Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Un día después, saltó del lecho, herida y fatigada, con una nueva esperanza. D’Alençon había logrado tender un puente sobre el Sena, con la intención de pasar sus tropas a la otra orilla y atacar París por una zona distinta. Los rumores de la maniobra llegaron hasta el Rey, el cual ¡mandó destruir el puente! Y no fue sólo eso. Se concertó una nueva tregua y se dio por terminada la campaña, prometiendo no molestar París y regresar al valle del Loira, por donde habíamos venido.

Juana, que nunca fue derrotada por el enemigo, cayó a manos de su propio Rey. Una vez afirmó que su único temor era la traición. Acababa de asestarle el primer golpe. La reacción de Juana no se hizo esperar: colgó su armadura en la real basílica de St. Denis y se presentó ante el Rey, pidiéndole que la dejara marchar a su casa. Hizo lo más prudente. Los grandes movimientos militares ya habían terminado, en el futuro la guerra sería a base de escaramuzas que estarían al mando de subalternos, sin que hiciera falta la asistencia de ningún genio militar.

Pero el Rey no quiso dejarla marchar. La tregua no abarcaba toda Francia. Era preciso defender algunas plazas fuertes francesas y Juana podría serle útil al Rey. Eso le dijeron. Lo más probable es que La Tremouille deseara conservarla cerca, para tener la alegría de burlarla una y otra vez. En esos momentos, las Voces le aconsejaron: «Permanece en St. Denis», sin darle más explicaciones. Para ella, tenían más fuerza que el mandato del Rey, puesto que venían de Dios. Juana resolvió quedarse en St. Denis, a las puertas de París. Enterado La Tremouille, convenció al Rey para que no la dejara allí, a sus espaldas y la obligara a abandonar la zona, acompañando a la Corte. Juana tuvo que rendirse, pues se encontraba todavía enferma e indefensa. Después, en el Gran Proceso, declaró que la habían hecho abandonar St. Denis contra su voluntad y la de sus Voces, y que, de no estar herida, no habrían logrado arrancarla de allí.

Tampoco sabemos la razón por la que las Voces le ordenaron permanecer en St. Denis, pero lo cierto es que si la hubieran dejado obedecer, la historia de Francia habría sido distinta a la que conocemos. Esa es la pura verdad.

El 13 de noviembre, un ejército triste y desmoralizado emprendió la marcha sin música ni ruido de tambores. Aquello parecía un cortejo fúnebre largo y desolador, contemplado con pena por los franceses y con regocijo por los enemigos. Así hasta que llegamos a Gien. La misma plaza de la que salimos meses antes, jubilosos, camino de Reims. Entonces, con las banderas desplegadas y el acompañamiento de marchas vibrantes, resplandecientes por la victoria de Patay, recibíamos el público homenaje de las multitudes agradecidas. Ahora, caía una lluvia gris, el día estaba oscuro, los cielos enlutados y los espectadores, escasos. La única bienvenida era el silencio y las lágrimas.

El Rey no tardó en licenciar aquel ejército de héroes, que plegó sus banderas y abandonó las armas: la desgracia de Francia era, otra vez, completa. La Tremouille se ciñó la corona del’ triunfo, Juana de Arco, la invencible Doncella, había sido derrotada.

49

Las cosas ocurrieron como he dicho. Juana tuvo en su mano la liberación de París y de toda Francia. Pudo decirse que tuvo a sus pies el final de la «Guerra de los Cien años». Pero el rey le obligó a abrir la mano y levantar el pie. Después de los hechos narrados vinieron ocho meses deambulando con la Corte, alegre y fastuosa, bailarina y picarona, dada a las partidas de caza y a las burlas, coplera y disipada. Iba de ciudad en ciudad, de castillo en castillo. Una vida placentera y agradable para los soldados de la escolta, entre los que nos contábamos, pero no para Juana. Sin embargo, ella no participaba en aquel ambiente, lo contemplaba como espectadora. El Rey hizo lo posible para que Juana se divirtiera y fuera feliz. Incluso la liberó de las ceremonias y normas cortesanas que debían seguir todos los demás. Su única obligación era la de cumplimentar al Rey una vez al día. Se pasaba todo el tiempo recluida en el sector reservado a ella, entre pensamientos y devociones que alternaba con algunos ratos en los que imaginaba arriesgadas tácticas militares, que ya nunca podría dirigir. Con la imaginación organizaba grupos de ejército, marchas y puntos de encuentro con el enemigo y formaciones de batalla. Era la única distracción para su tristeza y forzada inactividad, en la que se refugiaba como descanso de la mente y alegría para su corazón. Nunca se quejaba. No fue su costumbre. Prefería sufrir en silencio, pero daba la impresión de ser un águila enjaulada que languidecía por falta de aire puro, lejos de las cumbres, perdida la inefable sensación de libertad.

Francia estaba infestada de bandas de ladrones y soldados desmandados dispuestos a cometer cualquier atropello. También subsistían fortalezas borgoñas rebeldes, que muchas veces era preciso reducir por las armas. En estas ocasiones, le autorizaban a Juana que asaltara dichas plazas, lo que suponía para ella una fuente de emociones para el cuerpo y espíritu que la llenaba de satisfacción. Aquello le recordaba los viejos tiempos. Impresionaba verla conducir un asalto detrás de otro, sin desanimarse bajo la tempestad de proyectiles lanzados por el enemigo. En una ocasión, en vista del peligro y como estaba herido, el veterano D’Aulon tocó retirada, temiendo por la vida de Juana, que el Rey puso bajo su custodia. Juana y su escolta personal nos encontrábamos luchando y, movidos por su ejemplo, continuamos la pelea sin hacer caso. D’Aulon regresó y ordenó a Juana cesar el combate, añadiendo que debía de estar loca para seguir en aquel lugar con sólo una docena de hombres. Los ojos de la Doncella brillaron con extraño fuego y se volvió hacia él, gritando:

—¡Una docena de hombres! ¡Por Dios, si tengo cincuenta mil! ¡Y no me moveré de aquí hasta conquistar la plaza! ¡Tocad a carga!

Todos nosotros nos lanzamos sobre las murallas y la fortaleza cayó en nuestras manos. El viejo D’Aulon se quedó viendo visiones. Pero lo que Juana quiso decir fue que reunía en su corazón la fuerza de 50 000 hombres, expresión simbólica que resultaba la frase más cierta que nunca se pronunciara.

Poco después, participamos en otro asalto cerca de Lagny, donde cargamos cuatro veces en campo abierto contra fuerzas borgoñonas atrincheradas. Por fin las derrotamos, capturando al desalmado facineroso, azote de la región, Franquet D’Arras.

De vez en cuando surgían incidentes de parecida índole que animaban el ambiente, hasta que, al fin, a finales de mayo de 1430, llegados a las cercanías de Compiègne, Juana resolvió acudir en ayuda de la ciudad, cercada por tropas del duque de Borgoña. Yo, convaleciendo de una herida reciente, no podía montar a caballo sin ayuda, de modo que el bueno del «Enano» me llevó a la grupa, agarrándome en sus manos. Salimos a media noche, bajo un negro aguacero de lluvia tibia, cabalgando despacio y en silencio, con el fin de traspasar las líneas enemigas. Tan sólo una vez nos dieron el alto. No respondimos, sino que aguantamos la respiración y continuamos el camino, sin otro incidente. Hacia la hora de las primeras luces, alcanzamos Compiègne. Las operaciones comenzaron inmediatamente. El plan concertado entre Juana y el capitán que defendía la ciudad, Guillermo de Flavy, incluía una salida contra el enemigo, apostado en tres cuerpos, al otro lado del río Oise, en la planicie. Desde nuestra posición, un puente controlado por nosotros nos comunicaba con una de las puertas de la ciudad. Al final del puente, en la orilla opuesta, una «bastilla» cumplía la misión de defenderlo, cubriendo, además, un camino que se abría por la llanura y alcanzaba hasta la villa de Marguy, ocupada por los borgoñones. También contaban ellos con Clairoix, un par de millas más arriba, mientras el ejército inglés dominaba Venette, una milla y media más abajo. Todas estas fuerzas estaban dispuestas en forma parecida a la de un arco provisto de su flecha. El camino real, extendido por la llanura, era la flecha. Nuestra bastilla, el extremo emplumado que da la dirección al asta. Marguy la punta de la flecha, y Venette y Clairoix, los dos extremos del arco.

El proyecto de Juana consistía en salir en derechura por el camino de Marguy, tomar la villa al asalto y luego volver rápidamente hacia Clairoix, subiendo por la derecha, capturando este campamento del mismo modo, para, después, enfrentarse a la retaguardia en duro combate, ya que el duque de Borgoña se encontraba detrás de Clairoix con fuerzas de reserva. El capitán Flavy, con artillería y arqueros, debería impedir a las tropas inglesas que ocuparan el camino, manteniéndolo despejado, por si Juana lo necesitaba en caso de emergencia. Además, una flota de barcas escondidas estaban situadas junto a la bastilla, como ayuda adicional, para el caso de que fuera necesaria la retirada.

Era el 24 de mayo. Juana partió a la cabeza de un cuerpo de caballería compuesto de 600 hombres… fue su última marcha en este mucho… Recordarlo me produce un gran dolor. Como estaba herido, me encaramé a las almenas de las murallas de Compiègne, a donde me condujeron para presenciar el combate. Desde allí pude ver gran parte de lo que sucedió. El resto me lo contaron testigos presenciales.

Juana cruzó el puente, hacia el lado opuesto, dejando a sus espaldas la bastilla y continuó avanzando por el camino de Marguy, con sus jinetes muy cerca. Sobre la armadura llevaba una preciosa capa de plata bordada con reflejos dorados. Yo la veía agitarse, subir y bajar como una pequeña lengua blanca, animada por la luz del día, claro y diáfano, que permitía una total visibilidad de la llanura. Las tropas inglesas comenzaron a moverse en perfecto orden, al mismo tiempo que Juana atacaba a los borgoñones de Marguy, siendo rechazada al primer envite. Después, pude observar al resto de los borgoñones de Clairoix salir a campo abierto. Juana reagrupó a sus hombres y volvió al ataque por segunda vez. En estos dos asaltos se perdió demasiado tiempo, un tiempo precioso… Los ingleses, desde Vanette, se aproximaban al camino de Marguy, defendido por nuestra bastilla, que abrió fuego contra ellos, frenando su avance. En vista de la situación, Juana animó a sus fuerzas, con inspiradas palabras, y dirigió una última carga, que incontenible, desarboló las defensas de Marguy, que fue nuestro. Giró inmediatamente a su derecha, no tardando en abordar a las tropas borgoñonas de Clairoix que acababan de llegar. Los dos ejércitos se precipitaron el uno contra el otro, en un agrio combate de alternativas inciertas para los contendientes. De repente, se produjo el pánico en las filas francesas. Unos afirman que la causa fue la creencia de nuestra vanguardia en una maniobra inglesa impidiéndoles la retirada. Otros dicen que en retaguardia se corrió la voz de que Juana había sido muerta. Sea como fuere, los nuestros huyeron en desbandada en busca del camino de Marguy, mientras Juana intentaba detenerlos para continuar al ataque, gritando que tenían asegurada la victoria, pero todo en vano. Los franceses pasaron sobre ella como una marea incontenible. El veterano D’Aulon le rogó que se pusiera a salvo mientras era posible, pero ella se negó, de modo que el viejo soldado agarró su caballo por la brida y la obligó a retroceder, a su pesar. Así, llegaron en completo desorden al camino, próximos a la bastilla francesa, que detuvo su fuego de artillería contra los ingleses que la acosaban, por miedo a herir a los nuestros en retirada. Por consiguiente, las tropas borgoñonas e inglesas encerraron en maniobra envolvente a las fuerzas de Juana que, entre el camino y la bastilla, lucharon heroicamente contra los enemigos que les asediaban por los dos lados, atrapados, hasta que fueron cayendo uno a uno. El capitán Flavy, que vigilaba desde las murallas de la ciudad, ordenó retirar el puente levadizo, con lo cual, ni siquiera cabía la esperanza, a los supervivientes que aún rodeaban a Juana, de refugiarse tras los muros de Compiègne. Su reducida guardia personal menguaba a ojos vista. Los hermanos de Juana cayeron heridos, Noel Reinguesson recibió grave castigo al proteger con su cuerpo a Juana de los golpes que llovían sobre ella. Solamente quedaban El Enano y El Paladín, que siguieron luchando con valor escalofriante. Parecían dos torres de granito, salpicados de sangre, sin ceder ni un paso. Allí donde se abatían el hacha del uno y la espada del otro, los enemigos caían fulminados. Así encontraron su final, combatiendo, leales a su deber hasta el último momento, aquellas almas sencillas y buenas. ¡Que sus espíritus descansen en paz! Les tenía gran cariño.

 

Inmediatamente después se escuchó un alarido triunfal y un tropel de soldados acometieron a Juana que seguía defendiéndose con denuedo y habilidad, hasta que, agarrada por la capa, fue derribada del caballo y hecha prisionera. La condujeron al campamento del duque de Borgoña, seguida por el ejército victorioso, rugiendo de alegría.

La terrible noticia corrió como el rayo por todas partes, de boca en boca. La gente quedaba como fulminada. Murmuraban como en una pesadilla: «¡La Doncella de Orleáns, apresada!… ¡Juana de Arco, prisionera!… ¡Hemos perdido a la liberadora de Francia!». Parecía como si no pudieran comprender que Dios hubiera permitido algo tan espantoso. En Tours y en otras muchas ciudades las colgaduras negras y crespones de luto cubrían los edificios desde el tejado al suelo. Pero esto no era nada comparado con el luto que inundó los corazones de los aldeanos franceses. La desolación general era imposible de explicar a un extraño ¡El espíritu de una nación entera estaba cubierto de negros crespones! Estamos en el 24 de mayo. Dejaremos que caiga el telón una vez terminado el más patético, asombroso y extraño drama militar nunca representado en ningún escenario humano. Juana de Arco no volvió a cabalgar jamás.

****

TERCERA PARTE

50

No puedo resistir que se hable con ligereza de la vergonzosa historia ocurrida durante el verano y el invierno que siguieron a la captura de Juana de Arco. Por lo que a mí se refiere, no me preocupé demasiado al principio del episodio, pues aguardaba oír, de un momento a otro, que solicitaban un rescate por Juana y que el Rey —o, mejor, toda Francia, agradecida— se iban a apresurar a pagarlo.

Según las normas de la guerra, a Juana no se le podía negar el derecho al rescate. Ella no era una rebelde, sino un soldado del ejército real, General en Jefe por orden del Rey, que no había faltado nunca a las leyes militares, de modo que nadie la podía retener a la fuerza si pagaban el rescate. Pero los días pasaban y no se mencionaba nada de rescates. Me resultaba increíble, pero ésa era la verdad. ¿Sería la influencia del malvado Tremouille sobre el Rey? Lo único seguro es que el monarca no hizo la menor oferta, ni gestión alguna, para salvar a la muchacha que tanto había hecho por él.

Por desgracia, los enemigos se estaban dando bastante prisa. La noticia de la captura de Juana llegó a París al día siguiente de ocurrir el hecho. Ingleses y borgoñones celebraron ruidosamente el episodio feliz, lanzando las campanas al vuelo en acción de gracias. Con toda rapidez, el Vicario General de la Inquisición envió un mensaje al duque de Borgoña, exigiendo la entrega de la prisionera a la jurisdicción eclesiástica, para ser juzgada como idólatra.

Los ingleses aprovecharon esta oportunidad, ya que fueron ellos los que urdieron la trama, y no la Iglesia, que fue utilizada como tapadera. La razón es simple: Inglaterra podía ejecutar físicamente a Juana, pero el tribunal de la Iglesia estaba en condiciones de eliminarla moralmente, y esto era lo que se pretendía. Matar a Juana de Arco la convertiría en heroína y mártir, mientras que declararla idólatra, bruja, hereje y enviada por Satanás acabaría con el «mito» de la «enviada del cielo» para siempre. De este modo, Juana, que era el verdadero enemigo a batir por los ingleses, iba a ser eliminada de la acción, recobrando enseguida Inglaterra su perdida supremacía militar y política.

El duque de Borgoña escuchaba… a la espera de acontecimientos. No dudaba de que el Rey de Francia, o el pueblo unánime, aceptarían pagarle un precio más alto que los ingleses. Conservó a Juana incomunicada en una fortaleza segura y continuó aguardando semana tras semana. Como aristócrata francés, le avergonzaba un tanto venderla a los ingleses. A pesar de todo, no le llegó ninguna oferta del bando francés.

Juana mantenía vivo su carácter. Un día logró burlar a su carcelero, y no sólo se escurrió de la celda, sino que encerró dentro de ella al guardián. Quiso la mala fortuna que al escapar la viera un centinela y así, fue de nuevo apresada y conducida otra vez a la prisión. En vista del hecho, la condujeron al castillo de Beauvoir, todavía más seguro que el anterior. Los hechos ocurrieron en agosto, cuando Juana llevaba más de dos meses de cautiverio. Allí era celosamente custodiada, en un torreón de sesenta metros de altura. Durante unos tres meses, consumida por la impaciencia, alcanzó a comprender que los ingleses, amparados con el pretexto de la Iglesia, estaban comerciando con ella como si se tratara de un caballo o un esclavo. Se dio cuenta de que Francia guardaba silencio, que el Rey, guardaba silencio. Y también todos sus amigos. Sí, el espectáculo era lamentable.

A pesar de su desánimo, cuando se enteró de que Compiègne había sido cercada y que sería, probablemente, conquistada y sus habitantes, hasta las mujeres y niños, pasados por las armas, según promesa de los sitiadores, hirvió su sangre en las venas. No pudo resistir la prisión y con las ropas de su cama preparó una soga, con la cual, esa misma noche, pudo abandonar su celda. En plena acción, la cuerda se rompió, quedando malherida en el suelo. Estuvo tres días sin conocimiento y no toleraba alimento alguno.

En esos momentos, llegaron a Compiègne los refuerzos del Conde de Vendôme, salvando a la ciudad del asedio. Aquello supuso un desastre para el duque de Borgoña, necesitado entonces de fuertes sumas de dinero. Era el momento de aumentar el precio por Juana de Arco. Los ingleses enviaron a cerrar el trato a un obispo francés, el infame Pierre Cauchon, de Beauvais. Si lograba éxito en su misión, el Arzobispado de Rouen sería suyo. Reclamó el derecho a presidir el proceso eclesiástico de Juana, alegando que el lugar donde fue apresada caía dentro de su diócesis.

Siguiendo las costumbres de aquellos tiempos, el rescate de un príncipe real estaba fijado en la suma de 10 000 libras de oro, es decir, 61 125 francos. Si alguien la ofrecía no era nunca rechazada. Cauchon fue portador del encargo en nombre de los ingleses: diez mil libras por la Doncella. ¡Un rescate de príncipe real a cambio de la pobre campesina de Domrémy! Revela, curiosamente, lo importante que era para los ingleses. La cantidad fue aceptada: Juana de Arco, la Libertadora de Francia… ¡Vendida a sus enemigos, a los enemigos de su país! Los mismos que habían golpeado, arrasado y maltratado a Francia durante un siglo, convirtiendo el asunto en una especie de juego para entretener el ocio. Juana fue vendida por un aristócrata francés a un obispo francés, con la ingrata complicidad de un rey francés y de la nación francesa, que permanecieron en silencio.

Y… ella. ¿Qué dijo ella? Nada. Ni un reproche salió de sus labios. Era demasiado noble para algo así. Era Juana de Arco. Con eso queda todo dicho. Como soldado, su trayectoria resultaba intachable. En ese aspecto, nadie podía pedirle cuentas. Hacía falta buscar un pretexto y, como ya aclaré antes, lo encontraron. Sería juzgada por clérigos, acusada de crímenes contra la religión. Y si no se descubría ninguno, pues lo inventarían. Allí estaba el infame Cauchon para hacerlo.

La ciudad de Rouen se eligió como lugar del proceso. Representaba el mismo centro del poderío inglés. Sus habitantes llevaban tantos años sometidos a los ingleses, que apenas podían ser considerados franceses, salvo por la lengua. La plaza fuerte se encontraba celosamente guarnecida. Juana fue llevada allí a finales de diciembre de 1430 y encerrada en un calabozo. ¡Cubrieron de cadenas aquel espíritu libre!

Y Francia continuaba insensible. ¿Cómo puede explicarse? No veo más que una forma: recordaréis que cuando Juana abandonaba el combate, los franceses huían y se acobardaban. Al contrario, si Juana los arengaba, al frente de ellos, arrollaban todo obstáculo, mientras veían su plateada armadura o su estandarte. Al ser herida o correrse la voz de que había muerto —como sucedió en la batalla de Compiègne—, cundía el pánico, huyendo todos como una manada de corderos. Todavía no se encontraban seguros de sí mismos. Conservaban el ánimo servil, después de muchos años y generaciones de fracasos, y la desconfianza en sus jefes, nacida de la amarga experiencia en la traición y la cobardía. Sus reyes fueron traidores a los nobles señores y a sus generales, mientras éstos eran también traidores al Rey y entre ellos mismos. Los soldados descubrieron que podían confiar sólo en Juana y en nadie más. Con su captura, todo estaba perdido. Ella era como el sol que derrite la nieve y la hace hervir. Apagado el sol, el agua volvía a helarse. El ejército y toda Francia tomaban su forma anterior, convirtiéndose en cuerpos muertos… Incapaces de vida, de esperanzas, alegrías y ambiciones.

51

Mi herida me producía molestias que se alargaron hasta principios de octubre. Por entonces, el tiempo fresco me ayudó a recobrar mi vitalidad y fuerza. Durante esos días circularon rumores de que el Rey se disponía a rescatar a Juana. Me los creí. Yo era joven y aún no había descubierto las pequeñas mezquindades de la miserable raza humana, que tan pagada está de sí misma y tan superior se cree.

Pero en octubre ya me encontraba dispuesto a nuevas acciones de guerra, participando en dos escaramuzas. Muy pronto, el 23, fui nuevamente herido. Como veis, mi suerte había cambiado. En la noche del 25, los sitiadores de Compiègne levantaron el campo y escaparon. En la confusión, uno de sus prisioneros franceses huyó, refugiándose en la ciudad. Entró con paso vacilante en mi habitación. Un ser destruido, pálido y con el aire más patético que podáis imaginar.

—Pero… ¿cómo podía ser? ¡Era Noel Rainguesson, y estaba vivo!

Sí que era él. Nuestro encuentro fue alegre, como es de suponer, pero también triste. No nos atrevíamos a pronunciar el nombre de Juana. Hablábamos de «ella», pero su nombre no nos salía. Comentamos que el viejo D’Aulon, autorizado por el duque de Borgoña, continuaba a su servicio. Juana era tratada con el respeto debido a su rango y a su carácter de prisionera de guerra, capturada en una batalla honrosa. En el mismo plan siguió —como supimos después— hasta caer en las manos de aquel maldito Pierre Cauchon, obispo de Beauvais.

 

Noel dedicó palabras de alabanza y afecto a nuestro viejo y fanfarrón abanderado, reducido para siempre al silencio. Terminaron sus batallas, reales o imaginarias. Había acabado su tarea, cerrando su vida con honor.

—Y aún, al final, tuvo suerte —explicaba Noel con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Siempre la tuvo! ¡Ofrecía una imagen espléndida ante los ojos del público, admirado en todas partes! Se le presentaban ocasiones de realizar hazañas vistosas, y las llevaba a cabo. Le pusimos el título de Paladín en broma, pero después lo mereció por justicia… Y, por fin, murió con la armadura puesta, fiel a su cometido, con el estandarte en la mano, ante la mirada aprobadora de Juana de Arco. Sorbió la copa de la gloria hasta la última gota. Se ha ido alegremente en busca de la paz eterna, sin contemplar todo el desastre que vino después. ¡Qué suerte! ¡Qué suerte! Mientras nosotros… ¿Qué pecado hemos cometido para continuar aquí vivos…? ¿No merecemos el derecho a una muerte así de feliz?

Luego, continuó:

—Arrancaron de sus manos exangües el sagrado estandarte y se lo llevaron junto a su dueña, como preciados trofeos. Pero no lo conservan ya. Hace un mes, con riesgo de nuestras vidas, mis compañeros de prisión y yo conseguimos apoderarnos de él, haciéndolo llegar a escondidas a manos amigas, que ocultaron el estandarte y lo depositaron en la Tesorería de la ciudad de Orleáns, donde se encuentra, para siempre, a salvo.

Me alegró mucho aquella noticia. He tenido ocasión de contemplarlo muchas veces, aprovechando las invitaciones honoríficas de la ciudad Orleáns, como huésped predilecto en la conmemoración del 8 de mayo. Me dedicaron los homenajes una vez muertos los hermanos de Juana. El estandarte sigue allí, conservado por el amor y el respeto de los franceses, y permanecerá hasta dentro de mil años, es decir, mientras quede una brizna de su tejido.

Dos o tres semanas más tarde de esta conversación, nos llegó como el estampido de un trueno la tremenda noticia: ¡Juana de Arco vendida a los ingleses!

Nunca hubiéramos creído semejante cosa. ¡Éramos tan jóvenes! Sabíamos poco de la condición humana, como dije antes. Nos sentíamos tan orgullosos de nuestro país, de la nobleza de sentimientos franceses, del espíritu agradecido y magnánimo del pueblo… No esperábamos demasiado del Rey… pero de Francia… Sí, ¡lo esperábamos todo! Sabíamos que en muchas ciudades leales, los sacerdotes se lanzaron a la calle en pública manifestación, solicitando donaciones para reunir fondos y comprar el rescate de la enviada del cielo y liberadora de Francia. Ni por un momento dudamos que se lograría allegar la cantidad precisa. Pero, ante la noticia, estuvimos seguros de que todo había terminado. Sin remisión. Fueron días amargos para nosotros. Hasta el cielo nos parecía de luto. La alegría desapareció de nuestros corazones.

Noel me cuidaba pacientemente, días y semanas que se nos hacían largas y tristes. A finales de enero me encontraba ya repuesto. Al verme restablecido, me preguntó:

—¿Nos iremos ahora?

—Sí.

No hacían falta más explicaciones. Nuestros sentimientos y nuestra razón estaban en Rouen, pero ahora se trataba de trasladar allí nuestras personas. Lo que más amábamos en el mundo se encontraba encerrado en aquella fortaleza. No podíamos ayudarla, pero nos consolaba tenerla cerca y observar los muros de piedra que la guardaban. El peligro era que nos hicieran prisioneros también a nosotros. Pero, en fin, nos pusimos en manos del destino, o mejor, de la Providencia.

De modo que partimos. No nos dábamos cuenta del cambio operado en el país. Caminábamos libremente y sin obstáculos por todas partes. Cuando Juana de Arco dirigía sus campañas, se percibía el terror de sus enemigos en pueblos y ciudades. Ahora que la tenían prisionera, el temor desaparecía. No tardamos en descubrir que podíamos navegar por el Sena sin necesidad de fatigarnos. Así, nos embarcamos en un bote, llegando a una legua de Rouen. Desembarcamos en la orilla opuesta a las colinas, llana como el suelo de una casa. El problema fue entrar en la ciudad, cuyas puertas estaban severamente vigiladas. Los guardias no dejaban entrar a nadie que no se identificara, con el fin de impedir cualquier intento de liberar a la Doncella.

Así, nos instalamos con una familia de campesinos a los que ayudábamos en las faenas de la tierra, a cambio de cobijo y comida. Pronto nos hicimos amigos de ellos y, una vez ganada su confianza, les confesamos quiénes éramos y lo que nos proponíamos realizar. Resultaron ser buenos franceses y prometieron ayudamos. Enseguida trazamos el plan. Era sencillo. Les acompañaríamos a conducir el rebaño de ovejas al mercado de la ciudad, vestidos con las mismas ropas de campesinos que ellos. Una mañana muy temprano, bajo una llovizna lánguida, traspasamos las temibles puertas sin que nadie nos molestara.

Nuestros amigos conocían una familia de confianza que habitaba encima de una pobre taberna. Era un edificio alto y de forma extraña, situado en una de las callejas estrechas que descienden al río desde la catedral. Nos acogieron con afecto en casa de los Pierrons, gente que simpatizaba con nuestra causa y con la que no fue necesario guardar ningún secreto.

52

Tuvimos el problema de encontrar algún medio de ganar nuestro sustento. Cuando los Pierrons supieron que yo era capaz de leer y escribir, intercedieron por mí ante su confesor y éste me recomendó a un buen sacerdote, llamado Manchon, que ejercería después el cargo de secretario en el Gran Proceso contra Juana de Arco. Mi posición era comprometida… era empleado del secretario… Y peligrosa, en el caso de que alguien descubriera mis simpatías hacia la procesada y mi anterior papel a su servicio… Pero no existía problema serio.

Manchon, en su interior, albergaba sentimientos amistosos hacia Juana y nunca me traicionaría. Por otra parte, prescindí de mi apellido, utilizando sólo el nombre de pila, como era habitual entre la gente de clase baja. Trabajé para Manchon a sus órdenes directas. Durante los meses de enero y febrero le acompañé varias veces a la fortaleza donde se encontraba Juana, aunque no al calabozo en el que estaba recluida. De modo que no tuve ocasión de verla.

Manchon me informó sobre lo acaecido antes de mi llegada. Desde que logró comprar a Juana, Cauchon se dedicó ardientemente a prepararse un jurado dispuesto a secundarle en su propósito de destruir a la Doncella. Con estos afanes pasó varias semanas. De la Universidad de París le fueron enviados algunos eclesiásticos, letrados y de confianza, para lograr los fines perseguidos. Por su parte, después de insistente búsqueda, consiguió aumentar el número de miembros del jurado con personajes prestigiosos y dóciles, hasta reunir un impresionante Tribunal formado por más de cincuenta nombres distinguidos. Eran nombres franceses, pero con intereses y simpatías ingleses.

Llegó de París un alto representante de la Inquisición, ya que la acusada iba a ser juzgada según fórmulas de este Tribunal. Pero el enviado resultó hombre honrado y recto, puesto que declaró abiertamente que aquel Tribunal no le parecía competente para actuar en aquel caso y se negó a formar parte de él. En el mismo sentido de honestidad personal se pronunciaron otros dos o tres miembros del jurado.

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»