La química de la vida

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LA FORJA DE LOS ELEMENTOS

Al perecer, y debido a las intensas y potentes reacciones termonucleares que ocurren en sus entrañas, las supernovas fertilizan y devuelven al espacio interestelar varios miles de masas solares de material enriquecido con elementos pesados. Este descubrimiento, que les valió el Premio Nobel a Fowler y Chandrasekhar, es la médula conceptual de la teoría de la nucleosíntesis estelar. Esta teoría explica satisfactoriamente el origen de todos los elementos químicos que conocemos, es decir, de toda la materia en el universo. En efecto, la generación progresiva de los elementos químicos más ligeros que el hierro (Fe) es un proceso termonuclear exoenergético, lo cual significa que libera energía, y es esta energía la que alimenta y mantiene activa la cascada de la nucleosíntesis hasta llegar al Fe. Por el contrario, la fusión del hierro, que es el paso obligado para continuar la génesis de elementos más pesados, es un proceso que requiere y consume enormes cantidades de energía. En otras palabras, la fusión del Fe es una reacción nuclear endoenergética que en lugar de aumentar la energía de la estrella, la reduce. Esto trae aparejado el agotamiento del combustible así como la disminución en la temperatura y en la presión intraestelar. Cuando esto ocurre sobreviene, en cuestión de segundos, un violento colapso gravitacional y la estrella se contrae produciéndose una explosión llamada de supernova tipo II. La energía liberada es colosal y la estrella brilla por instantes más que una galaxia. Por otra parte, es importante aclarar que no todas las supernovas se convierten en estrellas de neutrones. Se piensa que es posible que muchas de estas estrellas masivas, particularmente las supernovas de tipo II, produzcan agujeros negros que atraparían los elementos pesados producidos por la conflagración. Se sabe que existe un segundo tipo de supernovas llamado uno-a (Ia), las cuales se originan a partir de una enana blanca de un sistema binario, es decir, un sistema de dos estrellas. La enana blanca que se convertirá en supernova captura masa de su compañera y al acercarse al llamado límite de Chandrasekhar (menos de 1.4 masas solares), generará una inestabilidad termonuclear en sus entrañas y explotará como supernova.

En contraste con la evolución de estos colosos estelares, la vida de las estrellas de menor tamaño es más prolongada y tranquila. En efecto, las estrellas como nuestro Sol no explotan, sino que envejecen y mueren lenta y espasmódicamente. Es una agonía lánguida que se asemeja a la extinción de una fogata. Paulatinamente pierden masa de sus capas más externas, expandiéndose y transformándose, primero, en una gigante roja como Betelgeuse en la gran nebulosa de Orión, y más tarde, al morir, en una enana blanca cuyos vestigios son las nebulosas planetarias (figura 1.1). Bautizada con el nombre de uno de los numerosos hijos de Poseidón, el dios del océano, la nebulosa de Orión, el cazador de Hiria, ha sido escudriñada recientemente por el telescopio espacial Hubble. Las imágenes son de una nitidez incomparable y han revelado que en su seno la nebulosa contiene miles de estrellas en formación, es decir, Orión y el resto de nebulosas planetarias son una especie de almácigo y guardería de estrellas recién nacidas (recuérdese que en cosmología, el término recién significa varios millones de años). Es interesante mencionar que la teoría más plausible acerca de cómo se forman las estrellas y los planetas tiene ya más de 200 años. La teoría fue propuesta por el astrónomo y matemático francés Pierre Simón, marqués de Laplace (1749-1827), de quien se cuenta que cuando el emperador Napoleón le preguntó sorprendido por qué durante la lectura de sus libros no había encontrado ninguna mención a Dios, Laplace respondió: “no he tenido la necesidad de plantear esa hipótesis”.

EL CATACLISMO: PRELUDIO DEL RENACIMIENTO CÓSMICO

En las condiciones actuales del universo, la explosión de una supernova es un evento relativamente raro que ocurre con intervalos cercanos a un siglo. Sin embargo, esto no ha sido siempre así. Se calcula que hace aproximadamente de 13 a 15 mil millones de años ocurrió la gran explosión o estallido popularmente conocida por su nombre en inglés como el Big Bang. Este nombre fue acuñado por el inglés sir Fred Hoyle (1915-2001), proponente de la teoría estacionaria y quien lo utilizó durante una entrevista radial en la BBC (The Nature of Things) trasmitida el 28 de marzo de 1949. Este controvertido astrofísico también sentó las bases de la teoría de la nucleosíntesis estelar, que más tarde, como ya hemos visto, les valió el Nobel a Chandrasekar y a Fowler (este último, alumno de Hoyle).

La gran explosión fue un cataclismo sideral que dispersó toda la materia del universo que ahora conocemos, pero que entonces se hallaba hipercondensada en un estado cuántico único. Naturalmente, esto es muy difícil de entender, pero las evidencias que presentan los físicos y astrónomos son bastante convincentes. A este evento los astrofísicos le llaman una singularidad; es decir, un momento en el cual la materia no tiene entorno ni espacio que ocupar; éste, al igual que el tiempo, se crean a medida que el universo se expande. La teoría del Big Bang y la notable idea de que en el principio toda la materia de universo se hallaba apretada y contenida en una especie de átomo primitivo o huevo cósmico, fue propuesta en 1927 por el abad y astrónomo belga Georgiy Lemaître (1894-1966). La teoría de Lemaître fue elaborada por el astrónomo ruso Georgiy Antonovich Gamow (1904-1968), quien si bien estaba equivocado en varios detalles, se encargó de popularizarla. A la fecha, se trata del modelo que brinda las explicaciones más razonables y plausibles acerca del origen y evolución del universo actual, y por ello cuenta con la mayor aceptación entre los cosmólogos contemporáneos.

EL ECO DEL BIG BANG

Como ya dijimos, la teoría del Big Bang postula que, en sus inicios, toda la materia y energía del universo se hallaban condensadas en un volumen infinitesimal y a una temperatura inconcebiblemente elevada. Al cabo del primer segundo, la materia originada por esta gran explosión se había expandido hasta la inmensa distancia de tres años luz, pero el universo era todavía demasiado caliente, un horno de radiación estelar, para que pudiesen formarse los primeros átomos. Recuérdese que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo y, por consiguiente, un año luz es igual a 9.5 x 1017 cm, es decir, 9.5 billones de kilómetros. Por todo lo anterior, las investigaciones teóricas al respecto predecían que a medida que el universo se expande, la radiación que contiene se iría enfriando cada vez más. Esta radiación, que se conoce con el nombre de radiación de fondo de microondas, se produjo durante los primeros segundos del evento, cuando los protones y los electrones del universo temprano se unieron para formar los primeros átomos. De ser esto así, transcurridos unos 15 mil millones de años de expansión, ahora deberíamos estar inmersos en un mar de radiación electromagnética a una temperatura de unos cuantos grados por encima del cero absoluto. Pues bien, esta radiación de fondo, que es algo así como el eco del Big Bang, fue escuchada por primera vez en 1960. Este descubrimiento lo realizaron los físicos Arno Penzias y Robert Wilson, quienes, según refieren los enterados, se toparon con lo que no estaban buscando y al encontrarlo, no supieron lo que habían descubierto. Como quiera que fuese, estos investigadores recibieron el Premio Nobel de Física en 1978. Se trató de uno de los hallazgos más importantes del siglo XX, pues la radiación de microondas resultó ser una especie de remanente o fósil cósmico de la gran explosión. Los estudios de esta radiación de fondo con el satélite COBE (Cosmic Backgroud Explorer) en 1989, no solamente han confirmado la teoría del Big Bang, también han brindado la posibilidad de analizar el movimiento de la Tierra y del sistema solar en el espacio.


Hemos venido diciendo que esta nimaginable explosión inicial del universo es el ancestro común de todas las formas de materia y energía que conocemos a la fecha. En los primeros segundos del suceso, cuando aún no existían galaxias, estrellas y planetas, dieron principio el espacio, el tiempo y la materia; así como la expansión del universo. Este periodo germinal del universo primitivo se ha llamado la fase de la nucleosíntesis primordial, y en ella únicamente se produjeron átomos de hidrógeno (H), helio (He) y trazas de litio (Li), berilio (Be) y boro (B). Es decir, cuando nació el universo solamente se formaron los elementos más ligeros, cuyo número atómico no es mayor a 5, y los átomos más pesados no existían. Se ha propuesto que este universo o sopa cósmica primordial, que sólo contenía unos cuantos elementos químicos y carecía de luz, perduró entre 100 millones y 250 millones de años. Este periodo al que se le conoce como la edad cósmica oscura concluyó con el nacimiento de las primeras estrellas.

A medida que se expandía a partir de su estado primordial uniforme, el universo se fue enfriando y esas temperaturas menores permitieron que en algunas regiones la materia se agregase en enormes grumos o estructuras amorfas que fueron las semillas de las primeras estrellas y galaxias. Este conjunto de estrellas ancestrales también ha sido llamado población estelar tipo III porque carecían de elementos pesados. Sin embargo, es precisamente con esta primera generación de estrellas que da inicio el proceso de evolución cósmica propiamente dicho y la era del renacimiento cósmico. En efecto, dadas las condiciones relativamente magras del universo primitivo, en los albores del renacimiento cósmico se favoreció la formación de estrellas con al menos cien o más veces la masa del Sol. Estos supercolosos ancestrales cuyas temperaturas alcanzaban probablemente hasta los 100 000 grados Kelvin, ionizaron prácticamente todo el H y el He intergaláctico. Además, como resultado de su enorme masa y de las reacciones termonucleares que ocurrían en su interior, la explosión y muerte de estas megasupernovas dispersó al medio interestelar todos los átomos de los elementos químicos conocidos, lo que posibilitó la existencia de toda la materia que nos rodea. Recientemente, los astrónomos han podido observar la explosión de la supernova más brillante jamás antes vista. Se trata de la sn 2006gy, una estrella colosal cuya masa se calcula que era 100 a 200 veces mayor que la de nuestro Sol. Esta megasupernova se observó por primera vez el 18 de septiembre de 2006 y para su estudio se ha utilizando el observatorio de rayos x Chandra (luna en sánscrito), llamado así en honor a S. Chandrasekar. La explosión de la sn 2006gy ocurrió en la galaxia ngc 1260 de la constelación de Perseo, ubicada a aproximadamente 240 millones de años luz de distancia. La conflagración alcanzó su intensidad máxima a los 70 días de iniciada y se ha mantenido brillando, como una supernova típica, por más de ocho meses.

 

Así, en el transcurso de su evolución y en una suerte de alquimia cósmica de naturaleza termonuclear, tanto en el seno de aquellas primeras megaestrellas como en el de las supernovas actuales se ha forjado y continúa produciéndose la materia prima con la cual está formado todo cuanto existe en el cosmos. Todas las cosas están hechas de átomos. Ellos están y son parte de todo lo que nos rodea, no solamente de los objetos materiales, sino también del aire que está entre ellos. Sí, ahí están los átomos, y sólo en las entrañas de las estrellas existen las condiciones propicias para que a partir de las partículas elementales ocurra la generación o nucleosíntesis de todos ellos. En pocas palabras: sin las estrellas no existiría el mundo que nos rodea ni tampoco existiríamos nosotros, los seres humanos, que podemos contemplarlo y embelesarnos de su belleza a la vez que teorizamos sobre su génesis. Aunque parezca un relato de ciencia ficción, cada átomo de carbono en nuestro cuerpo o en cualquier célula de un organismo vivo se ha formado en el interior de una estrella por la colisión e inmediata fusión de tres átomos de helio. Este proceso se conoce con el nombre de captura de helio y así se forman núcleos de elementos progresivamente más pesados hasta culminar con la síntesis de átomos de hierro. Sin embargo, como ya dijimos y como muestra la figura 1.2, por la naturaleza misma del proceso de nucleosíntesis estelar, la abundancia relativa de los elementos de la tabla periódica se reduce significativamente conforme aumenta el número atómico del elemento, el cual expresa el número de protones contenidos en el núcleo de un átomo. Así, por ejemplo, por cada millón de átomos de hidrógeno, la abundancia de elementos comparativamente livianos, como el carbono y el oxígeno (cuyos números atómicos son 6 y 8, respectivamente), es aproximadamente mil veces menor. La cantidad de los elementos más pesados, como el selenio (Se) o el yodo (I), cuyos números atómicos son 34 y 53, respectivamente, es muchísimo más pequeña y se halla en el orden de 100 000 a 10 millones de veces menos que la del hidrógeno.


Figura 1.2. Abundancia cósmica de los elementos químicos.* Los datos se graficaron en relación con el número atómico del elemento y se calcularon a partir de estudios del Sol y de meteoritos. Se puede apreciar que existe una relación inversa entre la abundancia relativa del elemento y su número atómico, es decir, a medida que el valor de este último aumenta, la abundancia del elemento disminuye. Obsérvese que la concentración en el eje vertical se expresa en forma logarítmica, en donde cada intervalo corresponde a un cambio en un factor de diez. Es notable que a partir del hierro la abundancia de los elementos descienda abruptamente. En otras palabras, la abundancia de los elementos más pesados que el hierro es entre 10 000 y un millón de veces menor. Para los expertos, el patrón en zigzag se debe a que las reacciones termonucleares favorecen la formación de núcleos con número atómico par o simétrico de neutrones.

*Modificada de D. R. Altschuler, 2001.

Para saber más:

Arnett, D., y G. Bazan, “Nucleosynthesis in Stars: Recent Developments”, Science, 276, 1997, pp. 1359-1362.

Altschuler, D. R., Hijos de las estrellas. Nuestro origen, evolución y futuro, Madrid, Cambridge University Press, 2001.

Balick, B., y A. Frank, “La muerte de las estrellas comunes”, Scientific American Latinoamérica, 3 (27) 2004. pp. 45-53.

Blanchard, A., El universo. Una explicación para comprender. Un ensayo para reflexionar, 3a. ed. Siglo XXI Editores, 2003.

Carrillo, I., “Hallan registro prehispánico de la explosión de una supernova”, Gaceta UNAM, 4,034, 2007, p. 7.

Fierro, J., El universo, 1a. reimp., México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Garlick, M. A., El universo en expansión, 1a. ed., México, Planeta Mexicana, en español, 2002.

Graves, R., Los mitos griegos, vols. 1 y 2, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

Larson, R. B., y V. Bromm, “The First Stars in the Universe”, Scientific American, 14 (4), 2004, pp. 4-11.

http://nobelprize.org/physics/laureates/1983/.

http://www.berkeley.edu/news/media/releases/2007/05/07_supernova.shtml.

Peimbert, M., “Origen de los elementos y evolución del universo”, en M. Peimbert (comp.), Fronteras del universo, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.

Pérez Mercader, J. ¿Qué sabemos del universo? De antes del Big Bang al origen de la vida, Barcelona, Debate, 2001.

Varios autores, “The Secret Lives of Stars”, Scientific American (edición especial), 14 (4), 2004.

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1 Estas palabras significan la puerta del cielo y según la antigua tradición china, al morir, el espíritu de los emperadores y de otras autoridades de alto rango viajaba al cielo (Tien) cruzando la puerta celestial. Es curioso que además de representar el umbral para iniciar ese viaje sideral, Tien-Kwan indique también el sitio en el cual ocurrió la explosión y muerte de una supernova. [regresar]

CAPÍTULO 2.
LOS LADRILLOS DE LA VIDA


INGREDIENTES BÁSICOS PARA UN ORGANISMO VIVIENTE

Hemos visto que las estrellas, y especialmente las supernovas, son la fuente de todos los elementos químicos del universo, incluyendo aquellos que por ser esenciales y formar parte de la estructura y los mecanismos operacionales que caracterizan a los sistemas vivos, se denominan elementos biogénicos o bioelementos. Es importante puntualizar que los organismos vivos contienen diferentes cantidades de todos los elementos químicos que existen en la Tierra. Estos elementos ingresan al organismo por medio de los alimentos y los líquidos que ingiere y absorbe; o bien, a través del aire que respira. Por ejemplo, en un cuerpo humano adulto promedio, de 70 kg de peso corporal, la cantidad de estroncio es de alrededor de 320 mg, mientras que la de oro y uranio es de siete y 0.07 mg, respectivamente. Sin embargo, e independientemente de su cantidad, estos y muchos otros elementos químicos no desempeñan ninguna función biológica conocida; es decir, no pertenecen al selecto grupo de los bioelementos.

La vida, tal como la conocemos actualmente, tiene una composición química singular. En efecto, sin importar el reino al que pertenezcan: animales, plantas, hongos, protistas y moneras (ver figura 2.1), todos los organismos vivos emplean y requieren sólo unos cuantos elementos o unidades constructivas. A la fecha se tienen evidencias, en algunos casos muy sólidas y en otros no tan consistentes, de que cerca de una tercera parte de los 92 elementos químicos naturales (desde el hidrógeno hasta el uranio) pertenecen a este grupo singular de ladrillos químicos de la vida. Por lo tanto, resultaría relativamente lógico suponer que la vida puede definirse por su composición química; es decir, refiriendo aquellos elementos químicos que son comunes y esenciales a la estructura y función de todas las células conocidas. En un nivel de mayor complejidad, la vida también podría describirse señalando qué moléculas la caracterizan y los mecanismos que subyacen a las funciones que esas moléculas llevan a cabo. Sin embargo, aunque obviamente la vida es un fenómeno químico, su carácter distintivo no reside en la química como tal. Veremos más adelante que una de las singularidades de la vida procede fundamentalmente de sus propiedades informáticas; en otras palabras, un organismo vivo es un complejo sistema que procesa información.


Figura 2.1. Los cinco reinos de la biología. Todos y cada uno de los seres vivos en la biosfera están formados por una de dos clases de células. Las nuestras, las de las plantas y las del resto de animales, hongos y protistas, poseen núcleo y de ahí su nombre de eucariotas (del gr., , bien y káryon, núcleo), que quiere decir células con núcleo verdadero. La otra clase de células, las bacterianas, no tiene un núcleo propiamente dicho y se les llama procariotas. Así pues, procariotas y eucariotas forman los dos grandes sistemas o supergrupos de organismos vivos en la Tierra. Antes de 1970, todas las formas de vida se clasificaban en dos reinos: Animalia y Plantae. A las bacterias, los hongos y a los protistas fotosintéticos se les consideraba plantas, y los protozoarios (del gr., prôtos, primero y zóon, animal) eran clasificados como animales. Fue el ecólogo estadounidense Robert H. Whittaker (1924-1980) quien propuso el esquema actual de clasificación en cinco reinos. Efectivamente, utilizando como criterio si mostraban una organización celular procariótica o eucariótica, Whittaker identificó dos reinos de microorganismos básicamente unicelulares: el Monera y el Protista. El primero consiste en células procarióticas, generalmente unicelulares, mientras que el segundo consta de células eucarióticas, también casi siempre unicelulares. Los tres reinos restantes: Plantae, Fungi y Animalia son eucarióticos y casi todos son multicelulares. El término monera (del gr., monéres, solitario) fue empleado por primera vez por el célebre naturista alemán Ernst Heinrich Haeckel (1834-1919) para referirse a: “la forma más simple de protoplasma libre, sin núcleo”. Este investigador también acuñó el término ecología y es el autor de la popular aunque incorrecta frase: “La ontogenia recapitula a la filogenia”. Haeckel estudió medicina y entre sus maestros se encuentran Rudolph Virchow y Rudolf Albert von Kölliker, fundadores de la patología celular y de la embriología moderna, respectivamente.

Pero antes de volvernos a ocupar de los ladrillos químicos de la vida, conviene recordar la extraordinaria aportación hecha en 1869 por el químico ruso Dmitri Ivanovich Mendeleev (1834-1907).1 Adelantándose 27 años al descubrimiento del electrón por Joseph Thomson (1856-1940) y casi medio siglo antes de que Ernest Rutherford (1871-1937) descubriera el núcleo atómico en 1911, con gran intuición e ingenio, Mendeleev aplicó todo lo conocido hasta ese entonces y predijo lo desconocido. En efecto, a la edad de 35 años y por entonces enfermo, el joven científico pidió a su amigo y colega, el profesor Menshutken, leer ante la Sociedad Química de Rusia su trabajo intitulado “The Dependence Between the Properties of the Atomic Weights of the Elements”. Además de describir las propiedades de poco más de 60 elementos, en ese trabajo Mendeleev estableció las bases de la ley periódica de los elementos y con ello desarrolló el llamado sistema periódico o tabla periódica de los elementos químicos que ahora lleva su nombre (figura 2.2). No es exagerado afirmar que con la aportación de este polifacético científico ruso, no sólo culminó la clasificación definitiva de los citados elementos, sino que también se abrió el paso a los grandes avances experimentados por la química en el siglo xx. En su honor, en 1955, el recién descubierto elemento 101 fue bautizado como mendelevio.

 

Regresemos ahora al propósito central de este capítulo y veamos ese selecto grupo de los llamados bioelementos. Se acepta que un elemento químico es esencial para un organismo biológico cuando la reducción de su aporte o disponibilidad nutricional provoca disfunción, enfermedad o inclusive la muerte del individuo; o bien, cuando dicho elemento es parte integral de una estructura orgánica y vital (figura 2.2). Demostrar que un elemento químico es esencial para la vida, especialmente en los elementos traza y ultratraza, no ha sido fácil y continúa siendo un problema que ha requerido el concurso de diferentes disciplinas del conocimiento científico. Para todos los elementos esenciales se ha establecido una dosis o intervalo de concentración en el cual su ingestión o exposición es segura o está libre de toxicidad. Este intervalo es parte de la denominada curva dosis-respuesta total, la cual tiene la forma de una campana. Esta curva fue propuesta y formulada matemáticamente en 1912 por el químico y biólogo francés Gabriel Bertrand (1867-1962), quien fuera jefe del servicio de química biológica del Instituto Pasteur desde 1900 hasta su muerte. Los extremos inferior y superior de la curva son incompatibles con la vida y corresponden a ingestas deficientes y tóxicas, respectivamente. Estos dos segmentos de la curva son dosis-dependientes y delimitan una meseta que corresponde al intervalo de concentraciones (dosis) en las cuales el elemento en cuestión satisface los requerimientos nutricionales del organismo.


Figura 2.2. La tabla periódica de los elementos. La tabla periódica que aquí se muestra no es exactamente la publicada en 1869 por el renombrado químico ruso Dmitri Ivanovich Mendeleev (1834-1907) y tampoco una de las cerca de 700 variantes que se han propuesto desde entonces. En realidad es una versión simplificada y adaptada para los propósitos del libro. Se conserva la distribución original de los átomos por periodo y por grupo, es decir, por renglón y por columna respectivamente. Por supuesto también se señalan peso y número atómico, así como el símbolo de cada uno de los elementos. Sin embargo, no se muestran los elementos cuyo número atómico es mayor al del lantano 57 (La) y que les da el nombre lantánidos a todos los elementos comprendidos entre éste y el lutecio (Lu), cuyo número atómico es 71. Tampoco aparecen los 14 elementos radioactivos llamados actínidos (del gr., aktinos, rayo), que comprenden desde el torio 90 (Th) al laurencio 103 (Lr), todos ellos producidos por fisión nuclear. Por otro lado, se señalan todos los llamados bioelementos que se mencionan en este capítulo y que están enlistados en el cuadro 2.1. Igualmente, se destacan las diferencias en cuanto a su abundancia relativa en los seres vivos, dividiéndolos en abundantes, menos abundantes y elementos ultratraza (oligoelementos).

El cómo y el porqué éstos y no otros de los demás átomos de los elementos químicos naturales fueron seleccionados para constituir la materia prima de los organismos vivos, son preguntas que aún no tienen una respuesta cabal. Sin embargo, sí está claro que la abundancia relativa del elemento jugó un papel comparativamente menor; mientras que su solubilidad e interacción con el agua, así como el número de protones contenidos en el núcleo (número atómico del elemento) y su densidad de carga, parecen haber sido determinantes.

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