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Tristán o el pesimismo

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–¡Cómo! ¿Qué significa esto…? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana, caballero…? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le tiro a usted del bigote!



Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el ánimo ya muy alterado de Tristán.



–Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni guisados… ¡Hable usted…! ¡Hable usted en seguida…!



–Acaso…—profirió el joven balbuciendo.



Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de Tristán que continuaba sentado.



–¿Acaso qué…? vamos a ver.



–Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes…



–¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?



–Con ninguno.



–¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta botella por el cuello abajo?



–Convengo.



–¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático, pesado, insufrible?



–Lo confieso.



–¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que palabras suaves y cariñosas?



–Lo prometo.



–Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer.



–Clarita—dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano—, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma…



–¿Cómo? ¿Cómo…? ¿Qué modo de pedir perdón es ese…? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.



Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice. Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.



–Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda todavía un poco de vergüenza… Saque usted el pañuelo y póngalo debajo que se va a manchar los pantalones en la arena.



Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.



–Bésele usted la mano… Digo no… No se la des, Clara, no la merece.



El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó.



–¡Muérdele, Fidel…! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso…! ¡a ese! ¡a ese!



El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.



–¡Quieto, Fidel!



IV

UNA VISITA Y OTRAS VISITAS

Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.



–¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría.



Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos, inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de treinta años.



–¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando con efusión a la ciega y estrechando la mano sana del paralítico.



–¡Sorpresa la nuestra, querida…! Llegamos a la estación, nos apeamos del tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿qué hacemos…? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos. ¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado y esperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que había venido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos al Sotillo?»—«Por allí tengo que pasar;

amóntense

 ustedes.»



–¡En un carro de bueyes!—exclamó Elena.



Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismo tren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad de la estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.



–En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertido que os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acosté sobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo que miraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino y nosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces éste no pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso…



–Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro—dijo Elena.



–¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa…! El carretero pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto… Allá le levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa…



–Ha sido un viaje delicioso—corroboró Cirilo con toda su alma.



Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresión de burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no le hacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tan comunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.



Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán. Cirilo era hijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de un modesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilo trabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya en relaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Era un joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, que advirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; le nombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lo mismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero en aquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y en poco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedad incurable. ¡Cuánto lloró aquella buena y hermosa joven! Desesperada por tan terrible desgracia, y todavía más pensando en que Cirilo suspendería definitivamente el matrimonio, estuvo a punto de suicidarse. Pero aquél se condujo en tal ocasión como un hombre de alma grande y generosa; no sólo no suspendió la boda, sino que la precipitó cuanto pudo. Tal proceder impresionó fuertemente el corazón de la pobre ciega; si antes amaba entrañablemente a su novio, desde entonces su amor se convirtió en adoración. Efectuose el matrimonio, casi por la misma época que el de don Germán con Elena. No se pasaron muchos días sin que una nueva desgracia cayese sobre ellos y les pusiese a prueba. En el mismo salón de la Bolsa sufrió Cirilo un ataque de hemiplejia, le trajeron a casa accidentado y aunque recobró prontamente el conocimiento, se notó que había quedado herido del brazo y pierna izquierdos. Mejoró bastante luego gracias a ciertos baños, pero en el brazo apenas tenía movimiento y la pierna la arrastraba penosamente. Visita fue para él entonces su providencia como él lo había sido antes para ella. No sólo le ayudaba en los menesteres de la vida, sino que apoyado en su brazo podía ir a todas partes. Siguió desempeñando a conciencia sus tareas habituales sin que desapareciera tampoco toda su dicha, como se ha visto.



Don Germán reía también hasta sofocarse. Cuando se hubo sosegado un poco puso la mano en el hombro de Tristán.



–Tú has venido con más comodidad, pero ellos se han divertido más que tú.



–No es muy seguro que hubiera gozado fuertemente cayendo, aunque fuese sobre tan grato lecho, y amarrado después a un poste—repuso aquél con sonrisa irónica.



–Porque tú no sabes lo que es divertirse, ni acaso lo sepas en tu vida—replicó el caballero.



Y sin aguardar respuesta echó a andar en dirección de la casa.



–¡Ea!, a almorzar, que ya me parece que va llegando la hora.



En alegre charla se dirigieron todos hacia la escalinata y entraron en el suntuoso comedor, situado en la planta baja del edificio. Contigua a él había una

serre

 donde crecían plantas tropicales y en medio de ellas una fuente rústica formando cascada. Colgadas con disimulo entre el follaje había algunas jaulas con ruiseñores, canarios y un sinsonte que Reynoso había logrado aclimatar después de haber fracasado con otros dos.



Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieron aperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reír contando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, las obras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, las óperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.



–¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer a Marconi en

Hugonotes

. ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metió a todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi lado una señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve. Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de una cuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo… El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar las notas!



–¿Pero filan también las notas en el Congreso?—preguntó Elena con asombro.



–¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.



–Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas hablando.



–¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso. Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el que hizo más efecto… ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía…? Pues entonces os lo diré…



Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se contentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativo y acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del arte dramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las ganancias repitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismas situaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a los maestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amanerados insufribles…

 



Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime son pocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro más asequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción, se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusión iniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elena la cortó resueltamente.



–¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que se convenciese nadie… ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de Rosarito Abella?



–Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré que se ha pintado de rubia… Está, según dicen, para darle un tiro. Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado…



En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo:



–Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla de una persona se escapará sin decir palabra.



Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso el oído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaron la nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en la silla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó para salir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió la cabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella con expresión maliciosa se ruborizó.



Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada, provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán era enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada. Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara. Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados el maíz cocido, costumbre adquirida en América.



–Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—. Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las pampas.



–¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa de hombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.



–¿Pues qué es lo que estoy haciendo?



–Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida envenenándoos con la química de los cocineros.



–Para ti fuera del maíz todo es química.



–Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.



Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a su marido por debajo de la mesa.



Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.



–¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?



–Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había quedado en hacerlo—respondió confuso el criado.



–A ver, llamar a la Dolores.



Se presentó la Dolores.



–¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado Inocencio?



–Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo había hecho.



–Llamen a Manuel.



–No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.



–¡Pero es bien triste…!—exclamó su esposa en el colmo de la contrariedad.



–¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero es mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te haga daño la comida.



Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.



Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.



–No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.



–Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.



Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.



–Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.



Y ella entonces enrojecía y callaba.



–Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.



–¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.



–Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.



–¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.



–¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.



–Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.



Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.



–¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?



–¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con una entonación irónica que hirió a Tristán.



–No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.



–Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.



–Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el Museo.



–Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de

budoir

, donde vive mucho más tiempo que en el estudio.



–Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.



–¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a costa de las mujeres?



–¡Sí; lo es…! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo a enfurecerse.



–Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltó Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningún daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.



Elena soltó una carcajada.



–¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a los amigos de tu futuro?



Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás se ven libres los hombres de gran valer?



Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación.



–¡Pero qué lindísimo

budoir

 el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid.



–¿Te gusta?



–Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!



La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le hacía preguntas y consultaba detalles.—«¿Qué te parece, pondré sobre la chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar trastos…»



–Supongo que encargará usted para su

budoir

 algún cuadrito a Núñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.



–¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara.



Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana. Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto de saberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente por molestarla, por inferirle una ofensa.



Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente por todos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiños disimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidia indigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebido demasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentales pudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos él cuidaría severamente de recordárselos.



Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos y cariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y para demostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de un modo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la

serre

 a tomar el café, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito del Lago.



V

LO QUE DICEN LAS ABEJAS

Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un niño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie, que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa de champagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamar para que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisa benévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza y bondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Al único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir, alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le perdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez y natural afectuoso.



Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza. Era su recreo y su ocupación sempiterna. O cazando o hablando de caza. Por este lado simpatizaba mucho con Clara y en esta simpatía acaso se halle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadido éste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía que ni por su edad ni por las circunstancias de su carácter e inteligencia era capaz de despertar una violenta pasión en ninguna mujer, pero así y todo estaba celoso de él. En cuanto se le ofrecía ocasión ya estaba dedicándole alguna palabrita amarga.



Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Su madre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta del pueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste, supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y su madre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal si fuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, más frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella. Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería, según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su madre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casi siempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer sus correrías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentaba nunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocado para mal de su alma y menoscabo de la familia.

 



Desde la

serre

 pasaron al salón. Se trató de que don Germán les hiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron. Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por no decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de profanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, es lo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y por eso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.



Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada de Chopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corrían por Madrid.



–A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los

Pajeles

. Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán no baila.



El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó sobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desde hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus relaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensar que trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con su habitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulos nobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Era necesario vivir prevenido. Lo estaría.



Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio. Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colección de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía enjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron la paciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos de ellos.



–Este es un prodigio para entenderse con toda clase de bichos—manifestó Elena—. Figuraos que ha llegado a domesticar un bando de gorriones… ¿Os sorprende…? Pues es como lo oís. Un día entraron en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin, llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por la mañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y los pájaros venían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamones que tenían preparados en la mesa de noche.



Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa. Tristán, pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica del fenómeno.



–Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturaleza que apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden el lenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbos obscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.



–¡Gracias, querido!—exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre el hombro—. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito de Dios.



–¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!—respondió Tristán turbado.



–Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado—replicó riendo el indiano—. De todos modos convendrás en que soy un animal inofensivo… ¡Vaya por los que son dañinos!



Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara se apartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero. Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero al poco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavadero cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando que tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estaba preocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber si sus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita, aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesito del Lago.



Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos.



–Mira, Clarita, aguárdame un instante…



–¡Elena! ¡Elena! Te van a hacer daño. Hace poco que has comido—repuso la joven riendo.



–¡Dos nada más…! Nada más… No se lo dirás a Germán, ¿verdad…? Me muero por los nísperos…



Y a paso menudo y ligero, un poco temblorosa como quien va a cometer un hurto corrió hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía a comer del fruto prohibido surgió de entre los árboles un hombre, ¿qué diremos un hombre? ¡Un monstruo!



Gastaba zamarra negra, sombrero ancho de fieltro. Las barbas le llegaban hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado, la nariz ancha, los ojos atravesados y todo el conjunto espantable.



Elena al ver al bandido dio un grito penetrante y extendiendo las manos exclamó:



–¡Oh por Dios! ¡Por Dios no me secuestre usted…! Ya le daremos todo el dinero que quiera… Déjeme ir a casa… Le traeré todas mis joyas… Déjeme usted por Dios.



Clara al oír el grito de su cuñada había corrido hacia el sitio y al encontrarse con el bandido se encaró intrépidamente con él.



–¿Cómo…? ¿Qué es eso…? ¿Qué hace usted aquí?



El secuestrador trató de acercarse sonriendo de un modo horrible.



–¡No se acerque usted o le tiro una piedra a la cabeza!—dijo la heroica joven haciendo ademán de bajarse a cogerla.



Elena viéndose libre se dio a correr hacia casa, dejando a su infeliz cuñada en las garras del monstruo.



–¡Germán! ¡Germán!—iba gritando—. ¡Germán, un secuestrador!



Y Reynoso, que por encima del muro había oído el grito, salía ya por la puerta del jardín y venía corriendo hacia ella.



–¡Un secuestrador! ¡Un secuestrador!—seguía gritando cada vez más sofocada Elena.



Don Germán dirigió la vista al sitio que su esposa había dejado y vio a su hermana hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de otro. Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo próximo exclamó con sorpresa:



–¡Si es el paisano Barragán…! Pero Barragán ¿tú por aquí…?



Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados.



Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:


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