Obras completas de Sherlock Holmes

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Из серии: Colección Oro
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Capítulo II:

La ciencia de la deducción

Tal cual habíamos acordado, nos vimos al mediodía y fuimos juntos a ver el piso 221 B de la calle Baker, que habíamos conversado previamente. Eran dos dormitorios grandes y un cuarto de estar, amplio e iluminado por dos espaciosas ventanas, amueblado bastante bien y ventilado. Tan provocador me resultaba el apartamento, y tan justo su precio entre los dos, que cerramos trato en el acto y fue nuestro desde aquel momento. Al atardecer de aquel mismo día trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente estaba allí Sherlock Holmes con varios cajones y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Una vez hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro espacio.

En verdad era fácil convivir con Holmes. Era hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Era extraño el que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él ya había desayunado y marchado a la calle. En muchas ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de química; otras veces, en las salas de disección, y de vez en cuando en largas caminatas que lo llevaban, al parecer, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tanto en tanto se apoderaba de él una reacción y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En esos momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente.

Su forma de ser y su apariencia externa eran como para llamar la atención hasta del más descuidado. Su estatura rondaba los dos metros, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a los que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su quijada delataba al hombre de voluntad, por lo grande y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre rastros de tinta y manchas de productos químicos, poseían una delicadeza de tacto muy notable, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus delicados instrumentos de física. Es así como mi interés por él y mi curiosidad por saber cuáles eran los objetivos de sus andanzas no hicieron más que crecer y profundizarse a medida que pasaban las semanas.

Es probable que el lector me tome por un entrometido o por un impertinente si confieso lo mucho que mi curiosidad se había incrementado hacia aquel hombre y todas las veces que intentaba superar la reserva en que me encontraba envuelto respecto a todo lo que a él se refería. Aun así, le pido que tenga presente, antes de juzgarme, la apatía que tenía en mi vida y el poco interés por lo que me rodeaba. Mi salud no me permitía el aventurarme a salir a la calle, a menos que el tiempo fuese extraordinariamente apacible, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En esas circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo.

No era medicina lo que estudiaba. Sobre ese asunto y contestando a una pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por uno de los pórticos que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero con todo eso, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados que las observaciones que él hacía me asombraban bastante. Con toda seguridad, nadie trabajaría tan afanadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos que se propusiera una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.

Tan obvio como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión que yo cité a Tomás Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que apenas podía creerlo.

—Parece que se ha asombrado usted —me dijo sonriendo, al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.

—¡Por olvidarlo!

—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, en un principio, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor, pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.

—Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.

—¿Y qué demonios supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del sol. Aunque girásemos alrededor de la luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.

Estaba ya a punto de preguntarle qué tipo de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo comprender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le incumbía. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran de índole útil para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito. Cuando tuve listo el documento, no pude menos que sonreír. He aquí el resultado:

Sherlock Holmes - Área de sus conocimientos:

1. Literatura: Cero.

2. Filosofía: Cero.

3. Astronomía: Cero.

4. Política: Ligeros.

5. Botánica: Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.

6. Geología: Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un vistazo la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado.

7. Química: Exactos, pero no sistemáticos.

8. Anatomía: Profundos.

9. Literatura sensacionalista: Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.

10. Toca el violín.

11. Experto boxeador y esgrimista de palo y espada.

12. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.

Ya tenía escrito todo eso en mi lista cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: “Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo desde ahora renunciar a mi propósito”.

Veo que he mencionado más arriba su habilidad con el violín. Era esta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Yo sabía que él era capaz de ejecutar perfectamente piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los Lieder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su rodilla. A veces las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban fantásticas y agradables. Era obvio que reflejaban los pensamientos que lo poseían, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a pensar o si los sonidos que emitía eran nada más que el resultado de un capricho o fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era cosa corriente que terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.

En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y yo empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más distintas clases sociales. Una de ellas era un hombre pequeño y pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, y que vino tres o cuatro veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo; me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer anciana en chancletas. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio. Siempre se disculpaba por causarme aquella molestia diciendo:

 

—Me es indispensable hacer uso de esta habitación como oficina de negocios, y estas personas son mis clientes.

De nuevo era una ocasión que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante, pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia iniciativa.

Fue un día 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le indiqué en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un buen vistazo.

Su título era bastante ambicioso, El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo lo que tenía a su alrededor. Me dio la impresión de que aquello era una mezcolanza de cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las deducciones me parecieron traídas por los cabellos y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no era posible engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que mientras este no llegase a conocer los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como un nigromante.

Decía el autor: “Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un Océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a los aspectos morales y mentales que presentan mayores dificultades en esta materia, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión al que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad, ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente.”

—¡Qué indecible charlatanismo! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería.

—¿De qué se trata? —me preguntó Sherlock Holmes.

—De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunar—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón y va desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de tercera clase del ferrocarril subterráneo y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya.

—Se quedaría sin su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo.

—¡Usted!

—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted tan quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas, tan prácticas que de ellas dependen el pan y el queso que como.

—¿Cómo? —pregunté involuntariamente.

—Pues porque tengo una profesión propia. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective-consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir, y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí.

—¿Y los demás visitantes?

—A casi todos ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios.

—Así que, según eso —le dije—, usted, sin salir de su habitación, es capaz de poner en claro asuntos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los detalles por sí mismos.

—Correcto. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo yo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán.

—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.

—¡Para nada! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rígido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: “He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada... ¿En qué país tropical ha podido un médico del ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán”. Todo ese tren de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.

—Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo —dije, sonriendo—. Me hace usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas existiese sino en las novelas.

Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación:

—No tengo dudas de que usted cree hacerme un halago comparándome con Dupin. Pero, para mí, Dupin era un hombre de poca valía. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda poseía algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.

—¿Ha leído las obras de Gaboriau? —pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la idea que usted tiene del detective?

Sherlock Holmes oliscó burlonamente, y dijo con acento irritado:

—Lecoq era un chapucero indecoroso que solo tenía una cualidad recomendable: su energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en veinticuatro horas. A Lecoq le llevó cosa de seis meses. Ese libro podría servir de texto para enseñar a los detectives qué es lo que no deben hacer.

Me llené de indignación al ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Pensé para mis adentros: “Quizás este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego muy engreído”.

—Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión el tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos. ¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos, solo se da algún delito chapucero, debido a móviles tan transparentes, que hasta un funcionario de Scotland Yard es capaz de descubrirlo.

Por mi parte, yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor era cambiar de tema y pregunté, señalando con el dedo a un individuo fornido, mal vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle, mirando con gran afán los números y llevando un ancho sobre azul en la mano, evidente portador de un mensaje:

—¿Qué es lo que buscará ese individuo?

—¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes.

“¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo manera de comprobar si su hipótesis es cierta”. Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la escalera.

—Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación y entregando la carta a mi amigo. Allí se ofrecía la ocasión de curarle de su engreimiento. Lejos estaba él de pensar que ocurriría esto cuando lanzó al buen tuntún aquel escopetazo.

—¿Permite usted, buen hombre, que le pregunte a qué se dedica? —dije yo con mi voz más amable.

 

—Soy ordenanza, señor —me dijo, algo gruñón—. Tengo el uniforme arreglando.

—¿Y qué era usted antes? —le pregunté dirigiendo a mi compañero una mirada levemente maliciosa.

—Señor, yo era sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor —chocó los talones, hizo un saludo con la mano y se fue.

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