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Bocetos californianos

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El látigo chasqueó y nos pusimos en marcha, pero cuando llegamos al camino real, la diestra mano de Yuba-Bill hizo que los seis caballos cayeran sobre sus patas traseras y la diligencia se paró bruscamente: allí, en una pequeña eminencia junto al camino, estaba Magdalena, flotante el cabello, centelleantes los ojos, ondeando el pañuelo y entreabiertos sus labios por un último adiós. Nosotros, en contestación, agitamos nuestros sombreros, las señoras no pudieron contener una última mirada de curiosidad, y entonces Yuba-Bill, como si temiese una nueva fascinación, azuzó locamente sus caballos, dando el coche tan terrible sacudida que caímos todos sobre las banquetas.

Durante el trayecto hasta el North Fork, no cambiamos una sola palabra; la diligencia paró en el Hotel de la Paz. El juez, tomando la delantera, nos acompañó hasta la sala común y ocupamos gravemente nuestros puestos junto a la mesa.

–¿Están llenas sus copas, señores?—dijo solemnemente el juez quitándose su blanco sombrero.

–Sí, señor.

–Entonces, a la salud de Magdalena. Que Dios la bendiga.

Y todos apuramos de un sorbo su contenido.

EL IDILIO DE RED-GULCH

Sandy3 estaba beodo. Bajo una mata de azalea encontrábase en el suelo, tendido, casi en la misma actitud en que había caído hacía algunas horas. El tiempo transcurrido desde que se tendió allí no lo sabía ni le importaba, y cuánto tiempo continuaría allí tendido era para él cosa que igualmente le tenía sin cuidado. Una filosofía tranquila, nacida de su situación física, se extendía por su ser moral, y lo saturaba por completo.

Duéleme tener que confesar que el espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en particular, no constituía en Red-Gulch ninguna novedad. Aprovechando la ocasión, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy un cartel provisional que llevaba esta inscripción: Resultado del aguardiente Mac Corcil; mata a una distancia de cuarenta varas. Debajo había una mano pintada que señalaba la taberna de Mac Corcil. Pero imagino que ésta, como otras muchas de las sátiras locales, era personal, y más bien una reflexión sobre la bajeza del medio que sobre la inmoralidad del fin. Fuera de esta chistosa excepción, nadie molestó al beodo. Un asno extraviado, suelto de su recua, comiose las escasas hierbas de su alrededor, y limpió de polvo con sus resoplidos el lecho del hombre tendido; un perro vagabundo, con aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de lamer sus empolvadas botas, se había echado a sus pies, y yacía allí guiñando un ojo a la luz del sol; a manera perruna, adulaba con la imitación al humano compañero que había escogido.

Entretanto las sombras de los árboles dieron poco a poco la vuelta hasta ganar el camino, y sus troncos cerraban ya el césped de la libre pradera entre paralelos gigantescos de negro y amarillo, y algunas ráfagas de polvo rojizo, levantadas al paso de los caballos de tiro, se dispersaban en dorada lluvia sobre el hombre acostado. Sandy permanecía inmóvil; el sol descendió más y más, y entonces el reposo de este filósofo fue interrumpido, como otros filósofos lo han sido, por la intrusión de un sexo poco amigo en general de elucubraciones filosóficas.

Doña María, como la llamaban los alumnos que acababa de despedir de la cabaña de madera con pretensiones de colegio, situada al extremo del pinar, daba su paseo vespertino. El magnífico arbusto de azaleas bajo el cual descansaba el bueno de Sandy, ostentaba un racimo de flores de insólita belleza que atrajeran sus miradas desde el otro lado de la carretera; ella, que no había reparado en el yacente vecino, cruzola para arrancarlo, eligiendo su camino por entre el encarnado polvo, no sin sentir cortos y terribles estremecimientos de asco y refunfuñar un poco entre dientes. De repente tropezó con Sandy.

Un agudo grito de inconsciente terror se escapó de aquel pecho femenino, pero una vez hubo pagado este tributo a la física debilidad, volviose más que atrevida, y se paró un momento, a seis pies, por lo menos, de distancia del monstruo tendido, recogiendo con la mano sus blancas faldas, en actitud de huir. Sin embargo, ni un ruido ni el más tenue movimiento se produjeron en la mata. Reparando en seguida en el sátiro cartelón, derribolo con su menudo pie, murmurando:—¡Animales!—epíteto que probablemente, en aquel momento, clasificaba con toda oportunidad en su mente a la población masculina de Red-Gulch; pues doña María, poseída de ciertas maneras rígidas que le eran propias, no apreciaba aún debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan justamente celebrado de sus hermanas californianas, así es que tenía tal vez muy bien merecida la reputación de tiesa que gratuitamente la habían otorgado sus conciudadanos.

En aquella posición, observó también que los inclinados rayos solares calentaban la cabeza a Sandy más de lo que ella juzgó ser saludable, y que su sombrero estaba echado inútilmente en el suelo en pleno abandono de sus funciones. El levantarlo y colocárselo en la cara, era obra que requería algún valor, sobre todo teniendo como tenía los ojos abiertos. Sin embargo, lo hizo, tomando en seguida las de Villadiego. Pero, al mirar hacia atrás, sorprendiose al ver el sombrero fuera de su sitio y a Sandy sentado y mirando a todos lados como para orientarse.

La verdad es que Sandy, en las tranquilas profundidades de su conciencia, estaba persuadido de que los rayos del sol le eran benéficos y saludables; además, desde la niñez, se había negado a echarse con el sombrero puesto; sólo los rematadamente locos llevaban siempre sombrero; y, por último, su derecho a prescindir de él cuando le diese la gana le era inalienable. Esa fue la íntima representación de su mente, pero, por desgracia, su expresión externa era confusa y se limitaba a la repetición de la siguiente incoherencia:

–¡El sol está bien! ¿qué hay? ¿qué hay, sol? ¡Magnífico!

Se detuvo doña María, y sacando nuevo valor de la ventajosa distancia que le separaba de él, le preguntó si le faltaba algo.

–¿Qué ocurre? ¿qué hay?—continuó Sandy con voz aguardentosa.

–¡Levántese, hombre degenerado!—dijo exasperada.—¡Levántese y váyase a casa!

Sandy se levantó zigzagueando. Medía seis pies de altura; doña María temblaba. Sandy adelantó con ímpetu algunos pasos y parose de súbito.

–¿Por qué me he de ir a casa?—preguntó de repente con seriedad.

–Para tomar un baño—contestó la maestra lanzando una ojeada a su sucia persona con gran indignación.

De pronto, con infinito contento de doña María, Sandy se quitó la levita y chaleco, tirolos al suelo, se arrancó las botas, y con la cabeza hacia adelante arrojose precipitadamente por la cuesta abajo en dirección al torrente.

–¡Virgen santa! ¡Este hombre va a ahogarse!—dijo doña María.

Y entonces, con femenil inconsecuencia, echó a correr hacia el colegio y se encerró con llave en su cuarto.

Durante la cena, mientras estaba sentada a la mesa con su huéspeda, la mujer del herrero, se le ocurrió a doña María preguntarle con gazmoñería si su marido atrapaba curdas con frecuencia.

–Abner—contestó reflexivamente Filomena,—déjeme que lo piense: Abner no ha estado chispo desde la última elección.

Entonces le hubiese gustado a doña María preguntarle si en tales ocasiones prefería tenderse al sol y si un baño frío era perjudicial, pero esto hubiera provocado una explicación a la que no tenía ganas de dar publicidad. De manera que se contentó con abrir sus grandes ojos, sonriendo a la ruborosa mejilla de Filomena, bello ejemplar de la florescencia del sudoeste, y después dejó a un lado la cuestión. En una sabrosa epístola que escribió a su mejor amiga de Boston podía leerse lo siguiente:

«Opino que la parte de esta comunidad que se emborracha, es aún la menos digna de objeción. Por de contado, querida, me refiero a la masculina. No sé nada que pueda hacer tolerable a la femenina».

Al cabo de una semana había doña María olvidado ya por completo este episodio: pero sus paseos de la tarde tomaron inconscientemente otra dirección. Con cierta extrañeza notó que todas las mañanas un fresco ramo de flores de azalea aparecía por entre las demás, sobre su pupitre. En un principio, no fue muy grande su extrañeza, puesto que los niños conocían su cariño para las flores, y mantenían siempre adornado su pupitre con anémonas, heliotropos y lupinos; pero al ser severamente interrogados, cada cual y todos a una manifestaron ignorar lo del ramito de marras.

Una tarde, Juanito, cuyo pupitre estaba próximo a la ventana, fue acometido de repente por una risa espasmódica, al parecer inmotivada y atentatoria a la disciplina escolar. Lo más que doña María pudo sacarle fue que alguien miraba por la ventana, y ofendida e indignada salió de su colmena para librar batalla al impertinente. Al volver la esquina de la escuela, dio con el quídam borracho, a la sazón completamente sereno, corrido a más no poder y con cara suplicante y cariñosa.

Doña María no hubiera dejado de sacar de estos hechos una ventaja femenil, si no se hubiese fijado, algo confusa también, de que el patán, a pesar de algunas leves señales de pasada disipación, tenía agradable aspecto; era una especie de rubio Sansón, cuya sedosa barba, de color de trigo, jamás había conocido el filo de la navaja del barbero, ni de las tijeras de Dalila. Así es que la cáustica frase que bailaba en la punta de su lengua expiró en sus labios y se limitó a recibir una tímida excusa con altiva mirada, recogiéndose la falda como para evitar la proximidad de un ser contagioso. De regreso a la sala del colegio, sus ojos cayeron sobre las azaleas, presintiendo una revelación. Involuntariamente se echó a reír, y toda la gente menuda se rió también, y sin saber por qué se sintieron muy felices.

 

Unas semanas después de esto, y en un día caluroso, sucedió que a dos chicos pernicortos les pasó una desgracia en el umbral de la escuela con un cubo de agua que habían traído laboriosamente desde la fuente, y que la compasiva doña María tomó el cubo para llevarlo a su destino. Al pie de la cuesta, una sombra cruzó el camino y un brazo vestido de una camisa azul, la alivió con destreza de aquella carga, que empezaba a quebrantar sus delicadas articulaciones. Doña María sintiose a la vez enojada y confusa.

Y sin dignarse elevar los ojos hacia el bienhechor, dijo con cierto despecho:

–Si más a menudo llevases esto por tu cuenta harías mucho mejor.

Arrepintiose luego del discurso, ante el sumiso silencio que siguió, y dio las gracias tan dulcemente en la puerta, que Sandy tropezó, lo cual hizo que los niños riesen otra vez, risa de que participó doña María, hasta el punto de que sus pálidas mejillas se tiñeron débilmente de carmín. Al día siguiente, apareció misteriosamente un barril al lado de la puerta, y con igual misterio cada mañana quedaba lleno de agua fresca de la fuente.

Y no sólo eran éstas las únicas delicadas atenciones que recibía esta joven singular.

El cochero Bill de la diligencia Sangulion, famoso entre todas las aldeas y aldehuelas de la localidad, por su galantería en ofrecer siempre el asiento del pescante al bello sexo, había exceptuado de esta atención a doña María, y bajo el pretexto de que tenía costumbre de blasfemar en las cuestas, ponía la mitad de la diligencia a su disposición. Jacobo Melín, de oficio jugador, después de un silencioso viaje en la misma diligencia que la maestra, arrojó una botella a la cabeza de un apreciable colega, por el atrevimiento de mentar su nombre en una taberna. Y la emperifollada madre de un alumno, cuya paternidad era dudosa, se paraba a menudo frente al templo de esta astuta vestal, contenta con adorar a la sacerdotisa desde lejos y sin atreverse a profanar su sagrado recinto.

La monótona procesión de cielos azules y soles deslumbradores, de cortos crepúsculos y noches estrelladas, que se deslizaba sobre Red-Gulch, fue interrumpida algún tanto por los incidentes que se acaban de relatar.

La maestra se aficionó a pasear por los bosques apacibles y silenciosos; quizá creía con Filomena que los balsámicos olores de los pinos hacían bien a su pecho, pues lo cierto era que su tosecita iba siendo menos frecuente y su paso más firme; quizá había aprendido la eterna lección que los pacientes pinos nunca se cansan de repetir a oídos ya atentos ya indiferentes; así es que un día dispuso una partida campestre hacia Selva Negra y se llevó a los niños consigo.

¡Cuán infinito desahogo no era el suyo, lejos del empolvado camino, de las esparramadas cabañas, de las amarillas zanjas, del clamoreo de locomotoras impacientes, del abigarrado lujo de los aparadores, del color chillón de la pintura y de los vidrios de colores y del ligero barniz a que el barbarismo se adapta en tales localidades! Pasado el último montón de roca triturada y arcilla, cruzando la última disforme hendidura, ¡cómo abrían sus largas filas para recibirles los hospitalarios árboles! ¡Con qué indefinible alegría los niños, no destetados por completo del pecho de la generosa madre común, se echaron boca abajo sobre su rústico y atezado seno con extrañas caricias, llenando el aire con su risa! y ¡de qué manera doña María, esa persona felinamente desdeñosa y atrincherada siempre en la pureza de su apretada falda, cuello y puños inmaculados, lo olvidó todo y corrió como una codorniz, al frente de su nidada hasta que, saltando, riendo y palpitante, suelta la trenza de cabello castaño, el sombrero colgando del cuello por una cinta, dio de repente en lo más espeso del bosque con el malaventurado Sandy!

Inútil es indicar aquí las explicaciones, disculpas y no sobrado prudente conversación que allí se sostuvo. Sin embargo, parece que la maestra había ya entablado algunas relaciones con este ex-borracho. Sólo diré que pronto fue aceptado como uno de la partida; que los niños, con aquella pronta inteligencia que la Providencia da a los inocentes, reconocieron en él un amigo y jugaron con su rubia barba, largo y sedoso bigote, y se tomaron otras libertades según su inveterada costumbre. Sobre todo, su admiración no conoció límites, cuando les armó un fuego contra un árbol y les enseñó otros secretos de la vida de monte. Al cabo de dos ociosas y felices horas de locuras, encontrose tendido a los pies de la profesora, contemplando su rostro, mientras ella, sentada en la pendiente de la cuesta, tejía coronas de laurel con el regazo lleno de mil variadas flores. Su posición era muy parecida a la que tenía cuando le había encontrado por primera vez. No es aventurada la semejanza. Aquella naturaleza fácil y sensual, a la que la bebida había dado una exaltación fantástica, era de temer que encontrase en el amor algo parecido al arrebato alcohólico.

Opino que el mismo Sandy estaba vagamente convencido de esta verdad. Su imaginación vagaba con vehemencia para hacer algo, matar un oso, partir el cráneo a un salvaje o sacrificarse de alguna otra manera por aquella profesora de rostro pálido y de grises ojos. Como mi gusto sería ahora presentarle en una situación heroica, con gran dificultad contengo mi pluma en este momento, y únicamente me abstengo de introducir semejante episodio con el profundo convencimiento de que generalmente nada de esto ocurre en semejantes casos, y tengo la esperanza de que la más bella de mis lectoras perdonará la omisión, recordando que en una crisis verdadera, el salvador es siempre algún forastero poco interesante, o bien un poco romántico agente de autoridad, y jamás un Adolfo.

Durante un buen rato, permanecieron allí, sentados en plácida calma, mientras los picos carpinteros charlaban sobre sus cabezas y las voces de los niños jugando a escondite llegaban algo débiles desde la hondonada.

Lo que hablaron, poco importa, y lo que pensaron, que podría ser interesante, no pudo traslucirse.

Los pájaros, siempre curiosos, sólo pudieron saber que la maestra era huérfana; que salió de la casa de su tío para ir a California en busca de salud e independencia; que Sandy era huérfano también; que llegó a California en busca de aventuras, que había llevado una vida de agitación desordenada, y que trataba de reformarse, y otros detalles que desde el punto de vista de aquellos alados seres sin duda debían de parecerles estúpidos y de poca miga. Pero, sea como sea, se pasó la tarde, y cuando los niños se reunieron otra vez, y Sandy, con una delicadeza que la maestra comprendió perfectamente, se despidió de ellos con toda tranquilidad, en los arrabales del pueblo, les pareció a todos aquel día el más corto de su vida.

Conforme el sol del largo y árido verano iba marchitando las plantas hasta la raíz, la época de colegio de Red-Gulch, para emplear un modismo local, se iba secando también. Un día más, y doña María sería libre ya, o, por lo menos, Red-Gulch no la vería en toda una estación. Sola en la escuela y sentada con la mejilla descansando en su mano, los ojos medio cerrados, mecíase en uno de aquellos ensueños a que, con peligro de la disciplina escolar, se entregaba tan a menudo, desde no hacía mucho tiempo. Con la falda llena de musgos, helechos y otros recuerdos silvestres, se encontraba tan preocupada y metida en sus propios pensamientos, que le pasó inadvertido un suave golpear en la puerta, o bien lo tradujo por una lejana extraña alucinación. Cuando por fin se afirmaba más claramente en ello, sobresaltose, y con ruborizadas mejillas se dirigió a la puerta, preguntando, ¿quién hay?

En el umbral estaba una mujer cuya audacia y vestidura formaban extraño contraste con su ademán irresoluto y lleno de timidez.

La maestra reconoció al primer golpe de vista a la dudosa madre de su anónimo discípulo. Contrariada quizá, tal vez enojada, invitola fríamente a entrar; arreglose instintivamente sus blancos puños y cuello, y recogió su corta falda castamente. Quizá esto fue motivo de que la turbada forastera, después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta, plantada en el polvo, su llamativa sombrilla abierta, y se sentara en el extremo opuesto de un banco inconmensurable. Su voz, al comenzar, era ronca.

–Me han dicho que se va usted mañana a la bahía, y no podía dejarla marchar sin venir a darle las gracias por su bondad para con mi Tomasito.

En opinión de doña María, Tomasito era un buen chico y merecía algo más que el pobre cuidado que de ella podía esperar.

–¡Gracias, señora, gracias!—dijo la forastera, sonrojándose aún a través de los afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de batalla», y procurando en su confusión arrastrar el largo banco más cerca de la maestra.—Le doy a usted las más cumplidas gracias. Y, sin ánimo de lisonja alguna, no hay muchacho viviente más dócil y cariñoso, ni mejor que él. Y… a pesar de lo poco que soy para decirlo, no existe maestra más paciente, más bondadosa, más angelical que la que él ha tenido la feliz estrella de encontrar.

Doña María, sentada muy peripuesta detrás de su pupitre, con una regla al hombro, abrió a esto sus ojos grises, pero guardó silencio.

–Bastante sé—prosiguió rápidamente aquélla,—que mujeres como yo no pueden halagarla. No debía tampoco entrar aquí en mitad del día, pero vengo a pedir un favor, no para mí, señora, no para mí, sino para mi pobre hijito.

Gracias al interés que observó en los ojos de la joven maestra, se animó, y juntando entre las rodillas sus dos manos, enguantadas de color de lila, continuó en tono confidencial:

–Señora, ya ve usted que nadie más que yo tiene derecho sobre el niño, y, sin embargo, yo no soy la persona que debiera educarle. El año pasado tuve intención de llevarle a la escuela, en Frisco, pero, cuando se habló de traer aquí una maestra, esperé hasta que la vi a usted y entonces creí la cosa arreglada y que podía guardar a mi hijo algún tiempo más… ¡Si supiese, señora, lo que él la quiere! Si pudiera oírle hablar de usted a su bonita manera, si él pudiera pedirle lo que ahora le pido yo, sería usted incapaz de oponerse a ello. Es natural—continuó con rapidez, con una voz que tembló extrañamente, entre orgullosa y humilde,—es natural que la ame, señora, pues su padre, cuando le conocí, era un caballero, y es forzoso que el niño me olvide tarde o temprano… así es que no voy a llorar por esto. En una palabra, vengo a pedirle que se encargue de Tomasito, y Dios le bendiga como al mejor, al más querido de sus hijos sobre la tierra… vengo a… pedirle que… le lleve en su compañía.

Y, esto diciendo, la forastera se había levantado, y postrándose de rodillas a sus pies, tenía agarrada la mano de la joven entre las suyas.

–Tocante a dinero, tengo mucho, y todo es de usted y de él, para que lo ponga en un buen colegio, donde pueda verle y ayudarle a… a… a olvidar a su madre. Puede usted hacer con él lo que le parezca; lo peor que haga será bueno, comparado con lo que aprenderá a mi lado. Con tal que no hiciese más que sacarle de esta mala vida, de este pueblo, de este hogar de pena y de vergüenza. ¿Lo hará? ¡Dígame que lo hará! ¿No es verdad? Lo hará; no puede, no debe negármelo. De este modo, mi hijo se hará tan puro, tan dócil como usted misma, y cuando haya crecido le dirá el nombre de su padre, el nombre que hace años no han pronunciado mis labios, el nombre de Alejandro Morton, a quien llaman aquí Sandy. ¡Doña María, no retire su mano! ¡Doña María, contésteme! ¿Se llevará a mi hijo? ¡No vuelva la cara! ya sé que no debería contemplar a una mujer como yo. ¡Pero por Dios, señora, sea clemente! ¡Que esta mujer me deja!

Doña María se levantó, y a la luz del expirante crepúsculo tentó su camino hasta la abierta ventana; allí permaneció en pie, apoyada contra el marco, con los ojos fijos en los últimos rosados matices del crepúsculo. Quedaba todavía algo de aquella luz en su pura y tersa frente, en su níveo cuello, con sus finas manos entrelazadas; pero todo desapareció lentamente. La suplicante se había arrastrado aún de rodillas hasta su lado.

–Ya me hago cargo de que se necesita tiempo para pensarlo. Aguardaré aquí toda la noche; pero no puedo marcharme sin que haya usted resuelto. No me lo niegue ahora. ¿Se lo llevará? lo veo en su hermosa cara, cara semejante a la que he visto algunas noches, soñando. Lo veo en sus ojos, doña María. Va a llevarse a mi hijo.

El postrer rayo del crepúsculo, que serpenteó hasta el cenit, reflejose en los ojos de la maestra con algo de su gloria, fluctuó y apagose desapareciendo en el ocaso. El sol se había puesto en Red-Gulch. En el crepúsculo y silencio la voz de doña María sonó majestuosamente.

 

–Me llevaré al niño; envíemelo esta noche.

Las manos de la afortunada madre alzaron hasta sus labios el borde de la falda de doña María, y de buena gana habría sepultado su ardiente cara en sus virginales pliegues, pero no se atrevió y se puso en pie.

–¿Ese hombre conoce su intención?—preguntó de repente la maestra.

–No; ni le interesa. Ni siquiera ha visto al niño para conocerlo.

–Vaya a verle en seguida, esta noche, ahora mismo. Comuníquele lo que ha hecho. Dígale que me he llevado a su hijo, y hágale saber que jamás debe ver… ver… otra vez al niño. Allí donde vaya éste, él no debe venir; dondequiera que me lo lleve, él no debe seguir. Basta, pues. Estoy cansada y… me queda aún mucha tarea.

Y la acompañó hasta la puerta. En el umbral, la mujer se volvió.

–Buenas noches.

Se hubiera echado a los pies de doña María, pero, en el mismo momento, la joven le tendió sus brazos, estrechó por un momento contra su puro pecho a la pecadora mujer, y después empujó y cerró la puerta con llave.

Sin poder librarse de un repentino sentimiento de responsabilidad, tomó el hereje Bill a la mañana siguiente las riendas de la diligencia Silio Gullon, pues aquel día uno de sus pasajeros era la maestra, doña María. Al enfocar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior, refrenó de repente los caballos y esperó respetuosamente mientras Tomasito saltaba del coche por orden de la maestra.

–La otra mata: no aquélla, Tomasito.

El interpelado sacó su cuchillo nuevo, y cortando una rama de una alta mata de azalea, volvió con ella hacia doña María.

–¿Adelante?

–Adelante.

Y la portezuela de la diligencia cerrose sobre el Idilio de Red-Gulch.

3Diminutivo de Alejandro.
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