Blumfeld, un solterón y otros cuentos

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Из серии: Clásicos
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Pasa el tiempo y él no puede demorarse mucho más. Si, por lo menos, la sirvienta dijese que lo ha entendido y que atenderá, como es debido, al niño. Ella sigue abajo, junto a la puerta, y sonríe de manera afectada, como avergonzada de su sordera. Quizá cree que Blumfeld, está encantado con su niño y escucha de sus labios la tabla del uno. Sin embargo, Blumfeld no puede bajar por la escalera hasta el sótano y allí gritarle, al oído, su petición, cuya finalidad es que su niño, por el amor de Dios, lo libre de las pelotillas. Demasiado se ha violentado, excesivamente, al confiar la llave de su armario, por todo un día, a esta familia. Sin embargo, no es por eso que le entrega la llave al niño, en vez de llevarlo él mismo arriba y darle allí las pelotillas. La razón es que no puede regalarle las pelotillas y luego quitárselas de inmediato, cuando ellas lo sigan como séquito.

—¿Aún no me entiendes? —pregunta Blumfeld, tan abatido, que debe interrumpir una nueva explicación ante la mirada vacía del chico. Una mirada así desarma a cualquiera y podría incitar a decir más de lo necesario, pero sólo para llenar, con razonamientos, un vacío.

—Vamos a traerle las pelotillas —exclaman las niñas.

Son astutas y han comprendido que sólo las obtendrán a través del niño y que a ellas les corresponde arbitrar ese medio. En la habitación del mayordomo un reloj da la hora y le advierte a Blumfeld que debe apurarse.

—Tomen la llave —dice Blumfeld, y antes de que pueda entregarla, se la arrebatan de la mano. Si se la hubiese dado al niño su seguridad habría sido incomparablemente mayor.

—La llave del cuarto deben buscarla abajo, pues la tiene la señora —continúa Blumfeld—, y cuando regresen con las pelotillas, devuélvanle ambas llaves.

—Sí, sí —exclaman las niñas y corren hacia abajo por las escaleras. Lo comprenden todo, absolutamente todo, pero ahora Blumfeld, como si se hubiese contagiado de la torpeza mental del chico, no entiende cómo ambas han podido, con tanta rapidez, comprenderlo todo a través de sus explicaciones.

Las niñas bajan y tirotean de la falda a la sirvienta, pero a Blumfeld, aunque aquello le resulte atrayente, no puede seguir mirando cómo habrán de cumplir su encargo, no sólo porque ya es tarde, sino porque, además, no desea estar presente cuando las niñas abran, allá arriba, la puerta de su cuarto y las pelotillas se liberen. Quiere hallarse a varias manzanas de distancia pues ni siquiera sabe hasta qué punto puede equivocarse con respecto a las pelotillas. Entonces sale a la calle por segunda vez en la mañana. Todavía tuvo tiempo de ver cómo la sirvienta se defendía de las niñas y cómo el niño movía sus torcidas piernas al acudir en ayuda de su madre. Blumfeld no puede comprender que personas como la sirvienta crezcan y se reproduzcan sobre la Tierra. Mientras va a Ia fabrica de ropa donde labora, los pensamientos de Blumfeld relacionados con el trabajo van desplazando paulatinamente a cualquier otra idea. Apresura el paso y, a pesar del atraso por culpa del chico, es el primero en llegar a su oficina. Ésta es un local de cristales con un escritorio para Blumfeld y dos pupitres altos para los escribientes a sus órdenes. Los pupitres son pequeños y estrechos, como para colegiales; no obstante, el espacio disponible en la oficina es mínimo y los escribientes no pueden sentarse, pues, si lo hicieran, no habría lugar para el escritorio de Blumfeld. Se mantienen, entonces, de pie, el día entero, apretados contra sus pupitres, algo que, con seguridad, es muy incómodo para ellos, y le dificulta a Blumfeld vigilarles. A menudo se arriman al pupitre, pero no trabajan, sino que cuchichean entre sí e incluso dormitan. A Blumfeld le irrita mucho no hallar en ellos apoyo para la gigantesca tarea que le han asignado. Ésta consiste en el control de todo el movimiento de mercaderías y dinero destinado a las obreras eventuales de la fabrica, empleadas en la confección de ciertas mercaderías finas. La magnitud de esa tarea se puede constatar si se mira de cerca el estado de cosas existente. Pero eso ha ocurrido desde la muerte, hace algunos años, del superior inmediato de BIumfeld, por lo cual nadie tiene el derecho de opinar sobre su trabajo. Por ejemplo, el señor Ottomar, dueño de la fabrica, subestima, sin duda, el trabajo de Blumfeld. Por supuesto, reconoce sus méritos, a los que se ha hecho acreedor en el transcurso de los veinte años que lleva en la fabrica. Los reconoce no sólo porque sea su deber, sino también porque lo aprecia como persona fiel y digna de confianza, pero eso no impide que subestime su trabajo, pues opina que, en todo sentido, las tareas pudieran ser ejecutadas de manera más sencilla y con más provecho que como las realiza Blumfeld. Se comenta, y debe ser cierto, que Ottomar apenas visita la sección de Blumfeld para evitar el disgusto que le produce la manera de trabajar de éste. Sin duda, ser ignorado así es doloroso para Blumfeld, pero debe aceptarlo. No puede hacer que Ottomar permanezca todo un mes en su sección y estudie las variadas formas de las tareas que aquí deben conocerse, ni que aplique los métodos que Blumfeld considera mejores, y así se convenza de que él tiene la razón en lo que se refiere al derrumbe de la sección, que inevitablemente va a suceder. Por eso, Blumfeld realiza su tarea sin distraerse y se asusta un poco cuando, a veces y luego de una larga ausencia, se presenta Ottomar. En esos casos, intenta débilmente y con el sentimiento de responsabilidad característico del subordinado, explicarle a su jefe una u otra, pero el otro, bajando la mirada y, aprobando silenciosamente, sigue su camino. Sin embargo, el que lo ignoren hace sufrir menos a Blumfeld que la idea de que, cuando, alguna vez, se retire se producirá, de inmediato, un gran desorden, es imposible de solucionar pues nadie en la fabrica será capaz de reemplazarlo en su puesto sin que durante meses sobrevengan los tropiezos más grandes. Si el jefe tiene una opinión sobre alguien entonces los empleados hacen lo posible por extender, esa misma opinión. Por eso, todos subestiman el trabajo de Blumfeld, y nadie considera que sea necesario, para su aprendizaje, pasar un tiempo en su sección y al llegar nuevos empleados a nadie se le envía allí, con lo cual la sección no se renueva. Cuando Blumfeld, que hasta entonces lo había solucionado todo, con la sola ayuda de un ordenanza, pidió que le dieran un escribiente, provocó semanas de la más dura lucha. Casi diariamente Blumfeld llegaba a la oficina de Ottomar y, con calma y en detalles, le explicaba la necesidad que tenía de un escribiente. No porque intentara ahorrarse trabajo, ni lo deseara. Él realizaba su superabundante parte y no deseaba dejar de hacerlo, pero el señor Ottomar debía comprender que, con el tiempo, el negocio había crecido, todas las secciones habían sido proporcionalmente ampliadas, excepto la suya. ¡Y cómo había aumentado precisamente en ella el trabajo! Al llegar Blumfeld, en tiempos de los cuales el señor Ottomar no podría acordarse ya con seguridad, había allí unas diez costureras, y en el presente su cantidad fluctuaba entre cincuenta y sesenta. Semejante labor exigía fuerzas, Blumfeld podía garantizar que, en cuerpo y alma, se dedicaba a ella, pero no podría asegurar que, en adelante, pudiera abarcarlo todo.

Como Blumfeld era un antiguo empleado, el señor Ottomar nunca rechazaba de manera directa sus propuestas. Sin embargo, apenas escuchaba sus peticiones, hablaba con otras personas, hacía concesiones a medias y al cabo de algunos días lo olvidaba todo. En verdad, aquello era ofensivo, no precisamente para Blumfeld, que no es caprichoso y puede prescindir del honor y la gratitud por muy hermosos que sean. Pase lo que pase, aguantará en su puesto mientras sea posible. De todas maneras, tiene razón y, aunque a veces tarde en ocurrir, su solicitud, deberá ser reconocida. Así, finalmente, le dieron a dos escribientes, pero, ¡qué par escribientes! Tal parecía que Ottomar hubiera querido mostrar claramente su desprecio hacia la sección, dándole a los escribientes en vez de negarlos. Quizá había alentado las esperanzas de Blumfeld durante tanto tiempo porque tuvo que buscar a dos escribientes de esas características y, como era natural, debió aguardar mucho para encontrarlos. Ya Blumfeld no podía quejarse pues era obvio lo que responderían, había solicitado un escribiente y le daban dos. Ottomar había preparado todo con suma habilidad. No obstante, Blumfeld se quejó, no porque esperase alguna ayuda, sino porque le obligaban las dificultades que pasaba. No fue una queja abierta, sino de pasada, durante un momento favorable, y, no obstante, en breve, se difundió, entre los maledicientes colegas, el rumor de que alguien le había preguntado a Ottomar si era posible que, después de haber recibido tan extraordinaria ayuda, Blumfeld continuara quejándose. Ottomar habría dicho que sí. Era cierto, Blumfeld continuaba quejándose, pero con razón. Finalmente, él lo había comprendido, y su intención era darle a Blumfeld, poco a poco, un escribiente por cada costurera, es decir, unos sesenta en total, y si fueran pocos le daría más y más, sin parar, hasta llenar el manicomio que, desde hacía años, venía creándose en la sección de Blumfeld. Tales opiniones eran propias de Ottomar, cuya manera de hablar había sido, sin duda, bien imitada, pero Blumfeld no creía que Ottomar se hubiera expresado así de él. Todo era una invención de los holgazanes de las oficinas del primer piso. Blumfeld no se molestó, y ojalá hubiese podido no molestarse con la presencia de los escribientes. Estaban allí y era imposible deshacerse de aquellos muchachos pálidos, débiles. Por sus documentos debían haber rebasado ya la edad escolar, pero, en realidad, no lo parecían. Incluso no se podía pensar en confiárselos a un maestro, pues era muy visible su dependencia de los cuidados de una madre. No sabían moverse correctamente y, sobre todo al principio, se fatigaban por estar en pie mucho tiempo. En cuanto se dejaba de vigilarles, se doblaban de debilidad y se mantenían parados en un rincón, torcidos y agobiados. Era imposible pedirles nada. Blumfeld quiso hacerles comprender que si cedían así, constantemente, a la comodidad, toda la vida serían unos inválidos. Cuando, uno de ellos debió llevar algo cerca de allí, corrió agitadamente, chocó contra el pupitre y se hirió en la rodilla. En el cuarto estaban muchas costureras y sobre el pupitre se amontonaban las mercancías, el escribiente lloraba y Blumfeld, dejándolo todo, lo condujo a la oficina para vendarlo. A veces, aquel celo de ambos era sólo superficial. Como verdaderos niños, querían destacarse, pero, por lo general, querían engañar al superior. Cierta vez, en el periodo de mayor trabajo, el sudoroso Blumfeld los descubrió, al pasar junto a ellos, escondidos entre los fardos de mercadería, intercambiando sellos de correo. Su primera reacción fue querer golpearles en la cabeza con los puños, único castigo posible ante semejante conducta, pero eran niños y él no podía matarles a golpes. Y así seguía sufriendo por ellos. Al principio, en momentos en que la distribución de la mercadería, exigía mucho esfuerzo y vigilancia, creyó que los escribientes les prestarían ayuda inmediata. Pensó que, parado en medio de la habitación, detrás del escritorio, lo supervisaría todo con la mirada y atendería las entradas, pero su control, aunque riguroso, no bastaría ante tanto ajetreo, y se vería completado por la actividad de los escribientes, que cumpliendo sus órdenes, irían de aquí para allí, distribuyéndolo todo. Entonces ellos, al ir adquiriendo mayor experiencia, no estarían sujetos a sus órdenes en cada detalle y, al fin, aprenderían por sí mismos a diferenciar a las costureras por sus necesidades de material. Esas esperanzas no se realizaron, y en poco tiempo Blumfeld comprobó que no podía permitirles hablar con las costureras. Al principio, mostraban aversión o miedo a algunas costureras a las cuales ni siquiera se acercaban, mientras que, con frecuencia, iban hasta la puerta para salirles al encuentro a otras, a las cuales les tenían cariño. A esas les llevaban cuanto deseaban y aun cuando estuvieran autorizadas a recibirlo, se lo ponían en la mano con una especie de gesto confidencial. Para esas favoritas guardaban, en un estante vacío, múltiples recortes, sobras sin valor y chucherías todavía utilizables. Felices, las saludaban desde lejos, a espaldas de Blumfeld, y a cambio recibían bombones. No demoró mucho Blumfeld en acabar con tales irregularidades y, al llegar las costureras, empujaba hacia el cobertizo a los escribientes que tomaban aquello como una gran injusticia. Entonces le llevaban la contra, rabiosos rompían las plumas, y a veces, aunque sin atreverse a levantar la cabeza, golpeaban fuertemente contra los cristales para llamar la atención de las costureras sobre el mal trato que, a su juicio, les daba Blumfeld.

 

Sin comprender el daño que hacen, casi siempre llegan tarde a la oficina. Blumfeld, su jefe, desde su más temprana juventud consideró, como algo muy claro, que era un deber llegar al menos media hora antes por la mañana y eso no por exceso de celo, ni por exagerada conciencia del deber, sino por un cierto sentido de la decencia. Ahora, con frecuencia, Blumfeld debe esperar más de una hora la llegada de los escribientes. Por lo general, se encuentra en la sala, parado detrás del escritorio, y mastica los panecillos del desayuno y revisa las cuentas en los libritos de las costureras. De inmediato, sin pensar en nada más, se sumerge en el trabajo. Entonces, súbitamente, se sobresalta al extremo de que la pluma le tiembla en la mano. Uno de los escribientes acaba de entrar como una tromba, como si fuera a caer jadeante y con una mano se sujeta de lo primero que encuentra a su alcance, y con la otra, se oprime el pecho. Todo eso no es más que parte de la excusa que se dispone a dar por haber llegado tarde. Tan ridícula resulta que Blumfeld no puede tomarla en consideración, pues de hacerlo, tendría que castigarlo como merece. Se limita a mirarle durante un instante, extiende la mano, señalándole el cobertizo, y vuelve a sumergirse en su trabajo. Se pudiera creer, entonces, que el escribiente, al ver la bondad de su jefe, se apresuraría a ocupar su lugar. Nada de eso, no se apresura, bailotea, camina de puntillas, colocando un pie delante del otro. ¿Pretende burlarse de Blumfeld? Tampoco. Otra vez, todo es esa mezcla de miedo y de autosatisfacción, contra la cual no hay recurso que sirva. ¿Cómo es posible entonces que Blumfeld, que hoy ha llegado desacostumbradamente tarde a la oficina, tras larga espera, sin deseo de revisar los libritos, vea, entre nubes de polvo levantadas por la escoba del criado, llegar a los dos escribientes muy orondos? Estrechamente abrazados, al parecer se cuentan cosas en extremo importantes cuya única relación con el negocio será seguramente que se trata de algo prohibido. Cuando se aproximan a la puerta de cristales, sus pasos se hacen más lentos. Por fin uno de ellos toma el picaporte, pero no lo empuja hacia abajo. Aún, tienen algo que contarse; hablan y ríen.

—¡Abran a nuestros señores! —le grita Blumfeld al criado, alzando las manos. Sin embargo cuando entran, ya no quiere enojarse, y sin responder a su saludo va hacia el escritorio. Empieza a sacar cuentas, y a veces levanta la cabeza para ver lo que ellos hacen. Por lo visto, uno está muy cansado y se restriega los ojos. Al colgar su abrigo de la percha, ha aprovechado la oportunidad para mantenerse apoyado, un poco mas, contra la pared. En la calle estuvo animado, pero la proximidad del trabajo lo ha fatigado. El otro siente deseos de trabajar, aunque sólo en ciertas cosas. Así, siempre ha querido barrer, trabajo éste que no le corresponde, pues el barrer es sólo del criado. En realidad, no hay razón para que BIumfeld se oponga a que el escribiente barra, no lo hará peor que el criado, pero si quiere barrer debe venir más temprano, antes de que el criado comience la limpieza; no debe gastar su tiempo en eso cuando su única obligación son las tareas de oficina. Ahora bien, si el chico es incapaz de cualquier reflexión, el criado, un viejo cegato a quien el jefe sólo tolera en una sección como la de Blumfeld, y que sobrevive gracias a la misericordia de Dios y del jefe, pudiera, al menos, ser complaciente y por un instante permitirle la escoba al chico, quien torpe como es, perdería enseguida las ganas y lo perseguiría con la escoba para obligarle a barrer de nuevo. Sin embargo, al parecer, el criado tiene en mucho su responsabilidad de barrer. Se nota al aproximarse el chico, pues, con sus manos temblorosas, hace por agarrar mejor la escoba, prefiriendo quedarse inmóvil y dejar de barrer para poder concentrar toda la atención en la posesión del adminículo. El escribiente no dice nada, pues teme a Blumfeld, quien, al parecer, está sacando cuentas. Por otra parte, el criado sólo reacciona ante los gritos más violentos y las palabras de nada servirían. Empieza por tironear la manga del criado que, por supuesto, sabe, de lo que se trata, mira con sequedad al escribiente, mueve la cabeza y lleva la escoba hacia sí, al pecho. Entonces, el escribiente une las manos en actitud de ruego, pero no tiene ninguna esperanza de alcanzar algo por este medio. El pedir tan sólo le sirve de diversión, y por eso pide. El otro escribiente los mira sonriente y, aunque parezca increíble, cree evidentemente que Blumfeld no lo escucha. El criado no se deja impresionar por los ruegos y se vuelve, creyendo que podría retener la escoba con seguridad. El escribiente prosigue con sus saltos sobre la punta de los pies, suplicante, se frota las manos y ruega ahora de otro lado. Una y otra vez se repiten las vueltas del criado y los saltitos del escribiente, hasta que, por fin, el criado, acosado por todas partes, comprende que si desde un principio hubiese sido un poquito menos cándido, habría podido advertir que se iba a cansar antes que el otro. Por tanto, busca la ayuda de terceros, y amenazando al escribiente con el dedo, señala hacia Blumfeld, a quien se quejará si no lo deja en paz.

Entonces, el escribiente, al darse cuenta de que para obtener la escoba debe apurarse, intenta apoderarse de ella. El grito involuntario del otro escribiente revela la proximidad de una decisión. El criado, dando un paso atrás y arrastrándola consigo, pone a salvo la escoba. El escribiente, la boca abierta, los ojos brillantes, ya no cede y salta hacia delante. El criado quiere huir pero sus viejas piernas se tambalean y no corren. El escribiente jala la escoba, no puede tomarla, pero logra hacerla caer al suelo, con lo cual está perdida para el criado. Sin embargo, también para el escribiente, y cuando cae la escoba, los tres, escribientes y criado, se inmovilizan. Ahora todo habrá sido notado por Blumfeld que alza los ojos a través de la ventanilla, como si estuviera prestando atención, y con mirada severa y escrutadora pasa de uno a otro, escoba incluida.

Quizá porque el silencio se prolonga mucho, o porque el escribiente culpable no puede dominar sus ansias de barrer, el caso es que se agacha, por supuesto con gran prudencia, como si fuese a coger un animal y no una escoba, la toma, y la pasa por el suelo, pero cuando Blumfeld se levanta de un salto, la arroja enseguida lejos de sí, asustado, y sale del cobertizo.

—A trabajar y sin chistar —grita BIumfeld y, extendiendo la mano, les indica a los dos escribientes, el camino hacia sus pupitres. Ellos obedecen de inmediato, pero no están avergonzados, ni con la cabeza baja, y al pasar frente a Blumfeld se ponen rígidos y lo miran fijamente a los ojos, como si quisieran impedirle que les pegara. Ahora bien, por experiencia pudieran saber que Blumfeld nunca golpea. Pero, temerosos en exceso como son, siempre buscan, sin la menor delicadeza, proteger sus derechos, reales o aparentes.

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