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La de Bringas

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XI

Se determinó, sí, y para explicar la posesión de tan soberbia gala, tuvo que apelar al recursillo, un tanto gastado ya, de la munificencia de Su Majestad. Aquí de las casualidades. Hallábase Rosalía en la Cámara Real en el momento que destapaban unas cajas recién llegadas de París. La Reina se probó un canesú que le venía estrecho, un cuerpo que le estaba ancho. La real modista, allí presente, hacía observaciones sobre la manera de arreglar aquellas prendas. Luego, de una caja preciosa forrada de cretona por dentro y por fuera… una tela que parecía rasete… sacaron tres manteletas. Una de ellas le caía maravillosamente a Su Majestad; las otras dos no. «Ponte esa, Rosaliíta… ¿Qué tal? Ni pintada». En efecto, ni con medida estuviera mejor. «¡Qué bien, qué bien!… A ver, vuélvete… ¿Sabes que me da no sé qué de quitártela? No, no te la quites…». «Pero Señora, por amor de Dios…». «No, déjala. Es tuya por derecho de conquista. ¡Es que tienes un cuerpo…! Úsala en mi nombre, y no se hable más de ello». De esta manera tan gallarda obsequiaba a sus amigas la graciosa soberana… Faltó poco para que a mi buen Thiers se le saltaran las lágrimas oyendo el bien contado relato.

Si no estoy equivocado, la deglución de esta gran bola por el ancho tragadero de D. Francisco acaeció en Abril. Tranquila descansaba Rosalía en la idea de lo remoto del pago, creyendo poder reunir la suma en un par de meses, cuando allá por los primeros días de Mayo… ¡zas!, la cuenta. Por entonces fue el casamiento de la Infanta Isabel, y estaba la Pipaón muy entretenida, sin acordarse de su compromiso ni de la cuenta de Sobrino. Quedose yerta al recibirla, y miraba con alelados ojos el papel sin acertar a salir del paso con una respuesta u observación cualquiera, porque pensar que saldría con dinero era pensar lo imposible… Nunca se había visto en trance igual, porque Bringas tenía por sistema no comprar nada sin el dinero por delante. Al fin, tartamudeando, dijo al condenado hombre de la cuenta que ella pasaría a pagarla «mañana… no, al otro día; en fin, un día de estos».

Por fortuna, Bringas no estaba en casa. Dos o tres días vivió Rosalía en grande incertidumbre. Cada vez que sonaba la campanilla, parecíale que llegaba otra vez el dichoso hombre aquel con el antipático papelito… ¡Si Bringas se enteraba…! Pensando esto, su zozobra era verdadero terror, y empezó a discurrir el modo de salir del paso. Pocos días antes había tenido casi la mitad del dinero; pero confiada en que no la pasarían la cuenta, habíalo gastado en cosillas para los niños. No le gustaba componerse ella sola, sino que tenía vanidad en emperejilar bien a sus hijos para que alternaran dignamente con los niños de otras familias de la ciudad. En estos pitos y flautas, a saber, unos cuellitos, un arreglo de sombrero, medias azules, guantes encarnados, una gorra de marino que decía en letras de otro Numancia, y dos cinturones de cuero se lo habían ido la semana anterior más de seiscientos reales, los cuales no hubieran podido reunirse en su bolsillo sin sustituir, durante larga temporada, el principio de falda de ternera por un plato de sesos altos, que se ponían un día sí y otro no, alternando con tortilla de escabeche.

El arqueo de su caja no arrojó más de ciento doce reales, y en la tienda había una trampita de que Bringas no tenía noticia. ¿Qué hacer, Señor? Era preciso buscar dinero a todo trance. ¿Pero dónde, cómo? Hizo discretas insinuaciones a Milagros, pero la marquesa estaba afectada aquel día de una sordera intelectual tan persistente que no comprendió nada. Las distracciones e incongruencias de la de Tellería podían traducirse así: «querida amiga, llame usted a otra puerta». ¿A qué puerta?, ¿a la de Cándida? Intentolo Rosalía, hallando en la ilustre viuda los mejores deseos; pero daba la maldita casualidad de que su administrador no le había traído aún la recaudación de las casas… Luego se había metido en unos gastos de reparaciones… En fin, que no había salvación por aquella parte. Al cabo la Providencia deparó a Rosalía el suspirado auxilio por mediación de aquel Gonzalo Torres, amigo constante de la familia, el cual les visitaba tan a menudo en Palacio como en la casa de la Costanilla.

Solía manejar Torres dineros ajenos, y a veces tenía en su poder cantidades no pequeñas, de las cuales sacaba algún beneficio durante la breve posesión de ellas. Aprovechando la ausencia de su marido, declarole Rosalía con tanto énfasis como sinceridad su apuro, y el bueno de Gonzalo la tranquilizó al momento. ¡Qué pronto volvieron las rosas, para hablar a lo poético, al demudado rostro de la dama!… Felizmente, Torres tenía en su poder una cantidad que era de Mompous y Bruil; pero sin cuidado ninguno podía dilatar la entrega un mes. Si la de Bringas se comprometía a devolverla los mil y setecientos reales en el plazo de treinta días, ningún inconveniente había en facilitárselos. Al contrario, él tenía muchísimo gusto… ¡Un mes!, ¡qué dicha! Ni tanto tiempo necesitaba ella para reunir la cantidad, bien exprimiendo con implacables ahorros el presupuesto ordinario, bien vendiendo algunas prendas que ya habían pasado de moda… ¡Ah!, cuidadito… secreto absoluto con Bringas…

Segura ya de poder cumplir con Sobrino Hermanos, se descargaba su conciencia de un peso horrible. Ya no le cortaría la respiración el miedo de que apareciese el funesto cobrador de la tienda cuando Bringas estaba en la casa. Recobró el apetito que había perdido, y sus nervios se tranquilizaron. Es que, la verdad, hallábase por aquellos días bajo la acción de un trastorno espasmódico que simulaba una desazón grave, y le costó trabajo impedir que su marido llamara al médico de Familia.

Se estaba poniendo el mantón para ir a pagar (pues Torres le trajo el dinero aquella misma tarde), cuando entró Milagros. ¡Qué guapa venía y qué elegante!… «Mire usted… he tomado esta cinta azul para el canesú. Es de un tono muy nuevo y con un tornasol verde que… ¿ve usted como cambia?… Descansaré un momento y luego saldremos juntas. Traigo mi coche… ¡Ah! ¡Si viera usted que sombreros tan preciosos han recibido las Toscanas! Hay uno que es para modelo, divino, originalísimo, sobrenatural. Figúrese usted… un Florián de paja de Italia, adornado de flores del campo y terciopelo negro… Aquí, a un ladito, tiene una aigrette con pie negro colocada así, así… Por detrás velo negro que cae sobre la espalda… Pero piden por él un ojo de la cara».

ROSALÍA.—(sintiendo un bulle-bulle en su cabeza y representándose, con admirable poder de alucinación, el conjunto y las partes todas del bien descrito sombrero.) Aunque no lo hemos de comprar, pasaremos por allí para verlo.

Salieron juntas y entraron en el coche, que esperaba en la puerta del Príncipe. Milagros charlaba sin fatiga. Ocupose de las cosas que había visto, de las telas para verano que habían llegado a la tienda de Sobrino Hermanos y de las obras que proyectaba, en orden de vestimenta, contando con los no muy abundantes recursos a que la tenía reducida su marido. Repentinamente acordose de que debía pagar la compostura y reforma de un alfiler en casa del diamantista… ¡Qué diablura!, se le había olvidado el portamonedas, y en aquella casa ni le daban crédito ni quería solicitarlo, por cierta cuestión desabrida que tuvo en otro tiempo con el dueño de ella… No había que apurarse por tan poca cosa. Rosalía llevaba dinero. «¡Ah!, bueno… es lo mismo. Se lo daré a usted mañana o pasado… En fin, cuando nos veamos».

Por un instante quedose perpleja y desconcertada la señora del buen Thiers, no sabiendo si arrepentirse del ofrecimiento que había hecho, o si congratularse del servicio que gallardamente prestaba a su amiga. Pero el alma humana es manantial inagotable de remedios para sus propios males, y la turbación de Rosalía curose con un raciocinio que en su mollera brotó muy oportunamente, el cual hubo de desenvolverse así: «Pago la mitad de la cuenta a Sobrino, asegurándole que la otra mitad será sin falta el mes que viene. Doy a Milagros los treinta duros que necesita ¡la pobre!, y aún me queda algo para el pedazo de foulard, para las dos o tres plumas del sombrero de Isabelita y los botones de nácar. La verdad, no me puedo pasar sin ellos». Todo se cumplió al pie de la letra, conforme al programa de aquel raciocinio nacido en el zarandeo de un coche, corriendo de tienda en tienda, bajo la acción intoxicante de una embriaguez de trapos.

XII

D. Francisco, absorto en el interés de su obra, no se apartaba ni un punto de ella, aprovechando todo el tiempo que le dejaba libre su descansado empleo. Con mal acuerdo había suprimido el pasear por las tardes, costumbre en él antigua; y su amigo D. Manuel María José Pez, viéndose privado de quien le hacía pareja en aquella hora de higiénico solaz, se iba tan campante a Palacio para no perder la costumbre de la compañía Bringuística.

El trayecto desde el Ministerio a Palacio, la nada corta escalera de Damas eran campo suficiente de un saludable ejercicio; y si además salía con D. Francisco o su mujer a dar cuatro vueltas por la magnífica terraza que rodea el patio grande, ya tenía asegurado un mediano apetito para la hora de comer. Las amonestaciones más cariñosas eran siempre ineficaces para apartar a Bringas de su faena mientras duraba la luz solar. Ni que le rogaran, ni que le reprendieran, ni que le augurasen mareos, cefalalgia o ceguera, se conseguía que parase en la febril aunque ordenada marcha de su trabajo. Pez charlaba con él algunos ratos de los sucesos políticos; pero comúnmente iba con Rosalía a dar una vuelta por la terraza. Aquel paseo era sosegado y gratísimo, porque la cavidad del edificio defiende a la terraza de los embates del aire, sin perjuicio de la ventilación. El más puro y rico aire de la sierra es para Palacio y para su ciudad doméstica, situada lejos del espeso aliento de la Villa y en altura tal que ni las palomas y gorriones gozan de atmósfera más sana y más prontamente renovada. El paseo por sitio tan monumental halagaba la fantasía de la dama, trayéndole reminiscencias de aquellos fondos arquitectónicos que Rubens, Veronés, Vanlóo otros pintores ponen en sus cuadros, con lo que magnifican las figuras y les dan un aire muy aristocrático. Pez y Rosalía se suponían destacados elegantemente sobre aquel fondo de balaustradas, molduras, archivoltas y jarrones, suposición que, sin pensarlo, les compelía a armonizar su apostura y aun su paso con la majestad de la escena.

 

Era este Pez el hombre más correcto que se podía ver, modelo excelente del empleado que llaman alto porque le toca ración grande en el repartimiento de limosnas que hace el Estado; hombre que en su persona y estilo llevaba como simbolizadas la soberanía del gobierno y las venerables muletillas de la administración. Era de trato muy amable y cultísimo, de conversación insustancial y amena, capaz de hacer sobre cualquier asunto, por extraño que fuese a su entender oficinesco, una observación paradójica. Había pasado toda su vida al retortero de los hombres políticos, y tenía conocimientos prolijos de la historia contemporánea, que en sus labios componíase de un sin fin de anécdotas personales. Poseía la erudición de los chascarrillos políticos, y manejaba el caudal de frases parlamentarias con pasmosa facilidad. Bajo este follaje se escondía un árido descreimiento, el ateísmo de los principios y la fe de los hechos consumados, achaque muy común en los que se han criado a los pechos de la política española, gobernada por el acaso. Hombre curtido por dentro y por fuera, incapaz de entusiasmo por nada, revelaba Pez en su cara un reposo semejante, aunque parezca extraño, al de los santos que gozan la bienaventuranza eterna. Sí, el rostro de Pez decía: «He llegado a la plenitud de los tiempos cómodos. Estoy en mi centro». Era la cara del que se ha propuesto no alterarse por nada ni tomar las cosas muy en serio, que es lo mismo que resolver el gran problema de la vida. Para él la administración era una tapadera de fórmulas baldías, creada para encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el cohecho y las recomendaciones. Nadie sabía servir a los amigos con tanta eficacia como Pez, de donde le vino la opinión de buena persona. Nadie como él sabía agradar a todos, y aun entre los revolucionarios tenía muchos devotos.

Su carácter salía sin estorbo a su cara simpática, sin arrugas, admirablemente conservada, como ciertas caras inglesas curtidas por el aire libre y el ejercicio. Eran cincuenta años que parecían poco más de cuarenta; medio siglo decorado con patillas y bigote de oro oscuro con ligera mezcla de plata, limpios, relucientes, declarando en su brillo que se les consagraba un buen ratito en el tocador. Sus ojos eran españoles netos, de una serenidad y dulzura tales, que recordaban los que Murillo supo pintar interpretando a San José. Si Pez no se afeitara el mentón y en vez de levita llevara túnica y vara, sería la imagen viva del santo Patriarca, tal como nos le han trasmitido los pintores. Aquellos ojos decían a todo el que los miraba: «Soy la expresión de esa España dormida, beatífica, que se goza en ser juguete de los sucesos y en nada se mete con tal que la dejen comer tranquila; que no anda, que nada espera y vive de la ilusión del presente mirando al cielo, con una vara florecida en la mano; que se somete a todo el que la quiero mandar, venga de donde viniere, y profesa el socialismo manso; que no entiende de ideas, ni de acción, ni de nada que no sea soñar y digerir».

Vestía este caballero casi casi como un figurín. Daba gozo ver su extraordinaria pulcritud. Su ropa tenía la virtud de no ajarse ni empolvarse nunca y le caía sobre el cuerpo como pintada. Mañana y tarde, Pez vestía de la misma manera, con levita cerrada de paño, pantalón que parecía estrenado el mismo día y chistera reluciente, sin que este esmero pareciese afectado ni revelara esfuerzo o molestia en él. Así como en los grandes estilistas la excesiva lima parece naturalidad fácil, en él la corrección era como un desgaire bien aprendido. Llevaba a todas partes el empaque de la oficina, y creeríase que levita, pantalón y sombrero eran parte integrante de la oficina misma, de la Dirección, de la Administración, como en otro orden lo eran los volantes con membrete, el retrato de la Reina, los sillones forrados de terciopelo y los legajos atados con cintas rojas.

Cuando hablaba, se le oía con gusto, y él gustaba también de oírse, porque recorría con las miradas el rostro de sus oyentes para sorprender el efecto que en ellos producía. Su lenguaje habíase adaptado al estilo político creado entre nosotros por la prensa y la tribuna. Nutrido aquel ingenio en las propias fuentes de la amplificación, no acertaba a expresar ningún concepto en términos justos y precisos, sino que los daba siempre por triplicado.

Va de ejemplo.

THIERS.—(sin apartar la vista de su obra.)¿Qué hay de destierro de generales?

PEZ.—Al punto a que han llegado las cosas, amigo D. Francisco, es imposible, es muy difícil, es arriesgadísimo aventurar juicio alguno. La revolución de que tanto nos hemos reído, de que tanto nos hemos burlado, de que tanto nos hemos mofado, va avanzando, va minando, va labrando su camino, y lo único que debemos desear, lo único que debemos pedir, es que no se declare verdadera incompatibilidad, verdadera lucha, verdadera guerra a muerte entre esa misma revolución y las instituciones, entre las nuevas ideas y el Trono, entre las reformas indispensables y la persona de Su Majestad.

XIII

Pez y Rosalía, como he dicho, salían a dar vueltas por la terraza. La ninfa de Rubens, carnosa y redonda, y el espiritual San José, de levita y sin vara de azucenas, se sublimaban sobre aquel fondo arquitectónico de piedra blanca que parece tosco marfil. Ella arrastraba la cola de su elegante bata por las limpias baldosas unidas con asfalto, y él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, recogido el borde de la levita, accionaba levemente con la derecha, empuñando un junco por la mitad. A veces los ruidos del patio atraían la atención de ambos y se asomaban a la balaustrada. Era el coche de las infantitas, que iban de paseo, o el del ministro de Estado que entraba. Deteníanse a ratos delante de los cristales de la habitación de doña Tula, porque desde dentro personas conocidas les saludaban con expresivo mover de manos. Ya se paraban a hablar con doña Antonia, la guardarropa, que corría las persianas y regaba sus tiestos; ya se les unía alguna distinguida persona de la vecindad, la señora del secretario del Rey, la hermana del mayordomo segundo, el inspector general con su hija, y paseaban juntos conversando frívolamente. Cuando estaban enteramente solos, el digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su carácter.

¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La señora de Pez, por nombre Carolina, prima de los Lantiguas (aunque equivocadamente se ha dicho en otra historia que descendía del frondoso árbol pipaónico), se había entregado a la devoción. La que en otro tiempo fue la misma dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba siempre riñendo. Con tantos alardes de perfección moral y aquella monomanía de prácticas religiosas, no se podían sufrir sus rasgos de genio endemoniado, su fiscalización inquisitorial ni menos sus ásperas censuras de las acciones ajenas. Pasaban meses sin que ella y su marido cambiasen una sola palabra. Era la casa como un club por el disputar constante y las reyertas fundadas en cualquier bobería. «Si la batalla fuera exclusivamente entre ella y yo,—decía Pez—, lo llevaría con paciencia—pero de poco tiempo acá intervienen con calor nuestros hijos». Las pobres niñas no se mostraban deseosas de seguir a su mamá por aquel camino de salvación… Naturalmente, eran jóvenes y gustaban de ir al teatro y frecuentar la sociedad. ¡Qué escándalos, qué sofocos, qué lloriqueos por esta incompatibilidad del solaz mundano y de los deberes religiosos! No pasaba día sin que hubiese alguna tremolina y también síncopes, por los cuales era preciso llamar al médico y traer estas y las otras drogas… Pez procuraba transigir, concordar voluntades; pero no conseguía nada. En último caso, siempre se inclinaba del lado de las pobres chicas, porque le mortificaba verlas rezando más de la cuenta y haciendo estúpidas penitencias. Si ellas eran muy cristianas y católicas, ¿a qué conducía el volverlas santas y mártires a quemarropa? Por su parte, D. Manuel conceptuaba indispensable el freno religioso para el sostenimiento de la sociedad y el orden. Siempre había defendido la Religión y le parecía muy bien que los gobiernos la protegieran, persiguiendo a los difamadores de ella. Llegaba hasta admitir, como indispensable en el régimen político de su tiempo, la mojigatería del Estado, pero la mojigatería privada le reventaba.

Lo más grave de todo era la lucha de Carolina con sus hijos varones. El pequeño no podía librarse aún de la tutela materna, y estaba todo el día en la iglesia con su librito en la mano. Pero Joaquín, que ya tenía veintidós años, abogado, filósofo, economista, literato, revistero, historiógrafo, poeta, teogonista, ateneísta, ¿cómo se podía someter a confesar y comulgar todos los domingos? Federico también era muy precoz y hacía articulejos sobre el Majabarata. El trueno gordo estallaba cuando uno u otro decían algo que a su mamá le parecía sacrilegio. ¡Cristo la que se armaba! Un día, comiendo, tiró Carolina del mantel, rompió los platos, derramó el contenido de ellos y la sal y el vino, y se encerró en su cuarto, donde estuvo llorando tres horas. A las pobrecitas Rosa y Josefa que hasta el Otoño anterior habían vestido de corto, las obligaba a confesar todos los meses. ¡Inocentes!, ¿qué pecados podían tener, si ni siquiera tenían novio?

Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la irreligiosidad de la prole. Sí, él era un ateo enmascarado, un herejote, un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas. Creía que con hacer una genuflexión cuando alzaban, arrodillarse sobre el pañuelo y garabatearse en el pecho y la frente la señal de la cruz, bastaba. Para eso valía más ser protestante. En todo el tiempo que llevaba de casada no le había visto acercarse ni una sola vez al tribunal de la penitencia. Sus devociones habían sido puramente decorativas, como llevar hacha en una procesión o sentarse en los bancos de preferidos cuando se consagraba un obispo… En fin, con estas tonterías de su mujer, estaba el pobre Pez, no en el agua, sino sofocado y aburridísimo. Bien sabía él quién había metido a Carolina en este fregado del misticismo, y no era obra que su prima Serafinita de Lantigua, que gozaba opinión de santa. Hablando en plata, la tal prima era una calamidad. En la iglesia veíanse diariamente a las seis de la mañana Carolina y Serafinita, y allí se despachaban a su gusto. En casa, la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus rosadas carnes. Al pobre Pez le decía constantemente que se mirase en el espejo de D. Juan de Lantigua, el gran católico, el gran letrado y escritor, tan piadoso en la teoría como en la práctica, pues no hacía nada contrario al dogma; ni su cristiandad era de fórmula, sino sincera y real; hombre valiente y recto, que no se avergonzaba de cumplir con la Iglesia y de estarse tres horas de rodillas al lado de las beatas. No era como Pez, como toda la caterva moderada, que hace de la religión una escalera para subir a los altos puestos; no era como esos hombres que se enriquecen con los bienes del Clero y luego predican el Catolicismo en el Congreso para engañar a los bobos; como esos hombres que llevan a Cristo en los labios y a Luzbel en el corazón, y que creen que dando algunos cuartitos para el Papa ya han cumplido. ¡Farsa, comedia, abominación!

En fin, D. Manuel había tomado en aborrecimiento su domicilio, y estaba en él lo menos posible. La tranquilidad no existía para él más que en la oficina, donde no hacía más que fumar y recibir a los amigos, y en casa de alguno de estos, como Bringas, por ejemplo. ¡Oh!, ¡cuánto envidiaba la paz del hogar de D. Francisco y aquella dulce armonía entre los caracteres de uno y otro cónyuge! Él había sido feliz en sus tiempos; pero ya no. Et in Arcadia ego. Era un paria, un desterrado, y pedía por favor que le tuvieran cariño y aun que le mimaran, para consolarse de la tormentosa vida que llevaba en su casa.

 

Contaba Pez estas cosas a Rosalía con gran vehemencia, y ella le oía con interés vivísimo y con lástima. Charlando, charlando, apenas sentían el correr de las horas, y cuando del hondo patio salía la sombra lenta, mezclada de un fresquecillo húmedo; cuando la luz solar se dilataba en las alturas y empezaban a clavetear el cielo las pálidas estrellas, D. Francisco, dejando los laboriosos pelos, aparecía frotándose los ojos, y tomaba parte en la conversación.

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