Читать книгу: «La filosofía contada por sus protagonistas», страница 2
Efectivamente. Como te he dicho anteriormente, uno de los papeles que mejor cumplen los mitos es el de aclarar y acercar, no solo a la inteligencia sino también a la sensibilidad, doctrinas que podrían resultar abstractas y difíciles de entender, y el de la caverna es uno de los mitos de los que me siento más satisfecho. Permíteme que te recuerde sus elementos más importantes —ya que lo conoces—, para relacionarlo con los diferentes tipos de conocimiento y con la dialéctica.
En el mito, que se encuentra al comienzo del Libro VII de La República, se habla de una caverna, con una entrada abierta a la luz, en cuyo fondo se encuentran unos prisioneros, encerrados en ella desde su nacimiento y obligados a vivir en una extraña situación, puesto que, encadenados, no pueden mirar más que al fondo de la caverna, sin poder volver la vista hacia atrás. En la entrada de la caverna hay una hoguera, cuyo resplandor los alumbra, y entre la hoguera y los prisioneros un muro, y sobre él un camino por el que pasan personas, unas hablando y otras en silencio, «llevando objetos de toda clase, figuras de hombres, de animales de madera o de piedra». Estos prisioneros no ven de ellos mismos, y de los que se encuentran a su lado, otra cosa que las sombras que el fuego proyecta en el fondo de la caverna. Lo mismo les ocurre con las personas y objetos que circulan por encima del muro que se encuentra en la entrada de la caverna. Y, para ellos, esas sombras son la realidad, puesto que es lo único que ven. Además, cuando las personas que circulan por el muro van hablando, como en la caverna hay eco, piensan que son las sombras las que hablan.
El mito continúa narrando lo que le ocurriría a uno de estos prisioneros si se le forzara «a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar del lado de la luz»: la luz del exterior de la caverna le ofuscaría y le impediría distinguir los objetos cuyas sombras veía antes; los ojos le dolerían y, al no ver nada, trataría de dirigir la vista hacia las sombras que veía antes. Y «si después se le sacara de allí a la fuerza y se le llevara por el sendero áspero y escarpado hasta encontrar la claridad del sol, ¿qué suplicio sería para él verse arrastrado de esa manera? ¡Cómo se enfurecería! Y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados sus ojos con tanta claridad», no podría ver ninguno de estos numerosos objetos que llamamos seres reales. Tardaría bastante tiempo en que se le pasara el enfado y en acostumbrarse al mundo de la luz. Y, cuando poco a poco lo fuera haciendo: «lo que distinguiría más fácilmente sería, primero, sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos reflejados sobre la superficie de las aguas, y por último, los objetos mismos».
Posteriormente, el prisionero liberado, acostumbrado cada vez más a la luz del exterior de la cueva «dirigiría su mirada al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol». Y, por último, «podría, no solo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra y tal cual es…, y después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir que el sol es el que crea las estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es, en cierta manera, la causa de todo lo que se veía en la caverna».
Me da la impresión de que, con esta descripción, se refiere a los diversos niveles de la dialéctica y a los esfuerzos que supone el paso de unos niveles a otros. Pero, ¿no tenía también la dialéctica un camino descendente?
Efectivamente. El mito no termina en la contemplación del sol por parte del prisionero liberado, sino que narra como este, después de regocijarse de su mudanza y de compadecerse de los que todavía siguen prisioneros, aunque se encuentra muy a gusto en su nueva situación, se siente obligado a bajar de nuevo a la caverna.
Pero, ¿qué le ocurre, entonces? Pues que, al dejar repentinamente la luz del sol, se le llenan los ojos de tinieblas y es incapaz de ver, por lo que, si al llegar a su antiguo puesto sus compañeros le preguntan algo sobre las sombras, como él no alcanza a verlas, no sabe qué contestarles, lo que les lleva a pensar que al salir de la cueva los ojos se le han estropeado, y para ellos, salir de la cueva se convierte en una locura. Por eso, si el prisionero liberado les dice que las sombras que tienen por reales no lo son, que la realidad está fuera de la caverna en un mundo diferente pero verdadero, y los anima a salir de ella, se ríen de él, y piensan que «si alguien intentara desatarlos y hacerlos subir, sería preciso cogerlo y matarlo».
Esta segunda parte del mito, es la que se refiere al camino descendente de la dialéctica. Como solo los que han contemplado la idea del Bien saben organizar correctamente su vida y la de los demás, deben bajar de nuevo a la caverna a «liberar» a los demás prisioneros de sus prejuicios, a señalarles cómo deben vivir para hacerlo con justicia. Y eso, a pesar de que tengan la tentación de quedarse donde están, sin mezclarse en los asuntos humanos, porque se encuentran muy a gusto. A pesar, también, de que al bajar de nuevo a la caverna se van a sentir al principio torpes y ridículos y a pesar de que los que están encadenados se van a reír de ellos, e incluso pueden llegar a querer matarlos.
Por lo que ha dicho, para que los humanos podamos recordar la verdad es necesario que, antes de nacer, hayamos vivido en el mundo de las ideas. ¿Cómo es posible que hayamos vivido antes de nuestro nacimiento?
Es posible porque los seres humanos somos inmortales. Pero no inmortales como se entiende en algunas filosofías y religiones también de vuestra época: no somos inmortales porque no vayamos a morir. No. Somos inmortales porque, efectivamente, no vamos a morir, pero, también, porque vivimos desde siempre. Los seres humanos somos almas espirituales que vivimos desde siempre y cuando nos encontramos en este mundo, nuestras almas están encerradas, encarceladas en unos cuerpos. Nuestro auténtico yo, lo auténticamente humano, lo que nos define a cada uno de nosotros, es el alma; el cuerpo no es otra cosa que la cárcel del alma, una tumba en la que nos encontramos encerrados y que supone un freno, un obstáculo para que nuestra alma pueda cumplir su destino. La unión entre el cuerpo y el alma es una unión «accidental», la única que puede existir entre realidades que son de naturaleza distinta: el alma espiritual y el cuerpo material. Es la unión que se da, por ejemplo, entre un jinete y el caballo que monta, entre un prisionero y su celda, o entre una perla y la ostra que la contiene…
Nuestra alma no solo es nuestro auténtico y genuino yo, sino que —como te acabo de decir—, es inmortal: existe desde siempre y para siempre. Los mitos órficos y el pitagorismo, con sus narraciones y metáforas, me vinieron muy bien para trasmitir esta idea tan alejada de nuestra experiencia cotidiana, y que, sin embargo, es imprescindible para poder explicar racionalmente la existencia de conocimientos verdaderos. No se trata de que yo creyera en lo que cuento en esas narraciones. Se ha afirmado incluso, por lo que digo en una de mis obras —concretamente en Sobre el alma—, que defendía la metempsicosis, la trasmigración de las almas, pero no es verdad. Fíjate si no en mi forma de escribir cuando hablo de la naturaleza del alma y de su destino: utilizo un lenguaje muy diferente del habitual, recurriendo continuamente a símiles y a relatos mitológicos, ya que lo que afirmo no puede deducirse mediante el razonamiento.
Lo que sí se puede demostrar racionalmente es la inmortalidad del alma. Y, con muchos argumentos, además. No te voy a enumerar todos por falta de tiempo, pero si te voy a resumir el que posiblemente sea el más claro y sencillo: el de la «simplicidad» del alma. Solo se puede descomponer (y la muerte es descomposición), lo que por naturaleza está compuesto, lo que posee partes. Pero como nuestra alma, al ser espiritual, es simple, es decir, carece de partes, no se puede descomponer; y, no solo eso, sino que, además, permanece siempre en el mismo estado, sin cambios. Por eso, hablar de nacimiento, de origen, de descomposición o de muerte del alma, carece por completo de sentido desde el punto de vista racional.
Afirma que nuestra alma humana es inmortal y también que posee un destino, pero, ¿cuál es ese destino?, ¿cómo podemos llegar a él?; además, también lo ha dicho, ¿cómo es posible que el cuerpo sea un obstáculo para que podamos vivir como humanos?
En mi época había mucha gente que, por influencia del relativismo sofista, pensaba que todas las conductas humanas eran igualmente valiosas, que cada uno podía comportarse como a él le pareciera. Y, no es así; lo mismo que existe la verdad, existe el bien, y las personas tenemos que adecuar nuestra conducta a las exigencias del bien si queremos ser virtuosas. Mis relatos sobre la naturaleza del alma tenían como finalidad, precisamente, trasmitir esta necesidad de vivir conforme a la virtud. No se puede vivir de cualquier manera.
Los humanos debemos seguir el camino de la dialéctica y tratar de llegar a la contemplación de la idea del Bien. Solo la sabiduría nos puede perfeccionar, y solo siguiendo los dictámenes de la razón podremos cumplir nuestro destino y podremos alcanzar la virtud. El conocimiento y la verdad poseen una dimensión moral. No hay bondad sin sabiduría. Recuerda lo que decía mi maestro Sócrates: «Sé sabio y serás bueno».
Sin embargo, mi maestro no tenía suficientemente en cuenta el carácter negativo del cuerpo. Yo —en una terminología que no se si es la más adecuada porque utiliza un mismo término para hacer referencia a realidades muy distintas—, señalé que los humanos poseemos tres almas diferentes: la «racional», de naturaleza espiritual, que es nuestro auténtico yo, la «irascible», en la que tienen origen los apetitos más elevados de las personas, como la ambición, el orgullo…, y la «concupiscible», de la que surgen los deseos más bajos, como el sexo, la gula… Nuestra alma racional, la que vive desde siempre y es de naturaleza espiritual, tiene como destino la sabiduría, mientras que las otras dos almas son propias del cuerpo y, por lo mismo, nacen y mueren con él. Sin embargo, mientras estamos en este mundo no podemos desprendernos de ellas y siempre van a ser una rémora para que nuestra alma racional pueda dedicarse a la sabiduría. Por eso, es necesario que el alma racional controle, domine y dirija las otras dos almas, la irascible y la concupiscible. Solo en la medida en que lo consigamos podremos dedicarnos a nuestra auténtica misión, a la sabiduría.
La imagen que utilicé con más frecuencia para referirme a este tema, la del auriga que conduce un carro tirado por dos caballos: uno blanco, el alma irascible, y otro negro, el alma concupiscible, creo que refleja bastante bien lo que los humanos debemos hacer para poder ser sabios y así poder ser virtuosos. Controlar, dominar, dirigir nuestros impulsos, nuestros instintos. La razón nos define a los humanos, y nuestro perfeccionamiento consiste en que cada día prevalezca más en nosotros lo racional sobre lo instintivo, sobre lo pasional. Al desarrollar nuestra dimensión racional, dominaremos cada vez mejor las otras dos almas, nos acercaremos más al conocimiento de la idea del Bien, y obraremos con mayor excelencia, aunque la perfección total no la conseguiremos nunca por el lastre que supone nuestro cuerpo material.
Sócrates hablaba de la necesidad de la sabiduría para poder actuar correctamente. Yo creo que, además de la sabiduría, es imprescindible que lo racional domine a lo instintivo, que el alma controle al cuerpo, ya que ese control es condición indispensable para poder llegar a la sabiduría y, por tanto, a la virtud. El alma superior, que es la racional, debe someter y dirigir las otras dos almas, la irascible y la concupiscible, y dedicarse a su función propia, que es el conocimiento. Solo entonces se podrá decir que los humanos actuamos como tales, que somos virtuosos.
Hemos comenzado la entrevista hablando de su interés por organizar adecuadamente la convivencia social y, sin embargo, en sus reflexiones éticas, «los demás», «los otros», no han aparecido por ninguna parte. ¿Significa esto que la ética no tiene nada que ver con la política?
De ninguna manera. La política forma el núcleo fundamental de la ética. Lo que ocurre es que al detallar aspectos concretos de un pensamiento, se corre el riesgo de perder de vista el conjunto, y es lo que me puede haber pasado al hablar de cómo debemos comportarnos los humanos. Por eso, me alegro de tu pregunta.
Ética y política están indisolublemente unidas. La virtud implica el compromiso del individuo con la ciudad, vincula profundamente al ser humano con la comunidad de la que es una parte. Recuerda el mito de la caverna, en concreto la dimensión descendiente de la dialéctica. Los que han conocido la idea del Bien, los que saben qué es lo bueno tanto en la vida privada como en la pública, tienen que volver a la cueva para dar a conocer a los prisioneros la verdad y tratar de hacer que vivan de acuerdo con ella, aunque les cueste y a pesar de los riesgos que puedan correr.
La virtud, te decía anteriormente, supone que lo racional domina lo instintivo, lo pasional, y supone, asimismo, alcanzar la sabiduría. Pues bien, también supone compromiso con la trasformación de la sociedad. La virtud individual implica la exigencia de organizar el cuerpo social justamente, entendiendo la justicia no como una virtud específica —enseguida te aclararé con más precisión este término—, sino como el compendio de todas las virtudes. La virtud empuja a luchar para tratar de conseguir, no tanto que haya una serie de individuos particulares que sean justos, cuanto que se cree una «polis justa» en la que los ciudadanos puedan crecer respirando un clima adecuado, puesto que ese ambiente es el que propicia que surjan muchos individuos virtuosos.
Creo que ha llegado el momento de que nos explique, aunque sea a grandes rasgos, su visión de la sociedad.
Con mucho gusto. Y lo voy a hacer en contraposición con la visión que de la misma existía en mi época como consecuencia del pensamiento sofista. Para estos «sabios», las sociedades habían surgido de forma arbitraria y convencional. No había nada en la naturaleza que nos empujara a los humanos a vivir en sociedad. Tampoco existían en nuestra naturaleza unas exigencias de las que pudieran deducirse unas leyes o normas para organizar de acuerdo con ellas la convivencia en las sociedades. Las leyes de los diversos tipos de sociedades eran, también, arbitrarias y convencionales.
Pero, no es así. Los humanos somos sociales por naturaleza, o lo que es lo mismo, necesariamente, y cuando afirmo que somos sociales por naturaleza quiero decir tres cosas diferentes, aunque relacionadas. La primera de ellas, que es nuestra naturaleza la que nos lleva a vivir en sociedad. Necesitamos de los «demás» para poder realizarnos como humanos.
La segunda, que los individuos, solos, aislados, no podemos llegar a ser virtuosos y necesitamos de la sociedad para poder serlo. Solamente en un Estado justo podemos los individuos llegar a ser virtuosos. El Estado posee una función salvadora para el individuo. Existe una vinculación tan estrecha entre los individuos y la sociedad que solo en las sociedades justas —o quizá sería mejor decir «en la medida en que las sociedades sean justas»—, se da el clima adecuado para que puedan surgir personas justas, virtuosas. Por eso te decía antes que hay que luchar por conseguir no tanto la virtud en unos individuos particulares cuanto unas polis justas.
Y la tercera, que la sociedad, al ser una prolongación del organismo humano individual, ha de estar organizada del mismo modo que nosotros. Si poseemos tres almas —la racional, la irascible y la concupiscible—, en la sociedad hay tres estamentos, y cada uno de ellos corresponde a una de nuestras almas: los gobernantes, los guardianes y los productores. Y si en nosotros es el alma racional la que debe controlar y dirigir a las otras dos, en el cuerpo social son los gobernantes los que deben controlar y dirigir a los guardianes y a los productores.
Supongo que ahora es el momento en el que nos va a aclarar cuándo una sociedad es justa.
Efectivamente. De los tres estamentos que componen toda sociedad, el de los gobernantes tiene como función organizar la sociedad y dirigir a los ciudadanos hacia la consecución del bien común. Su virtud propia es la sabiduría, la «prudencia». Los guardianes, por su parte, tienen como función defender al Estado de sus enemigos exteriores y frente a las sediciones internas. Su virtud propia es la fuerza, pero una fuerza sometida a los dictámenes de los guardianes, la «fortaleza». Y, por último, los productores, que constituyen el grupo social más numeroso, tienen como función el producir y elaborar los bienes de consumo necesarios para satisfacer las necesidades de la sociedad; su virtud propia es la moderación en el uso de los bienes y en el afán de ganancias, la «templanza».
Solamente en la medida en que los tres estamentos sociales vivan en armonía, es decir, en la medida en que cada uno de ellos cumpla con sus funciones sin inmiscuirse en el campo de los demás, se dará el equilibrio social y se alcanzará la justicia. La justicia, pues, no es una virtud con un contenido específico, sino que se alcanzará en las sociedades en la medida en que en ellas los gobernantes sean prudentes, los guardianes posean la virtud de la fortaleza y los productores la de la templanza.
Aunque por lo que ha dicho a lo largo de toda la entrevista me imagino la contestación, tengo que hacerle la pregunta: ¿quiénes han de gobernar las sociedades?
Los filósofos, naturalmente. Son ellos los que siguiendo el camino ascendente de la dialéctica han contemplado la idea del Bien, los que saben cómo ha de ser tanto su comportamiento como el de los demás, en la vida privada y en la pública, y, por lo mismo, solamente ellos están capacitados para poder dirigir las polis con justicia. Por eso, la educación de los filósofos me pareció una de las tareas más importantes que se debe acometer en toda sociedad. De hecho, dediqué gran parte de mi vida a esta tarea y también escribí abundantemente sobre cómo debía ser su preparación y el tipo de vida que debían llevar. Propuse que los futuros gobernantes fueran elegidos entre aquellas personas que hubieran demostrado en su infancia y adolescencia una mayor voluntad de justicia, y se les educara en una serie de disciplinas que los ayudaran a desconfiar de lo sensible y a valorar lo inteligible —en la entrada de la Academia que yo fundé había un cartel que decía: «Nadie entre aquí que no sea geómetra»—. De esta manera estarían preparados para acceder, cuando llegara el momento —nunca antes de los cincuenta años—, a realizar el último paso de la dialéctica y contemplar la idea del Bien.
También planteé en esa obra cómo debía ser la educación de los guardianes y el modo de vida que convenía que llevaran, ya que es muy importante —para poder llegar a una polis justa—, que ese estamento actúe siempre bajo los mandatos de los filósofos. Propuse que fueran educados de manera que supieran reprimir sus apetitos sensibles y no tuvieran otro objetivo que la salvaguarda de la comunidad. Para conseguirlo, aconsejé que fueran elegidos desde la infancia y se les hiciera pasar por una serie de pruebas físicas duras que permitieran descubrir quiénes poseían una naturaleza adecuada para poder dominar sus cuerpos. A los elegidos se les enseñaría después a dominar su afectividad mediante una educación musical al servicio de la razón y no de la pasión, y se les obligaría a vivir en comunidad, sin propiedad privada e incluso sin hijos propios —los hijos serían comunes—. Las fechas y modalidades de los matrimonios serían fijadas por los gobernantes.
Tanto los que fueran a ser preparados para gobernantes como para militares, serían elegidos entre los hijos de los que hubieran desempeñado esos puestos anteriormente, ya que así sería más fácil y eficaz su preparación puesto que desde pequeños habrían visto encarnadas en sus padres las virtudes que debían adquirir.
¿No le parece que su visión de la sociedad es muy cerrada? Los filósofos, hijos de filósofos, los militares hijos de militares y los productores, hijos de productores. Además, todos educados de manera uniforme, con unas anteojeras que les impidan conocer todo aquello que no tenga relación con las virtudes que deben poseer. ¿Dónde queda la libertad individual?
Me imaginaba que esta pregunta ibas a planteármela más tarde o más temprano. Lo que yo he pretendido con mi reflexión es descubrir cómo tiene que estar organizada la sociedad para que sean todos los ciudadanos, y no unos pocos, los que vivan como humanos, los que vivan conforme a la virtud, conforme a la justicia. Y esto solo se puede conseguir cuando las ciudades sean gobernadas por personas que hayan contemplado previamente la idea del Bien, puesto que solo de esa manera se puede saber qué es lo bueno y lo que hay que hacer para obrar bien. Toda mi propuesta de organización de la sociedad va orientada a conseguir que esas personas existan y puedan gobernar sin interferencias. ¿En qué consiste la libertad? ¿En que cada uno pueda actuar de acuerdo con su forma de ver la realidad, sea esta la que sea? ¿En qué unos cuantos puedan hacer lo que piensan que deben hacer y los demás vivan de hecho sometidos a las exigencias que ellos crean? ¿No será más bien la libertad vivir todos de acuerdo con la verdad y con las exigencias del bien, aunque ello suponga la eliminación de algunos de esos derechos individuales que, en vuestro mundo, aunque luego no cumplís, proclamáis como inalienables?
Lo importante es conseguir que la sociedad en la que se vive sea justa puesto que, solo en la medida en que lo sea, los ciudadanos que la forman podrán vivir como auténticos humanos. La sociedad que propongo —y que tantas veces calificáis de cerrada—, es la única que posibilita que todos los que forman parte de ella —o por lo menos, la mayoría de ellos—, puedan ser libres. La libertad auténtica, la libertad que a mí me interesa, es la que se consigue cuando se vive de acuerdo con las exigencias de la verdad y del bien.
¿Cree que es posible que exista una ciudad en que se viva de esa manera? ¿Hubo en su época —o en alguna otra—, una sociedad en la que los filósofos gobernaran con prudencia, los militares la defendieran siguiendo las instrucciones de los gobernantes, y los productores poseyeran la virtud de la templanza?
Claro que no. Además es imposible que eso ocurra. No se puede organizar la sociedad idealmente. No vivimos en el mundo de las ideas. El mundo en el que estamos es material —los seres humanos poseemos cuerpo—, y la materia solo es capaz de adquirir perfecciones en grado limitado. Se puede aspirar a vivir idealmente, pero nunca se podrá conseguir. Ahora bien, el que no se pueda conseguir un ideal no quiere decir que haya que renunciar a él, no quiere decir que no haya que esforzarse y luchar por alcanzarlo. De un ideal se puede estar más o menos cerca, y son abismales las diferencias que existen entre unas sociedades y otras a la hora de estar más o menos cerca de la sociedad que hemos descrito como ideal.
Aunque hace un buen rato que se ha acabado el tiempo que teníamos previsto para la entrevista, me parece obligado, preguntarle si ha quedado algún aspecto importante de su pensamiento sin aclarar.
Muchos, lógicamente. No se puede exponer el pensamiento de toda una vida, y larga, además, en el tiempo que habíamos pactado para la entrevista. Ya te advertí, antes de comenzarla, que me iba a referir en ella solo a los aspectos más importantes de lo que podríamos calificar como mi pensamiento de juventud y de madurez.
Pues, muchas gracias; ha sido un gran placer, y ojalá pueda volver a entrevistarle. A mí, y creo que a mis lectores, nos encantaría.
Las gracias a ti, y a todos los que seguís hablando de mi obra, puesto que, con vuestras palabras, conseguís que mi inmortalidad sea cada vez más real y más universal.
ARISTÓTELES
Quisiera comenzar la entrevista preguntándole por las relaciones que mantuvo con su maestro Platón, ya que ha habido autores que han afirmado que su pensamiento —sobre todo su crítica a la existencia de un doble mundo—, nació del resentimiento hacia su persona, e incluso han asegurado que cuando su maestro era anciano, usted trató de ridiculizarlo y de alejar de él a sus discípulos.
Esas afirmaciones son totalmente falsas. Todo lo contrario. Desde que conocí personalmente a Platón —e incluso antes, por lo que había oído hablar de él y por lo que de él había leído—, lo admiré profundamente. Siempre lo consideré mi maestro y mantuve con él una relación de amistad de la que siempre me sentí muy orgulloso.
Llegué a su Academia en la primavera del año 367 a. C., cuando contaba solo diecisiete años de edad, y permanecí en ella durante veinte años. Al ingresar en la Academia, Platón se encontraba de viaje en Sicilia y tardó prácticamente dos años en volver. La dirigía en su nombre Eudoxo, un hombre de gran inteligencia que, a pesar de no llegar a los treinta años, era ya un filósofo notable y poseía amplios conocimientos sobre astronomía y matemáticas. Así que mi primer contacto con Platón fue a través de sus obras. Fui leyendo sus textos —sentía una gran pasión por la lectura que me valió el apodo de «el Lector», por el que era conocido en la Academia—, y fui empapándome poco a poco de sus teorías. La admiración que sentía por Platón, producto de la fama que tenía en los ambientes intelectuales de Grecia, fue aumentando al conocer su pensamiento.
Cuando volvió de Siracusa en el año 365 a. C., fui testigo de las discusiones y críticas a las que eran sometidas sus afirmaciones sobre la existencia de un doble mundo. Todos los miembros de la escuela, especialmente Espeusipo y Eudoxo, criticaban su obra con una naturalidad que me llamó poderosamente la atención. Pero, lo que más me impactó fue que el mismo Platón fomentara esa crítica, con lo que aumentó más la admiración que sentía por él. Mi maestro nunca fue una persona que se empeñara en defender sus puntos de vista contra viento y marea. Al contrario, aceptaba y propiciaba la crítica.
La actitud de mi maestro y el ambiente crítico de la Academia, me animaron a participar en las discusiones, y a ir, poco a poco, perfilando mi pensamiento, que efectivamente no coincidía con el de mi maestro, pero que él siempre me animó a seguir. De hecho, lo tenía en gran estima y pienso que incluso influí en su actitud revisionista de los últimos años.
No había, pues, en su crítica ni resentimiento ni afán de notoriedad.
En absoluto. Es cierto que nunca me convenció la teoría de las ideas de mi maestro, pero —como enseguida podrás ver—, creo que fui fiel a lo que significaba esa teoría. Siempre admiré a Platón, y siempre lo consideré maestro y amigo. De hecho, a su muerte, escribí una elegía en la que quedan patentes estos sentimientos, y lo mismo se refleja en alguno de mis textos, en concreto, en Ética a Nicómaco. Quizá mi error haya sido —y esto es lo que ha podido dar origen a esa interpretación tan alejada de la verdad—, que la mayor parte de las veces que cito a mi maestro lo hago para mostrar mi discrepancia con él. Pero, con mi crítica, no pretendí menospreciarlo ni llamar la atención a su costa, sino expresar mi pensamiento a partir de la confrontación con el suyo.
La filosofía de Platón se encuentra en la base de mi pensamiento y, a pesar de las diferencias, mis teorías están en la línea de sus posiciones básicas y son deudoras de ellas.
Habla de semejanzas entre su pensamiento y el de su maestro, y las atribuye a la lectura de sus obras y a su larga permanencia en la Academia. Pero, ¿cuál es el origen de las diferencias?, ¿hay alguna explicación para las mismas?
Sí. Posiblemente la explicación se encuentre en las distintas influencias que recibimos en nuestro entorno familiar y social, y en las diferentes aficiones que provocaron en nosotros. Platón, desde muy joven, quiso dedicarse a la política —que fue, por cierto, la que lo llevó a la filosofía—, y sintió gran admiración por la matemática, cuyo estudio cultivó y recomendó, sobre todo después de haber conocido al matemático Arquitas. Recuerda la inscripción que colocó en la entrada de su Academia: «No entre aquí nadie que no sea geómetra».
Yo, por el contrario, pertenecía, por parte de madre y de padre, a una familia de médicos, y, como ya sabrás, la medicina fue la iniciadora del método científico-empírico en Grecia. Nací en el año 384 a. C., en Estagira, Macedonia, y mi padre, Nicómaco, llegó a ser el médico oficial de la corte del rey Amintas III, padre de Filipo. En la infancia recibí una formación con un fuerte componente práctico y muy relacionada con el mundo de la experiencia, ya que en las familias médicas era tradición preparar a los hijos para el ejercicio de la medicina. De ahí mi interés por la biología, que cultivé durante toda la vida. De hecho, es la ciencia sobre la que más escribí, ya que la biología y la medicina están íntimamente unidas.
Para mi maestro, era normal moverse intelectualmente en un mundo abstracto sin relación alguna con el mundo sensible. Más aún, lo sensible le parecía un obstáculo para desarrollar correctamente el pensamiento. Para mí, sin embargo, lo sensible era fundamental. En medicina y en biología, la reflexión se tiene que volcar sobre los datos que proporcionan los sentidos. Sin contacto con lo sensible no puede haber reflexión correcta. La experiencia es imprescindible. No es, pues, de extrañar que el papel secundario que ocupaba en la filosofía de Platón el mundo sensible chocara con mis convicciones más profundas.