Antes de Que Vea

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CAPÍTULO TRES

Era la 1:35 cuando llegaron al vertedero. Los treinta grados de temperatura aumentaban el hedor del lugar, y las moscas hacían tanto ruido que parecía algún tipo extraño de música. Mackenzie conducía mientras que Bryers pasó a ocupar el asiento del copiloto, poniéndole al día de los detalles del caso.

Para cuando salieron del coche y se acercaron a los vertederos, Mackenzie estaba pensando que ya se había figurado a Bryers. Era, en su mayor parte, un hombre que seguía el libro al pie de la letra. No iba a llamar la atención sobre ello, pero estaba extremadamente nervioso de tenerla como compañera, a pesar de que los más preparados lo hubieran aprobado con los ojos cerrados. Era evidente en su postura y en las miradas furtivas que le lanzaba.

Mackenzie caminó despacio mientras Bryers se acercaba a los contenedores verdes de basura. Caminó hacia ellos como si trabajara allí. Tuvo que recordarse a sí misma que él ya había estado en la escena en una ocasión. Sabía lo que podía esperar, lo cual le hacía sentir como una novata—algo que, en realidad, era cierto.

Se tomó un momento para estudiar el lugar de verdad, ya que nunca antes se había tomado el tiempo para examinar un vertedero. La zona en la que Bryers y ella estaban en ese momento—la porción del vertedero a la que entraba tráfico —no era más que un basurero. Había seis contenedores de basura metálicos de tamaño económico bordeando el lugar, todos asentados en un espacio hueco en el terreno. Detrás de los basureros, podía ver la zona de abajo donde los camiones estatales llegaban para recoger su carga. Para hacer espacio a estas áreas huecas que ocultaban la mayoría de los contenedores, la entrada pavimentada y el aparcamiento tomaban la forma de una colina bien cuidada; la zona en que Bryers y ella permanecían de pie era la cima mientras que la pista que cruzaba el vertedero llegaba hasta más atrás, daba la vuelta, y escupía coches por detrás de los contenedores a una carretera que llevaba de vuelta a la autopista.

Mackenzie examinó el terreno. Donde ella estaba no era más que tierra apilada que daba lugar a gravilla y después a alquitrán al otro lado de los contenedores. Ella estaba de pie en la zona de tierra y mirando hacia las marcas de neumáticos que estaban incrustadas como huellas fantasmales a lo largo del terreno. La interferencia y el pasaje desordenado de innumerables rastros de neumáticos iba a hacerles muy difícil la identificación de una buena huella. El clima había sido cálido y seco últimamente; la última lluvia había caído hacía una semana y solo había sido una llovizna. La tierra reseca iba a hacer esto bastante más difícil.

Con la sensación de que encontrar huellas adecuadas en este lío iba a ser casi imposible, se unió a Bryers junto al contenedor.

“Se encontró el cadáver en este,” dijo Bryers. “La oficina del forense ya se llevó las muestras de sangre y tomó las huellas. El nombre de la víctima era Susan Kellerman, veintidós años, residente de Georgetown.”

Mackenzie asintió, todavía en silencio. Cambió de prioridades mientras miraba al basurero. Ahora estaba trabajando con gente del FBI así que se sentía cómoda saltándose unos cuantos pasos. No iba a perder el tiempo en busca de lo evidente. Los que habían venido antes que ella—seguramente incluido Bryers—ya habían hecho el trabajo de campo. Por tanto, Mackenzie trató de enfocarse en lo oculto… en las cosas que se podían haber pasado por alto.

Tras un minuto mirando la zona circundante. Mackenzie pensó que sabía todo lo que había que saber. Y hasta el momento, no era gran cosa.

“Y bien,” dijo Bryers. “Si tuvieras que adivinar, ¿cuál es el significado de que el asesino se deshaga aquí de los cadáveres?

“No creo que sea cuestión de conveniencia,” dijo Mackenzie. “Creo que está intentando ir a lo seguro. Se deshace de los cadáveres aquí porque quiere deshacerse de ellos. También creo que vive cerca de aquí… a no más de veinte o treinta millas. No creo que condujera tan lejos solo para deshacerse de un cadáver… sobre todo por la noche.”

“¿Por qué por la noche?” preguntó Bryers.

Mackenzie sabía que le estaba poniendo a prueba y no le importaba. Teniendo en cuenta la increíble oportunidad que le habían propuesto, esperaba un poco de provocación.

“Porque es como si casi hubiera tenido que venir de noche para deshacerse del cadáver. Hacerlo a la luz del día cuando hay gente trabajando aquí sería estúpido.”

“¿Así que crees que es inteligente?”

“No necesariamente. Es cauto y cuidadoso. Y eso no es lo mismo que inteligente.”

“Te vi buscando huellas de neumáticos.” dijo él. “Ya lo intentamos y no encontramos nada. Hay demasiadas huellas.”

“Sí, sería difícil,” dijo ella. “Desde luego, como dije, asumiría que trajo el cadáver aquí por la noche. ¿También es esa tu suposición?”

“Lo es.”

“Así que no habría huellas aquí,” señaló Mackenzie.

Él la sonrió. “Así es,” dijo él. “No hay huellas de neumáticos al menos. Pero debería haber huellas de pisadas. Tampoco es que importe demasiado. También hay demasiadas.”

Mackenzie asintió, sintiéndose como una idiota por haberse pasado por alto un hecho tan obvio. Sin embargo, eso hizo que su mente tomara una ruta diferente.

“En fin, no es como si hubiera llevado el cadáver a cuestas,” dijo Mackenzie. “Las huellas de sus neumáticos estarían en alguna parte. No aquí, quizá fuera de la entrada. Podíamos tratar de comparar y contrastar las huellas que vemos que se detienen fuera de la entrada y las huellas en esta tierra. Podríamos hasta mirar alrededor de la valla en busca de cualquier indicio de impacto desde donde casi con seguridad arrojó o tiró el cadáver.”

“Bien pensado,” dijo Bryers, con aspecto de estar divirtiéndose. “Ese es un detalle que encontraron los chicos del laboratorio, pero que me las arreglé para pasar por alto. Pero sí, tienes razón. Tuvo que detener su coche fuera de la entrada. Así que la idea es que si hallamos huellas que lleguen hasta la entrada, se detengan, y se den la vuelta, podrían ser las de nuestro tipo.”

“Podrían ser,” dijo Mackenzie.

“Estás pensando del modo correcto, pero no hay nada de nuevo. ¿Qué más tienes?”

No estaba tratando de ser grosero o de menospreciarla; sabía esto solo por el tono de su voz. Solo estaba tratando de impulsarla, de motivarla para que continuara con ello.

“¿Sabemos cuántos vehículos pasan por aquí un día cualquiera?”

“Aproximadamente unos 1100,” dijo Bryers. “Aun así, si podemos obtener huellas que se acerquen a la entrada y que después se detengan…”

“Podría ser un comienzo.”

“Eso esperamos,” dijo Bryers. “Hemos tenido a un equipo trabajando en eso desde ayer por la tarde y todavía no tenemos ni una pista.”

“Puedo echar un vistazo si quieres,” dijo Mackenzie.

“Haz lo que te venga en gana,” dijo Bryers. “Pero ahora trabajas con el Bureau, señorita White. No te esfuerces demasiado si hay otro departamento que pueda manejarlo mejor que tú.”

Mackenzie volvió a mirar al vertedero, tratando de encontrar un sentido a las formas aplastadas de la basura que había dentro. Aquí había estado una joven hace poco, con su cuerpo desnudo y levemente magullado. La habían desechado en el mismo lugar donde la gente desechaba su basura, las cosas que ya no necesitaban. Quizá el asesino estaba tratando de especular que las mujeres que había matado no eran mejor que cualquier basura doméstica.

Casi deseó haber estado aquí cuando llegaron Bryers y su amigo a punto de jubilarse. Quizá entonces tuviera más para continuar. Quizá entonces pudiera ayudar a Bryers a acercarse al sospechoso, pero por el momento, al menos había demostrado su valía bastante deprisa con sus ideas sobre las huellas de neumáticos.

Se dio la vuelta para mirarle de frente y vio que permanecía ociosamente de pie, oteando la entrada. Estaba claro que le estaba dando algo de tiempo para procesar. Ella lo apreciaba, pero una vez más, le hizo muy consciente de lo novata que era.

Se aventuró hasta la valla metálica que rodeaba el vertedero. Comenzó en la puerta por la que entraban los vehículos y continuó hacia la izquierda. Examinó el borde inferior de la valla durante unos cuantos segundos antes de que se le ocurriera otro pensamiento.

Tuvo que escalar la valla, pensó.

Entonces empezó a examinar la valla. No estaba segura de lo que estaba buscando. Quizás tierra descolocada o fibras en los eslabones de la malla. Cualquier cosa que se encontrara podía acabar resultando ser irrelevante, pero sería algo.

Pasaron menos de dos minutos antes de que encontrara algo de interés. Era tan infinitesimal que casi lo ignora por completo. Pero a medida que se acercó más, vio que podía ser más útil de lo que había pensado originalmente.

A metro y medio del suelo y a dos metros a la izquierda de la puerta de entrada, un solo hilo de tela blanca colgaba de una de las formas ovaladas de la valla. Puede que la tela en sí misma no produjera resultados pero al menos les daba un buen punto de partida para espolvorear en busca de huellas digitales.

“¿Agente Bryers?” dijo ella.

Él se acercó despacio, como si no esperara demasiado. A medida que se acercaba más, ella escuchó como entonaba un mmm mientras miraba al trozo de tela.

“Buen trabajo, señorita White,” dijo.

“Por favor, llámame Mackenzie,” dijo ella. “Mac, si te atreves.”

“¿De qué crees que se trata?” preguntó.

“Quizá nada. Pero a lo mejor una tira de tela de alguien que hace poco que escaló la valla. Puede que la tela no sirva de nada, pero nos da una zona concentrada en la que enfocarnos para buscar huellas digitales.”

 

“Hay un pequeño equipo de pruebas en el maletero del coche. ¿Puedes ir a por él mientras llamo para comunicar esto?”

“Claro,” dijo ella, dirigiéndose de vuelta al coche.

Para cuando regresó donde él estaba, ya estaba terminando con la llamada. Todo parecía ser rápido y eficiente con Bryers. Era una de las cosas que le estaban empezando a gustar de él.

“Bien, Mac,” dijo él. “Ahora sigamos por el sendero que indicaste antes. El marido de la víctima vive a unos veinte minutos de aquí. ¿Estás preparada?”

“Lo estoy,” dijo Mackenzie.

Regresaron al coche y salieron del vertedero que aún seguía cerrado. Por encima de sus cabezas, unas cuantas aves rapaces desempeñaban sus tareas con diligencia, observando el drama que se desarrollaba por debajo de ellos con aspecto indiferente.

***

Caleb Kellerman ya tenía visitas en la forma de dos policías cuando Mackenzie y Bryers llegaron a su casa. Vivía a las afueras de Georgetown en una casa de dos plantas que resultaba ser una primera vivienda bastante agradable. Cuando pensaba que los Kellerman solo habían estado casados algo más de un año antes de que la esposa hubiera sido asesinada, Mackenzie sentía compasión por el hombre, pero también ira por lo que había sucedido.

Una primera vivienda que no tuvo oportunidad de ver qué más podía llegar a ser, pensó Mackenzie mientras entraban a la casa. Es de lo más triste.

Entraron por la puerta delantera, pasando a un pequeño recibidor que daba directamente a la sala de estar. Mackenzie podía sentir la escalofriante sensación de soledad y silencio que acompañaba la mayoría de las residencias poco después de una muerte. Esperaba acostumbrarse a ello en algún momento, pero le parecía difícil de creer.

Bryers hizo las presentaciones con la policía que estaba afuera del recibidor y los chicos en uniforme parecieron aliviados de que les pidieran que se retiraran. Cuando comenzaron a salir, Bryers y Mackenzie entraron a la sala de estar. Mackenzie vio que Caleb Kellerman parecía increíblemente joven: podía pasar fácilmente por un chico de unos dieciocho años con su aspecto bien afeitado, su camiseta de Five Finger Death Punch, y sus pantalones cortos de camuflaje. Mackenzie fue capaz de pasar por alto su apariencia, concentrándose en vez de ello en el sufrimiento indescriptible que vio en el rostro del joven.

Él les miró, esperando que alguno de los dos dijera algo. Mackenzie notó cómo Bryers le daba la luz verde, asintiendo con sutileza en dirección a Caleb. Ella dio un paso adelante, tan aterrorizada como halagada de que le concedieran tal autoridad. O Bryers la tenía en gran estima, o estaba tratando de hacer que se sintiera incómoda.

“Señor Kellerman, soy la Agente White, y este es el Agente Bryers.” Sintió dudas por un instante. ¿De verdad se había presentado como la Agente White? Tenía un timbre agradable. Pasó esto por alto y continuó. “Sé que está lidiando con una pérdida y ni siquiera voy a pretender que le entiendo,” dijo ella. Mantuvo su voz en un tono bajo, cálida, pero firme. “No obstante, si queremos encontrar a la persona que hizo esto, realmente tenemos que hacerle algunas preguntas. ¿Está preparado para ellas?”

Caleb Kellerman asintió. “Cualquier cosa que pueda hacer para asegurarme de que encuentran al hombre que hizo esto,” dijo él. “Haré lo que sea.”

Había una rabia en su voz que hizo que Mackenzie deseara que alguien buscara algún tipo de terapia para Caleb durante los siguientes días. Había algo en sus ojos que parecía casi trastornado.

“Bien, para empezar, necesito saber si Susan tenía enemigos… cualquiera que pudiera ser algo parecido a un rival.”

“Había unas cuantas chicas con las que atendió secundaria que se ponían a fastidiarla en Facebook,” dijo Caleb. “Por lo general, era por cuestiones políticas. Y ninguna de esas chicas lo haría, de todas maneras. Solo se trataba de discusiones desagradables y cosas así.”

“¿Y qué hay de su trabajo?” preguntó Mackenzie. “¿Le gustaba?”

Caleb se encogió de hombros. Se sentó de nuevo en el sofá e intentó relajarse. Sin embargo, su rostro parecía estar atascado en una expresión permanente de desaprobación. “Le gustaba tanto como a cualquier otra mujer que haya ido a la universidad y consiga un trabajo que no tiene nada que ver con su licenciatura. Pagaba los recibos y, en ocasiones, las comisiones extra eran bastante buenas. Pero los horarios no le gustaban nada.”

“¿Conocías a algunas de las personas con las que trabajaba?” preguntó Mackenzie.

“No. Le escuché hablar de ellos cuando me contaba historias en casa, pero eso fue todo.”

A continuación, intervino Bryers. Su voz sonaba muy distinta en el silencio de la casa ya que empleaba un tono sombrío. “Era una representante de ventas, ¿correcto? ¿Para la Universidad Un Usted Mejorado?”

“Sí. Ya le di a la policía el número de su supervisor.”

“Ya enviamos a algunos chicos del Bureau a hablar con él,” dijo Bryers.

“Va a dar lo mismo,” dijo Caleb. “No la mató nadie del trabajo. Puedo asegurarlo. Sé que suena estúpido, pero es la sensación que tengo. Todos en su trabajo son gente agradable… en el mismo barco que nosotros, intentando llegar a fin de mes y pagar sus recibos. Gente honesta, ¿sabe?”

Por un momento, estuvo a punto de echarse a llorar. Retomó la compostura, miró al suelo para retomar control, y volvió a elevar la vista. Las lágrimas que apenas acababa de reprimir salieron flotando de las comisuras de sus ojos.

“Muy bien, entonces ¿qué se le ocurre que nos pueda guiar por el camino adecuado?” preguntó Bryers.

“No lo sé,” dijo Caleb. “Tenía una hoja de ventas con los clientes que iba a visitar ese día, pero nadie puede encontrarla. Los policías dijeron que seguramente se debe a que el asesino la cogió y la tiró.”

“Seguramente fue así,” dijo Mackenzie.

“Todavía no lo entiendo,” dijo Caleb. “Todavía no parece real. Estoy esperando a que ella vuelva a entrar por esa puerta en cualquier momento. El día que murió… empezó como cualquier otro día. Me dio un beso en la mejilla mientras me vestía para ir al trabajo y me dijo adiós. Se fue a la parada del autobús, y eso fue todo. Esa fue la última vez que la vi.”

Mackenzie vio que Caleb estaba a punto de perder los nervios y, por mucho que pareciera un error hacerlo, añadió una última pregunta antes de que él se viniera abajo.

“¿Parada de autobús?” preguntó.

“Sí, tomaba el autobús para ir a la oficina todos los días; tomaba el de las ocho y veinte para llegar a tiempo al trabajo. Nuestro coche nos dejó tirados hace dos meses.”

“¿Dónde se encuentra esa parada de autobús?” preguntó Bryers.

“A dos manzanas,” dijo Caleb. “Se trata de una de esas paradas que parecen vestíbulos.” Entonces miró a Mackenzie y a White, con la mirada llena de esperanza de repente por debajo del dolor y el odio. “¿Por qué? ¿Cree que es importante?”

“No hay manera de saberlo con certeza,” dijo Mackenzie. “Pero le mantendremos informado. Muchas gracias por su tiempo.”

“Claro,” dijo Caleb. “Ehh… ¿chicos?”

“¿Sí?” dijo Mackenzie.

“Ya han pasado más de tres días, ¿no es cierto? Tres días desde la última vez que la vi y casi dos días enteros desde que hallaron su cadáver.”

“Eso es correcto,” dijo Bryers en voz baja.

“¿Entonces es demasiado tarde? ¿Se va a salir con la suya ese bastardo?”

“No,” dijo Mackenzie. Se le escapó de los labios antes de que pudiera detenerlo y supo al instante que había cometido su primer error delante de Bryers.

“Haremos todo lo que podamos,” dijo Bryers, colocando la mano gentil pero firmemente en el hombro de Mackenzie. “Por favor, llámenos si se le ocurre cualquier cosa que pueda servir de ayuda.”

Dicho eso, salieron de la casa. Mackenzie se sacudió ligeramente cuando oyó como Caleb se venía abajo y se ponía a llorar antes de que fueran capaces de cerrar la puerta al salir.

Ese sonido le hizo algo… algo que le recordaba a su casa. La última vez que había sentido algo así fue en el momento en que, todavía en Nebraska, se había sentido completamente consumida por la tarea de detener al Asesino del Espantapájaros. Sintió esa urgente necesidad una vez más al salir a la escalinata de acceso a la casa de Caleb Kellerman, y poco a poco, se dio cuenta de que no se detendría ante nada hasta que atrapara a este asesino.

CAPÍTULO CUATRO

“No puedes hacer eso,” dijo Bryers en el instante que entraron de nuevo al coche, con él al volante.

“¿No puedo hacer el qué?”

Él suspiró e hizo todo lo que pudo por parecer más sincero que crítico. “Ya sé que probablemente nunca hayas estado en esta misma situación antes, pero no puedes decirle a la familia de una víctima que no, que el asesino no se va a librar. No puedes darles esperanzas cuando no las hay. Qué diablos, incluso si hay esperanzas, no puedes decirles algo así.”

“Lo sé,” dijo ella, decepcionada. “Lo supe en el momento que salieron las palabras de mis labios. Lo siento.”

“No hay necesidad de disculparse. Solo trata de mantener la cabeza encima de los hombros. ¿Entendido?”

“Entendido.”

Como Bryers conocía la ciudad mejor que Mackenzie, él condujo hasta el Departamento de Transporte Público. Condujo con cierta urgencia y pidió a Mackenzie que llamara por adelantado para asegurarse de que podían hablar con alguien que supiera de qué estaban hablando y que pudiera atenderles deprisa. Era un método muy simple, pero Mackenzie estaba impresionada con su eficacia. Desde luego, estaba muy lejos de lo que había experimentado en Nebraska.

Durante la media hora de trayecto, Bryers llenó el coche con su conversación. Quería saber todo sobre el tiempo que había pasado en el cuerpo en Nebraska, en particular sobre el caso del Asesino del Espantapájaros. Le preguntó por la universidad y por sus aficiones. A ella no le importó darle la información de nivel más bien superficial pero no quiso ahondar demasiado—principalmente porque él tampoco lo estaba haciendo.

De hecho, Bryers parecía reservado. Cuando Mackenzie le preguntó por su familia, él le contestó de la manera más general que pudo sin resultar grosero. “Una esposa, dos hijos que están estudiando fuera en la Universidad, y un perro que está en las últimas.”

En fin, pensó Mackenzie. Solo es nuestro primer día juntos y no me conoce en absoluto—más que por lo que ha leído sobre mí en los periódicos hace seis meses y lo que sea que haya en mi archivo de la Academia. No le culpo por no abrirse todavía.

Cuando llegaron al Departamento de Transporte Público, Mackenzie todavía tenía una opinión favorable del agente más maduro pero había una tensión entre ellos que no podía definir del todo. Quizá él no la sentía; quizá fuera cosa suya. El hecho de que había desviado todas las preguntas que le había hecho sobre su trabajo le hacía sentir incómoda. También le hizo recordar rápidamente que este todavía no era su trabajo. Solo estaba haciendo de ayudante como un favor a Ellington, una manera de ponerse a prueba, por decirlo así. También formaba parte de todo esto debido a ciertas oscuras negociaciones en despachos ocultos donde los mandamases habían apostado por ella. Añadía un nuevo nivel de riesgo no solo para ella, sino para la gente con la que estaba trabajando—incluidos Bryers y Ellington.

El Departamento de Transportes se encontraba dentro de un edificio junto con otros diez departamentos más. Mackenzie siguió al Agente Bryers por los pasillos lo mejor que pudo. Él caminaba deprisa, haciendo gestos a gente aquí y allá como si estuviera familiarizado con el lugar. Unas cuantas personas parecían reconocerle, lanzándole sonrisas y saludos rápidos aquí y allá. El día estaba terminando, así que todo el mundo parecía moverse con rapidez, esperando a que dieran las cinco de la tarde.

Cuando llegaron a la sección del edificio que buscaban, Mackenzie empezó a permitirse a sí misma saborear este momento. Hace cuatro horas, estaba saliendo de la clase de McClarren y ahora estaba metida hasta las cejas en un caso de homicidio, trabajando con un agente que parecía estar muy preparado y que era muy bueno en su trabajo.

Se acercaron a un mostrador donde Bryers se inclinó ligeramente y oteó a la mujer joven que estaba sentada al escritorio justo delante de ellos. “Llamamos para hablar con alguien sobre los horarios de trabajo,” explicó a la mujer. “Agentes White y Bryers.”

 

“Ah, sí,” dijo la recepcionista. “Van a hablar con la Señora Percell. Está en la parte de atrás en el aparcamiento para autobuses. Está al final del pasillo, bajando las escaleras, en la parte de atrás.”

Siguieron las instrucciones de la recepcionista, dirigiéndose a la parte de atrás del edificio donde Mackenzie podía ya escuchar el zumbido de los motores y el traqueteo de máquinas.

El edificio había sido construido de tal modo que el ruido no se percibiera demasiado en las partes más transitadas y agradables del edificio pero aquí en la parte de atrás, sonaba casi como un taller de coches.

“Cuando conozcamos a la tal señora Percell,” dijo Bryers, “quiero que lleves la voz cantante.”

“Está bien,” dijo Mackenzie, todavía sintiéndose como si estuviera haciendo algún tipo de examen.

Descendieron por las escaleras, siguiendo un signo que leía Garaje/Aparcamiento de Autobuses. Abajo, un estrecho pasillo llevaba a una pequeña oficina abierta. Había un hombre en uniforme de mecánico de pie detrás de un ordenador anticuado, tecleando algo. A través de una ventana amplia, Mackenzie pudo mirar dentro del enorme garaje. Había allí aparcados varios autobuses, para que les hicieran servicios de mantenimiento. Mientras observaba, se abrió una puerta en la parte de atrás de la oficina y una mujer gordita de aspecto sonriente entró desde el garaje.

“¿Son la gente del FBI?”

“Esos somos nosotros,” dijo Mackenzie. Junto a ella, Bryers mostró su placa—seguramente porque ella no tenía ninguna que mostrar. Percell pareció satisfecha con las credenciales y empezó a hablar de inmediato.

“Entiendo que tienen preguntas sobre los horarios de los autobuses y la rotación de los conductores,” dijo ella.

“Eso es correcto,” respondió Mackenzie. “Esperamos poder descubrir qué paradas hizo cierto autobús hace tres mañanas y, si es posible, tener una conversación con el conductor.”

“Claro,” dijo ella. Se dirigió hacia el pequeño escritorio donde estaba tecleando un mecánico y le dio un codazo de manera juguetona. “Doug, deja que me ponga a los mandos, ¿te importa?”

“Encantado,” dijo él con una sonrisa. Se alejó del escritorio y se fue hacia el garaje mientras la señora Percell se sentaba detrás del ordenador. Pulsó unas cuantas teclas y entonces les miró orgullosamente, obviamente contenta de servir de ayuda.

“¿Dónde está la parada en cuestión?”

“En la esquina de las calles Carlton y Queen,” dijo Mackenzie.

“¿A qué hora se habría montado la persona?”

“A las ocho y veinte de la mañana.”

La señora Percell introdujo esta información rápidamente y escaneó la pantalla durante un instante antes de darles su respuesta. “Ese era el autobús número 2021, conducido por Michael Garmond. Ese autobús realiza tres paradas antes de regresar a la misma parada para una recogida a las nueve treinta y cinco.”

“Necesitamos hablar con el señor Garmond,” dijo Mackenzie. “¿Podría darnos esa información, por favor?”

“Puedo hacer algo mejor que eso,” dijo la señora Percell. “Michael está fuera en el garaje ahora mismo, fichando para cerrar el día. Deje que vea si le puedo traer para que hable con ustedes.”

“Gracias,” dijo Mackenzie.

La señora Percell se fue corriendo hacia la puerta del garaje a una velocidad que parecía desafiar su tamaño. Mackenzie y Bryers la vieron maniobrar con pericia a través del garaje en busca de Michael Garmond.

“Ojalá todo el mundo estuviera tan dispuesto a ayudar a los federales,” dijo Bryers con una mueca. “Créeme… no te acostumbres a esto.”

En menos de un minuto, la señora Percell regresó a la pequeña oficina, seguida de un hombre mayor de color. Parecía cansado pero, al igual que la señora Percell, encantado de poder ayudar.

“Hola, amigos,” dijo, con una sonrisa cansina. “¿En qué puedo ayudarles?”

“Estamos buscando detalles sobre una mujer que estamos bastante seguros se montó en su autobús en la parada de las ocho y veinte en la esquina de Carlton y Queen hace tres mañanas,” dijo Mackenzie. “¿Cree que nos pueda ayudar con eso?”

“Probablemente,” dijo Michael. “No hay tanta gente en esa parada por las mañanas. Nunca se montan más de cuatro o cinco.”

Bryers sacó su teléfono móvil y buscó con su pulgar brevemente, recuperando una fotografía de Susan Kellerman. “Esta es ella,” dijo él. “¿Le resulta familiar?”

“Ah, pues sí, la conozco,” dijo Michael, demasiado emocionado en opinión de Mackenzie. “Una chica encantadora. Siempre es muy agradable.”

“¿Recuerda cuando se bajó del autobús hace tres días por la mañana?”

“Sí,” dijo Michael. “Y pensé que era extraño porque cada dos días durante las dos últimas semanas, ella se bajaba en una parada de autobús diferente. Hablé un poco con ella una mañana y me enteré de que caminaba dos manzanas desde su parada habitual a su trabajo en alguna oficina. Pero hace tres días, se bajó en la estación en vez de en una parada. Vi cómo se montaba en otro autobús. Y pensé que ojalá hubiera encontrado un trabajo mejor o algo así, y que por eso estuviera tomando una ruta distinta.”

“¿Dónde fue eso?” preguntó Mackenzie.

“En Dupont Circle.”

“¿A qué hora diría que se bajó allí del autobús?”

“Seguramente sobre las ocho cuarenta y cinco,” respondió Michael. “Sin duda, no más tarde de las nueve.”

“Podemos comprobar eso en nuestros registros,” dijo la señora Percell.

“Estaría muy bien,” dijo Bryers.

La señora Percell regresó al trabajo detrás de su pequeño y oscuro escritorio mientras Michael miraba a los agentes con tristeza. Miró de nuevo a la fotografía en el teléfono de Bryers y frunció el ceño.

“¿Le ha pasado algo malo?” preguntó.

“La verdad es que sí,” dijo Mackenzie. “Así que, si hay algo que pueda decirnos acerca de ella y esa mañana, estaría muy bien.”

“Bien, pues llevaba una maleta, como la clase de maletas que los vendedores llevan con ellos. No era un maletín, sino una maleta aparatosa, ¿sabe? Vendía cosas para ganarse la vida—como suplementos saludables y cosas así. Pensé que tenía que ir a visitar a algún cliente.”

“¿Sabe en qué autobús se montó después del suyo?” preguntó Mackenzie.

“Pues no recuerdo el número de autobús, pero recuerdo ver Black Mill Street en la placa del destino en el salpicadero. Pensé que eso era bastante sospechoso… no hay razón para que una chica tan bonita vaya a esa parte de la ciudad.”

“¿Y eso por qué?”

“En fin, la vecindad en sí está bien, supongo. Las casas no están del todo mal y creo que la mayoría de la gente es decente. Pero es uno de esos lugares por donde anda gente que no es tan buena haciendo sus trapicheos. Cuando me entrenaron para el trabajo hace seis años, advirtieron a los conductores sobre ciertos lugares en los que había que estar pendiente de posibles peligros. Black Mill Street era uno de ellos.”

Mackenzie consideró todo esto y se dio cuenta de que había conseguido toda la información de valor que se podía sacar de Michael Garmond. Quería parecer eficiente delante de Bryers pero tampoco quería que pareciera que perdía el tiempo en detalles triviales.

“Muchas gracias, señor Garmond,” dijo Mackenzie.

Desde el escritorio, la señora Percell añadió: “La parada en Dupont Circle se hizo a las ocho cuarenta y ocho, Agentes.”

Cuando se dieron la vuelta para dirigirse hacia la salida, guardaron silencio hasta que llegaron a las escaleras. Cuando empezaron a subirlas, fue Bryers el que rompió el silencio.

“¿Cuánto tiempo llevas en Quantico?” preguntó.

“Once semanas.”

“Así que seguramente no estás familiarizada con las afueras de la ciudad, ¿verdad?”

“No.”

“¿Nunca has estado en Black Mill Street?”

“No puedo decir que lo haya hecho,” dijo Mackenzie.

“No te pierdes gran cosa. Pero bueno, quizá no tengamos que llegar tan lejos. Empezaremos por Dupont Circle y echaremos un vistazo a los alrededores. Quizá podamos encontrar algo en las cámaras de seguridad.”

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