Читать книгу: «Construcción de paz, reflexiones y compromisos después del acuerdo», страница 4

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Autor: Hernando Blandón

Obra: Distopía o la estética de lo peor

Técnica: esculturas en resina y acrílico

Año: 2019

Ética del rostro: memoria y perdón

Néstor David Restrepo Bonnett1

Luis Alberto Castrillón-López2

Carlos Arboleda Mora3

La paz como propósito humano es el resultado de la justicia y equidad social que permite que un territorio se construya como comunidad política. Los análisis al proceso de desarme y reconciliación que Colombia ha venido afrontando con las Farc son un avance importante en el compromiso que tiene el Estado de brindar garantías sociales de seguridad y desarrollo de los territorios. Pero es necesario esclarecer que no solo se enfrenta un proceso de estabilización de las instituciones en el orden y la justicia. Lograr la paz, como alcance social, necesita de otros elementos asociados a la restitución simbólica, el reconocimiento de la diversidad de los territorios y el restablecimiento no solo de la seguridad humana y de las instituciones jurídicas y políticas, sino también de los imaginarios colectivos de vida social y comunitaria. Los alcances investigativos sobre interculturalidad en los órdenes antropológico, ético y fenomenológico vuelven la mirada a la experiencia, al relato y al testimonio pues como dice Melich (2001) para el Holocausto,

Los relatos de la Shoa son algo más que los recuerdos de los supervivientes. Son relatos de ausencias. Los protagonistas, sus verdaderos protagonistas no son los autores sino las victimas que surgen en el relato, y que no han sobrevivido para poder contarlo. Estas víctimas no tienen lenguaje para dar testimonio, no están presentes para decirnos que pasó, ni que les pasó. (pp. 23-24).

En este orden, el acontecimiento experimentado es el de una comunidad y en Colombia, no comenzamos los procesos de restauración de una forma adecuada por las experiencias y mucho menos por la reparación simbólica. El objetivo de este trabajo es presentar una crítica a los procesos de reconciliación que se basan solo en un perdón desde la ley sin escuchar la voz de las víctimas, considerando los actos de violencia como hechos completamente sometidos a la cirugía de los tribunales, y presentar una alternativa de considerar a las víctimas como personas concretas, históricas, a las que hay que escuchar pues han experimentado el acontecimiento, lo vivieron en su propia carne y lo narran con verdad, y al hacerlo se reconstituyen como personas dignas.

Metodología

El análisis hermenéutico hecho en esta investigación se encamina a resaltar que la interpelación del rostro y la restitución simbólica más allá de la ley, se convierten en elementos constitutivos para debatir los alcances de la reconstrucción social de una Colombia que clama equidad y justicia. Se utilizan autores como Jean Luc Marion, Emmanuel Lévinas, Christina Geschwandtner, Joan Carles Melich, Reyes Mate y otros que, en la búsqueda de una salida no metafísica al problema de la intersubjetividad, plantean en la donación, la aparición del otro, la mirada y el rostro, elementos experienciales de constitución del yo y de la realidad del otro en el mundo y en la temporalidad. Así se abre la puerta una reconstrucción social de alcance integral y no solo legal. Es algo nuevo en Occidente como dice Reyes Mate (2006, p. 35), esto de pasar del logos a la memoria atribuyéndole a esta función de juez en cuestiones de verdad y existencia acontecimentales. Se pretende lograr así que los procesos de consecución de paz y reconciliación partan de la experiencia de las víctimas, tengan en cuenta la restitución simbólica y no permanezcan únicamente en la norma o en técnicas de ingeniería social.

De la jurídica de los acuerdos a la restitución simbólica en la cultura

El contrato social brinda a los ciudadanos una visión casi ideal de sociedad, tal vez, uno de los errores es concebir que la perfección del contrato está en lo que el Estado y sus constituciones políticas ofrecen como una finalidad ya lograda por estar enunciada. Las aspiraciones de los grupos humanos no se limitan a lo enunciado como promesa en el contrato social. La humanidad necesita de una visión ideal de comunidad donde la gente vive su mundo de la vida, su realidad encarnada, construyendo en el presente un futuro feliz sobre la base de una memoria que se revive en el día a día evitando la repetición de lo que pudo ser opresivo o inhumano.

Por ende, el reto para estos tiempos, es fortalecer el proceso de construcción pacifica, que no se reduce a la firma de los acuerdos de paz. Los resultados de los diálogos de La Habana y la firma de documentos son el inicio de un proceso de restablecimiento de las instituciones y un desarme de las estructuras que estaban fuera de la ley. El reto que ello establece es pasar de un lenguaje tradicional dualista y juridicista que crea exclusiones y encasillamientos a un modelo de reintegración social. Para que eso suceda se necesita de la implementación de un proceso de restitución simbólica como punto de partida de la construcción de comunidades abiertas, resilientes, incluyentes que se transforman desde la actitud pacífica. Es una reconstrucción de la convivencia humana desde el proyecto mismo de vida de los involucrados y no solo la sujeción a una norma que viene de fuera, es decir, de la voluntad del legislador.

Ahora bien, la reparación integral que compromete la Ley 1448 de 2011 y sus decretos reglamentarios (Ministerio del Interior, 2012), como todo lo que se desprende del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera del 24 de noviembre de 2016, puede trazar un camino hacia el esclarecimiento de la verdad sucedida, pero más allá, la restitución simbólica que requiere un colectivo humano afectado por la violencia sistemática necesita una respuesta más integral. Por ende, el aparato simbólico debe ser la razón de ser de todas las herramientas jurídicas que propicien la reconstrucción de sociedad. Todas las instituciones culturales, sociales y jurídicas se ven comprometidas a reconstruir el imaginario colectivo de justicia, verdad y solidaridad humana, que no solo se limitan a la función el Estado de dar cumplimiento a las garantías sociales que ofrece la Constitución, sino que tiene que avanzar y restituir la identidad colectiva sobre el conflicto humano, que no se esclarece solo en el dato, sino en el deseo de interpelar la verdad y el compromiso humanizado de una sociedad de no repetir las formas de vulneración sistemáticas sobre la vida humana (Cfr. art. 11-12, Ley 1448).4

Ahora bien, el papel que se le asigna a la restitución simbólica no intenta superar o reemplazar la reparación administrativa, sino más bien, fungir como complemento. Esta ampliación de óptica, interdisciplinar y multidimensional sobre los por qué de la historia violenta se puede ver truncada por reducciones que se presentan en la vida social, al tocar el tema de la restitución de lo humano como camino para un desarrollo equilibrado de las comunidades tocadas por la violencia.

Consideraciones que impiden una mirada holística a la reconstrucción social

No partir de las experiencias de lo simbólico que posee todo grupo humano, puede reducir nuestra comprensión del problema, y por ello se enumeran tres características que diezman la comprensión de lo simbólico en la reconstrucción social.

Considerar el perdón como olvido

El tema del perdón como actitud social se impone en el escenario de la restitución simbólica, como la salida alternativa a las secuelas de la violencia que dejan venganza, rencor y dolor. Pero, suele manifestarse en la acción de perdonar una idea de olvido. Es un tema discutido ya que las grandes religiones comparten la idea del perdón pues perdonar es un acto grato a la divinidad, pero en su aplicación tienen sus divergencias. En el cristianismo contemporáneo está muy difundida la idea de que el perdón incluye el olvido, basándose en textos como “El que perdona la ofensa cultiva el amor; el que insiste en la ofensa divide a los amigos” (Proverbios 17,9); o “Este es el pacto que haré con ellos. Después de aquellos días, dice el Señor: Daré mis leyes en sus corazones, Y en sus almas las escribiré. Añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados é iniquidades” (Hebreos 10, 16-17). Esto exige una virtud heroica que la sociedad no puede practicar. Hay también corrientes de sanación interior que plantean el olvido como condición para recuperar la paz argumentando que no olvidar significa que no se quiere perdonar por completo. Sin embargo, en la actualidad, dados los hechos del siglo XX, la reflexión marcha por el lado de perdonar, pero no olvidar. En Israel es exigido recordar: “Dios dijo: «Recuerda, Israel, que tú eres mi fiel servidor. No te olvides de mí, porque yo soy tu creador. Yo hice desaparecer tus faltas y pecados como desaparecen las nubes en el cielo. ¡Vuelve a obedecerme, porque yo te di libertad!» (Isaías 44, 21-22) y es fundamental rememorar la liberación de Egipto: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre (de la esclavitud)” (Éxodo 20, 2). “Este día tiene que servirles de memoria, y tienen que celebrarlo como fiesta a Jehová” (Éxodo 12, 14). Y en el Nuevo Testamento, la pascua es la memoria de la liberación actuada por Cristo. “Sabiendo que habéis sido liberados de la conducta estéril heredada por tradición, no con cosas corruptibles -oro o plata- sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha” (1Pedro 1, 18-19): recordar su muerte es actualizar lo que significa. En otros términos: perdonar sin olvidar para que los hechos no se repitan, pues hacer memoria es construir el futuro recordando en el presente. Olvidar sería llegar a una falsa reconciliación en la que hay cierta complacencia con algunos logros alcanzados con los ejecutores de la injusticia imponiendo una mentalidad de “perdonar y olvidar” a la fuerza y por necesidad de una paz a todo costo. La consecuencia es la permanencia de la semilla de la venganza en el corazón del pueblo que conlleva la subsistencia de la espiral de la violencia. Perdón y reconciliación suponen tener claro lo sucedido para saber qué se perdona y qué se repara para que la memoria del pasado lleve a la esperanza en el futuro:

Se tiene razón al recordar siempre que el perdón no es el olvido. Al contrario, requiere la memoria absolutamente viva de lo imborrable, más allá de todo trabajo de duelo, de reconciliación, de restauración, más allá de toda ecología de la memoria. No se puede perdonar más que acordándose, incluso reproduciendo, sin atenuante, el mal hecho, lo que hay que perdonar. Si no perdono más que lo que es perdonable, lo venial, el pecado no mortal, no hago nada que merezca el nombre de perdón. Lo que es perdonable está perdonado de antemano. De ahí la aporía: lo que siempre tenemos que perdonar es lo imperdonable. Esto es lo que se llama hacer lo imposible. Y, por lo demás, cuando no hago más que lo que me es posible, no hago nada, no decido nada, dejo que se desarrolle un programa de posibles…´ Un perdón que conduce al olvido, o incluso al duelo, no es, en sentido estricto, un perdón. Este exige la memoria absoluta, intacta, activa, y un mal, y un culpable (Derrida, 2000).

Arendt (2006), en la misma línea, indica que no se puede olvidar pues el perdón precisa de la memoria, del recuerdo de aquello que se va a perdonar. No podemos dominar el pasado en la medida en que no podemos hacer como si no hubiera acontecido (p. 31). Si se va reconstruir la convivencia hay que tener en cuenta a la víctima como ingrediente central de la historia “[…] sin prescripciones de tiempo ni ligaduras a satisfacciones materiales e inmediatas” (Ricoeur, 2004, p. 270). Lo que significa un paso fundamental que deroga el perdón como virtud religiosa y lo convierte en una virtud política.

La reducción de lo vivido al hecho y no al testigo, es decir, el trauma antes que el rostro. La vulneración fenomenológicamente descrita, es un acontecimiento natural a lo humano, el exceso de reducción de lo acontecido al dato crea una insensibilidad social frente a lo sucedido a ese rostro humanizado: el testigo. Reyes Mate lo hace muy bien cuando distingue entre el hecho y el acontecimiento:

El ‘deber de la memoria’ consiste precisamente en tomar nota de esa experiencia y convertir el acontecimiento impensable en el punto de partida de la reflexión política, moral o estética. Eso es exactamente la memoria; para mí, es saber que a la hora de emprender una tarea intelectual hay que empezar con algo que no está en un silogismo, sino que es un acontecimiento. Un acontecimiento que es formalmente Auschwitz, pero que solo es un símbolo de algo que ocurre más banalmente en la vida, y es el sufrimiento. En el fondo, el ‘deber de la memoria’ se sustancia en ese dictum adorniano, ‘dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad’; ése es el ‘deber de la memoria’, más que acordarse de los judíos (Castañeda & Alba, 2014, p. 180).

Generalmente la prensa y la televisión pasan informes de cosas sucedidas para simple información. Se toma la realidad como un insumo de la labor comunicativa, que luego es analizada por los estadísticos y sociólogos en términos de números, frecuencias, porcentajes. Los empleados gubernamentales convierten esos números en un código para los informes de gestión y para la entrega de ayudas materiales o sicológicas y los datos configuran poblaciones vulneradas, pero no logran contener la afectación global que todos como miembros del grupo sufrimos por lo acontecido a alguien o algunos en particular. Aquí se presentan dos contingencias a reflexionar. Una frente a las víctimas pues la Ley 1448 dice: “[…] la reparación comprende las medidas de restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición, en sus dimensiones individual, colectiva, material, moral y simbólica. Cada una de estas medidas será implementada a favor de la víctima dependiendo de la vulneración en sus derechos y las características del hecho victimizante” (art. 25). ¿Hay un dispositivo y sistema consolidado que pueda responder de forma humanizada, sin revictimización a las personas que sufren el dolor de la violencia? Y la otra sobre los victimarios. ¿En lo complejo de este conflicto, si es posible identificar cuando los victimarios pudieron ser víctimas, y por ende la reparación integral debe transitar a un escenario de reintegración social?

El predominio del estereotipo

La verdad tiene muchos enemigos en los procesos de reconstrucción, pero lo más peligroso es reducir lo acontecido a los roles que cada rostro ha adquirido en el conflicto, utilizando una clasificación binaria absoluta entre víctima y victimario, que no compone toda la sinfonía de los actores del conflicto, y por lo que el papel principal en muchas ocasiones lo asume el indiferente. Se crean unas categorías duras que clasifican y definen: “En el corazón de las lógicas de perdón y reconciliación se sitúa el concepto de las ‘zonas grises’ de colapso de la diferencia entre víctimas y victimarios, cuyas figuras más representativas son ciertos tipos de ‘colaboradores’ y los ‘vengadores’” (Orozco, 2003, p. 3). Las zonas grises impiden considerar que hay víctimas puras y victimarios puros. Todos podemos ser víctimas y victimarios y esto ayuda a entender la verdad histórica, a descargar culpabilidades y a sentar las bases del reconocimiento y del perdón. Los asuntos penales tratan de ser limpios y precisos como un bisturí, pero la realidad de las personas y los procesos del conflicto son más amplios e inabarcables en su tremenda complejidad. De manera metafórica, todos somos culpables e inocentes; aunque Arendt (2007) hace reflexionar sobre esto diciendo que dicha frase puede ser una declaración de solidaridad con los malhechores (p. 151). Pero sí se puede afirmar que todos hemos sido, de alguna manera, responsables del mal. Ni siquiera en Auschwitz había clara distinción entre unos y otros. (Orozco, 2003, p. 39). Aunque la guerra lleve a consideraciones del tipo “el otro como victimario-víctima culpable y así mismos como víctimas-victimarios inocentes” (p. 41). Esto ha venido sucediendo en Colombia desde la llamada época de la violencia, lo que crea una espiral de intimidación que produce más violencia. No es solo la permanencia de situaciones sociales de desigualdad, injusticia, exclusión, inequidad las que generan la violencia, sino que hay un mecanismo de venganza continuada que influye en la acritud de las actitudes y en la continuidad de la debacle social (Arboleda y Castrillón, 2013, p. 472).

La sociedad se divide radicalmente en buenos y malos en forma vertical, y generalmente los “malos” son los que van a ser excluidos (sicario, pobre, guerrillero, paraco, desaparecido, desechable, entre otros). La realidad es muy diferente, no clasificable en blanco y negro. Las víctimas y los victimarios puede que no lo sean para siempre. Hay una sobreposición de víctimas y victimarios, aunque para la ley sea difícil comprender los conflictos personales, sociales e históricos que pueden hacer de una víctima un victimario y viceversa (Cfr. Orozco, 2003). Se añade a esto, la permanencia mental de la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, o la versión popular de “el que la hace la paga”.

No ha de entenderse que si todos son responsables no hay, por tanto, ningún responsable o que todos quedan perdonados por la historia. Hay una diferencia grande entre el que ocasionalmente hace el mal y el que planea racionalmente el mal. Hay víctimas inocentes y victimarios culpables y no se puede disimular la crueldad bajo un manto de comprensión histórica de la época. Eso llevaría a olvidar de nuevo la crueldad y la situación inhumana a que fue sometida la víctima. Además, como dice Reyes Mate (2006): “El duelo y la deuda son las formas en las que hoy podemos concretar ese débil poder mesiánico, del que habla Benjamin: podemos reparar el buen nombre de las víctimas y podemos afirmar que la injusticia sigue vigente mientras no se repare. No es mucho, pero sin esos mínimos no podemos ni siquiera hablar de justicia” (p. 12).

A la problemática descrita para afianzar la necesidad de restituir desde lo simbólico se requiere establecer las formas de reinterpretación de lo antropológico desde el rostro. Por tanto, puede enunciarse que esta reflexión tiende a superar el efecto “silueta”, que desde la otredad ontológica ha configurado al individuo como sujeto de derechos, pero no se ha profundizado sobre la carne, sensibilidad, sentimientos que allí se vinculan.

La antropología del rostro, como alteridad descubierta y encarnada

El primer riesgo que se corre, cuando se invoca la antropología es describir una alteridad contenida en lo metafísico. Ha de pasarse de la concepción de la persona como objeto, víctima, victimario, responsable legal, a una concepción antropológica del otro como rostro, con carne, con historia, con sentimientos, con proyecto de vida lo que esboza una renovada manera de ver la alteridad como alteridad descubierta, basada en la carne. La fenomenología en el siglo XX ha venido haciendo esta reflexión especialmente desde los trabajos de Emmanuel Lévinas. El otro no es una cosa o un objeto, sino un rostro, es decir, un “ser para alguien, “un ser ante alguien”. Cuando se me aparece el otro se me aparece como rostro, rostro que interpela, que me dice “no me mates”, este “no me mates” supera en el siglo XX el imperativo categórico y se convierte en la nueva máxima moral que es un pedido de reconocimiento. El aparecer del rostro del otro se constituye en mi responsabilidad ética, lo que Lévinas considera es la filosofía primera. Esa aparición del rostro me constituye, pues soy lo que soy porque otro me solicita serlo. La expresión de dolor, alegría, rechazo, es respuesta segunda, pues lo primero es la aparición del rostro del otro como llamada. Es una nueva metafísica que se fundamenta en la llamada o aparición del rostro del Otro. Metafísica que es ética pues el rostro del otro me antecede, dando origen a mi libertad de respuesta. No es el yo que se crea a sí mismo, sino el yo que es creado a partir de la visita del otro. Lo que se denomina alteridad descubierta o desnuda, consiste en el llamado a reivindicar la carne. “He sido llamado para…”. El sujeto ético es el que dice “Heme aquí porque me has llamado, aquí estoy”. Es una nueva metafísica de la llamada, por tanto, no soy activo sino pasivo, soy constituido y no constituyente, de ahí que la pregunta ética no puede ser ¿qué es el hombre?, sino, ¿dónde está tu hermano? (Génesis 4, 9-10). Y la respuesta inhumana es ¿acaso soy guardián de mi hermano? Que es lo mismo que decir ¿acaso soy responsable del otro?

El otro es una Haecceitas, un rostro único y diferente, que me convoca y me llama a no ser indiferente, especialmente a su situación de miseria, rechazo, exclusión. El otro es un rostro que revela una interioridad al situarse junto a mí revelando todo de él, pero sobre todo convocando mi responsabilidad con él, constituyéndome “ser responsable” ante él. La aparición del rostro del otro me constituye como sujeto responsable. Ese rostro no es mi representación conceptual de él, sino que él mismo se revela, se expresa, se manifiesta (Lévinas, 1999, p. 74). Esa manifestación destruye mi conceptualización anterior y me da la propia realidad del otro, desquiciando mis cuadros de interpretación, revelándome su ser, desafiando mi poder de escucha y apelando a mi responsabilidad por él (Lévinas, 1999, pp. 74-75).

El otro me constituye no porque se presente como un ser fuerte que se impone sobre mi yo, sino porque se presenta en su vulnerabilidad, es una fragilidad que se nos presenta en “una resistencia total sin ser una fuerza” (Lévinas, 1999, pp. 76). Es una manifestación, no en la claridad de un objeto que se analiza, sino en la revelación del más allá a través de una visitación exterior a mí. Ese rostro es un rostro encarnado a través del cual se me manifiesta de manera específica el dolor, el amor, el sentimiento… Es este rostro y no otro, pues el rostro manifiesta la haecceitas única de cada rostro que me convoca. No es un código sino una exterioridad única la que me solicita a la responsabilidad con su historia y su proyecto.

Ese otro es otro encarnado. Es importante reflexionar sobre la carne pues la humanidad ha tratado de rechazar el cuerpo. Para el cristianismo hubo épocas en las que se insistió en que los tres genios de la tentación eran el demonio, el mundo y la carne. Se decía popularmente: “yo no le tengo tanto miedo al demonio, al mundo le tengo más miedo, pero nuestro peor enemigo es nuestra propia carne”. La llegada de la modernidad propicia una visión del hombre desencarnado. Descartes modela el problema mente-cuerpo al proponer que el cuerpo o res extensa y la mente o res cogitans pertenecen a dos campos distintos, aunque sean paralelos. El cuerpo pertenece al orden mecánico y la mente al orden de la libertad y la inmortalidad. Este dualismo cartesiano se profundiza en el predominio de lo racional sobre lo corpóreo. Es la decapitación de la carne que trae como consecuencia una conciencia sin cuerpo y así lo corporal es inferior a lo racional. La conciencia es igual al pensamiento y esta forma la conciencia. Este dualismo se continúa con los empiristas británicos, el desarrollo del método científico y la nueva racionalidad científica que se continúa en la racionalidad weberiana de fines y métodos. Con la Revolución Francesa se culmina el proceso de racionalización, libertad individual y respeto absoluto a los derechos del individuo. Kant con su “yo constitutivo” da la base epistemológica para la constitución del sujeto occidental: un yo potente que constituye la realidad y lo que no ingrese por las categorías de él, no existe o no tiene valor. Lo más importante y el criterio de todo resultado científico es su racionalidad. No interesa lo afectivo o emocional pues es “puro romanticismo”. Este yo constitutivo exige libertad, libre elección, “el cuerpo es mío y lo gestiono yo” (“il corpo é mio, e lo gestisco io” como dicen las feministas italianas). Kant, además, al declarar la imposibilidad de conocer el Noumeno, de experimentar la cosa en sí que está más allá de las categorías a priori, declara que lo pensable tiene que adecuarse a las estructuras de la mente. La trascendencia del otro levinasiano es inalcanzable para la ciencia.

Todos estos fenómenos que contribuyen a excarnar el rostro, pueden llevar a la sociedad a insensibilizar los fenómenos que vulneran la vida y logran crear resistencia sobre la corresponsabilidad social de cuidado sobre la misma. La antropología y con ella la ética y la política del rostro, expresan la condición natural de los grupos humanos a hacerse corresponsables los unos con los otros.

Ahora bien, si la nueva manera de pensar está en una renovada concepción integral de sentido humano, dicha antropología al suscitar una ética del rostro, provoca a cada existencia el compromiso de interpelarse y ser interpelado. Es decir, la reparación integral es la acción de restituir el cuidado que todos como humanos y ciudadanos sobre la vida misma y la vida comunitaria. Y en el orden al proceso de reconstrucción social, la enunciada garantía de no repetición de la Ley 1448, dice:

“La creación de una pedagogía social que promueva los valores constitucionales que fundan la reconciliación, en relación con los hechos acaecidos en la verdad histórica” (artículo 149, literal e). Se convierte en el epicentro para promover la construcción comunitaria de sentidos, para que el desarrollo y el hábitat sean lugares humanizados. Por ello, la restitución es simbólica, porque apelamos a lo íntimo y profundo del pensar originario sobre el ser humano: amar y cuidar la vida. Esta actitud renovada debe reintegrar a los alcances de la justicia, la legitimidad moral o axiológica de todo grupo humano. Y cuando se enuncia dicha reintegración, se evoca la complementariedad de los discursos tanto jurídicos como teleológicos para resolver los conflictos sociales.

Esta ética-estética acontecida en la interpelación del rostro necesita dos elementos simbólicos que muchos autores instan a que deben volverse valores sociales o al menos categorías que se integren a los procesos de reparación administrativa o firma de acuerdos: la memoria y el perdón.

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