Crimen y castigo

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‑Todo eso no nos incumbe ‑volvió a decir el secretario.

‑Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero permítame que les dé ciertas explicaciones.

Raskolnikof seguía dirigiéndose al comisario y no al secretario. También procuraba atraerse la atención de Ilia Petrovitch, que, afectando una actitud desdeñosa, pretendía demostrarle que no le escuchaba, sino que estaba absorto en el examen de sus papeles.

‑Permítame explicarle que hace tres años, desde que llegué de mi provincia, soy huésped de esa señora, y que al principio… , no tengo por qué ocultarlo… , al principio le prometí casarme con su hija. Fue una promesa simplemente verbal. Yo no estaba enamorado, pero la muchacha no me disgustaba… Yo era entonces demasiado joven… Mi patrona me abrió un amplio crédito, y empecé a llevar una vida… No tenía la cabeza bien sentada.

‑Nadie le ha dicho que refiera esos detalles íntimos, señor ‑le interrumpió secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disimulada‑. Además, no tenemos tiempo para escucharlos.

Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo fogosamente.

‑Permítame, permítame explicar, sólo a grandes rasgos, cómo ha ocurrido todo esto, aunque esté de acuerdo con usted en que mis palabras son inútiles… Hace un año murió del tifus la muchacha y yo seguí hospedándome en casa de la señora Zarnitzine. Y cuando mi patrona se trasladó a la casa donde ahora habita, me dijo amistosamente que tenía entera confianza en mí; pero que desearía que le firmase un pagaré de ciento quince rublos, cantidad que, según mis cálculos, le debía… Permítame… Ella me aseguró que, una vez en posesión del documento, seguiría concediéndome un crédito ilimitado y que jamás, jamás… , repito sus palabras… , pondría el pagaré en circulación. Y ahora que no tengo lecciones ni dinero para comer, me exige que le pague… Es inexplicable.

‑Esos detalles patéticos no nos interesan, señor ‑dijo Ilia Petrovitch con ruda franqueza‑. Usted ha de limitarse a prestar la declaración y a firmar el compromiso escrito que se le exige. La historia de sus amores y todas esas tragedias y lugares comunes no nos conciernen en absoluto.

‑No hay que ser tan duro ‑murmuró el comisario, yendo a sentarse en su mesa y empezando a firmar papeles. Parecía un poco avergonzado.

‑Escriba usted ‑dijo el secretario a Raskolnikof.

‑¿Qué he de escribir? ‑preguntó ásperamente el denunciado.

‑Lo que yo le dicte.

Raskolnikof creyó advertir que el joven secretario se mostraba más desdeñoso con él después de su confesión; pero, cosa extraña, a él ya no le importaban lo más mínimo los juicios ajenos sobre su persona. Este cambio de actitud se había producido en Raskolnikof súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si hubiese reflexionado, aunque sólo hubiera sido un minuto, se habría asombrado, sin duda, de haber podido hablar como lo había hecho con aquellos funcionarios, a los que incluso obligó a escuchar sus confidencias. ¿A qué se debería su nuevo y repentino estado de ánimo? Si en aquel momento apareciese la habitación llena no de empleados de la policía, sino de sus amigos más íntimos, no habría sabido qué decirles, no habría encontrado una sola palabra sincera y amistosa en el gran vacío que se había hecho en su alma. Le había invadido una lúgubre impresión de infinito y terrible aislamiento. No era el bochorno de haberse entregado a tan efusivas confidencias ante Ilia Petrovitch, ni la actitud jactanciosa y triunfante del oficial, lo que había producido semejante revolución en su ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza! ¡Qué le importaban las arrogancias, los oficiales, las alemanas, las diligencias, las comisarías… ! Aunque le hubiesen condenado a morir en la hoguera, no se habría inmutado. Es más: apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo, jamás sentido y que no habría sabido definir, se había producido en su interior. Comprendía, sentía con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente con nadie, hacer confidencia alguna, no sólo a los empleados de la comisaría, sino ni siquiera a sus parientes más próximos: a su madre, a su hermana… Nunca había experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho de que él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado, sino de una sensación, la más espantosa y torturante que había tenido en su vida, aumentaba su tormento.

El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de declaración utilizada en tales casos. «No siéndome posible pagar ahora, prometo saldar mi deuda en… (tal fecha). Igualmente, me comprometo a no salir de la capital, a no vender mis bienes, a no regalarlos… »

‑¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de las manos ‑dijo el secretario, observando a Raskolnikof atentamente‑. ¿Está usted enfermo?

‑Si… Me ha dado un mareo… Continúe.

‑Ya está. Puede firmar.

El secretario tomó la hoja de manos de Raskolnikof y se volvió hacia los que esperaban.

Raskolnikof entregó la pluma, pero, en vez de levantarse, apoyó los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos. Tenía la sensación de que le estaban barrenando el cerebro. De súbito le acometió un pensamiento incomprensible: levantarse, acercarse al comisario y referirle con todo detalle el episodio de la vieja; luego llevárselo a su habitación y mostrarle las joyas escondidas detrás del papel de la pared. Tan fuerte fue este impulso que se levantó dispuesto a llevar a cabo el propósito, pero de pronto se dijo: «¿No será mejor que lo piense un poco, aunque sea un minuto… ? No, lo mejor es no pensarlo y quitarse de encima cuanto antes esta carga.

Pero se detuvo en seco y quedó clavado en el sitio. El comisario hablaba acaloradamente con Ilia Petrovitch. Raskolnikof le oyó decir:

‑Es absurdo. Habrá que ponerlos en libertad a los dos. Todo contradice semejante acusación. Si hubiesen cometido el crimen, ¿con qué fin habrían ido a buscar al portero? ¿Para delatarse a sí mismos? ¿Para desorientar? No, es un ardid demasiado peligroso. Además, a Pestriakof, el estudiante, le vieron los dos porteros y una tendera ante la puerta en el momento en que llegó. Iba acompañado de tres amigos que le dejaron pero en cuya presencia preguntó al portero en qué piso vivía la vieja. ¿Habría hecho esta pregunta si hubiera ido a la casa con el propósito que se le atribuye? En cuanto a Koch, estuvo media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir a casa de la vieja. Eran exactamente las ocho menos cuarto cuando subió. Reflexionemos…

‑Permítame. ¿Qué explicación puede darse a la contradicción en que han incurrido? Afirman que llamaron, que la puerta estaba cerrada. Sin embargo, tres minutos después, cuando vuelven a subir con el portero, la puerta está abierta.

‑Ésa es la cuestión principal. No cabe duda de que el asesino estaba en el piso y había echado el cerrojo. Seguro que lo habrían atrapado si Koch no hubiese cometido la tontería de abandonar la guardia para bajar en busca de su amigo. El asesino aprovechó ese momento para deslizarse por la escalera y escapar ante sus mismas narices. Koch está aterrado; no cesa de santiguarse y decir que si se hubiese quedado junto a la puerta del piso, el asesino se habría arrojado sobre él y le habría abierto la cabeza de un hachazo. Va a hacer cantar un Tedeum…

‑¿Y nadie ha visto al asesino?

‑¿Cómo quiere usted que lo vieran? ‑dijo el secretario, que desde su puesto estaba atento a la conversación‑. Esa casa es un arca de Noé.

‑La cosa no puede estar más clara ‑dijo el comisario, en un tono de convicción.

‑Por el contrario, está oscurísima ‑replicó Ilia Petrovitch.

Raskolnikof cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Pero no llegó a ella…

Cuando volvió en sí, se vio sentado en una silla. Alguien le sostenía por el lado derecho. A su izquierda, otro hombre le presentaba un vaso amarillento lleno de un líquido del mismo color. El comisario, Nikodim Fomitch, de pie ante él, le miraba fijamente. Raskolnikof se levantó.

‑¿Qué le ha pasado? ¿Está enfermo? ‑le preguntó el comisario secamente.

‑Apenas podía sostener la pluma hace un momento, cuando escribía su declaración ‑observó el secretario, volviendo a sentarse y empezando de nuevo a hojear papeles.

‑¿Hace mucho tiempo que está usted enfermo? ‑gritó Ilia Petrovitch desde su mesa, donde también estaba hojeando papeles. Se había acercado como todos los demás, a Raskolnikof y le había examinado durante su desvanecimiento. Cuando vio que volvía en sí, se apresuró a regresar a su puesto.

‑Desde anteayer ‑balbuceó Raskolnikof.

‑¿Salió usted ayer?

‑Sí.

‑¿Aun estando enfermo?

‑Sí.

‑¿A qué hora?

‑De siete a ocho.

‑Permítame que le pregunte dónde estuvo.

‑En la calle.

‑He aquí una contestación clara y breve.

Raskolnikof había dado estas respuestas con voz dura y entrecortada. Estaba pálido como un lienzo. Sus grandes ojos, negros y ardientes, no se abatían ante la mirada de Ilia Petrovitch.

‑Apenas puede tenerse en pie, y tú todavía… ‑empezó a decir el comisario.

‑No se preocupe ‑repuso Ilia Petrovitch con acento enigmático.

Nikodim Fomitch iba a decir algo más, pero su mirada se encontró casualmente con la del secretario, que estaba fija en él, y esto fue suficiente para que se callara. Se hizo un silencio general, repentino y extraño.

‑Ya no le necesitamos ‑dijo al fin Ilia Petrovitch‑. Puede usted marcharse.

Raskolnikof se fue. Apenas hubo salido, la conversación se reanudó entre los policías con gran vivacidad. La voz del comisario se oía más que las de sus compañeros. Parecía hacer preguntas.

 

Ya en la calle, Raskolnikof recobró por completo la calma.

«Sin duda, van a hacer un registro, y en seguida ‑se decía mientras se encaminaba a su alojamiento‑. ¡Los muy canallas! Sospechan de mí.»

Y el terror que le dominaba poco antes volvió a apoderarse de él enteramente.

Capítulo 2

Y si el registro se ha efectuado ya? También podría ser que me encontrase con la policía en casa.»

Pero en su habitación todo estaba en orden y no había nadie. Nastasia no había tocado nada.

«Señor, ¿cómo habré podido dejar las joyas ahí?»

Corrió al rincón, introdujo la mano detrás del papel, retiró todos los objetos y fue echándolos en sus bolsillos. En total eran ocho piezas: dos cajitas que contenían pendientes o algo parecido (no se detuvo a mirarlo); cuatro pequeños estuches de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un trozo de papel de periódico, y otro envoltorio igual que, al parecer, contenía una condecoración. Raskolnikof repartió todo esto por sus bolsillos, procurando que no abultara demasiado, cogió también la bolsita y salió de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par.

Avanzaba con paso rápido y firme. Estaba rendido, pero conservaba la lucidez mental. Temía que la policía estuviera ya tomando medidas contra él; que al cabo de media hora, o tal vez sólo de un cuarto, hubiera decidido seguirle. Por lo tanto, había que apresurarse a hacer desaparecer aquellos objetos reveladores. No debía cejar en este propósito mientras le quedara el menor residuo de fuerzas y de sangre fría… ¿Adónde ir… ? Este punto estaba ya resuelto. «Arrojaré las cosas al canal y el agua se las tragará, de modo que no quedará ni rastro de este asunto.» Así lo había decidido la noche anterior, en medio de su delirio, e incluso había intentado varias veces levantarse para llevar a cabo cuanto antes la idea.

Sin embargo, la ejecución de este plan presentaba grandes dificultades. Durante más de media hora se limitó a errar por el malecón del canal, inspeccionando todas las escaleras que conducían al agua. En ninguna podía llevar a la práctica su propósito. Aquí había un lavadero lleno de lavanderas, allí varias barcas amarradas a la orilla. Además, el malecón estaba repleto de transeúntes. Se le podía ver desde todas partes, y a quien lo viera le extrañaría que un hombre bajara las escaleras expresamente para echar una cosa al agua. Por añadidura, los estuches podían quedar flotando, y entonces todo el mundo los vería. Lo peor era que las personas con que se cruzaba le miraban de un modo singular, como si él fuera lo único que les interesara. «¿Por qué me mirarán así? ‑se decía‑. ¿O todo será obra de mi imaginación?»

Al fin pensó que acaso sería preferible que se dirigiera al Neva. En sus malecones había menos gente. Allí llamaría menos la atención, le sería más fácil tirar las joyas y ‑detalle importantísimo‑ estaría más lejos de su barrio.

De pronto se preguntó, asombrado, por qué habría estado errando durante media hora ansiosamente por lugares peligrosos, cuando se le ofrecía una solución tan clara. Había perdido media hora entera tratando de poner en práctica un plan insensato forjado en un momento de desvarío. Cada vez era más propenso a distraerse, su memoria vacilaba, y él se daba cuenta de ello. Había que apresurarse.

Se dirigió al Neva por la avenida V***. Pero por el camino tuvo otra idea. ¿Por qué ir al Neva? ¿Por qué arrojar los objetos al agua? ¿No era preferible ir a cualquier lugar lejano, a las islas, por ejemplo, buscar un sitio solitario en el interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un árbol, anotando cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? Aunque sabía que en aquel momento era incapaz de razonar lógicamente, la idea le pareció sumamente práctica.

Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón.

«He aquí un buen sitio para tirar las joyas ‑pensó‑. Después se va uno, y asunto concluido.»

Advirtiendo que no había nadie, penetró en el patio. Cerca de la puerta, ante la empalizada, había uno de esos canalillos que suelen verse en los edificios donde hay talleres. En la valla, sobre el canal, alguien había escrito con tiza y con las faltas de rigor: «Proivido acer aguas menores.» Desde luego, Raskolnikof no pensaba llamar la atención deteniéndose allí. Pensó: «Podría tirarlo todo aquí, en cualquier parte, y marcharme.

Miró nuevamente en todas direcciones y se llevó la mano al bolsillo. Pero en ese momento vio cerca del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal, una enorme piedra sin labrar, que debía de pesar treinta kilos largos. Del otro lado del muro, de la calle, llegaba el rumor de la gente, siempre abundante en aquel lugar. Desde fuera nadie podía verle, a menos que se asomara al patio. Sin embargo, esto podía suceder; por lo tanto, había que obrar rápidamente.

Se inclinó sobre la piedra, la cogió con ambas manos por la parte de arriba, reunió todas sus fuerzas y consiguió darle la vuelta. En el suelo apareció una cavidad. Raskolnikof vació en ella todo lo que llevaba en los bolsillos. La bolsita fue lo último que depositó. Sólo el fondo de la cavidad quedó ocupado. Volvió a rodar la piedra y ésta quedó en el sitio donde antes estaba. Ahora sobresalía un poco más; pero Raskolnikof arrastró hasta ella un poco de tierra con el pie y todo quedó como si no se hubiera tocado.

Salió y se dirigió a la plaza. De nuevo una alegría inmensa, casi insoportable, se apoderó momentáneamente de él. No había quedado ni rastro. «¿Quién podrá pensar en esa piedra? ¿A quién se le ocurrirá buscar debajo? Seguramente está ahí desde que construyeron la casa, y Dios sabe el tiempo que permanecerá en ese sitio todavía. Además, aunque se encontraran las joyas, ¿quién pensaría en mí? Todo ha terminado. Ha desaparecido hasta la última prueba.» Se echó a reír. Sí, más tarde recordó que se echó a reír con una risita nerviosa, muda, persistente. Aún se reía cuando atravesó la plaza. Pero su hilaridad cesó repentinamente cuando llegó al bulevar donde días atrás había encontrado a la jovencita embriagada.

Otros pensamientos acudieron a su mente. Le aterraba la idea de pasar ante el banco donde se había sentado a reflexionar cuando se marchó la muchacha. El mismo temor le infundía un posible nuevo encuentro con el gendarme bigotudo al que había entregado veinte kopeks. «¡El diablo se lo lleve!

Siguió su camino, lanzando en todas direcciones miradas coléricas y distraídas. Todos sus pensamientos giraban en torno a un solo punto, cuya importancia reconocía. Se daba perfecta cuenta de que por primera vez desde hacía dos meses se enfrentaba a solas y abiertamente con el asunto.

«¡Que se vaya todo al diablo! ‑se dijo de pronto, en un arrebato de cólera‑. El vino está escanciado y hay que beberlo. El demonio se lleve a la vieja y a la nueva vida… ¡Qué estúpido es todo esto, Señor! ¡Cuántas mentiras he dicho hoy! ¡Y cuántas bajezas he cometido! ¡En qué miserables vulgaridades he incurrido para atraerme la benevolencia del detestable Ilia Petrovitch! Pero, ¡bah!, qué importa. Me río de toda esa gente y de las torpezas que yo haya podido cometer. No es esto lo que debo pensar ahora… »

De súbito se detuvo; acababa de planteársele un nuevo problema, tan inesperado como sencillo, que le dejó atónito. «Si, como crees, has procedido en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si perseguías una finalidad claramente determinada, ¿cómo se explica que no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido que afrontar toda suerte de peligros y horrores? Hace un momento estabas dispuesto a arrojar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has mirado… ¿Qué explicación puedes dar a esto?»

Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes de hacérselas. La noche en que había resuelto tirarlo todo al agua había tomado esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido imposible obrar de otro modo. Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles. Sabía que todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el momento mismo en que había sacado los estuches del arca sobre la cual estaba inclinado… Sí, lo sabía perfectamente.

«La causa de todo es que estoy muy enfermo ‑se dijo al fin sombríamente‑. Me torturo y me hiero a mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer, anteayer y todos estos días no he hecho más que martirizarme… Cuando esté curado, ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor, qué harto estoy de toda esta historia… !»

Mientras así reflexionaba, proseguía su camino. Anhelaba librarse de estas preocupaciones, pero no sabía cómo podría conseguirlo. Una sensación nueva se apoderó de él con fuerza irresistible, y su intensidad aumentaba por momentos. Era un desagrado casi físico, un desagrado pertinaz, rencoroso, por todo lo que encontraba en su camino, por todas las cosas y todas las personas que lo rodeaban. Le repugnaban los transeúntes, sus caras, su modo de andar, sus menores movimientos. Sentía deseos de escupirles a la cara, estaba dispuesto a morder a cualquiera que le hablase.

Al llegar al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, se detuvo en seco cerca del puente.

«May vive en esa casa ‑pensó‑. Pero ¿qué significa esto? Mis pies me han traído maquinalmente a la vivienda de Rasumikhine. Lo mismo me ocurrió el otro día. Esto es verdaderamente chocante. ¿He venido expresamente o estoy aquí por obra del azar? Pero esto poco importa. El caso es que dije que vendría a casa de Rasumikhine "al día siguiente". Pues bien, ya he venido. ¿Acaso tiene algo de particular que le haga una visita?»

Subió al quinto piso. En él habitaba Rasumikhine.

Se hallaba éste escribiendo en su habitación. Él mismo fue a abrir. No se habían visto desde hacía cuatro meses. Llevaba una bata vieja, casi hecha jirones. Sus pies sólo estaban protegidos por unas pantuflas. Tenía revuelto el cabello. No se había afeitado ni lavado. Se mostró asombrado al ver a Raskolnikof.

‑¿De dónde sales? ‑exclamó mirando a su amigo de pies a cabeza. Después lanzó un silbido‑. ¿Tan mal te van las cosas? Evidentemente, hermano, nos aventajas a todos en elegancia ‑añadió, observando los andrajos de su camarada‑. Siéntate; pareces cansado.

Y cuando Raskolnikof se dejó caer en el diván turco, tapizado de una tela vieja y rozada (un diván, entre paréntesis, peor que el suyo), Rasumikhine advirtió que su amigo parecía no encontrarse bien.

‑Tú estás enfermo, muy enfermo. ¿Te has dado cuenta?

Intentó tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró la mano.

‑¡Bah! ¿Para qué? ‑dijo‑. He venido porque… me he quedado sin lecciones… , y yo quisiera… No, no me hacen falta para nada las lecciones.

Rasumikhine le observaba atentamente.

‑¿Sabes una cosa, amigo? Estás delirando.

‑Nada de eso; yo no deliro ‑replicó Raskolnikof levantándose.

Al subir a casa de Rasumikhine no había tenido en cuenta que iba a verse frente a frente con su amigo, y una entrevista, con quienquiera que fuese, le parecía en aquellos momentos lo más odioso del mundo. Apenas hubo franqueado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Rasumikhine.

‑¡Adiós! ‑exclamó dirigiéndose a la puerta.

‑¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco?

‑¡Déjame! ‑dijo Raskolnikof retirando bruscamente la mano que su amigo le había cogido.

‑Entonces, ¿a qué diablos has venido? Has perdido el juicio. Esto es una ofensa para mí. No consentiré que te vayas así.

‑Bien, escucha. He venido a tu casa porque no conozco a nadie más que a ti para que me ayude a volver a empezar. Tú eres mejor que todos los demás, es decir, más inteligente, más comprensivo… Pero ahora veo que no necesito nada, ¿entiendes?, absolutamente nada… No me hacen falta los servicios ni la simpatía de los demás… Estoy solo y me basto a mí mismo… Esto es todo. Déjame en paz.

 

‑¡Pero escucha un momento, botarate! ¿Es que te has vuelto loco? Puedes hacer lo que quieras, pero yo tampoco tengo lecciones y me río de eso. Estoy en tratos con el librero Kheruvimof, que es una magnífica lección en su género. Yo no lo cambiaría por cinco lecciones en familias de comerciantes. Ese hombre publica libritos sobre ciencias naturales, pues esto se vende como el pan. Basta buscar buenos títulos. Me has llamado imbécil más de una vez, pero estoy seguro de que hay otros más tontos que yo. Mi editor, que es poco menos que analfabeto, quiere seguir la corriente de la moda, y yo, naturalmente, le animo… Mira, aquí hay dos pliegos y medio de texto alemán. Puro charlatanismo, a mi juicio. Dicho en dos palabras, la cuestión que estudia el autor es la de si la mujer es un ser humano. Naturalmente, él opina que sí y su labor consiste en demostrarlo elocuentemente. Kheruvimof considera que este folleto es de actualidad en estos momentos en que el feminismo está de moda, y yo me encargo de traducirlo. Podrá convertir en seis los dos pliegos y medio de texto alemán. Le pondremos un título ampuloso que llene media página y se venderá a cincuenta kopeks el ejemplar. Será un buen negocio. Se me paga la traducción a seis rublos el pliego, o sea quince rublos por todo el trabajo. Ya he cobrado seis por adelantado. Cuando terminemos este folleto traduciremos un libro sobre las ballenas, y para después ya hemos elegido unos cuantos chismes de Les Confessions. También los traduciremos. Alguien ha dicho a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev. Naturalmente, yo no he protestado. ¡Que se vayan al diablo… ! Bueno, ¿quieres traducir el segundo pliego del folleto Es la mujer un ser humano? Si quieres, coge inmediatamente el pliego, plumas, papel (todos estos gastos van a cargo del editor), y aquí tienes tres rublos: como yo he recibido seis adelantados por toda la traducción, a ti te corresponden tres. Cuando hayas traducido el pliego, recibirás otros tres. Pero que te conste que no tienes nada que agradecerme. Por el contrario, apenas te he visto entrar, he pensado en tu ayuda. En primer lugar, yo no estoy muy fuerte en ortografía, y en segundo, mis conocimientos del alemán son más que deficientes. Por eso me veo obligado con frecuencia a inventar, aunque me consuelo pensando que la obra ha de ganar con ello. Es posible que me equivoque… Bueno, ¿aceptas?

Raskolnikof cogió en silencio el pliego de texto alemán y los tres rublos y se marchó sin pronunciar palabra. Rasumikhine le siguió con una mirada de asombro. Cuando llegó a la primera esquina, Raskolnikof volvió repentinamente sobre sus pasos y subió de nuevo al alojamiento de su amigo. Ya en la habitación, dejó el pliego y los tres rublos en la mesa y volvió a marcharse, sin desplegar los labios.

Rasumikhine perdió al fin la paciencia.

‑¡Decididamente, te has vuelto loco! ‑vociferó‑. ¿Qué significa esta comedia? ¿Quieres volverme la cabeza del revés? ¿Para qué demonio has venido?

‑No necesito traducciones ‑murmuró Raskolnikof sin dejar de bajar la escalera.

‑Entonces, ¿qué es lo que necesitas? ‑le gritó Rasumikhine desde el rellano.

Raskolnikof siguió bajando en silencio.

‑Oye, ¿dónde vives?

No obtuvo respuesta.

‑¡Vete al mismísimo infierno!

Pero Raskolnikof estaba ya en la calle. Iba por el puente de Nicolás, cuando una aventura desagradable le hizo volver en sí momentáneamente. Un cochero cuyos caballos estuvieron a punto de arrollarlo le dio un fuerte latigazo en la espalda después de haberle dicho a gritos tres o cuatro veces que se apartase. Este latigazo despertó en él una ira ciega. Saltó hacia el pretil (sólo Dios sabe por qué hasta entonces había ido por medio de la calzada) rechinando los dientes. Todos los que estaban cerca se echaron a reír.

‑¡Bien hecho!

‑¡Estos granujas!

‑Conozco a estos bribones. Se hacen el borracho, se meten bajo las ruedas y uno tiene que pagar daños y perjuicios.

‑Algunos viven de eso.

Aún estaba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, ardiendo de ira, siguiendo con la mirada el coche que se alejaba, cuando notó que alguien le ponía una moneda en la mano. Volvió la cabeza y vio a una vieja cubierta con un gorro y calzada con borceguíes de piel de cabra, acompañada de una joven ‑su hija sin duda‑ que llevaba sombrero y una sombrilla verde.

‑Toma esto, hermano, en nombre de Cristo.

Él tomó la moneda y ellas continuaron su camino. Era una pieza de veinte kopeks. Se comprendía que, al ver su aspecto y su indumentaria, le hubieran tomado por un mendigo. La generosa ofrenda de los veinte kopeks se debía, sin duda, a que el latigazo había despertado la compasión de las dos mujeres.

Apretando la moneda con la mano, dio una veintena de pasos más y se detuvo de cara al río y al Palacio de Invierno. En el cielo no había ni una nube, y el agua del Neva ‑cosa extraordinaria‑ era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (aquél era precisamente el punto de la ciudad desde donde mejor se veía) lanzaba vivos reflejos. En el transparente aire se distinguían hasta los menores detalles de la ornamentación de la fachada.

El dolor del latigazo iba desapareciendo, y Raskolnikof, olvidándose de la humillación sufrida. Una idea, vaga pero inquietante, le dominaba. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en la lejanía. Aquel sitio le era familiar. Cuando iba a la universidad tenía la costumbre de detenerse allí, sobre todo al regresar (lo había hecho más de cien veces), para contemplar el maravilloso panorama. En aquellos momentos experimentaba una sensación imprecisa y confusa que le llenaba de asombro. Aquel cuadro esplendoroso se le mostraba frío, algo así como ciego y sordo a la agitación de la vida… Esta triste y misteriosa impresión que invariablemente recibía le desconcertaba, pero no se detenía a analizarla: siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación…

Ahora recordaba aquellas incertidumbres, aquellas vagas sensaciones, y este recuerdo, a su juicio, no era puramente casual. El simple hecho de haberse detenido en el mismo sitio que antaño, como si hubiese creído que podía tener los mismos pensamientos e interesarse por los mismos espectáculos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía absurdo, extravagante y hasta algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Tenía la impresión de que todo este pasado, sus antiguos pensamientos e intenciones, los fines que había perseguido, el esplendor de aquel paisaje que tan bien conocía, se había hundido hasta desaparecer en un abismo abierto a sus pies… Le parecía haber echado a volar y ver desde el espacio como todo aquello se esfumaba.

Al hacer un movimiento maquinal, notó que aún tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un momento mirando fijamente la moneda y luego levantó el brazo y la arrojó al río.

Inmediatamente emprendió el regreso a su casa. Tenía la impresión de que había cortado, tan limpiamente como con unas tijeras, todos los lazos que le unían a la humanidad, a la vida…

Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado vagando durante más de seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado como un caballo después de una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo sobretodo y se quedó dormido inmediatamente.

La oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué grito, Señor… ! Y después… Jamás había oído Raskolnikof gemidos, aullidos, sollozos, rechinar de dientes, golpes, como los que entonces oyó. Nunca habría podido imaginarse un furor tan bestial.

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