La educación sentimental

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Из серии: Clasicos de la Literatura #33
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La caricatura y la sátira en La educación sentimental



Las artes visuales, la caricatura, tanto gráfica como literaria recorre toda la novela. Hay referencias explícitas e implícitas, alusiones constantes a grabados, a imágenes de la época. Se menciona expresamente la caricatura como objeto. L’Artiste, Le Charivari, revistas satíricas sobre aspectos de la vida cotidiana. En varias ocasiones vemos a los personajes reír de ciertas caricaturas políticas. Sombaz, que ofrece como regalo su propia caricatura a la señora Arnoux. Hussonnet, que practica la caricatura como dibujo, y que es, en sí mismo, pura caricatura. Frédéric, el blanco de las bromas en esa historia del Flambard en casa de los Dambreuse, y otros muchos ejemplos.



Flaubert es un maestro de la caricatura literaria

, que corre pareja a la caricatura gráfica, destinada a ridiculizar a sus personajes, marcando el abismo entre las pretensiones del personaje y lo que realmente consigue. Por ejemplo, los esfuerzos comerciales de Arnoux, que fracasan, los esfuerzos pictóricos de Pellerin, que se cree un gran pintor. O esa carnavalada grotesca en el Club de la inteligencia. La sátira es constante en La educación, sobre todo a partir de la segunda y tercera parte, en la que el lector se ve sumergido en una especie de broma infinita.



El éxito de la caricatura satírica es que no tiene respuesta, no puede tener respuesta, por parte del supuestamente ofendido, so pena de caer en un ridículo mayor. Es lo que le ocurre a Frédéric en casa de los Dambreuse cuando ve Le Flambard.



Otra técnica literaria que utiliza Flaubert es la de simplificar la descripción de los personajes. Por ejemplo, con Hussonnet, al que describe rápidamente como un joven con bigotes. Ya es en sí una caricatura, un estereotipo. O en acciones rápidas en las que el personaje aparece y desaparece. También en las repeticiones, por ejemplo, Régimbart recorriendo sistemáticamente todos los garitos antes de ir a casa. O en las exageraciones de Dambreuse, con su pompa y su dinero; Dambreuse, el gran corruptor, que pagaría por venderse.



El arte gráfico satírico nació en Inglaterra en el siglo XVIII, pero su mayor impulso ocurrió en Francia, a partir de 1830, con la incorporación de la caricatura en los medios periodísticos. Se crean semanarios como La caricature, Le Charivari, en los que publican grandes caricaturistas como Daumier, Grand­ville, y otros. Ese fue el punto de expansión hacia el resto del mundo. Francia ha continuado, con éxito, la caricatura gráfica satírica o lúdica. Sabemos del éxito de Charlie Hebdo, Le Canard Enchaîné, y en general, el gusto por las bandes dessinées (BD).



Tanto en lo gráfico como en lo literario, el narrador se apoya en los personajes para salir indemne de la invectiva satírica. Hay un ejemplo claro en La educación: en la toma de las Tullerías en 1848, Frédéric y Hussonnet se burlan de la situación con una superposición de voces. El narrador queda al margen.



Lo sociológico e histórico en La educación



Es fácil apreciar en la obra toda la riqueza descriptiva de los objetos y de las situaciones de la vida cotidiana. No hay ni un solo aspecto de esta vida de mediados del siglo XIX que no sea tratado: desde los bibelots, muebles, espacios, hasta los vehículos, las calles, las enfermedades infantiles, etc. Las cenas en casa de los Arnoux, en casa de los Dambreuse, en casa de Frédéric, en casa de Dussardier, que muestran las diferentes capas sociales. Las fiestas de disfraces en casa de Rosanette, en los cafés. Las carreras de caballos, las fábricas, como la de cerámica, el desarrollo de las obras públicas, del ferrocarril. De todo ello se documentaba exhaustivamente. Cuando en la novela Frédéric y Rosanette pasan unos días en Fontainebleau, Flaubert rehízo parte del viaje de regreso a París al informarse de las líneas de ferrocarril que circulaban en la época.



En cuanto a la historia, es el relato de los años anteriores a la Revolución de 1848; de las ideas del liberalismo, del comunismo ‒El manifiesto comunista de Marx y Engels data de 1848‒. A lo largo de la novela toda esa ideología es el eje fundamental del relato. Frédéric, si bien se presta en principio a participar en política, pronto pasa olímpicamente. Es sólo un espectador de esas revueltas de febrero y de junio. Es lo que hizo Flaubert.



Pilar Ruiz Ortega



Madrid, enero 2021



 Gustave Flaubert, Madame Bovary. Costumbres de provincias, Madrid, Akal, 2007.



 Guy de Maupassant, Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, Cáceres, Editorial Periférica, 2009.



 Albert Thibaudet (1874-1936), Gustave Flaubert, París, Gallimard, 1922 y 1935. Consultado en Wikisource.



 Ferdinand Brunetière, «Correspondance de Gustave Flaubert avec George Sand», Revue de deux mondes, tomo 61, 1884.



 Julian Barnes, El loro de Flaubert, Barcelona, Anagrama, 1994.



 Jean Borie, Frédéric et les amis des hommes. Présentation de L’Éducation sentimental, París, Grasset, 1995



 Albert Thibaudet (1874-1936), Gustave Flaubert, París, Gallimard, 1922.



 Pierre Cogny, L’éducation sentimentale de Flaubert. Le monde en creux, París, Larousse, 1975.



 Pierre Coigny, op. cit.



 Alexandre Dumas, Filles, lorettes et courtisanes, París, 1843.



 Cécile Guinand, «La caricature littéraire: L’éducation sentimentale de Flauvert», Quêtes litteraires, n.º 5, pp. 65-77, 2015, Université de Neuchâtel.




Cronología



1821: 12 de diciembre, nace en Ruan. Su hermano mayor, Achille, tiene nueve años. Su padre es cirujano jefe del Hôtel-Dieu, hospital de Ruan.



1824: Nacimiento de su hermana Caroline.



1830: Revolución de julio, en la que cae la monarquía absolutista de Carlos X, dando lugar a la llamada Monarquía de Julio de Luis Felipe, perteneciente a una rama de los Borbón-Orleans, de tendencia liberal y parlamentaria.



1832: Flaubert entra en octavo curso en el Collège Royal de Ruan.



1836: Verano. Flaubert tiene quince años. Conoce en la playa de Trouville a Elisa Schelésinger, que será durante toda su vida su gran amor romántico. Se dice que el personaje de la señora Arnoux, refleja el sentimiento que Flaubert tuvo por la señorita Schelésinger.



1837: Primera publicación en un periódico de Ruan. Flaubert escribe: Rêve d’Enfer, Passion et Vertu, Quid­quid volueris.



1838: Les mémoires d’un fou , primera obra autobiográfica.



1839: Es expulsado del Collège Royal, como consecuencia de un alboroto de alumnos. Compone Smarth.



1840: Como recompensa por haber obtenido el título de bachiller, su padre le paga un viaje por los Pirineos y Córcega. En Marsella, tiene una breve relación con Eulalie Foucaud de Langlade.



1841: Se matricula en la facultad de Derecho de París, sin salir de Ruan.



1842: Compone Noviembre, nueva confesión autobiográfica, y se instala en París.



1843: Empieza su amistad con Maxime du Camp, escritor parisino (1822-1894), autor de Souvenirs Litteraires. Aunque en vida tuvo mucho más éxito que Flaubert, pasará a la historia por ser su amigo. Comienza la redacción de La primera Educación sentimental, considerada como una de sus obras de juventud, que terminará dos años después, pero que no será publicada hasta después de su muerte.



1844: Flaubert sufre un ataque nervioso, posiblemente es una crisis de epilepsia. Interrumpe sus estudios y se retira a Croisset, cerca de Ruan, al lado del Sena, donde su padre acaba de comprar una bonita gran propiedad.



1845: Su hermana Carolina se casa con Émile Hamard. Gustave los acompaña por la Provenza y por Italia.



1846: El 15 de enero muere su padre, el doctor Flaubert. El 23 de marzo muere su hermana Caroline, que acaba de tener una niña, llamada también Caroline y a la que criarán Gustave y su madre. En julio inicia una relación con Louise Colet, «La Musa» con quien tendrá una amplia correspondencia amorosa, tormentosa y literaria. Rompen a menudo la relación que vuelven a tomar. Louise es una mujer de letras, nacida en Aix-en-Provence (1810-1876). Tiene diez años más que Flaubert, está casada y ya tuvo encuentros amorosos con otros escritores. Mujer de fuerte carácter, escribe poesía romántica. Pasará a la historia como amiga de Flaubert, destinataria de una interesante Correspondencia.



1847: En mayo y junio realiza un viaje con Maxime du Camp por las regiones francesas de Anjou, Bretaña y Normandía. Escriben a dúo un relato del viaje en Par les champs et par les grèves.



1848: En febrero, con su amigo Louis Bouilhet, va a París para observar los hechos de la Revolución del 48, «desde el punto de vista del arte», puesto que no tiene ninguna participación activa. La Revolución del 48 está presente, de manera muy explícita, en La educación sentimental. Cae la monarquía y se instaura la II República. El poeta Lamartine forma parte del Gobierno, siendo Luis Napoleón, presidente, hasta el golpe de Estado de 1851, en el que se convierte en Napoleón III.



En mayo, Flaubert inicia la redacción de La tentación de San Antonio. Primera riña con Louise Colet.

 



1849: El 12 de septiembre lee a sus amigos Du Camp y Bouilhet La tentación de San Antonio; ambos le aconsejan que dé preferencia a los temas más realistas. El 4 de noviembre se embarca con su amigo Du Camp desde Marsella hacia Egipto. El 8 de diciembre, ocurre el suicidio de Eugène Delamare, oficial de sanidad. Esta noticia será el embrión de Madame Bovary.



1849-1851: Viaje por Oriente con Du Camp. Visitan Egipto, Palestina, Siria, Líbano, Constantinopla, Grecia e Italia.



1851: De nuevo en Croisset reanuda su relación con L. Colet. El 20 de septiembre escribe: «Ayer por la tarde comencé mi novela. Veo ya dificultades de estilo que me espantan»: se trata de Madame Bovary. Esta correspondencia con L. Colet es de gran importancia para conocer la génesis de Madame Bovary, y las ideas literarias de Flaubert. Septiembre: estancia en Londres con su madre. El 2 de diciembre, el día del golpe de Estado del que se llamará Napoleón III, Flaubert está en París; comienza el Segundo Imperio. Escribe: «En Francia se va a iniciar una época muy triste».



1852-1855: Salvo breves estancias en París y en Nantes para ver a Louise, Flaubert se dedica a su laboriosa tarea: página a página va construyendo su Madame Bovary.



1852: En agosto, Flaubert termina la primera parte de Madame Bovary.



1854: Termina la segunda parte. En octubre, rompe con Louise Colet.



1855: A partir de este año, pasa algunos meses en París, donde frecuenta los salones, los teatros y cultiva la amistad con escritores como los hermanos Gon­court, Turguéniev, George Sand, Théophile Gautier, entre otros.



1856: El 30 de abril termina Madame Bovary. Sigue trabajando en la segunda versión de La tentación de San Antonio. Del 1 de octubre al 30 de diciembre, La Revue de Paris, en seis entregas, publica Madame Bovary, con varios cortes, algunos de los cuales no son aceptados por el autor. De diciembre a febrero del año siguiente se publican en L’Artiste algunos fragmentos de La tentación de San Antonio. Se instala en París y rompe definitivamente con Louise Colet.



1857: En enero, se inicia el proceso contra el autor y editor de Madame Bovary por ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres. Flaubert y el editor ganan el proceso. En abril, se publica la novela en dos volúmenes en la casa editorial de Michel Lévy. En septiembre, emprende la obra Salambó. Su redacción concluirá en 1862.



1858: Viaja a Túnez y Argelia para documentarse sobre la obra.



1862: Publicación de Salambó.



1863: En enero, comienza a frecuentar el salón de la princesa Mathilde (Trieste 1820-1904), hija de Jerôme, breve rey de Wesfalia (1807-1813), hermano pequeño de Napoleón I.



1864: Su sobrina, Caroline Hamard, se casa con Ernest Commanville. En septiembre, comienza la redacción definitiva de La educación sentimental, que continuará hasta 1869. En noviembre, el emperador Napoleón III le invita a Compiègne.



1865: En julio, viaje a Baden-Baden.



1866: Nuevo viaje a Inglaterra. El 15 de agosto Flaubert es nombrado Caballero de la Legión de honor.



1869: El 18 de julio muere su amigo Louis Bouilhet. Flaubert trabaja en la nueva versión de La tentación de San Antonio. En noviembre, publicación de La educación sentimental.



1870: Francia declara la guerra a Prusia. En noviembre, los prusianos llegan a Croisset. Flaubert, enfermero y teniente de la guardia nacional, se refugia en Ruan.



1871: Flaubert visita a la princesa Mathilde en Bruselas, luego vuelve a Londres.



1872: Muere su madre.



1873: Compone una comedia en cuatro actos, Le Candidat, que sólo se representará en cuatro ocasiones.



1874: Abril. Publicación de La tentación de San Antonio. En julio, estancia en Suiza. En agosto, retoma Bouvard et Pécuchet, cuya idea remonta a la época de Madame Bovary, y después en 1863.



1875: El marido de su sobrina tiene graves problemas económicos y Flaubert compromete parte de su fortuna para evitar la quiebra económica del matrimonio. Escribe La légende de saint Julian l’Hospitalier.



1876: Muere Louise Colet. Flaubert escribe Un coeur simple y Hérodias. En junio, muere George Sand.



1877: En abril, publicación de Trois contes.



1879: A consecuencia de una rotura de peroné, pasa en cama varios meses. La intervención de sus amigos le permite ser nombrado conservador de la Biblioteca Mazarine, con un emolumento de 3.000 francos al año.



1880: El 8 de mayo Gustave Flaubert muere en Croisset de una hemorragia cerebral.



1880-1881: De diciembre a marzo se publica, en la Nouvelle Revue, Bouvard et Pécuchet, y después en libro en 1881.




LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL




PRIMERA PARTE



Capítulo I



El 15 de septiembre de 1840, hacia las seis de la mañana, el Ville-de-Montereau, a punto de zarpar, soltaba una humareda formando grandes torbellinos, junto al muelle Saint-Bernard.



La gente llegaba sin aliento; barricas, estachas, cestos de ropa, dificultaban el paso; los mozos de cubierta no hacían caso a nadie; los viajeros chocaban unos con otros; los bultos subían entre los dos cabestrantes, y el bullicio se absorbía en el zumbido del vapor que, escapándose por las planchas de chapa, envolvía todo en una nube blanquecina, mientras que la campana, en la proa, tañía sin cesar.



Finalmente, el barco zarpó; y las dos orillas, pobladas de almacenes, de astilleros y de fábricas desfilaron como dos grandes cintas que se despliegan.



Un joven de dieciocho años, con el pelo largo, que sujetaba un álbum bajo el brazo, permanecía al lado del timón, inmóvil. A través de la niebla, contemplaba campanarios, edificios cuyos nombres ignoraba; después, abarcó, con una última ojeada, la isla Saint-Louis, la cité, Notre-Dame; y enseguida, al desaparecer París, suspiró profundamente.



Frédéric Moreau, con su flamante título de bachiller, volvía a Nogent-sur-Seine, donde debía languidecer durante dos meses, antes de ir a estudiar derecho. Su madre, con el dinero indispensable, le había enviado a Le Havre a ver a su tío, cuya herencia esperaba para su hijo; él había vuelto de allí justo la víspera; y se resarcía de no poder vivir en la capital, regresando a su provincia por el camino más largo.



El guirigay se apaciguaba; todo el mundo se había acomodado en su sitio; algunos, de pie, se calentaban en torno a la máquina, y la chimenea escupía con un estertor lento y rítmico, su bocanada de humo negro; pequeñas gotas de rocío se deslizaban por los objetos metálicos; el puente temblaba bajo una pequeña vibración interior, y las dos ruedas, girando velozmente, batían el agua.



El río estaba flanqueado por riberas arenosas. Se topaban con varias balsas de troncos de madera que se ondulaban con los remolinos de las olas, o bien, con un barco sin velas, donde un hombre sentado estaba pescando; después, las brumas errantes se fundieron, el sol apareció, la colina que seguía a la derecha el curso del Sena, poco a poco, empequeñeció, y de ella surgió otra, más cercana, en la orilla opuesta.



Unos árboles la coronaban entre casas bajas cubiertas con tejados a la italiana. Tenían jardines en pendiente, divididos por muros nuevos, por verjas de hierro, por césped, por invernaderos, y por macetas de geranios, espaciados regularmente en las terrazas en las que uno podía apoyarse. Más de uno, al ver esas coquetas residencias, tan tranquilas, envidiaba a su propietario por vivir ahí hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer o algún otro sueño. El placer, tan nuevo, de una excursión marítima facilitaba esas expansiones. Los graciosos ya empezaban con sus bromas. Muchos cantaban. Estaban alegres. Se pasaban entre ellos algún trago.



Frédéric pensaba en la habitación que ocuparía allá, en el esquema de un drama, en temas de pintura, en pasiones futuras. Le parecía que la felicidad que se merecía por la excelencia de su alma, tardaba en llegar. Recitó para sí versos melancólicos; caminaba por el puente con pasos rápidos; llegó hasta el final, al lado de la campana; y, en un grupo de pasajeros y de marineros, vio a un señor que decía galanterías a una campesina, a la vez que le tocaba la cruz de oro que ella llevaba sobre el pecho. Era un mocetón de unos cuarenta años, de pelo rizado. Su talla robusta llenaba un chaqué de terciopelo negro, dos esmeraldas brillaban en su camisa de batista, y un ancho pantalón blanco caía sobre unas extrañas botas rojas, de cuero de Rusia, realzadas con dibujos azules.



La presencia de Frédéric no le molestó. Se dio la vuelta hacia él varias veces, interpelándole con la mirada; enseguida, ofreció cigarros a todos los que le rodeaban. Pero, aburrido, sin duda, de esa compañía, fue a situarse más lejos. Frédéric le siguió.



La conversación discurrió al principio sobre las diferentes especies de tabaco, después, con toda naturalidad, sobre mujeres. El señor de las botas rojas dio algunos consejos al joven; exponía teorías, narraba anécdotas, se citaba a sí mismo como ejemplo, soltando todo ello en un tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.



Era republicano; había viajado, conocía el interior de los teatros, de los restaurantes, de los periódicos, y a todos los artistas célebres, a los que llamaba familiarmente por sus nombres de pila; Frédéric le confió enseguida sus proyectos; él los alentó.



Pero se interrumpió para observar el cañón de la chimenea, después masculló deprisa un largo cálculo, a fin de saber «cuánto cada movimiento de pistón, a tantas veces por minuto, debía, etc.». Y una vez hecha la suma, admiró enormemente el paisaje. Decía sentirse feliz por haber escapado de sus negocios.



Frédéric sentía cierto respeto por él, y no se resistió al deseo de saber su nombre. El desconocido respondió de corrido:



—Jacques Arnoux propietario de l’Art industriel, bulevar Montmartre.



Un criado que llevaba en la gorra un galón dorado, vino a decirle:



—¿Si el señor quisiera bajar? la señorita está llorando.



Y desapareció.



L’Art industriel era un establecimiento híbrido, que comprendía un periódico sobre pintura y un almacén de cuadros. Frédéric había visto ese rótulo varias veces, en el escaparate del librero de su tierra natal, sobre inmensos carteles, en los que el nombre de Jacques Arnoux se destacaba magistralmente.



El sol lanzaba sus rayos a plomo haciendo brillar los anclajes de hierro alrededor de los mástiles, las placas de la borda y la superficie del agua; esta se dividía en la proa en dos surcos que se extendían hasta el borde de los prados. En cada recodo del río encontraban la misma cortina de álamos pálidos. El campo estaba completamente solitario. En el cielo había nubecillas blancas estáticas, y el tedio, extendido vagamente, parecía aflojar la marcha del barco y hacer que el aspecto de los viajeros fuese aún más insignificante.



Aparte de algunos burgueses en los asientos de primera, el resto eran obreros, tenderos con sus mujeres y sus hijos. Como entonces se tenía costumbre de vestir con descuido en los viajes, casi todos llevaban viejos gorros griegos o sombreros descoloridos, pobres trajes negros, raídos por el roce del despacho, o redingotes con los ojales de los botones abriéndose por desgaste en las tiendas; y aquí y allá, algún chaleco de solapas dejaba ver una camisa de calicó, manchada de café; alfileres de latón sobre corbatas hechas jirones; trabillas cosidas que sujetaban zapatillas hechas de tiras de tela; dos o tres bribones que llevaban garrotes, sujetos con una correa de cuero, lanzaban miradas aviesas, y los padres de familia abrían bien los ojos haciendo preguntas. Charlaban de pie, o bien en cuclillas sobre sus equipajes; otros dormitaban en los rincones; algunos comían. El puente estaba sucio con cáscaras de nueces, colillas de cigarros, peladuras de peras, detritus de charcutería que habían traído envuelta en papel; tres ebanistas, con monos de trabajo, se paraban delante de la cantina; un músico de harpa, andrajoso, descansaba apoyado en su instrumento; se oía, a intervalos, el ruido del carbón de piedra en la caldera, unas voces, una risa; y el capitán caminaba sin parar de un cabestrante a otro por la pasarela. Frédéric, para ir a su asiento, empujó la verja de los asientos de primera clase, molestó a dos cazadores con sus perros.



Fue como una aparición.



Ella estaba sentada en medio del banco, completamente sola; o al menos él no vio a nadie, por el resplandor que le enviaron sus ojos. Al mismo tiempo que él pasaba, ella levantó la cabeza; él inclinó los hombros involuntariamente; y, cuando estuvo algo más lejos, en el mismo lado, la miró.

 



Llevaba un amplio sombrero de paja, con dos cintas rosas que palpitaban al viento a su espalda. Su cabello negro, dividido en dos particiones iguales, que bordeaban los extremos de sus largas cejas, descendían muy abajo y parecían ceñir amorosamente el óvalo de su cara. Su vestido de muselina clara, tachonada de pequeños lunares, se extendía en numerosos pliegues. Ella estaba bordando algo; y su nariz recta, su mentón, toda su persona se recortaba sobre el fondo del cielo azul.



Como la mujer mantenía la misma actitud, él dio varias vueltas a derecha e izquierda para disimular su maniobra; después, se plantó muy cerca de su sombrilla, que estaba apoyada en el banco, y simuló que observaba una chalupa en el río.



Nunca había visto ese esplendor de su tez morena, la seducción de su talle, ni esa finura de dedos que la luz traspasaba. Él consideraba el cesto de costura con asombro, como una cosa extraordinaria. ¿Cuál sería su nombre, su casa, su vida, su pasado? Deseaba conocer los muebles de su habitación, todos los vestidos que había usado, las personas a las que frecuentaba; y el deseo de la posesión física incluso desaparecía bajo un deseo más profundo, en una curiosidad dolorosa que no tenía límites.



Una mujer negra, con un pañuelo en la cabeza, se presentó llevando de la mano a una niña, ya un poco mayor. La cría, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas, acababa de despertarse. Ella la sentó en sus rodillas. «La señorita no ha sido buena, aunque pronto cumplirá siete años; su madre ya no la querrá; sería perdonarle demasiado sus caprichos.» Y Frédéric disfrutaba oyendo esas cosas, como si hubiera hecho un gran descubrimiento, una adquisición.



La suponía de origen andaluz, criolla tal vez; ¿habría traído de las islas a esa negra con ella?



Mientras tanto, un largo chal de rayas violeta estaba colocado detrás de ella, sobre la borda de cobre. ¡Ella habría envuelto en él su talle, muchas veces, en medio del mar, durante las tardes húmedas, se habría cubierto los pies, habría dormido con ese chal! Pero, arrastrado por los flecos, resbalaba poco a poco, iba a caer al agua; Frédéric dio un salto y lo alcanzó. Ella le dijo:



—Se lo agradezco, señor.



Sus ojos se encontraron.



—Mujer, ¿estás lista? –gritó el señor Arnoux, apareciendo por la escalera.



La señorita Marthe corrió hacia él, le tiraba del bigote. Se oyeron los sonidos de un arpa, la niña quiso ver la música, y enseguida, el arpista, conducido por la negra, entró en la zona de los asientos de primera. Arnoux le reconoció como un antiguo modelo; le hablaba de tú, lo que sorprendió a los asistentes. Finalmente, el arpista echó su larga melena hacia atrás, extendió los brazos y se puso a tocar.



Era una romanza oriental, que trataba de puñales, de flores y de estrellas. El hombre andrajoso cantaba con una voz mordaz; los movimientos de la máquina cortaban la melodía, desafinando; el arpista rasgueaba más fuerte: las cuerdas vibraban, y sus sonidos metálicos parecían exhalar sollozos, y como la queja de un amor orgulloso y vencido. De ambos lados del río, los árboles se inclinaban hasta el borde del agua; pasaba una corriente de aire fresco; la señora Arnoux miraba a lo lejos de una manera imprecisa. Cuando se paró la música, parpadeó varias veces, como si saliera de un sueño.



El arpista se acercó, humildemente. Mientras que Arnoux buscaba monedas, Frédéric alargó hacia la gorra la mano cerrada, y, abriéndola con pudor, depositó en ella un luis de oro. No era la vanidad lo que le empujaba a hacer esa limosna delante de ella, sino un pensamiento de bendición con el que la asociaba, un sentimiento casi religioso.



Arnoux, indicándole el camino, le instó cordialmente a bajar al comedor. Frédéric afirmó que acababa de comer; sin embargo, se moría de hambre; y no poseía ni un céntimo en el fondo del bolsillo.



Después, pensó que tenía todo el derecho, como cualquier otro, a permanecer en el comedor.



Unos burgueses comían en mesas redondas, un camarero circulaba entre las mesas. El señor y la señora Arnoux estaban en el fondo, a la derecha; él se sentó en una larga banqueta de terciopelo, después de coger un periódico que había por allí.



En Montereau, los Arnoux debían tomar la diligencia de Châlons. El viaje por Suiza duraría un mes. La señora Arnoux reprochó a su marido su debilidad por la niña. Él le susurró algo al oído, alguna cosa graciosa, sin duda, pues ella sonrió. Después, se levantó para cerrar, detrás de él, la cortinilla de la ventana.



El techo, bajo y completamente blanco, devolvía una luz cruda. Frédéric, en frente, distinguía la sombra de sus pestañas. Ella acercaba los labios a un vaso, desmenuzaba un poco de corteza de pan entre los dedos; el medallón de lapislázuli, sujeto a una cadenita de oro a la muñeca, tintineaba contra el plato de vez en cuando. Los que estaban allí, sin embargo, no parecía que se dieran cuenta.



A veces, a través de los ojos de buey, se veía el flanco de una barca que abordaba a un navío para recoger o dejar viajeros. La gente que estaba aún en las mesas se asomaba a las ventanas y nombraba los pueblos ribereños.



Arnoux se quejaba de la cocina: y protestó considerablemente ante la cuenta, y consiguió una reducción. Después, llevó al joven a la proa para beber unos grogs. Pero Frédéric volvió enseguida bajo la toldilla, donde la señora Arnoux había regresado. Leía un delgado volumen de tapa gris. Las comisuras de sus labios se movían por momentos, y un relámpago de placer iluminaba su frente. Él sintió celos de quien había inventado esas cosas en las que ella parecía ocuparse. Cuanto más la contemplaba, más sentía abrirse un abismo entre los dos. Pensaba que tendría que dejarla enseguida, irrevocablemente, sin haber arrancado de ella ni una palabra, ¡sin dejarle siquiera un recuerdo!



Una llanura se extendía a la derecha; a la izquierda, un pastizal se prolongaba suavemente hasta unirse a una colina, en la que se veían viñas, nogales, un molino entre la vegetación, y pequeños caminos, a lo lejos, formando zigzag sobre la roca blanca que tocaba la punta del cielo. ¡Qué dicha subir, uno al lado del otro, el brazo rodeando su cintura, mientras que su vestido barrería las hojas amarillas, escuchando su voz, bajo el resplandor de sus ojos! El barco podía detenerse, no tenían más que apearse; ¡y eso, tan sencillo, no era más fácil, sin embargo, que mover el curso del sol!



Un poco más lejos, surgió un castillo de tejados puntiagudos, con torrecillas cuadradas. Un parterre de flores se extendía delante de la fachada; y los senderos se hundían, como bóvedas negras, bajo los altos tilos. Él se la imaginó pasando al borde de los setos. En ese momento, una señora joven y un hombre, joven también, aparecieron en la escalinata, entre las macetas de naranjos. Después, todo desapareció.



La niña jugaba alrededor de él. Frédéric quiso darle un beso. Ella se escondió detrás de su criada; su madre la riñó por no ser amable con un señor que había salvado el chal de caer al agua. ¿Era eso una aproximación indirecta?



«¿Va a hablarme, por fin?», se preguntaba.



No quedaba tiempo. ¿Cómo obtener una invitación a casa de Arnoux? Y no se le ocurrió nada mejor que hacerle observar los colores del otoño, añadiendo:



—Ya tenemos pronto el invierno, ¡la época de los bailes y de las cenas!



Pero Arnoux estaba muy ocupado con el equipaje. La costa de Surville apareció, los dos puentes se acercaban, bordearon una cordelería, después una fila de casas bajas; abajo había bidones de alquitrán, astillas; y los críos corrían por la arena, dando vueltas. Frédéric reconoció a un hombre con un chaleco con mangas, y le gritó:



—¡Date prisa!



Llegaban. Buscó penosamente a Arnoux entre la aglomeración de pasajeros, y el otro respondió dándole la mano:



—¡Un placer, querido señor!



Cuando estuvo ya en el muelle, Frédéric miró hacia atrás. Ella estaba cerca del timón, de pie. Él le envió una mirada en la que había tratado de poner toda su alma; como si no hubiera hecho nada, ella permaneció inmóvil. Después, sin consideración a los saludos de su criado:



—¿Por qué no has traído el coche hasta aquí?



El buen hombre se disculpaba.



—¡Qué torpe er

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