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Demetria, hija natural de una señora de elevada alcurnia de Oviedo, fué entregada al nacer a unos labradores de Canzana, el tío Goro y la tía Felicia. Se crió como hija suya y llegó á los diez y seis años sin conocer el secreto de su nacimiento. Su verdadera madre, arrepentida del abandono en que la había tenido, se presenta un día en Canzana reclamándola. Demetria estaba en relaciones amorosas con Nolo de la Braña. Tanto por esto, como por el intenso cariño que profesaba a sus padres y hermanos putativos, experimenta un profundo pesar.

ASÍ fué como los de Entralgo lograron el desquite, ganando inmensa gloria. Pero el hijo intrépido del tío Pacho de la Braña no pudo saborearla porque no halló en la romería a Demetria, aunque largo tiempo la buscó por todas partes. Nadie le daba noticia de ella, ni del tío Goro ni de Felicia. Preguntó a Flora y ésta tampoco sabía por qué su amiga dejara de asistir a fiesta tan renombrada. Con el corazón lleno de tristeza el héroe de la Braña iba y venía de un grupo a otro, siempre con la esperanza de hallar en alguno a su dueño bien querido. Cuando se llegó la noche y aquella muchedumbre se fué dispersando tomó la resolución de ir a Canzana y así lo comunicó a sus compañeros. Pero el prudente Quino le habló de esta manera:

–Yo no dudo, Nolo, que vayas a Canzana esta noche, aunque bien sabes que los de Lorío no dejarán de esperarte en el camino. Si todos los hemos agraviado ahora, a nadie más que a ti guardarán rencor. Grande alegría les darías si pudiesen saciar en ti su venganza, porque tú fuiste quien les preparó la garduña en que cayeron. Mi parecer es que dejes la visita hasta mañana y que la hagas a la luz del día, cuando todos esos mozos estén en el trabajo. Y si es que no quieres dejarla, entonces nosotros te acompañaremos después hasta Villoria.

El hijo del tío Pacho lanzándole una mirada feroz le respondió:

–Pasmárame a mí que no salieses con alguna de las tuyas. ¿Quién sino tú pudiera meterme miedo con esos mamones que todavía están corriendo y no pararán hasta esconderse debajo del escaño de su casa? Tienes el corazón de liebre y vales más para comer la torta y la leche al pie del lar que para sacudir garrotazos en las romerías. Guárdate, guárdate en casa esta noche, que yo no necesito que nadie me dé escolta.

El industrioso Quino sintió que el calor subía a sus mejillas y replicó encolerizado:

–Nada te he dicho, Nolo, que merezca que me insultes de ese modo, y no es de mozos criados en ley de Dios hacer ofensa a los amigos que se han portado bien. Si yo como la torta al pie del lar, tú la comes también, porque no te mantienes del aire, y si tú das garrotazos en las romerías, garrotazos sacudo yo cuando se tercia. Vete solo si quieres, que no será Quino de Entralgo quien te lo estorbe.

Iba a contestar Nolo con otras pesadas palabras; pero el intrépido Celso de Canzana, temiendo que la disputa llegase a pelea, se apresuró a intervenir.

–Ya que lo veo necesario, Nolo, voy a decirte lo que sé y que según las trazas nadie ha querido contarte hasta ahora. Esta mañana se presentó en Canzana una gran señora y preguntó por el tío Goro y la tía Felicia. Entró en su casa, habló con ellos y también con Demetria y se fué en seguida. Allí se dice que esta gran señora es la madre de tu rapaza y que se la lleva para Oviedo o Gijón. Ahora ya sabes por qué no ha venido esta tarde a la romería. Si quieres ir a Canzana puedes hacerlo, y si a la Braña lo mismo. De todos modos, los mozos de Entralgo estamos siempre para lo que gustes mandar.

Quedó Nolo suspenso y acortado al escuchar estas palabras. Una gran tristeza inundó su corazón y empalidecieron sus mejillas. Apenas pudo murmurar las gracias. Repuesto un poco, al cabo se despidió de sus amigos manifestando que iba derecho a su casa.

Se acostó en la cama, pero no pudo gozar de las dulzuras del reposo. Todas sus ilusiones se huían. Aquel amor profundo, el primero y el único de su vida, se disipaba como un sueño. Lo que tenazmente se susurraba hacía tiempo y había llegado varias veces a sus oídos resultaba cierto. Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas.

Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero no pudo hacerlo. La voz no quiso salir de su garganta; temía echarse a llorar como un niño. Salió a trabajar, pero en vez de hacerlo dejóse caer bajo un árbol, y así se estuvo toda la mañana inmóvil, con los ojos extáticos. Un deseo punzante le acometió, el de ver por última vez a Demetria y despedirse. Quizá no se hubiese marchado aún. Si se había marchado, quería ver siquiera aquella casa en que ella respiró y sentarse en la misma tajuela y hablar con los que siempre había tenido por padres. Comió apresuradamente y salió con disimulo sin decir una palabra.

Bajó a Villoria. Una vez allí, en vez de tomar el camino real de Entralgo, a la derecha del riachuelo, siguió la margen izquierda, por la falda de la montaña, a la altura de Canzana.

Tampoco Demetria logró dormir aquella noche. Había pasado todo el día sumida en profunda tristeza, llorando a ratos amargamente, haciendo, sin embargo, penosos esfuerzos para mostrarse serena a fin de no aumentar el dolor de la buena Felicia que estaba inconsolable. Lo que más entristaba a la zagala era que ésta perdiera aquella confianza maternal para tratarla y reprenderla. Se mostraba, a par que afligida, un poco confusa en presencia de la que ya no podía llamar hija.

Esperó con ansia la noche para ver a Nolo, pues no dudaba que éste, no hallándola en la romería, viniese a Canzana. Amargo desengaño experimentó al observar que se llegaba la hora de irse a dormir sin que el mozo de la Braña llamase a su puerta. Y el mismo punzante deseo que a Nolo le acometió a ella: el de despedirse y darle testimonio de su constante amor.

Al día siguiente toda la mañana empleó en los preparativos de su viaje. Efectuáronse éstos en silencio y tristemente. La casa estaba como si hubiera muerto alguno. Después de comer manifestó que iba a Lorío a despedirse de Flora; la avergonzaba mucho manifestar su verdadero designio. Bajó la calzada de Entralgo, pero antes de trasponer el puente siguió la margen izquierda del río, pasó por el cimero de Cerezangos y se dirigió a Villoria.

Los caminos eran de montaña: unas veces senderos en los prados, otras en los bosques de castaños, otras, en fin, calzadas estrechísimas entre paredillas recubiertas de zarzamora y madreselva. En el recodo de una de estas calzadas se encontró de improviso con Nolo. Ambos quedaron sorprendidos y sonrieron avergonzados sin pronunciar palabra. Fué Demetria quien primero rompió con franqueza el silencio:

–Iba a la Braña, Nolo.

–Y yo a Canzana, Demetria.

–Tenía que hablarte.

–Yo a ti también.

Demetria le miró sorprendida.

–¿Sabes algo?—le preguntó vacilante.

–Sí… Ayer me dijeron lo que había pasado por la mañana en tu casa.

Los dos guardaron silencio. Se habían arrimado a la paredilla, el uno al lado del otro. Demetria arrancó un retoño verde de la zarza y lo deshizo entre los dedos con la mirada fija en el suelo. Nolo con los ojos abatidos igualmente daba golpecitos con su nudoso garrote sobre las piedras del camino.

–Nunca estuve más descuidada y alegre que ayer por la mañana—profirió al cabo en voz baja la joven—. Había lavado y vestido a mis hermanos y tenía mi ropa extendida sobre la cama para ponérmela cuando volviese de la fuente… Pensaba en la romería… Pensaba en bailar hasta caer rendida… Pensaba en ver a Flora… Cuando bajé la escalera encontré a mi madre llorando. Delante estaba una señora tan alta como yo, seria, con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras verdes que relucían también… Cuando mi madre me dijo: “Demetria, esta señora es tu madre; yo no lo soy”, pensé que me venía el techo encima. Quedé sin gota de sangre. Después me dijeron que iban a llevarme a Oviedo y vestirme de señora…

–¿Y no te alegras de eso?—preguntó Nolo sin levantar los ojos.

–No—respondió secamente la zagala.

Hubo una pausa. Nolo volvió a preguntar tímidamente:

–¿Será por el tío Goro y la tía Felicia? Te han criado como padres y tú los quieres como si lo fuesen…

–Sí, por ellos es… y por ti también—añadió rápidamente y en voz más baja.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña.

–¡Oh, por mí!… ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones!

–Calla, Nolo, calla—profirió ella con acento severo—. No me obligues a decir lo que no debo. Ya pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces.

El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda silencio paladeando su sabor delicioso.

–Si en Canzana hubieran querido—añadió la joven después de un rato con acento no exento de amargura—nadie me sacaría de casa.

–¡Qué iban a hacer los pobres, si no son tus padres!—murmuró Nolo.

Ellos nada, pero dejarme a mí que lo hiciera.

–Bien sabes, Demetria, que eso no puede ser. Ni tenían razón para ello, ni se habrán atrevido a aconsejártelo.

Calló la zagala, comprendiendo que Nolo tenía razón, que su queja era injustificada.

–De todos modos—profirió después con resolución—, si ahora me marcho, algún día volveré. Nadie me quitará de venir a ver a mis padres… Y si me lo quitan, ya sabré lo que he de hacer.

 

–¿Cuándo te marchas?

–Mañana. Regalado, el mayordomo de don Félix, quedó encargado de llevarme.

Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra volvieron a hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada. Debajo de sus palabras indiferentes se transparentaba una tristeza profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa. Al cabo, después de una larga pausa, Demetria dejó escapar un suspiro y como si saliese de un sueño exclamó:

–Bueno, Nolo: es hora ya de separarnos. No sé si tendré tiempo de ir a Lorío a despedirme de Flora y volver antes de la noche.

–Sí lo tienes. Mira; el sol está muy alto todavía.

Demetria guardó silencio y permaneció inmóvil mirando por encima de la paredilla a las altas montañas de Mea. Y sin apartar de ellas los ojos profirió:

–¿Vendrás mañana a despedirme?

–No—respondió el mozo con firmeza.

–Haces bien. ¿Para qué llamar la atención de la gente?

Y después de una pausa añadió tendiéndole la mano:

–Adiós, Nolo, que Dios te proteja como hasta ahora, que proteja a tus padres y a tus hermanos y al ganado que tenéis en la cuadra.

–Adiós, Demetria. El te guarde tan buena como eres y te traiga pronto por acá.

Se estrecharon las manos, se miraron con amor a los ojos unos instantes y se apartaron con el corazón desgarrado, pero grandes, serenos como la Naturaleza que los rodeaba, hermosos y castos como dos mármoles de la antigüedad.

–Oye, Demetria—dijo él volviéndose repentinamente.

Demetria también se volvió.

–Toma esos claveles—añadió quitándose la montera y arrancando de ella los que llevaba prendidos—. Si pasas por la iglesia de Entralgo déjalos a la Virgen del Carmen. Es nuestra madre y ella nos juntará otra vez.

Tomólos la zagala sin decir una palabra. Ambos se alejaron con paso rápido. Ella lloraba. El con los ojos secos y la mirada altiva marchaba erguido y arrogante, aunque llevase la muerte en el alma.

En vez de seguir el mismo camino y pasar a Entralgo por el puente del Campo de la Bolera, Demetria bajó al río, lo atravesó por unas grandes piedras pasaderas que debajo de Cerezangos hay y siguió la margen derecha hasta dar pronto en la iglesia de Entralgo. Empujó con mano trémula la puerta y entró. Se hallaba el templo solitario en aquella hora. La zagala se postró ante la sagrada imagen de la Virgen, y sollozando, con palabras fervorosas pidió protección para ella y para Nolo: besó repetidas veces el ramo de claveles que éste le había dado y lo dejó a los pies de la Madre de los desconsolados.

Al salir tropezó cerca del pórtico con la tía Brígida y la tía Jeroma, aquellas venerables hermanas que tuvieron la dicha de dar al mundo al prudente Quino y al pernicioso Bartolo, de fama inmortal. La habían visto desde un prado próximo entrar en la iglesia y picada su curiosidad bajaron rápidamente a esperarla. Ambas quedaron fuertemente sorprendidas al hallarla con los ojos enrojecidos por el llanto.

–¡Quién diría, hermosa, al verte con los ojos llorosos, que ha caído sobre ti la bendición de Dios!—exclamó la tía Brígida poniéndole cara halagüeña—. Todos los vecinos estamos alegres más que las pascuas al ver cómo la fortuna te ha entrado por las puertas. Porque no hay ninguno que no te haya estimado por la rapaza más guapa, más limpia, más honrada de nuestra parroquia. Tú sola eres la triste, Demetria. ¿Cómo es eso?

–¡Bah! lágrimas de un día—exclamó la tía Jeroma—. Bien se acordará de llorar cuando mañana se vea en Oviedo sentada en un sillón que se hunde, tomando chocolate con bizcochos y con una criada detrás para que le espante las moscas.

Demetria permaneció grave y silenciosa. Las comadres trataron de tirarle de la lengua, pero fué inútil. Sus esfuerzos se estrellaron contra la actitud fría y reservada que siempre había caracterizado a la hija del tío Goro de Canzana.

Despidióse presto y se encaminó velozmente a Lorío. Flora lloró primero, rió después, volvió a llorar y trató de consolarla. ¡Cuánto habló aquella vivaracha criatura en poco tiempo! Pues aún no pareciéndole bastante resolvió acompañar a su amiga hasta Entralgo, dormir allí y despedirla al día siguiente. Y así se efectuó y no hay para qué decir que durante el camino no cerró la boca. Demetria la escuchaba embelesada y de vez en cuando aplicaba un sonoro beso en sus mejillas de rosa.

No fué mucho tampoco lo que pudo dormir la zagala aquella noche. Aguardó, sin embargo, a que su padre la llamase y se vistió como si fuesen a conducirla al suplicio. Cuando se asomó al corredor vió delante de la casa a todas sus compañeras, quince o veinte zagalas de Canzana que habían resuelto bajar a despedirla. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos. Su padre, el irreprochable Goro, la tomó de la mano y le dijo:

–Paréceme, Demetria, que llegó la hora de decirte algunas palabras instruídas; porque la sabiduría, no lo olvides, hija, es la mejor cosecha que un hombre puede recoger. Vale más que el maíz y que el trigo y si es caso vale más que el mismo ganado. Ahora que vas a Oviedo y tratarás con señorones de levita, instrúyete, hija, aprende lo que puedas, lee por todos los papeles que se te ofrezcan y si se tercia agarra también la pluma. Pero luego que estés bien aprendida no desprecies a los pobres ignorantes, porque buena desgracia tienen ellos. Además, el orgullo no sienta bien a ningún cristiano. Yo que comí más de una vez a la mesa con los clérigos te lo puedo certificar. Y el Espíritu Santo ha dicho: “Si te ensalzas te humillaré, y si te humillas te ensalzaré.”

Así habló el hombre más profundo que guardaba entonces el valle de Laviana y quizá las riberas todas del Nalón caudaloso.

–¡Padre, padre! ¿por qué me dice usted eso?—exclamó Demetria angustiada.

Sin embargo, pronto se llega la hora de partir. La desdichada Felicia no tiene fuerzas para acompañar a su hija y queda en casa exhalando gemidos. Un grupo numeroso de zagalas y en medio de él Demetria desciende por la calzada de Entralgo. Detrás marchan también algunos hombres que rodean al tío Goro.

En Entralgo los esperaba ya Regalado con los caballos enjaezados. Demetria abraza a todas sus amigas y sube al que tiene las jamugas. El mayordomo monta en el suyo brioso.

–¡Adiós, adiós!

El tío Goro, pálido como la cera, se acerca todavía a su hija, le estrecha las manos, se las besa y le vierte al oído estas memorables palabras:

–Aprende, hija, aprende a leer por los papeles, que la persona que no sabe semeja (aunque sea mala comparanza) a un buey.

Luego se retira demudado como si fuera a caer.

¡Adiós, adiós!

LA HERMANA SAN SULPICIO

ESTA es la novela entre las mías que ha logrado mayor popularidad en España. Lo que entretiene es lo que primero se difunde, y esta narración goza opinión de divertida. Algunos críticos, harto indulgentes, han querido ver en ella una obra representativa, un bosquejo de la sociedad andaluza. No he aspirado a tanto. He narrado una aventura de amor y la he hecho florecer en el país del amor y de las flores; la he prestado el aliciente del contraste sin llegar al pecado; este es el secreto de su éxito lisonjero. El amor nos interesa a los viejos y a los jóvenes, a los grandes y a los pequeños. Todas las otras religiones tienen sus adeptos y sus herejes; pero en este favorable dios todos creemos; sus hazañas y prodigios constituyen la historia del linaje humano.

¿Cómo un hombre del norte, un casi gallego, ha podido lanzarse a la empresa de escribir la novela de la Andalucía? Alguien quizá lo explique por la facultad que nos atribuyen a poetas y novelistas de transmigrar por momentos y vivir la vida de los demás seres. Yo lo explico más humildemente, admitiendo que aquello que vemos por vez primera nos hiere con más eficacia y queda más impreso en nuestro espíritu que lo que presenciamos a diario desde nuestra niñez. Pocas semanas en Sevilla me han bastado para libar la deliciosa dulzura de aquella vida original, inspiradora, y saturarme de ella.

He averiguado que no pocos andaluces leyendo esta novela me han creído su compatriota. Aunque este error me honre en cierto modo no me enorgullece. Asturiano soy y quiero ser. Aunque lo duden mis buenos amigos de Sevilla, en la húmeda y frígida región donde he nacido también hay poesía.

No todos son buenos amigos míos en Sevilla a lo que pude entender. Hay allí personas que no han visto con buenos ojos la aparición de esta novela y se manifiestan descontentos de la pintura que de su ciudad he trazado. No me sorprende. Están tan acostumbrados a verse pintados en panderetas guarnecidas de madroños, que cualquier retrato suyo les sobresalta. Les pasa como a nuestros frailes de principios del siglo XIX, a quienes cualquier libro escrito en lengua francesa daba tufo de herejía.

Quisiera tranquilizarles. El que una población tenga carácter no la excluye del concierto de las demás civilizadas que no lo tienen. Sevilla es una ciudad culta, amable, hospitalaria. Nada ganará en cultura y decoro el día en que tenga calles anchas y casas de seis pisos y campos de foot-ball y los jóvenes enseñen las pantorrillas y las cigarreras vayan a la fábrica con sombrero. En cambio habrá perdido mucho de su atractivo.

Creo haber hecho en obsequio de su ciudad más de lo que esas personas recalcitrantes se figuran. Léase en el apéndice de este libro lo que dice Emilio Faguet de La Hermana San Sulpicio. Y como éste son muchos los extranjeros que por mi novela aman a Sevilla sin conocerla. Otros han venido a visitarla. Hace ya bastantes años, a un oficial de Artillería paisano mío le dieron a elegir por guarnición entre Barcelona o Sevilla. Estaba ya decidido por la primera ciudad, cuando acertó a leer La Hermana San Sulpicio. Así que la terminó pidió destino para Sevilla, allá se fué y allá se casó.

Desechen, pues, sus resquemores esos buenos sevillanos, no se avergüencen de lo típico y pintoresco de su ciudad natal, no ambicionen el transformarla en una ciudad moderna y rectilínea. La regularidad no es la belleza. Lo que ganamos en disciplina lo perdemos en iniciativa. En esas ciudades de calles tiradas a cordel no pocas veces, ¡ay!, los habitantes suelen estar también tirados a cordel.

PASEO POR EL GUADALQUIVIR

Ceferino Sanjurjo conoce a Gloria en las aguas de Marmolejo. Era monja dedicada a la enseñanza. La sigue a Sevilla. Ella deja el convento y se traslada a su casa. Sanjurjo logra enamorarla. Se hablan por las noches a la reja. Sanjurjo tiene un rival llamado Daniel Suárez que también había conocido a Gloria en Marmolejo. Como Sanjurjo frecuentaba la casa y la tertulia de Anguita, Suárez le calumnia haciendo creer a Gloria que tiene amores con Joaquina Anguita. Gloria celosa y enfurecida cita a Suárez para la reja a la misma hora en que solía hablar con Sanjurjo. Este cuando vino como siempre a «pelar la pava» experimentó la cruel humillación de ver su puesto ocupado. La calumnia y la intriga del malagueño quedan deshechas en el presente capítulo.

DEMASIADAMENTE confiado dormí yo aquella noche y dejé transcurrir el día siguiente. Por la tarde, poco antes de oscurecer, me fuí a situar en el puente de Triana, donde Paca me había dicho que la esperase para darme cuenta del resultado de la carta y de sus gestiones. Era la hora de más animación en aquel paraje. Los obreros y obreras de Triana que trabajaban en Sevilla tornan a sus casas. Los de Sevilla que trabajan en Triana y en la Cartuja hacen lo mismo. Unos y otros se encuentran en el puente, que hierve de transeuntes.

Arriméme perezosamente al pretil, de espaldas al río, y contemplé con ojos distraídos aquel ir y venir mareante. El atractivo de mi contemplación eran las caras saladísimas de las cigarreras y trabajadoras de la Cartuja que allí suelen verse. Unas en grupos resonantes de gritos y risas, otras solitarias, preocupadas, caminando a paso largo, todas con vistosos trajes de percal y flores en el cabello, pasaban por delante de mí, dirigiéndome alguna vez breves miradas de curiosidad y sorpresa, como si pensasen:

–¿Qué hará aquí este desaborío, que ni siquiera nos dise: ¡Ole la muheres castisas! ¡Viva tu mare, mi niña!

¡Para oles estaba yo! A medida que se acercaba el momento de la conferencia con Paca parecíame más grave y decisivo. Un germen de duda había entrado en mi espíritu después de almorzar, y en pocas horas se había desarrollado, crecido, se hallaba en completo florecimiento. ¿Por qué me parecía tan natural antes que Gloria me hubiese desairado en virtud de una intriga de Suárez, y no por libre y espontáneo movimiento de su voluntad? No acertaba a explicármelo. Por más esfuerzos que hacía para volver otra vez a aquella mi anterior convicción, no lo lograba. Oscuro y temeroso se me ofrecía lo que poco antes veía claro y risueño. Pues, a pesar de eso, no observaba en mi alma aquel sentimiento de furor y rabia que me había acometido al saber mi derrota. Una extraña laxitud la invadía, un desfallecimiento que me inclinaba a la tristeza, no a la cólera. La memoria de la ofensa se deshacía, se disipaba entre las brumas del cerebro. Sólo quedaba el tierno recuerdo de un amor feliz y el vivo pesar de no haber podido preservarlo de desgracia. Testimonio irrecusable era éste, si lo supiera entender, de que continuaba enamorado y más que nunca. Llegó a parecerme que lo que me habían concedido había sido por pura merced y bondad, y que era natural privarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuesto que me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguía inspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.

 

Cuando, a impulso de mis imaginaciones melancólicas, se huyó el deseo de recrear la mirada en los rostros peregrinos de las cigarreras, volvíme para derramarla por el río y sus pintorescas márgenes. El sol acababa de ponerse. Un resplandor rojizo que se extendía desde el horizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose en rosicler de tintas puras, nacaradas, indicaba el paraje por donde el astro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábase la Torre del Oro, que bañada por los reflejos del horizonte rojizo parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre. Más a la izquierda, asomando sólo la cabeza sobre las azoteas del caserío de la ciudad, veíase también la Torre de la Plata, con su blanca corona de almenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde de sus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra. El Guadalquivir corría bajo mis pies. Sus aguas revueltas, amarillentas, gracias a los reflejos del crepúsculo, semejaban un espejo tembloroso donde brillaban mil tintas de ópalo y plata y carmín. A lo largo de él, acostados al muelle, había gran número de buques, cuyos mástiles y enredada jarcia parecían surgir del gran bosque de naranjos que se extendía por la margen izquierda. A la derecha, las casas del barrio de Triana tocaban en la orilla del río, el cual seguía su curso majestuoso hasta unos dos kilómetros del puente, donde, al hacer un recodo, parecía detenido por la muralla de verdura que los jardines de las Delicias le oponían.

El sosiego melancólico de aquel espectáculo formaba contraste con la baraúnda que tenía a mi espalda. El aire caldeado no recogía del río ninguna humedad. Sentíase igualmente abrasador, insufrible, que en medio de la ciudad. La luz, al huirse, cambiaba poco a poco los colores del cielo, repartiendo sobre él infinitos matices imposibles de nombrar. Sobre la tierra derramaba una triste palidez que tornaba las cosas incoloras y las confundía y las borraba. Allá, debajo del muro verde de las Delicias, se amontonaban las sombras formando una masa espesa que se iba dilatando rápidamente. Sobre Triana, de lo alto de la suave colina donde se asienta Castilleja de la Cuesta, descendía igualmente la noche. El aire resonó con un ronco silbido prolongado. Era un vapor que salía. Vi su masa negra apartarse lentamente de la orilla, oí el ruido estridente de las cadenas, algunas voces lejanas. Luego su quilla rompió silenciosa el acerado espejo del río, y no tardé en perderle de vista a lo lejos, al penetrar en el espeso montón de sombras que los bosques de naranjos dejaban caer sobre el agua.

Placíame por las tardes ir a aquel sitio, a presenciar la puesta del sol. La vista del paisaje que por lo variado y recogido, parecía un gran lienzo panorámico, me infundía siempre un sentimiento de bienestar, cierta deliciosa plenitud de vida, que sólo las grandes ciudades meridionales poseen y saben transmitir al alma. Mas ahora sentíame triste y solo. Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo. Yo, que guiado por el amor había penetrado de golpe en lo más íntimo y profundo de aquella naturaleza ardorosa, perfumada, palpitante, dejando perderse en ella mi ser antiguo, grave y soñador, de hombre del Norte; yo, que aspiraba y recogía por todos los poros la vida andaluza, como si aquélla fuese mi patria verdadera y a la cual fuera restituído después de muchos años de ausencia, me encontraba ahora despegado, solitario. Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro, aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintas brillantes, y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosas más que un curioso, un touriste, como ahora se dice, pero no tardaría en partir, acaso para siempre. ¡Partir! ¡ay! No se rían ustedes. Viendo centellear suavemente en lo alto del cielo una estrellita azulada, sentí correr por las mejillas dos lágrimas.

Después de enjugarlas cuidadosamente, volví de nuevo el rostro hacia los transeuntes, buscando distracción a mi tristeza. Apenas lo había hecho, enfilando la vista por el puente en dirección a la ciudad, veo a lo lejos una colosal nariz que se oculta detrás de la gente, y vuelve a ocultarse, y vuelve a aparecer, aproximándose siempre. Aquella nariz no podía pertenecer lógicamente a otro que a Eduardito. Esta fué mi convicción instantánea, que tuve el gusto de ver confirmada. Cruzó por delante de mí con el sombrero en la mano, el paso desigual y precipitado, más que nunca pálido y las facciones desencajadas.

–¡Eh! ¡eh! Eduardito.

Detúvose un instante, miró y vino hacia mí.

–¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios?

–No lo sé, don Ceferino—me respondió, posando sobre mí sus ojos vidriosos.

–¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita?

–¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!… ¡Me están pasando unas cosas!… ¡Unas cosas!

La voz del sensible joven era temblorosa, apagada. Hacía tiempo que se hallaba en un estado de debilidad extrema. Ahora parecía que hablaba como si no hubiese tomado alimento desde hacía ocho días.

Miréle sorprendido y con curiosidad.

–¡Si supiera usted lo que me está pasando en este momento!

–¿Qué hay?

–Pues nada… Verá usted… Mi hermana acaba de darme un golpe terrible… Fuí a casa… Verá usted… Por la mañana le dije que no podía continuar de este modo… que era necesario resolver uno u otro… Más de veinte veces quise pedirle a Fernanda la conversación… pero cuando iba a hacerlo, se me ponía un nudo aquí en la garganta… Usted no sabe… aunque me matasen, no podía… vamos, no podía… Si yo tuviese tanto pico como mi hermana… ¡Maldita sea!… Le dije que me hiciese el favor de decírselo a Fernanda de mi parte, y que me la diese o me desengañase de una vez… Pues bien, verá usted… quedó en decírselo esta tarde… ¡Yo no puedo continuar así, don Ceferino, crea usted que no puedo continuar!… Pues bien, quedó en decírselo. Esta tarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzar que saliese y no volviese hasta el oscurecer… y que cuando volviese estaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta para estas comisiones. Obedecí. Dí más de mil vueltas por Sevilla, y cuando vi que oscurecía me fuí a casa. Crea usted, don Ceferino, que me temblaban las piernas. Cuando llamé a la puerta estaba más muerto que vivo. Salió Matilde a la cancela, y al verme se puso hecha una hiena: “¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Márchate! ¡Vete ahora mismo!” Creí que el mundo caía sobre mí… No sé cómo pude salir del portal, ni sé cómo he llegado hasta aquí…

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