le entregaré la parte que a usted le parezca…



D.ª Carolina, perfectamente serena, sonriendo dulcemente, repuso poniéndole una mano sobre el hombro:



–Lo mejor será que me entregues todo el sueldo. Vosotros los jóvenes no conocéis el valor del dinero. Cuando lo tenéis en el bolsillo gastáis sin reparo. En este punto lo mismo eres tú que tu mujer. Dámelo a mí y yo os iré facilitando poco a poco lo que necesitéis.



Así lo prometió sin reparar lo que hacía. Cuando llegó Carlota se apresuró a comunicarle lo que con su madre le había pasado. La joven se puso igualmente colorada. Ambos permanecieron silenciosos un rato sin saber qué decirse.

 



–¿Dices que mamá echaba la culpa de este paso a papá?—profirió al cabo ella.



–Sí, sí, no cabe duda. ¡La pobre mamá es tan bondadosa! ¡Si supieras qué trabajo le ha costado decírmelo!… Después de todo, no hay por qué quejarse; tu papá tiene razón.



Carlota hizo una leve mueca de desdén y se fue a su cuarto.



Desde entonces los placeres mundanos de los recién casados sufrieron merma considerable, quedaron reducidos casi exclusivamente a los paseos vespertinos y nocturnos. Adiós teatros, adiós regalos y caprichos. Doña Carolina se apoderaba de la paga íntegra, y a duras penas soltaba de ella una parte insignificante. Cuando su hija, muerta de vergüenza, le pedía algún dinero para Mario, la buena señora reía, echaba a broma la petición y la mitad de las veces no hacía caso de ella. Otras decía que la llave de la gaveta la tenía su marido y no se atrevía a pedírsela. Otras, en fin, se dirigía a Mario.



–¿Verdad, Mario, que tú no has pedido dinero? ¿que es esta manirrota la que se vale de tu nombre para sacarme los cuartos?



El pobre no se atrevía a contradecirla y se resignaba a andar con el bolsillo vacío. Hubo necesidad de dejar la guardilla que le servía de taller. Para seguir modelando se vio obligado a pedir licencia a Presentación para meter en su cuarto los trastos y aprovechar las horas en que el comedor quedaba desembarazado. Estas molestias no bastaban, sin embargo, a turbar su ventura.



¡Qué efecto tan grato y a la vez tan melancólico producía esta felicidad en Miguel Rivera! Frecuentaba la casa, los acompañaba algunas veces en sus paseos, les demostraba un afecto paternal y les prestaba los servicios que podía y en todo caso el auxilio de su experiencia. ¡Cuántas veces, sorprendiendo sin querer alguna caricia furtiva, se le rasaron los ojos de lágrimas recordando los contados días de su dicha conyugal! Mario lo observaba y le hacía una seña a Carlota. Esta, a quien impresionaba vivamente la fidelidad de Rivera a su esposa muerta, se ponía grave y redoblaba sus atenciones cariñosas hacia aquel buen amigo.



Un día le dijo muy bajito metiéndole la boca por el oído:



–Si es niña, se llamará Maximina.



Miguel le apretó la mano fuertemente y volvió la cabeza para ocultar su emoción.



Así trascurrieron dos meses más. La dicha de Mario comenzaba a molestar ya a los dioses. Fuerza era que pagase el tributo debido a su condición mortal.



En los últimos tiempos había descuidado bastante la oficina. Su amigo y antiguo jefe Oliveros le había advertido que el director no estaba satisfecho de él. La culpa no era de Carlota, como pudiera presumirse. Al contrario, su mujer tenía buen cuidado de recordarle la hora, ponerle el almuerzo y la ropa a punto para que no se retrasase. Pero aquella bendita afición a modelar el barro enajenaba sus sentidos. Cuando tenía entre manos una obra que le agradase, o no iba al ministerio, o iba tarde. La casa estaba llena ya de adornos esculturales: cabezas, brazos, torsos, andaban diseminados sobre las mesas y cómodas o colgados de la pared. Carlota sentía un desprecio profundo hacia estos cachivaches aunque se abstenía de manifestarlo abiertamente por miedo de disgustar a su marido. Pero cuando se quedaba sola y tenía que sacudirles el polvo, en la displicencia con que empuñaba el plumero y en el gesto desabrido con que tarareaba cualquier cancioncilla de zarzuela se advertía perfectamente que el arte de Fidias no había logrado apoderarse de su alma.



Mario fue un lunes algo tarde a la oficina, como de costumbre. En el despacho, a más de la de él, que era el jefe, había otras tres mesas para los oficiales. Éstos no levantaron la cabeza cuando entró, ni menos le recibieron con las alegres chanzas que usaban de continuo, pues nuestro joven era muy estimado de sus subordinados, por su tolerancia. Aquel silencio lúgubre le sorprendió un poco. Avanzó hasta su mesa y vio encima de la carpeta un pliego cerrado con el sobre escrito a su nombre. Lo abrió con mano trémula, presintiendo su contenido. En efecto, era la cesantía. Quedó un instante suspenso y pálido; pero, reponiéndose en seguida, exclamó con alegre semblante:



–¡Caballeros, ya no soy jefe de ustedes!



–Lo habíamos comprendido—dijo uno tristemente.



Y todos a la vez se alzaron de la silla y vinieron a él, expresando su disgus

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»