Maestros de la Poesía - José Martí

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Из серии: Maestros de la Poesia #3
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«Quiero a la sombra de un ala,

contar este cuento en flor:

la niña de Guatemala,

la que se murió de amor.

»Eran de lirio los ramos,

y las orlas de reseda

y de jazmín: la enterramos

en una caja de seda....

»Ella dio al desmemoriado

una almohadilla de olor;

él volvió, volvió casado:

ella se murió de amor.

»Iban cargándola en andas

Obispos y Embajadores:

detrás iba el pueblo en tandas,

todo cargado de flores

»...Ella, por volverlo a ver,

salió a verlo al mirador:

él volvió con su mujer;

ella se murió de amor.

»Como de bronce candente

al beso de despedida

era su frente, ¡la frente

que más he amado en mi vida!

»...Se entró de tarde en el río,

la sacó muerta el doctor;

dicen que murió de frío:

yo sé que murió de amor.

»Allí, en la bóveda helada,

la pusieron en dos bancos:

besé su mano afilada,

besé sus zapatos blancos.

»Callado, al oscurecer,

me llamó el enterrador:

¡Nunca más he vuelto a ver

a la que murió de amor!».

Otras pasiones inspiró Martí, a otras mujeres, pero acaso ninguna tan pura y tan hermosa como esa que inspiró a la niña de Guatemala, la de las manos de lirios y la frente purísima: luz y música hecha carne.... Y cuando de orden del señor Ministro de la Guerra se le quitó la dirección de la Escuela Normal de aquel país, a su amigo y paisano José María Izaguirre, renunció puestos y honores y vino a Cuba, ya firmada la paz del Zanjón, en 1878. La Habana lo recibió afectuosamente. Primero se puso a trabajar como abogado, aunque sin jurar su título, en los bufetes de don Nicolás Azcárate y Miguel Viondi, dándose luego a conocer de sus paisanos como orador, en notables discursos y conferencias pronunciadas en el Liceo de Guanabacoa, y en un brindis que hizo en un banquete celebrado en honor del genial periodista Adolfo Márquez Sterling. Cuatro fueron las veces que habló Martí en el Liceo de Guanabacoa. La primera sobre el realismo en el Arte; la segunda sobre su amigo, el poeta Alfredo Torroella, en que arrancó lágrimas; la tercera sobre los dramas de don José Echegaray, y la cuarta, sobre el insigne violinista Díaz Albertini. A esta última asistió el General Blanco, Capitán General de la Isla entonces, y notables personalidades cubanas y peninsulares. Y dice Miguel Viondi que Martí habló de tal manera, de patria y libertad, que el General Blanco se retiró de la fiesta diciendo al señor Azcárate: «quiero no recordar lo que yo he oído y que no concebí nunca se dijera delante de mí, representante del Gobierno Español: voy a pensar que Martí es un loco...». Y añadió: «pero un loco peligroso». A pesar del trabajo excesivo y de su dedicación a la literatura, Martí no dejó un día de conspirar desde que llegó a La Habana. Su casa era un centro de conspiración y un templo de arte: allí se reunían tan pronto, hombres de armas y acción, para hablar de guerra, como se reunían hombres de saber y pensamiento para hablar de «suspiros y risas, colores y notas». Más tarde, el mismo general Blanco, creyéndolo—como era la verdad—complicado en aquel conato de revolución de 1879, le pidió que hiciera pública protesta de adhesión al Gobierno de España, a lo que él indignado contestó: «Martí no es de la raza de los vendibles». Y fue nuevamente deportado a España, de donde se fugó al poco tiempo, pasando a París y de allí a New York, lugar en que siguió conspirando, conspiración que culminó con aquel desembarco en Cuba de Calixto García, el glorioso General de la frente horadada. Y cuando él vio el fracaso de aquella intentona y palpó la dolorosa realidad, se fue a Caracas, la ciudad de Bolívar, y allí agrupó en torno suyo numerosos admiradores y amigos. En Caracas dio clases de oratoria a una juventud valiosa. Varias veces a la semana y por espacio de dos horas, vibró su voz elocuente en mitad de sus alumnos que lo escuchaban maravillados. Y consignó uno de aquellos, que «en una de las sesiones oratorias, le sirvió de tema el pueblo de Israel, y con lenguaje expresivo y sublime enarró las maravillas de aquel pueblo excepcional»: que no era posible decir cosas más hermosas y poéticas, pero «que cuando el orador se consideró en la cumbre del monte Nebo y presentó al pueblo israelita y a Moisés contemplando la tierra prometida, su elocuencia fue nueva, sorprendente, y lo sublime parecía poco ante aquel espíritu transfigurado por el pudor cuasi divino de las ideas». Fue en Venezuela que dijo, hablando de la independencia de América: «El poema de 1810 está incompleto y yo quise escribir su última estrofa». Luego Martí, no pudiendo amoldarse a las exigencias del Gobierno de aquella República, del cual era entonces Presidente el general Guzmán Blanco, salió de allí, despidiéndose en una carta bellísima de los venezolanos que amó. A esa carta pertenece este párrafo: «Muy hidalgos corazones he sentido latir en esta tierra; vehementemente pago sus cariños; sus goces, me serán recreo; sus esperanzas plácemes; sus penas, angustias; cuando se tienen los ojos fijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen al viajero en su camino: los ideales enérgicos y las consagraciones fervientes no se merman en un ánimo sincero por las contrariedades de la vida. De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, esta es la cuna; ni hay para labios dulces copa amarga ni el áspid muerde en pechos varoniles; ni de su cuna reniegan sus hijos fieles. Deme Venezuela en qué servirla: ella tiene en mí un hijo». De Venezuela pasó, de nuevo, llena el alma de tristezas y emociones viriles, a la Babel moderna de los rubios mocetones y las nevadas inclementes: a New York, a esa ciudad de las ansias, de las regatas, de los afanes, de las prisas, a ese horno colosal donde se sazona el egoísmo y se pierden entre espirales de humo y ruidos de maquinarias, los besos y las lágrimas....

Triste, apesadumbrado, como un náufrago que después de clamar en vano en la noche vacía y negra, arriba a playa desconocida, así llegó Martí nuevamente a New York. Pero tuvo un consuelo, una medicina que de los más graves males cura al hombre: las ternuras y cuida dos de su esposa que allí lo esperaba y los besos de su amado chiquitín, el hoy coronel de nuestro Ejército. Sacudió sus lágrimas calladas, escondió sus penas hondas, y comenzó a trabajar en la tierra hostil y ajena. El conocer a los hombres, tanto como los conocía, lo hizo superior a todas las pasiones: de ahí que pudo, entre gentes que miden, que desdeñan, que empujan, que desprecian, que viven con el apetito desmesuradamente abierto, pasear su amable cultura y oceánica bondad, y sacar a puerto y con honra, su divina existencia. Veamos cómo se abrió paso en el pueblo áspero y extraño. No era él de los soberbios que se impacientan porque no le conocen el talento, aprisa, ni de los pobres de espíritu que porque los visite el dolor, languidecen y desmayan o se despedazan el cráneo; sino de los de enérgica voluntad y firme intento: de los que vencen. Las alturas se han hecho para subirlas: en lo más elevado de ellas, crece, casi siempre, el laurel que da sombra a toda la vida. Él lo sabía, y se sentía con la fuerza inquieta y seductora de los que poseen la capacidad de mirar desde lo alto. Martí fue en New York, y en el período de diez años, dependiente de una casa de comercio en la cual llevaba los libros de contabilidad y contestaba la correspondencia; redactor de El Sun, el gran diario americano; corresponsal de varios periódicos de la América Latina, para los cuales escribía kilométricas epístolas, verdaderos estudios filosóficos y literarios de asuntos y hombres de los Estados Unidos; traductor de la casa editora «Appleton»; redactor de La América, y el Economista Americano, Director de La Edad de Oro, revista exclusivamente para niños, a los que amaba entrañablemente; profesor en «La Liga», la Sociedad de los necesitados de cariño y hambrientos de sabiduría; representante de tres naciones, Uruguay, Paraguay y la Argentina, en la gran plaza norteamericana; y alma en pie siempre, para responder a todo llamamiento cubano, bien fuera para remediar miserias o para mitigar dolores. Jamás pasó una fiesta del patriotismo, de recordación gloriosa, sin que él tomara parte. Año tras año, cada diez de octubre, aniversario glorioso de aquel día sublime, Martí dejaba oír su pintoresco, brillante y enérgico lenguaje, «flores tristes y lanzas enlutadas» que él depositaba a los pies de los héroes muertos. En el sudor y la fatiga del trabajo vivía, pero consagrado a Cuba, a desenterrar su epopeya de luz y a añadirle y hacerla entender, a los que parecían no querer entenderla: y a la América nuestra entera, a su América enferma. En 1883, invitado para tomar parte en la grandiosa fiesta con que los representantes de las Repúblicas latinoamericanas, en New York, habían de conmemorar el Centenario del nacimiento de Bolívar, Martí asistió a ella, y habló y derramó a raudales, en legiones de primorosas frases, los productos de su genio. Y terminó con estas palabras: «¡Brindo por los pueblos libres y por los pueblos tristes!» ¡Siempre pensando en Cuba! En la «Sociedad Literaria Hispano Americana», de la cual era Presidente, el alma toda, fueron innumerables las veces que hizo Martí resonar su palabra portentosa. Allí Martí habló sobre México, sobre Centro América, sobre Venezuela, sobre Bolívar. Hablando de Bolívar dijo, entre otras muchas cosas grandilocuentes: «¡Oh no! En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a los pies!». Sobre Espadero habló, el de «El Canto del Esclavo», «el que aprisionó en sus notas, como en red de cristal fino, los espíritus dolientes, que velan y demandan desde el éter fulguroso y trémulo del cielo americano»; sobre Heredia, nuestro gran Heredia: y donde al hablar de ese divino poeta, tuvo un arranque de patriótico ardimiento en que exclamó: «Si entre los cubanos vivos no hay tropa bastante para el honor ¿qué hacen en la playa los caracoles que no llaman a guerra a los indios muertos? ¿Qué hacen las palmas que gimen estériles en vez de mandar? ¿Qué hacen los montes que no se juntan faldas contra faldas, y cierran el paso a los que persiguen, a los héroes?». Y siempre, y en todos los casos, la patria salía por sus labios a relucir, altiva y llorosa, como una tórtola gemidora que abrigara un cóndor bravío....

 

Pero injustos o malvados—que siempre ha de haber injustos o malvados cerca de todo grande hombre—, lo tacharon una vez de mal cubano, en 1885, cuando él se opuso a los trabajos emprendidos por algunos jefes de la revolución del 68 para llevar una guerra nueva a Cuba, por creerla incompleta y parcial, y por estimar que con ella solo se lograría alarmar y ensangrentar inútilmente el país, en vez de asegurarle su entusiasmo y confianza para cuando se pudiera llevar a la isla la guerra pujante, digna y definitiva. De una carta en que hacía referencia a su oposición a ese movimiento revolucionario y al silencio en que se mantuvo por un espacio de tiempo, es este párrafo: «Crear una rebelión de palabras en momentos en que todo silencio sería poco para la acción, y toda la acción es poca, ni me hubiera parecido digno de mí, ni mi pueblo sensato lo hubiera soportado. Ya yo me preparaba a emprender camino ¡quién sabe a qué y hasta dónde!, en servicio activo de una empresa, y cuando creí que el patriotismo me vedaba emprenderlo, ¡qué tristeza, qué tristeza moral de la que nunca podré ya reponerme! ¿Cómo serviré yo mejor a mi tierra? me pregunte: Yo jamás me pregunto otra cosa; y me respondí de esta manera: Ahogando todos tus ímpetus; sacrifica las esperanzas de toda tu vida; hazte a un lado en esta hora posible del triunfo, antes de autorizar lo que creas funesto; mantente atado, en esta hora de obrar, antes de obrar mal, antes de servir mal a tu tierra so pretexto de servirla bien. Y sin oponerme a los planes de nadie, ni levantar yo planes por mí mismo, me he quedado en el silencio, significando con él que no se debe poner mano sobre la paz y la vida de un pueblo sino con un espíritu de generosidad, casi divino, en que los que se sacrifican por él, garanticen de antemano, con actos y palabras, el explícito intento de poner la tierra que se liberta en manos de sus hijos, en vez de poner como harán los malvados, sus propias manos, en ella, so capa de triunfadores. La independencia de un pueblo consiste en el respeto que los deberes públicos demuestre a cada uno de sus hijos. En la hora de la victoria solo fructifican las semillas que se siembran en la hora de la guerra. Un pueblo antes de ser llamado a guerra tiene que saber tras de qué va, y adónde va, y qué le ha de venir después. Tan ultrajados hemos vivido los cubanos, que en mí es locura el deseo, y roca la determinación de ver guiadas las cosas de mi tierra de manera que se respete como a persona sagrada la persona de cada cubano, y se reconozca que en las cosas del país no hay más voluntad que la que exprese el país, ni ha de pensarse en más interés que en el suyo». Una noche de conmemoración gloriosa, en ese tiempo, al ir a ocupar Martí la tribuna, el auditorio pidió con marcadas muestras de hostilidad, que hablara otro antes que él, otro que era patriota. Y Martí tomó asiento y escuchó tranquilo, de labios pálidos de cólera, alusiones injustas; y cuando fue a la tribuna él, y el público esperaba que se desatara en denuestos, que vaciara su ira sobre cuantos le eran contrarios, fueron sus palabras como voces de perdón. Sus palabras llevaban el desquite: parecía como si con un manojo de lirios azotara las frentes de los pecadores: sus anatemas eran alfileres con alas.... Esa noche triunfó y ya más nunca dejó de ser el triunfador. En todo demostraba Martí las extraordinarias condiciones que lo sacaron por encima de los demás hombres... ¿No lo dijo él? «Si los hombres nutren con sus manos prácticas lo que tienen de fieras, yo haré con las mías por nutrirles lo que tienen de palomas». Y así era, ministerio purísimo de amor y de ternura, brazos de par en par abiertos para todos los hombres....

Fue en ese tiempo, durante esos años, que Martí mostró con más pujanza la largueza de sus conocimientos y la infinita anchura de su genio. Filósofo, poeta, economista, diplomático, políglota, periodista, orador, legista, estadista, de todo se mostró Martí entonces, en aquel hervidero de pasiones e intereses. Allí se le veía tan pronto en la tribuna, predicando, como se le veía en el periódico, en el informe, en la revista literaria, en la traducción, en el libro de versos. Allí publicó él su Ismaelillo, un primoroso y pequeño volumen de composiciones breves; en las que su alma de padre, salta y brinca y chispea, entre los cabellos rubios y los pies ligeros de su hijo. Y también Versos sencillos, en el que cada estrofa, responde a un estado de espíritu, y en el que como él decía: «a veces ruge el mar, y revienta la ola, en la noche negra, contra la roca del castillo ensangrentado; y a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores».

De Ismaelillo es este primoroso juguete:

Sé de brazos robustos,

blandos, fragantes;

y sé que cuando envuelven

el cuello frágil,

mi cuerpo, como rosa

besada, se abre,

y en su propio perfume

lánguido exhálase.

Ricas en sangre nueva

las sienes laten;

mueven las rojas plumas

internas aves;

sobre la piel, curtida

de humanos aires,

mariposas inquietas

sus alas baten;

¡savia de rosa enciende

las muertas carnes!

Y yo doy los redondos

brazos fragantes,

por dos brazos menudos

que halarme saben,

y a mi pálido cuello

recios colgarse,

y de místicos lirios

collar labrarme.

¡Lejos de mí por siempre

brazos fragantes!

Y este otro:

Por las mañanas

mi pequeñuelo

me despertaba

con un gran beso.

Puesto a horcajadas

sobre mi pecho,

bridas forjaba

con mis cabellos.

Ebrio él de gozo,

de gozo yo ebrio,

me espoleaba

mi caballero:

¡qué suave espuela

sus dos pies frescos!

¡Cómo reía

mi jinetuelo!

¡Y yo besaba

sus pies pequeños,

dos pies que caben

en solo un beso!

Y este, que es como un suspiro hondo:

Qué me das ¿Chipre?

Yo no lo quiero:

ni rey de bolsa

ni posaderos

tienen del vino

que yo deseo;

ni es de cristales

de cristaleros

la dulce copa

en que lo bebo.

Mas está ausente

ni despensero,

y de otro vino

yo nunca bebo.

Y estas estrofas sueltas cogidas al azar de los Versos sencillos:

Yo sé bien que cuando el mundo

cede, lívido, al descanso,

sobre el silencio profundo

murmura el arroyo manso.

Con los pobres de la tierra

quiero yo mi suerte echar:

el arroyo de la sierra

me complace más que el mar.

Busca el Obispo de España

pilares para su altar:

¡en mi templo, en la montaña,

el álamo es el altar!

Si ves un monte de espumas

es mi verso lo que ves:

mi verso es un monte, y es

un abanico de plumas.

Amo la tierra florida,

musulmana o española

donde rompió su corola

la poca flor de mi vida.

¡Arpa soy, salterio soy

donde vibra el Universo;

vengo del sol, y al soy voy;

soy el amor: soy el verso!

No me pongan en lo oscuro

a morir como un traidor:

¡yo soy bueno, y como bueno

moriré de cara al sol!

Hay montes, y hay que subir

los montes altos: ¡después

veremos alma, quién es

quién te me ha puesto a morir!

Cultivo una rosa blanca,

en julio como en enero

para el amigo sincero

que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca

el corazón con que vivo,

cardo ni oruga cultivo:

cultivo la rosa blanca.

Yo quiero cuando me muera,

sin patria, pero sin amo,

tener en mi tumba un ramo

de flores y una bandera.

Y cuando el destino le ofrecía el goce de una existencia bella, sosegada, cómoda; cuando su talento reconocido y su grandeza de espíritu, le daban asiento firme entre los que ya podían echarse a descansar, formó con su vida una flor, y la puso a los pies de la patria. Era el año 1891, y era el mes de octubre. Anunciado que en una velada, patrocinada por el club «Los Independientes» de New York, que había de celebrarse en recordación de los héroes del 10 de octubre de 1868, tomaría parte principal Martí, quien desempeñaba el cargo de Cónsul General de la Argentina, Uruguay y Paraguay en dicha ciudad, el Ministro de España protestó ante los respectivos Gobiernos, y él, con un desprendimiento asombroso, renunció a sus cargos diciendo: «¡Antes que todo cubano!». Hay hombres que suben, como suben las zarzas y las piedras que tienen en su cúspide las montañas: otros son montañas y las coronan flores y las visitan víboras. Martí fue de esos. Hombre montaña desde la cual se puede ver pasar hoy y se verá mejor, a medida que los años vayan limándola, toda el alma compleja y revuelta de esa época de creación y amargura. El hecho de renunciar a todo bienestar por Cuba, hizo resonar su nombre como un trueno, en donde quiera que había cubanos. Martí, si perdió con ese acto, el gusto y el regalo de su vida, ganó en prestigio entre sus compatriotas, para los cuales fue desde entonces, antorcha encendida de patriotismo, brazo infatigable, el pensamiento a caballo como lo llamó un ilustre hombre americano, el altar más hermoso y más puro de las libertades cubanas.

Martí supo conquistar gloria: y cuando la conquistó, no la puso a precio en mercadería, ni se puso a vivir de ella en ocio cobarde, sino que se consagró a sembrar con sus manos, la buena semilla republicana entre sus compatriotas emigrados.... Así, cuando días después de este hermoso hecho, fue invitado por el Presidente del Club «Ignacio Agramonte» de Tampa—la ciudad levantada a puro esfuerzo por los cubanos proscriptos—para que tomara participación en una fiesta político-literaria que dicho Club había de celebrar, él respondió aceptando; y vencidas algunas dificultades, el 25 de noviembre de 1891, a la una de la madrugada, bajo una lluvia tenaz, arribó jubiloso a la estación, henchida de cabezas, de aquel pueblo de hombres libres que lo amaba ya sin conocerlo y que fue, por el sino misterioso de las cosas, cuna de la gloriosa revolución del 95 que sacó a la vida libre nuestra nacionalidad. A la siguiente noche, día 26, Martí dejó oír su palabra sedosa y centelleante en aquel Liceo histórico, que yo añoro ahora entristecido, y me veo niño, llena el alma de ilusiones, escuchando exaltado al pie de la tribuna, los tiernísimos acentos de su voz incomparable. Lo que allí dijo Martí no hay frases que lo abarquen. «Por Cuba y para Cuba» tituló él su discurso, y por ella y para ella fue cuanto su palabra, a veces impetuosa, a veces desgarradora, expresó. Su discurso fue todo amor, todo esperanza, todo verdad. Señaló todos los males que podrían la tierra de sus amores, los escollos con que se había de tropezar y la manera de vencerlos. Habló de los egoístas y los miedosos y los críticos que siempre le salen al encuentro a toda obra cuando esta se halla en los sudores de la creación, y dijo: «¿Pero qué le hemos de hacer? ¡Sin los gusanos que fabrican la tierra no podrían hacerse palacios suntuosos! En la verdad hay que entrar con la camisa al codo como entra en la res el carnicero. Todo lo verdadero es santo, aunque no huela a clavellina. Todo tiene la entraña fea y sangrienta; es fango en las artesas, el oro puro en que el artista talla luego sus joyas maravillosas; de lo fétido de la vida, saca almíbar la fruta y colores la flor: nace el hombre del dolor y la tiniebla del seno maternal, y del alarido y el desgarramiento sublime; ¡y las fuerzas magníficas y corrientes de fuego que en el horno del sol se precipitan y confunden, no parecen de lejos, a los ojos humanos sino manchas!». Hablando de los peligros que podían hacer desfallecer y cejar al cubano en su afán de libertad, decía entre otras cosas: «¿O nos ha de echar atrás el miedo a las tribulaciones de la guerra, azuzado por gente impura que está a paga del Gobierno español, el miedo a andar descalzo, que es un modo de andar ya, muy común en Cuba, porque entre los ladrones y los que los ayudan, ya no tiene en Cuba zapatos más que los cómplices y los ladrones?». Los pechos todos vibraron de entusiasmo y de cariño al escucharlo, y el alma de todos, como una marejada, lo envolvió y llenó de una titánica alegría. ¡Él vio sin duda en aquella noche radiosa, en aquella noche memorable, al terminar su oración, a su pobre patria llorosa, entre convites y villanías, de barragana y flor marchita por el mundo, y vio también, alucinado por el estruendo de los aplausos y los vítores, a caballo el ejército de la Libertad, echándose sobre los palacios podridos donde se cobijaban las almas de coleta y sotana, símbolos de la secular dominación de España....

 

A la siguiente noche, 27 de noviembre, habló sobre el asesinato de los estudiantes del 71, y su discurso fue una joya, una flor que no se secará nunca sobre la tumba de los ocho adolescentes. Y el 28 del mismo mes, salió de nuevo para New York, en donde a los pocos días recibió un ejemplar del periódico El Yara, de Cayo Hueso, que dirigía el irreductible cubano José Dolores Poyo, y en el que se expresaba vivamente el deseo de que les hiciera una visita. Con este motivo, Martí le escribió el 25 de diciembre del mismo año, una carta a Poyo, en la que le daba las gracias por haberle adivinado sus deseos de visitar a los cubanos del peñón rebelde. En esa carta le decía entre otras cosas: «¿Pero cómo ir al Cayo de mi propia voluntad como pedigüeño de fama que va a buscarse amigos, o como solicitante, cuando quien ha de ir en mí, es un hombre de sencillez y de ternura, que tiembla de pensar que sus hermanos pudieran caer en la política engañosa y autoritaria de las malas Repúblicas? Es tan dulce obedecer el mandato de los compatriotas, como es indecoroso solicitarlo. Es mi sueño que cada cubano sea hombre político enteramente libre, como entiendo que el cubano del Cayo es, y obre en todos sus actos, por su simpatía juiciosa y su elección independiente, sin que le venga de fuera de sí, el influjo dañino de algún interés disimulado. Pues aunque se muera uno del deseo de entrar en la casa querida, ¿qué derecho tiene a presentarse de huésped intimo, a donde no lo llaman? Mejor pasar por seco—aunque se esté saliendo de cariño tierno el corazón—, que pasar por lisonjeador, o buscador, o entrometido, que faltar con una visita meramente personal al respeto que debo a la independencia y libre creación de los cubanos. Pero mándenme, y ya verán cuán viejo era mi deseo de apretar esas manos fundadoras». En Cayo Hueso hubo indecisión sobre si debía o no llamársele. Pero por fin, y por acuerdo del Club «Patria y Libertad», se le llamó. Martí salió enseguida para Cayo Hueso, siendo acompañado en su viaje, desde Tampa, por representantes de los Clubs «Ignacio Agramonte», y «La Liga Patriótica». El 25 de diciembre llegó, mal de salud, al Cayo. No obstante, habló varias ocasiones, arrebatando al auditorio, hasta que ya, verdaderamente enfermo, le prohibieron los médicos que saliera de su habitación. En cama estuvo doce días, al cabo de los cuales, un tanto restablecido, se levantó y visitó, uno por uno, todos los talleres, predicando la fe patriótica. Más tarde, en una reunión a que citó y a la que asistieron varios jefes de la guerra del 68, se expuso la idea de organizar bajo una sola, bandera a los cubanos emigrados. Martí recogió esa idea y redactó entonces, ese monumento de amor y de concordia que se llama: «Bases del Partido Revolucionario Cubano». De regreso de Cayo Hueso pasó por Tampa, siendo aprobadas en esta ciudad las referidas bases, siguiendo a New York, en donde lo esperaba un gran pesar: la carta denostadora que el General Enrique Collazo, por error o ceguedad del momento, le escribiera desde La Habana, y que firmaron con él, otras distinguidas personalidades de la revolución. A esa carta contestó Martí con otra que es como un blando arroyo de aguas puras que llevara en su corriente la hoja de una espada. Refiriéndose a los ataques personales que se le hicieron escribió: «Y ahora señor Collazo, ¿qué le diré de mi persona? Si mi vida me defiende nada puedo alegar que me ampare más que ella. Y si mi vida me acusa, nada podré decir que la abone. Defiéndame mi vida. Queme usted la lengua señor Collazo, a quien le haya dicho que serví yo a la madre patria. Queme usted la lengua a quien le haya dicho que serví de algún modo, o pedí puesto alguno, al partido liberal. Creo señor Collazo, que ha dado a mi tierra, desde que conocí la dulzura de su amor, cuanto hombre puede dar. Creo que he puesto a sus pies muchas veces fortuna y honores. Creo que no me falta el valor necesario para morir en su defensa». Este incidente quedó satisfactoriamente arreglado para ambos servidores de la patria, polvo hoy uno y luz en el recuerdo, y reliquia viva el otro, escapada al peligro del naufragio y de la muerte....

A la sazón, por todas las emigraciones iban siendo conocidas y aceptadas las «Bases del Partido Revolucionario Cubano»: y el diario de abril de 1892—aniversario de aquel otro 10 de abril de Guáimaro—, quedó proclamado este y nombrado Martí, por el cómputo de votos de todos los emigrados, Delegado, cargo que llevaba en sí la suprema dirección de los trabajos de esa gigantesca corporación, que fue casa, tribuna y trinchera de las libertades cubanas en el exterior....

Desde el momento en que asumió Martí ese cargo, comenzó la labor más extraordinaria que pueda imaginarse la mente humana. De New York, pasó a Costa Rica, a entrevistarse con los generales Antonio y José Maceo, y Flor Crombet, de los cuales tuvo la aprobación más calurosa por los trabajos emprendidos. En Costa Rica habló y fundó Clubs, pasando luego por segunda vez a México en donde despertó el entusiasmo patriótico de los cubanos. El 15 de septiembre de 1892, le dirigió una carta al general Máximo Gómez, invitándolo a que aceptara la investidura de encargado supremo del ramo de la guerra, a que «ayudara a organizar dentro y fuera de la isla, el Ejército Libertador que había de poner a Cuba, y a Puerto Rico con ella, en condiciones de realizar con métodos ejecutivos y espíritu republicano su deseo manifiesto y legítimo de independencia». En dicha carta invitaba al generalísimo, a ese nuevo sacrificio, en momentos en que no tenía más remuneración que ofrecerle—según sus palabras—«que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres»; invitación a la que el general Gómez contestó aceptando, en noble y generosa carta, y a la que Martí correspondió, yendo a visitarlo en Santo Domingo, la República hermana por la gloria y el martirio. De Santo Domingo emprendió Martí una excursión por todos los pueblos de la Unión Americana y algunos de América Latina, volviendo a New York. Allí su vida era un vértigo. Se escribía Patria, el periódico que fundó, junto con el «Partido Revolucionario», contestaba una numerosa correspondencia, fundaba clubs, escribía artículos de propaganda, en inglés, para periódicos de Filadelfia y New York, y pronunciaba discursos. Relámpagos parecía tener aquel hombre por músculos, tal era la prisa en que vivía. Increíble parece que aquel cuerpo flaco y endeble, encerrara dentro de sí espíritu tan gigantesco y tan fuerte, hecho a golpes de zarpas y a caricias de ala, capaz de abrir surcos y levantar cimientos y capaz, de poemizar el dolor e idealizar el martirio; apto para abrigar una tempestad y para echarse todo entero en el cáliz de un jazmín....

En 1893, la intentona de Purnio y su fracaso le quebrantaron la salud. Pero no por eso se echó como débil mujerzuela a llorar tristezas, sino que después de publicar un manifiesto de levantado espíritu patriótico, continuó, con más bríos si cabe, la tarea enorme de hacer patria, tarea que fue sobre sus hombros una cruz, semejante a la que llevara, a través de su calle de Amargura, el Cristo dulce y bueno de los cristianos. Igualmente que los sucesos de Purnio, muestra evidente de la inquietud que ya reinaba en la isla mártir, los pronunciamientos de Lajas y Ranchuelo, en 1894, lo magullaron hondamente. Pero, incansable, a cada golpe se levantaba más potente. A fines de ese mismo año fue que, teniéndolo ya todo dispuesto para la lucha, escribió a Eduardo H. Gato, el cubano rico del Cayo, una carta, que es un poema de dolor, pidiéndole $5000 y otra a José María Izaguirre, cubano rico de New Orleans, pidiéndole cantidad parecida. De la carta a Gato son estas frases: «Todo minuto me es preciso para ajustar la obra de afuera con la del país. ¿Y me habré de echar por esas calles, despedazado y con náuseas de muerte, vendiendo con mis súplicas desesperadas nuestra hora de secreto, cuando usted con este gran favor, puede darme el medio de bastar a todo con holgura, y de cubrir con mi serenidad los movimientos?». «Si le escribo más me parece que le ofendo. Usted es hombre capaz de grandeza: esta es su ocasión. ¿Le prestaría a un negociante $5000 y no a su Cuba? Deme una razón más de tener orgullo de ser cubano». Y de la carta a Izaguirre este es el final: «¿Me lastimará usted mi fe? ¿Y en vano habré salido su fiador? Porque lo garanticé desde el principio como si hubiéramos hablado de esto y tuviera autoridad de usted para su oferta. ¿No me la da su vida y nuestra amistad? Le saluda la casa y quiero que me quiera por haber tenido esta certeza de usted, no en la hora de la gloria, sino en la del sacrificio. Yo voy a morir, si es que en mí queda ya mucho de vivo. Me matarán de bala, o de maldades. Pero me queda el placer de que hombres como usted me hayan amado. No sé decirle adiós. Sírvame como si nunca más debiera volverme a ver». Y esos cubanos respondieron mandándole lo que él les pedía. ¡Y cómo no! ¿Se podía negar, se podía decir que no, a quien pedía de ese modo, resplandeciente de limpieza y de angustia? Dispuesto todo para emprender la empresa definitiva, recorrió por última vez las emigraciones, y cuando se detuvo en un puerto de la Florida, en enero de 1895, ya todo lo tenía preparado para caer sobre su tierra a bandera desplegada. Tres barcos, «Amadís», «Lagonda» y «Baracoa», cargados de armas y pertrechos ya estaban para salir de Fernandina, cuando las Autoridades de aquella ciudad, los detuvieron. La traición de un miserable, que estará mientras viva, libre de todo, menos del remordimiento, vendió su poderoso plan. Entonces sí que sufrió Martí lo indecible. Imagínenselo triste, rabioso, colérico—¡colérico él, Dios mío!—viendo acaso en el espanto y horror de sus ojos desmesuradamente abiertos, descender sobre su patria como un sudario de muerte, y sobre su corazón como una mano de hierro....

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