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Riverita

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XVI

Llevaba el corazón tan henchido de amor, de admiración, de entusiasmo, que Julita se vio necesitada a sufrir a diario, por algún tiempo, las descripciones que le plugo hacer de la bondad, sencillez e inocencia de la niña de Pasajes. A las mujeres no les disgusta esta clase de confidencias: así que, lejos de huirlas, las provocaba, informándose con deleite de todos los pormenores más o menos pueriles de aquellos amores idílicos, tan en consonancia con su edad y su sexo.

Miguel rehusaba enseñarle el retrato. Temía que no le gustase. Después de muchos ruegos, y anunciando con empeño «que físicamente valía poco,» lo sacó de una cartera donde lo llevaba.

–¡Pues no tiene nada de fea!—exclamó Julita.—Al contrario, es una cara muy simpática…

A Miguel se le ensanchó el corazón, y se dibujó en sus labios una sonrisa beata.

–¿Sabes a quién se parece un poco?… A Clarita Mazón…

Clarita Mazón era una joven bastante linda. Sin embargo, Miguel no transigió con el parecido, y hasta se indignó.

–¡Pero qué enamorado estás, Miguel!—exclamó Julita sonriendo maliciosamente.—Así me gusta… Ya era tiempo de que la veleta quedase fija un instante… ¿Sabes que si yo estuviese en la piel de esa niña las habías de pagar todas juntas?

–Lo creo—repuso el joven riendo.

–No te duermas sobre los laureles, pillo, porque en cuanto yo pueda entenderme con ella, se lo he de aconsejar.

–No te hará caso.

–¡Quién sabe! Le haré ver lo que tú eres con esa cara de angelito de retablo.

Desde Santander, Miguel telegrafió a Pasajes, dando noticia de su llegada. Así que saltó del tren en Madrid, puso otro telegrama, y escribió aquel mismo día. La contestación de Maximina tardó seis en llegar. La impaciencia que nuestro joven manifestó en estos días hizo reír mucho a su hermana. Contra su costumbre, aguardaba en casa al cartero, y hasta le espiaba detrás de los cristales del balcón y le iba a abrir él mismo la puerta.

La carta, que al cabo recibió, venía en un sobre pequeño, escrito con magnífica letra inglesa, la letra que se enseñaba en el convento de Vergara; su contenido no era largo ni expresivo, pero respiraba modestia y candor: llamábale en el comienzo «apreciable Miguel» y se despedía como «segura servidora,» lo cual le hizo reír. En la réplica le dio bastante matraca con aquella «segura servidora,» y la niña, en las cartas siguientes, modificó su despedida: el comienzo, o sea el «apreciable,» ya le costó más trabajo que lo cambiase; al fin, se aventuró a llamarle «querido Miguel.» Todas las cartas se las leía éste a su hermana. Julia principió a sentir viva simpatía hacia aquella niña de menos edad aún que ella. Un día le dio una estampita de su libro de misa, para que se la enviase de su parte. Maximina, al acusar el recibo, se manifestó tan conmovida por aquel regalo, que Julia no pudo resistir al deseo de ponerla una posdata en la carta de su hermano, dándole cariñosas expresiones. La niña de Pasajes contestó con otra; se cambiaron después los retratos; por último, al cabo de dos meses, ya se escribían directamente.

Por este tiempo el hijo del brigadier había cortado enteramente sus relaciones con la generala Bembo. No pocos esfuerzos caligráficos le costó aquel rompimiento: las quejas de la nueva Ariadna venían diariamente por el correo esparcidas en cinco o seis pliegos de letra menuda: era necesario contestar a ellas: al fin Teseo se cansó y las guardó filosóficamente en el bolsillo. Entrado ya el invierno, Ariadna volvió a Madrid, y no se pasaron quince días sin que la trompeta del escándalo pregonase sus amores con el secretario de la Embajada francesa. A Miguel no le maravilló nada este suceso.

Un día Julita le dijo a boca de jarro:

–¿Cuándo piensas casarte, Miguel?

Se puso colorado, y respondió vacilante y confuso:

–¡Oh, el matrimonio!… Hay que pensarlo con calma.... Es un negocio muy grave.

Y cortó repentinamente la conversación, hablando de otra cosa. Julia se quedó triste y pensativa. Le hizo esta pregunta, porque había observado que su hermano no menudeaba tanto las cartas a Pasajes como antes. Empezó a sospechar que se iba cansando, y tembló por la pobre Maximina. No se dio por vencida, sin embargo. Al cabo de pocos días le cogió en su cuarto, por la oreja, y le dijo medio en broma medio en veras:

–No te suelto si no me dices ahora mismo si piensas o no casarte.

–Pero, chica, ¿a ti que te va ni te viene en eso?—contestó el joven riendo.

–Tengo interés por Maximina, porque es mi amiga.

–¡Si no la conoces!

–No importa, la quiero ya como si la conociese.

–¿Tendrías gusto en ser hermana política de la sobrina de una estanquera?—preguntó el joven con malicia.

–¡Ya lo creo!—repuso Julia poniéndose seria.—Si es buena y bien educada, ¿por qué no?…

–No vayas a pensar que yo me detengo por eso—dijo Miguel, poniéndose también serio.—He meditado mucho en estos últimos meses acerca de tal asunto, y al fin no he podido menos de confesarme que no sirvo para casado. El que ha hecho hasta los veintisiete años la vida independiente que yo, es muy difícil que pueda acomodarse al orden, a la paz, a la serie de sacrificios que el matrimonio exige… Y, francamente, para ser un mal casado, ¿no vale más que permanezca soltero toda la vida?… Por otra parte, si me caso con esa chica, que no está acostumbrada al trato de gente ni ha entrado jamás en sociedad alguna, ya comprendes que debo renunciar en absoluto a mis relaciones y a las antiguas amistades de mi familia: yo no quiero pisar un salón donde mi mujer no haga buen papel… Además, Maximina es demasiado niña y demasiado inocente para dominar a un hombre tan maleado como yo, y para regir una familia…

Así continuó el hijo del brigadier rebuscando argumentos en su cerebro para ocultar los verdaderos móviles de su conducta, que eran el tedio y la vanidad, pasiones asquerosas que la vida cortesana habían despertado nuevamente en su corazón. Julia no apartaba su mirada escrutadora de él, lo cual concluyó por turbarle y obligarle a callar. Después de algunos momentos de silencio, aquélla exclamó moviendo la cabeza con dolor:

–¡Pobre Maximina!

Y después de una pausa larga, dijo con energía:

–Pues mira, Miguel, si no has de casarte con ella, es un pecado grande que la estés engañando. Debes cuanto antes cortar esas relaciones.

–Bien; de eso ya hablaremos… Acaso tengas razón… Hasta luego—dijo poniéndose el sombrero y dándole un beso de despedida.

Por más que nos duela hablar mal del héroe de nuestra historia, la verdad nos obliga a confesar que Miguel tuvo la cobardía de cortar sus relaciones con la niña de Pasajes dejando de escribirla. Al cabo de unos quince días, su hermana le enseñó una carta que había recibido de ella; se daba por enterada del desamor de su novio, sin proferir una queja; disculpaba su conducta manifestando que después de la separación había reflexionado que ella no podía convenir a un hombre como Miguel; hubiera deseado, sin embargo, que éste se lo hubiera dicho antes de tenerla impaciente y triste muchos días; terminaba diciendo que al fin había conseguido de su tía el permiso para hacerse monja de la caridad.

Esta carta, donde al través de la firmeza y naturalidad de los conceptos, se entrevía una mano temblorosa y unos ojos nublados por las lágrimas, conmovió hondamente a nuestro héroe, y le hubiera conmovido aún más, hasta el punto quizá de marcharse aquel mismo día a Pasajes para pedir perdón a Maximina y hacerla su esposa, si desgraciadamente aquél no fuese un día crítico y terrible de su existencia.

El periódico del conde de Ríos sostenía frecuentes polémicas con otro diario conservador titulado La Monarquía. Estas polémicas, un tanto ásperas, no habían rebasado hasta entonces los lindes de una cortesía más o menos ambigua. Llegó un punto, no obstante, en que la discusión se fue agriando en términos que aparecieron en el diario moderado algunos insultos velados contra el inspirador y los redactores de La Independencia. Miguel se juzgó en el caso de escribir un artículo contestando a estas injurias, que fue un verdadero prodigio de habilidad: devolvíanse con creces todas aquéllas al enemigo, pero de un modo tan fino y bien encubierto, que era imposible demandar reparación ante los tribunales, y no era fácil tampoco hallar motivo para un duelo. El artículo se leyó en la redacción y fue calurosamente aplaudido. Por desgracia, en esta ocasión fue cuando a Mendoza se le ocurrió descubrir enteramente aquel secreto que su amigo le tenía guardado hacía años. Al traerle las pruebas del artículo, se autorizó, sin consultar a nadie, cambiar uno de sus párrafos metiendo otro de cosecha propia. Por virtud de esta funesta ocurrencia, lo que era una frase incisiva y bien meditada, se convirtió en grosero y feroz insulto. En cuanto Miguel, al leer el periódico por la mañana, se enteró de la modificación, revolviósele la bilis, comprendiendo que no podía menos de producir fatales consecuencias; fue a la redacción, y no encontrando a Mendoza, comenzó a decir en presencia de sus compañeros lo que ya hemos visto en otro capítulo.

Todos sus cálculos quedaron confirmados. No se pasaron muchas horas sin que dos caballeros, padrinos del director de La Monarquía, viniesen a exigir al de La Independencia una satisfacción personal. Mendoza, pálido y tembloroso, les contestó que él no era el autor del artículo, y les prometió que en el número del día siguiente saldría una rectificación. No faltó quien le pasara recado a Riverita, quien a toda prisa acudió a la redacción, antes que de ella hubiesen salido aquellos señores. Así que llegó, deshizo cuanto se había convenido; contestó que era suyo el escrito, se opuso a publicar ninguna rectificación, y nombró por padrinos al conde de Ríos y a un compañero llamado Merelo. Después se volvió a casa, y fue cuando Julita le mostró la carta de Maximina.

 

Los padrinos de los contendientes tardaron un día entero y emplearon toda la saliva de sus gaznates en discutir las condiciones del desafío. El punto más arduo era el de la elección de armas. El conde de Ríos, fundándose en que su apadrinado era el retado, creía tener derecho a elegirlas, y lo sostenía con gran calor. En realidad, hacía mucho hincapié en este asunto, porque era sabedor de que el periodista moderado pensaba elegir el sable, no porque lo manejase con gran destreza, sino porque, dada su estatura y corpulencia, debía llevar ventaja al adversario. Los padrinos de aquél defendían con igual tesón su derecho, por ser el ofendido. A las diez de la noche aún no habían podido arreglarse. En una de sus entrevistas con Ríos, Miguel, cansado al fin por tanta dilación, le rogó que aceptase cuantas condiciones quisieran poner los contrarios.

En virtud de esto, quedó convenido que el duelo se efectuase a sable con punta. Hora, las siete de la mañana; sitio, la quinta de Vistalegre, en Carabanchel.

No fue a dormir a casa: pasó recado a su madrastra, advirtiéndola que debía velar a un amigo enfermo, a fin de que ni ella ni Julia estuviesen con cuidado. No salió del casino, donde había estado toda la tarde esperando el resultado de la discusión de los padrinos. Hasta las dos de la madrugada jugó al tresillo: cuando la partida se disolvió, estuvo paseando largo rato por uno de los salones; cansado al fin, se recostó en un diván, y no tardó muchos minutos en prenderle un sueño pesado y letárgico. La tensión en que sus nervios habían estado las últimas horas, había terminado por un enervamiento. Durmió media hora, y, durante ella, soñó mil disparates: ahora se encontraba en un inmenso palacio deshabitado, donde cierta sombra, que vio cruzar, le causó un terror extraño, que jamás había sentido: ahora se iba a batir dentro de una iglesia con un hombre que no conocía, y que resultaba ser D. Valentín, el tío de Maximina, el cual, sin saber cómo, se convertía en gato y se arrojaba sobre él, clavándole las uñas al cuello: después se vio en medio del mar, flotando como una boya, a merced de las olas, sin esperanza de que nadie viniese a socorrerle.

–Señorito, señorito…

–¡Eh! ¿qué hay?—dijo restregándose los ojos.

–Vamos a apagar.

–Bueno… ¿Sabe V. si está en la sala de juego el Sr. Merelo?

–Me parece que sí, señor.

Se fue hacia allá y encontró a su amigo ganando bastante dinero. Al verle entrar, Merelo le dirigió una sonrisa alegre y expansiva; bien claramente se entendía que en aquel instante no le importaba mucho que Miguel se fuese a matar. Todavía estuvo en ganancias un largo rato, hasta que viendo señales de que la suerte se torcía, levantose como jugador experto y salió de la sala abrazado a su amigo.

–¿Qué hora es, Miguelillo?

–Las cinco menos cuarto.

–¿Hay ánimo, verdad?—le preguntó abrazándole de nuevo con efusión.

–¡Sí, hombre, sí! Yo tengo ánimo y tú dinero—contestó sonriendo.

–¿Quieres que vayamos a casa de doña Mariquita a tomar chocolate?

–Vamos.

Mientras tomaban el desayuno, Merelo, cada vez más alegre y cariñoso, habló de muchas cosas con pasmosa lucidez; pero especialmente de esgrima. Realmente esta era la conversación que venía al caso entonces, y entendiéndolo así le dio una multitud de consejos encaminados todos a no dejarse pegar por el director de La Monarquía; antes bien, a partirle por el medio en la primera ocasión.

–Nada de fintas, ¿entiendes?… Los golpes han de ser rápidos y decisivos… Déjale a él que finte cuanto quiera… Tú quieto, sereno, aplomado… a parar y contestar nada más… Ya caerá en alguna contestación. ¡Pues no ha de caer!

Miguel mojaba distraídamente el bizcocho en el chocolate pensando Dios sabe en qué. Cerca ya de las seis salieron del establecimiento y enderezaron los pasos hacia la calle de la Reina, donde vivía el general Ríos. Era noche cerrada todavía. Al llegar vieron el coche a la puerta en espera ya de su dueño. Pasaron al conde un recado por el lacayo y no tardó en presentarse envuelto en un gabán de pieles; el lacayo venía detrás con los sables. Después de saludarse afectuosamente, subieron al carruaje, y éste comenzó a rodar por las calles silenciosas con áspero traqueteo.

Cuando salieron por la puerta de Toledo, comenzaba a rayar el día. Al llegar a Carabanchel ya estaba claro. Durante el trayecto, el general y Merelo no cesaron de hablar de política. La mañana despejada. Al apearse cerca de la regia posesión, hacía un frío intenso: los árboles, desnudos, tenían su armazón cubierto de escarcha. Por el carruaje que vieron a la puerta, comprendieron que sus contrarios ya habían llegado, y en busca de ellos se dirigieron por los hermosos jardines del opulento banquero. Mucho antes de llegar al paraje designado, vieron sus figuras negras resaltando sobre el blanco tapiz de la helada. Miguel, que hasta entonces había dado señales de hallarse inquieto y nervioso, quedó repentinamente en calma: desde entonces hasta el fin del lance manifestó una absoluta y extraña serenidad que dejó altamente complacidos a sus padrinos. Saludaron éstos a los contrarios y al médico, que debía servir para los dos contendientes según se había convenido: Miguel y el periodista moderado se hicieron de lejos una leve inclinación de cabeza. Escogiose el terreno, que fue un camino de arena mejor resguardado que los otros por dos altos setos de rosal; midiéronse los sables; despojáronse los adversarios de los gabanes y levitas, quedando con el chaleco, en gracia del frío que hacía; colocóseles en su sitio con el sable en la mano: por último, el conde de Ríos, como la persona de más respeto que allí había, se colocó en el medio, alargó los brazos tomando con los dedos las puntas de los dos sables y se apartó diciendo con fuerte entonación:

–Señores, cumplan VV. con su deber.

El director de La Monarquía era un mocetón robusto, de treinta y cuatro a treinta y seis años de edad, cuya figura formaba triste contraste en aquella ocasión con la delicada y exigua de Rivera. Sin embargo, a los pocos momentos comprendió éste que no se las había con un tirador consumado. Miguel había tirado algunas temporadas el sable y el florete: su contrario no conocía al parecer más que esta última arma; pues hubo que advertirle por los padrinos que no levantase la mano izquierda, y la colocase detrás de la espalda. Pero esto mismo le hacía muy peligroso, porque en vez de hacer uso del filo, alargaba a cada instante la punta del sable, manteniendo a Miguel fuera de distancia. Este comenzó a atacar vigorosamente tirando golpes sencillos al brazo, a la cabeza y al hombro: su contrario, en vez de pararlos, la mayoría de las veces rompía alargando la punta: de esta suerte, a los tres minutos la lucha se convirtió en un asalto desordenado de florete. Sin embargo, el periodista monárquico le tiró impensadamente un golpe a la cabeza; pero hubo de salirle caro, porque Miguel paró y contestó con tal rapidez, que si no rompe a tiempo le raja la cara. Desde entonces no tiró más tajos. La lucha se prolongó cerca de quince minutos sin resultado. Miguel, que era el que atacaba, se sintió fatigadísimo; tanto, que lo hizo presente en voz alta, y los padrinos les obligaron a suspender y les dieron diez minutos de descanso. Durante ellos, Miguel se vistió el gabán y se fue a fumar un cigarro en un banco con la mayor tranquilidad, en la apariencia, en realidad muy irritado por aquel extraño procedimiento de su contrario. Comenzada de nuevo la lucha, tampoco dio resultado alguno en bastante tiempo, apesar de que Miguel, cada vez más impaciente, atacaba con furia batiendo para herir el sable de su adversario; pero éste tenía brazo de hierro, y apenas si conseguía apartar la punta un instante. A los ocho o diez minutos volvió a sentirse cansado, mas no osó declararlo por vergüenza. Aflojó en el ataque, haciéndolo cada vez más débil y desordenado. Advertido el contrario, comenzó a tirarle frecuentes estocadas: apenas tenía fuerzas para pararlas. Al cabo, el robusto periodista le separó el sable con el suyo a viva fuerza, y le hundió la punta en el pecho.

Miguel cayó soltando un chorro abundante de sangre. Todos se apresuraron a socorrerle. El director de La Monarquía balbució algunas palabras manifestando su sentimiento, a las cuales el herido no pudo contestar. El médico le hizo la primera cura y acto continuo fue trasladado al coche, que le llevó en compañía de aquél y sus padrinos a casa.

XVII

El pronóstico del médico fue reservado en los primeros momentos. Al cabo de veinticuatro horas manifestó que su estado era grave, aunque no desesperado.

Julita había padecido varios ataques nerviosos en el trascurso de aquel día: la vista de su hermano moribundo le había causado profunda y terrible impresión: no hubo fuerza humana capaz de hacerle tragar alimento ni medicina alguna. El susto de su madre también fue grande, pero trasformose súbito en viva y áspera irritación, de la cual fueron víctimas los padrinos, el médico, los criados, y hasta el mismo Miguel así que se encontró en estado de sufrirla: la gran preocupación de la brigadiera no era que aquél se curase, sino saber quién había tenido la culpa de la desgracia: tan intemperante y desbocada estuvo, que el conde de Ríos no pisó más la casa, limitándose a preguntar todos los días por medio de un lacayo el estado del enfermo.

Afortunadamente, salió del peligro pronto: a los cinco días ya se le permitía hablar, aunque no mucho. Julia no se apartaba de su cabecera. La mamá era la encargada de recibir las numerosas visitas que llegaban; y por cierto que no se hartaba de contar a todo el mundo los pormenores de la catástrofe.

Una tarde, Julia se hallaba, como de costumbre, cosiendo al lado de la cama del enfermo; el cual dormía.

–Oyes, Julia—dijo de pronto despertándose.—¿Quieres hacerme un favor?

–¿Cuál?

–Léeme otra vez la carta de Maximina..... El día aquel no estaba yo para enterarme de nada.....

Julia sonrió con semblante triunfal. En efecto, hacía días que observaba en su hermano cierta predisposición a la melancolía bastante ajena a su carácter: a menudo se pasaba horas enteras con los ojos estáticos, inmóvil, dando señales de hallarse emboscado en una maraña de pensamientos tristes: le molestaba la compañía de los amigos y aun llegaba a desagradarle que su hermana le leyese demasiado tiempo.—Miguel piensa en Maximina—se dijo aquélla al verle tan reflexivo. ¿Qué misterio de amor se le escapará a una joven de diez y siete años?—Pues que pene un poco; ya resollará.

Y así fue, como lo pensó la niña.

–Voy a buscarla—contestó saliendo apresuradamente de la alcoba.

No tardó en llegar con ella en la mano: sentose de nuevo y se puso a leerla con gran calma, observando de reojo al herido.

Al concluir, éste tenía los ojos húmedos, y exclamó mirando al techo:

–¡Pobre niña!

Julia guardó la carta en el pecho, cogió otra vez la costura y se puso a mover la aguja en silencio. Al cabo de algunos minutos el enfermo volvió a decir:

–Voy a pedirte otro favor…

–Lo que quieras…

Toma las llaves de mi escritorio, que están ahí en el chaleco, abre el segundo cajón de la izquierda y saca un crucifijo de plata que hay en él… y tráemelo.

–Aquí está—dijo presentándoselo a los pocos instantes colgando de un pedazo de cordón.

–Este crucifijo—manifestó algo ruborizado—me lo dio Maximina al separarnos: se me rompió el cordón, y esperando comprar otro, lo guardé en el escritorio.

–Tengo yo uno; no necesitas comprarlo—repuso la joven tornando a salir de la estancia y entrando otra vez al instante con un cordoncito azul. Y sin más dilación tomó el crucifijo de manos de Miguel, sacó el cordón viejo, metió el nuevo y dijo con naturalidad:

–¿Quieres que te lo cuelgue?

–Bueno—contestó Miguel poniéndose otra vez colorado.

Al tiempo de colgárselo, Julita acercó la boca a su oído y le dijo graciosamente:

–Si lo hubieras traído siempre, no te habrían herido.

Y sin esperar contestación salió dando brincos. Cuando estuvo en el pasillo, se quedó inmóvil de repente, meditó un momento, y dibujándose en su rostro una sonrisa de placer, siguió corriendo a su cuarto y acto continuo se puso a escribir.

La verdad es que en los días que siguieron a esta escena, Julita se manifestó digna de una plenipotencia de primer orden.

Pocos diplomáticos se hubieran conducido con tanta habilidad.

No volvió a hablar a su hermano de Maximina: pero le dejaba largos ratos solo, y cuando estaba a su lado permanecía quieta y silenciosa, esperando con razón que el pensamiento del herido llevaría a cabo su tarea, y mejor por sí solo que con auxilio de nadie. De vez en cuando, dando largos rodeos, que la hacían reír, Miguel sacaba la conversación de Pasajes y de Maximina, contándole por centésima vez todos los episodios de sus inocentes amores. Ella le escuchaba atenta, le animaba a seguir, pero guardándose de hacerle pregunta alguna acerca de sus designios. Esta táctica parecía excitar cada vez más la locuacidad del enfermo; y aun se advertían en él ciertos deseos de comunicar alguna cosa de más trascendencia; mas tales deseos veíanse contenidos por la reserva y el silencio de Julia.

 

Una mañana, por fin, ésta vino a sentarse más temprano que de costumbre a su cabecera. Si Miguel se hubiera fijado en ella, tal vez habría advertido en sus ojillos inquietos y negros un brillo singular y en sus manos cierto temblor inusitado; pero se hallaba tan embebido en sus pensamientos y habitual melancolía, que nada observó.

–Dime, Miguel—le dijo la joven levantando resueltamente la cabeza,—¿qué piensas hacer cuando te levantes?

–¿Cuando me levante?… ¿Qué quieres decir?..—repuso sorprendido.

–Sí; ¿qué piensas hacer de tu vida?

–¿Qué sé yo, chica?… Lo de siempre.

Hubo un rato de silencio. Miguel esperaba que su hermana concretase más el pensamiento: viendo que no lo hacía, se decidió a hablar.

–La verdad es, Julia, que he meditado bastante en estos días acerca de mi situación, y no la encuentro tan halagüeña como a primera vista parece. Tú y mamá constituís hoy mi única familia. Con los demás parientes no cuento para nada. Tú te casarás, como es natural. Mamá… ya sabes cómo tiene el genio; la vida a su lado no puede ser alegre. Por otra parte, me voy haciendo viejo (carcajada de Julia). No te rías; aunque por fuera no me siento viejo, por dentro necesito ya sosiego, comodidades; la vida de fonda me horroriza. No puedes figurarte la compasión que me inspiran esos viejos que andan rodando solos por las casas de huéspedes…, que se ponen enfermos y tienen que llamar a una hermana de la caridad… que al llegar de la calle no pueden comunicar sus impresiones tristes o placenteras con un ser querido… que con ganas o sin ellas se ven forzados a salir todas las noches, porque la soledad les arroja del cuarto… ¡Es horrible!

–Bien; todo eso quiere decir que deseas casarte—manifestó Julia con sonrisa burlona.

–No he dicho tal cosa—respondió avergonzado, y reponiéndose en seguida, exclamó:—Pero si lo hubiera dicho, ¿qué?… ¿Tiene algo de particular?

–Nada, hombre, nada; al contrario, siempre he creído que debías casarte.

–¿Pero con quién?—preguntó el joven en tono angustioso.

–Con la muchacha que más te guste…, si es que te quiere.

–Ahí está la dificultad…, que no me gusta ninguna.

–¿Ni la de Pasajes tampoco?

Miguel se turbó aún más, y dijo con palabra vacilante:

–¡Qué pícara eres! Maximina me gustaba. La verdad es que sería una buena esposa…

–¿Pues por qué no te casas con ella?

–¿Crees tú…?—preguntó dirigiéndole una mirada tímida y anhelante.

–¡Vaya! Yo me alegraría muchísimo. Creo que es la única mujer que te conviene.

–¡Ay, Julita!—exclamó con vehemencia incorporándose un poco.—Qué placer me has dado. Hace una porción de días que no pienso en otra cosa.

–Lo sabía perfectamente… Pero hazme el favor de taparte, porque si te mueres no hay boda, y yo quiero comer dulces a toda costa.

Miguel la dirigió una sonrisa de reconocimiento. Hubo otra pausa. Se quedó pensativo y miró dos o tres veces de soslayo a su hermana, como si no se atreviese a manifestarle lo que cruzaba por su mente. Al fin se aventuró a decir:

–Todavía tengo que pedirte otro favor, Julita.

–Ya sé cuál es: que escriba a Maximina, ¿verdad?

–¡Qué talento tan prodigioso! No pareces hermana de un redactor de La Independencia… Escríbele, sí, porque yo, Dios sabe cuándo podré coger la pluma.

–¿Y qué le digo?

–Lo que quieras.

–Bien; le diré que la quieres mucho y que deseas casarte con ella a escape.

–¡Eso; y que es más guapa que la virgen del Carmen!

–Calla, bruto. Voy ahora mismo, no sea que te vuelvas atrás.

Salió de la alcoba; no se pasaron dos minutos sin que se la oyese gritar desde la puerta:

–Ya he escrito, Miguel. Ahí está la contestación.

Alzó los ojos y vio a la misma Maximina, a quien Julia empujaba hacia la cama. Detrás vio asomar la cara del hombre-pez, o sea de D. Valentín, el ex-capitán del Rápido, quien hacía todo lo posible por ocultarse detrás de las jóvenes. Creyó que estaba soñando: de tal modo se pintó el espanto en sus ojos, que Maximina se detuvo en medio del gabinete.

–¡Vamos, necio, no pongas esa cara, que la asustas!—exclamó Julita.

Brilló entonces una chispa de gozo en los ojos del joven. Maximina, más roja que una cereza, avanzó unos pasos más y le preguntó con voz temblorosa:

–¿Cómo se encuentra V., Miguel?

–¡En el sétimo cielo; a la derecha de Dios Padre!

Y tomándole una mano comenzó a besarla con frenesí, como si no hubiera nadie delante.

–Julia te ha escrito pidiéndote perdón de mi parte, ¿no es verdad?… Diciéndote que estaba en peligro de muerte, y deseaba casarme contigo, ¿verdad?… Pues todo, todo eso es cierto… Sólo que ya no me muero. Me casaré en cuanto me levante de esta cama y seremos muchos años felices… Digo (bajando la cabeza y cambiando de tono) en el caso de que tú me quieras… ¿Estás conforme con el programa?

La niña hizo una señal afirmativa: la emoción la impedía hablar.

Miguel estrechó con fuerza sus manos y las llevó al corazón.

D. Valentín contemplaba atónito aquella escena. Julita, desde la puerta, exclamó sentenciosamente llevándose un dedo a la frente:

–¡Y luego dirá mamá que aquí no hay más que viento!

Aquella misma noche volvieron D. Valentín y su sobrina a Pasajes. Tres semanas después fue Miguel a casarse. A las dos horas de recibir la bendición del cura, emprendieron la marcha para Madrid.

El destino tenía reservadas todavía a Miguel otras penas y otras alegrías, las cuales más adelante contaré, si en ello fuere Dios servido.

FIN

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