Читать книгу: «La filosofía contada por sus protagonistas», страница 3
Sin embargo, la afirmación platónica de que existe la verdad y de que la verdad es universal, necesaria e inmutable —Sócrates tuvo mucho que ver con esta posición de mi maestro—, me convenció desde el principio, y se encuentra en la base de mi pensamiento. Pero, lo que no podía aceptar era que, para fundamentar esa afirmación, fuera necesario renunciar al mundo sensible en el que vivimos, ya que era precisamente ese mundo el que yo quería conocer.
Es decir, que, en su opinión, las diferencias entre su pensamiento y el de su maestro se deben a las distintas influencias que reciben y a las distintas preocupaciones e inquietudes intelectuales que ambos poseen.
Así es. No tienes más que fijarte en las objeciones que hice desde el principio a la afirmación platónica de la existencia de un mundo en el que las ideas universales, necesarias e inmutables, eran realidades separadas de las cosas de este mundo.
La primera de ellas tenía relación con la existencia misma del mundo sensible. ¿Cómo pueden ser las ideas «causa» de las realidades sensibles?, ¿cómo pueden ser su origen si se encuentran fuera de este mundo? No parece tener mucho sentido que el fundamento de una realidad se encuentre en un mundo diferente al de esa realidad. La segunda estaba muy relacionada con la primera. ¿Cómo es posible que las ideas se encuentren en un mundo distinto de las realidades sensibles si son su «esencia»? ¿Cómo es posible que aquello por lo que una realidad es ella misma y no otra cosa, su esencia —aquello, por ejemplo, por lo que una mesa es precisamente una mesa—, se encuentre no solo fuera de la mesa misma sino en un mundo diferente? Además, si las ideas, que son las causas de las realidades sensibles, sus esencias, son «inmutables e inmóviles» ¿cómo es posible que las realidades, que se fundamentan en ellas, se caractericen por estar continuamente en movimiento?
Y, por último —y quizá esta fuera para mí la objeción más importante—, si, como decía mi maestro, la ciencia supone un conocimiento de un mundo diferente a este en el que vivimos —no hay que olvidar que para él el auténtico conocimiento era recuerdo—, ¿cuál es su valor?, ¿para qué nos interesa la ciencia si no nos permite conocer nuestro mundo? Mis preocupaciones por conocer los seres vivos y sus características —esta era la herencia que yo había recibido en mi educación familiar—, ¿no tenían la posibilidad de obtener unas respuestas científicas?, ¿acaso solo era ciencia la matemática, que no se ocupa del mundo sensible, y que era la que cultivaba Platón?
Como comprenderás, estas objeciones son muy serias, y como se las planteé directamente a mi maestro en la Academia —ya te lo he mencionado antes—, creo que influyeron de alguna manera en la crítica que él mismo realizó de su pensamiento en los últimos años de su vida.
Platón afirmó la existencia de un mundo ideal para explicar que la verdad existe y se puede conocer. Si usted comparte con Platón esta convicción, ¿cómo explica esa posibilidad sin necesidad de recurrir a la existencia de un mundo diferente a este en el que vivimos?
Para contestarte a esta pregunta tengo primero que exponer mi concepción de la naturaleza, que difiere bastante de la de mi maestro. En mi opinión, las ideas trascendentes de las que hablaba Platón existen, pero no se encuentran en un mundo diferente a este, en un mundo ideal, sino en el único mundo que existe, en el mundo sensible, en el interior de cada una de las realidades que lo componen. La «idea platónica», se convierte en mi filosofía en «forma» y constituye, junto con la «materia», un todo orgánico, la «sustancia», la ousía, o lo que es lo mismo, constituye cada una de las realidades concretas de este mundo. Lo real solo se puede explicar admitiendo una unión íntima, indisoluble, entre la idea, la forma ideal y la materia física. Todas las realidades del mundo, es decir, tanto los seres naturales —los que son por naturaleza—, como los artificiales —los que los humanos construimos—, están constituidas por dos principios: la materia, hylé, y la forma, eidos o morphé.
La forma de los seres es el principio que los configura, el principio que los hace ser lo que son. Los seres humanos, por ejemplo, lo somos gracias a que poseemos la forma de «ser humano», lo mismo que los árboles los son porque poseen la forma de árbol, y las mesas porque poseen la de mesa. La forma no es la figura geométrica de las realidades, sino el principio que les hace ser algo específico: «ser humano», «árbol», «mesa»…, y, por lo mismo, les dota de una determinada estructura inteligible y les hace cumplir determinadas actividades. La forma es, pues, principio de especificidad, de dinamismo y, también, de inteligibilidad, puesto que es universal.
Por su parte, la materia de los seres consiste en sus elementos físicos, en aquello de lo que están hechos: en una estatua de bronce, por ejemplo, la materia es el bronce, y en los seres humanos, la materia es el conjunto de nuestros órganos... La materia es pura potencialidad, pura indeterminación; puede ser cualquier cosa, dependiendo de la forma que la especifique, lo mismo que ocurre con un trozo de madera que se convierte en aquello que el tallador quiere. En último extremo, la materia de todos los seres es siempre la misma, la constituida por los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, aunque combinada de distinta manera y en diferente proporción. La materia es, pues, algo indeterminado —aunque determinado en cada ser concreto por su forma—, algo pasivo e ininteligible, puesto que es el principio de los caracteres individuales de todas las cosas reales, sean naturales o artificiales. Un ser humano concreto, o un árbol, o una mesa, son diferentes de los demás humanos, de los demás árboles, o de las demás mesas, gracias precisamente a la materia, que junto con la forma es el co-principio de todas las realidades.
¿Significa lo que ha expuesto que, en todos los seres concretos, existen una materia y una forma como dos elementos distintos que se pueden separar?
En todos los seres concretos existen una materia y una forma, pero no hay que entenderlos como dos elementos que se puedan separar físicamente. Son dos co-principios correlativos —no pueden existir el uno sin el otro—, pero solo se pueden diferenciar mentalmente, mediante un proceso de abstracción que consiste en seleccionar un determinado tipo de caracteres de una realidad, prescindiendo de otros, cuando de hecho esa realidad es única. Imagínate que en un cuadro nos fijamos en los colores que utiliza el pintor, o en los volúmenes que da a sus figuras, o en la perspectiva en las que las sitúa… ¿Son algo diferente el color, el volumen y la perspectiva? Solo mentalmente; el cuadro es una única realidad. Pues bien, algo parecido ocurre en la naturaleza. Todas las cosas poseen materia y forma —ya que en la naturaleza no hay formas sin materia ni materias sin forma—, pero cada realidad es única, una sustancia concreta, una ousía; la materia y la forma solo se pueden diferenciar mentalmente. Lo único real son los individuos, los seres que tiene una unidad intrínseca entre materia y forma, las sustancias individuales.
Fíjate hasta qué punto la materia y la forma son dos co-principios que solo se pueden distinguir mentalmente y no físicamente, que lo que en un contexto es materia en otro contexto puede ser forma: «La materia es algo relativo, pues a otra forma distinta corresponde otra materia», digo en mi Física. Así, el ladrillo, por ejemplo, es materia con respecto a la casa de la que forma parte, sin embargo, es forma con respecto a la arcilla de la que se compone. Materia y forma son nociones abiertas y con un claro sentido funcional, lo que supone que la noción de materia posee en mi filosofía un significado radicalmente distinto al que posee en el mundo actual.
La forma desempeña, pues, en su concepción de la realidad, el papel que desempeñaba la idea en el pensamiento de Platón, con la diferencia de que no se encuentra fuera, en un mundo ideal, sino en el interior de la realidad concreta, en el interior de cada sustancia individual. Pero, ¿qué es lo que consigue con esta afirmación?
Muchas cosas. La primera de ellas, explicar con coherencia el movimiento, el cambio, que había sido uno de los problemas más importantes en la filosofía griega desde su inicio. El cambio es un hecho evidente. Nosotros cambiamos: crecemos, enfermamos, sanamos, aprendemos…, y cambia también la naturaleza que nos rodea y todas las cosas que hay en ella: hace frío, calor, viento, calma…, los árboles tienen hojas, las pierden… Y el cambio puede ser de cuatro tipos: «sustancial», o conversión de una realidad, de una sustancia, en otra sustancia distinta: el papel que se quema y se convierte en ceniza; «cuantitativo», el aumento físico o la disminución de cualquier realidad: el niño, o la planta que crecen; «cualitativo», la mutación de un cuerpo, o la alteración en alguna de sus cualidades: el aprendizaje de un idioma extranjero, o el ponerse moreno tomando el sol en la playa; y «local», o cambio de lugar en el espacio, la traslación de un lugar a otro: el globo que sube, o el caballo que corre.
Para entender el cambio adecuadamente, es necesario recurrir a tres principios: un «substrato», una «forma» y una «privación». En todo movimiento hay algo que permanece y algo que cambia: lo que permanece es el substrato —es en él donde se produce el cambio—, y, a su vez, el cambio supone que el substrato adquiere una forma de la que se encontraba privado. Imaginemos un analfabeto que aprende a leer: el substrato es el ser humano concreto que no sabe leer, la privación es el hecho de ser analfabeto —está privado de la forma de ser alfabeto, de saber leer—, y el cambio consiste en que, al aprender a leer, adquiere esa forma de la que se encontraba privado.
Si observamos ese mismo cambio desde otra perspectiva, podemos ver cómo hay en él —como en todos los demás cambios—, un punto de partida: la privación de la forma —no saber leer y poder aprender—, un punto de llegada: la forma adquirida —aprender a leer—, y un algo que asegura la continuidad del cambio e impide que este sea una sucesión desordenada de movimientos: el substrato en el que se produce el cambio —la persona concreta que aprende a leer—.
Habla ahora de una «forma» para explicar cómo se produce el cambio y antes ha hablado de una «forma» para explicar las realidades concretas. ¿Tiene el mismo significado el concepto de forma en los dos contextos?
No exactamente, aunque poseen cierta correspondencia. Si relacionamos los tres principios que hemos utilizado para explicar el cambio con la materia y la forma que constituyen las sustancias individuales, nos encontramos con lo siguiente: la materia es el substrato indeterminado donde se produce el cambio, la forma es el elemento que la materia tiende a hacer presente en el cambio; la forma en cuanto privación —porque aún no está realizada—, es el punto de partida del cambio y, a medida que este se realiza, es su punto de llegada.
Todo individuo, al cambiar, lo que hace es realizar cada vez más la forma que le es propia, actualizarla. Por ejemplo, en los humanos, la forma específica es la «racionalidad» y, por lo mismo, la adquisición de la ciencia o del saber es la actividad más propia de nuestra especie y, en la medida en que aprendemos, en la medida en que alcanzamos la sabiduría, nos realizamos más como seres humanos.
No entiendo muy bien cómo se puede poseer algo de lo que se está privado, algo de lo que se carece, ni tampoco cómo uno de los principios del cambio, la «forma», puede ser al mismo tiempo su punto de partida y su punto de llegada.
Para explicar el movimiento utilizo otros dos conceptos que pueden ayudar a entender mejor la relación que se establece en el cambio entre la materia y la forma, y pueden ayudar, también, a resolver las dudas que me has planteado: son los conceptos de «acto», y «potencia». Potencia, dynamis, es «poder ser», capacidad de poder llegar a ser aquello que se es por naturaleza. Acto, entelécheia, es «ser actualmente», es realización efectiva de las potencialidades específicas de los seres.
Todos los seres, en cada momento concreto, poseemos unas características, unas propiedades, que constituyen nuestro acto, y poseemos, asimismo, unas posibilidades que podemos desarrollar y que constituyen nuestra potencia. Una persona cualquiera, tú, por ejemplo: en este momento, tienes una determinada altura; esa altura es una característica que posees y, por lo mismo, forma parte de lo que eres actualmente, de «tu acto». Pero, ¿puedes crecer más? Si pudieras hacerlo formaría parte de «tu potencia», pero si no pudieras hacerlo, al no ser una posibilidad tuya, no podría ser sino parte de tu acto. Por eso, el movimiento es el «paso de la potencia al acto», el tránsito del poder ser al ser. El cambio se produce cuando algo que se encontraba en un ser como posibilidad se convierte en realidad. Cuando lo que en una sustancia estaba como posibilidad se realiza, cesa el movimiento, por lo que todo cambio tiene una finalidad: la realización del ser que cambia. El cambio posee, pues, un sentido finalístico, «teleológico» —telos es «fin» en griego—, en función de la finalidad específica de cada ser.
Con estos conceptos se puede entender perfectamente cómo la forma puede ser, al mismo tiempo, el inicio y el final del proceso del cambio, y cómo se puede poseer algo de lo que se carece. En todos los seres, la forma se encuentra desde el principio como posibilidad en potencia, aunque en su devenir, la forma se va realizando como acto a consecuencia de los cambios. Sin embargo, la forma no se engendra de la materia. En todos los seres existe desde su inicio una materia y una forma, aunque la forma esté en ese inicio solo en potencia. Al producirse el cambio, dirigido siempre por la forma en potencia, se va poco a poco adquiriendo la forma como acto.
Si no existiera desde el principio una forma que dirigiera el proceso de desarrollo de todos los seres, si no tuvieran desde su inicio una forma en potencia, podrían llegar a ser cualquier cosa, y la experiencia nos dice que no es eso lo que ocurre: un gato recién nacido no puede llegar a ser un perro y solo puede llegar a ser un gato grande, porque esa es la forma que posee en potencia el gato recién nacido.
La explicación y los ejemplos con los que la ha acompañado me han ayudado a entender el proceso del cambio y su papel en la naturaleza. ¿Queda algo más por añadir sobre el tema?
Sí, dos aspectos, e importantes, además. El primero de ellos tiene todavía relación con el cambio. Sin su desarrollo quedarían en el aire muchos interrogantes. Me refiero en concreto a por qué se produce el cambio, a cuáles son las causas, aitía, que explican los procesos de cambio que acontecen en la naturaleza. Creo que para explicar adecuadamente el cambio hay que recurrir a cuatro tipos de causas: dos «intrínsecas» o interiores a los seres que cambian, y otras dos «extrínsecas» o exteriores.
Las causas intrínsecas son: la causa «material», constituida por la materia o substrato en el que se produce el cambio, y la causa «formal», que viene dada por la forma, es decir, por aquello a lo que se llega una vez realizado el cambio, por el aspecto específico que presenta cada ser tras el cambio. En una estatua de bronce, por ejemplo, la causa material es el bronce del que está hecha, y la causa formal es el contenido que la estatua representa: un hombre, un caballo... Las causas extrínsecas son: la causa «eficiente», aquello que pone en marcha el proceso del cambio, el iniciador del mismo, y la causa «final», que, como indica su propio nombre, es aquello para lo que se produce el cambio, la meta o propósito del mismo. En el ejemplo de la estatua de bronce a la que nos estamos refiriendo, la causa eficiente es la persona que la esculpe, el escultor; y la causa final es el objetivo, la meta que persigue el escultor al realizarla: ganar un certamen, permitir recordar a alguien...
Es cierto que en el caso de los objetos que fabrican los artesanos es muy fácil precisar los diversos tipos de causas y cuando se trata de seres naturales es prácticamente imposible: sería muy difícil, por ejemplo, contestar a la pregunta de quién ha hecho un caballo —cuál es su causa eficiente—, o, más aún, a la de para qué se ha hecho —cuál es su causa final—. Sin embargo, en mi opinión, todos los seres, incluidos los naturales, poseen siempre una causa eficiente y una causa final, aunque sea prácticamente imposible precisar cuáles son. Mi visión del mundo es finalista, teleológica —ya he tratado anteriormente esta cuestión—, y nace de la reflexión sobre mis experiencias como zoólogo y naturalista.
Y, ¿cuál es el segundo aspecto que le quedaba por desarrollar para completar su visión global de la naturaleza?
Es un aspecto relacionado más con la naturaleza en su conjunto que con cada una de las realidades que la componen, pero que, sin embargo, ayuda a entender desde otra perspectiva todo lo que hemos explicado hasta ahora sobre la realidad y sobre el cambio.
El cambio es un hecho; todas las realidades se mueven. Ahora bien, para que un cuerpo se mueva, se necesita una causa eficiente que lo haga moverse, se necesita un motor que ponga en marcha el proceso del cambio. Si no existiera ese motor, no se produciría el cambio. Sabemos que en los seres naturales ese motor es la forma que actúa, a la vez, como causa eficiente y como causa final. Pero, ¿quién mueve a la forma para que actúe como motor del cambio? Si la forma mueve, es necesario que haya algo que la lleve a mover, es necesario que exista un motor que explique por qué «mueve». La forma que es motor de cada ser individual necesita de otro motor para poder mover, y este, a su vez, necesita de otro para hacerlo, y este de otro… y así sucesivamente.
Pero, no se puede proceder de esta manera hasta el infinito: no se puede ir hacia atrás señalando la necesidad de otro motor en una cadena sin límite, ya que entonces cualquier movimiento quedaría sin explicación. Imagínate una mesa de billar: ¿por qué se está moviendo una bola?; porque ha sido golpeada por otra: y esta, ¿por qué se ha movido?; porque ha sido golpeada por otra… O situamos un taco que, al golpear a una primera bola, inicia el proceso de su movimiento y el de todas las demás bolas que se mueven al ser golpeadas por las que ya están en movimiento o todos los movimientos quedan sin explicación.
Por tanto, es necesario admitir que existe un «primer motor inmóvil», capaz de mover, pero que no necesita ser movido y que es la explicación última de todos los movimientos, de todos los cambios. Este motor inmóvil es «acto puro» —en él no hay potencia alguna, pues si la hubiera tendría que moverse, hecho que está excluido por definición—. Yo lo definí como «pensamiento del pensamiento», noésis noéseos, puesto que contiene como objeto de su pensamiento las «formas puras», las formas plenamente realizadas, de todos los seres. Por eso, precisamente, se convierte en la causa final de todos los movimientos que se producen en la naturaleza, ya que las formas de los seres naturales intentan ser, cada una de ellas, como las formas puras respectivas que se encuentran en la mente del acto puro y, por eso, se produce el movimiento, el cambio. Mueve, pues, como finalidad, como meta, como objetivo. Las formas puras existen desde siempre en la mente del motor inmóvil, del acto puro, y el cambio, que existe también desde siempre, no es otra cosa que la actualización en cada individuo de la forma que le es propia, de esa forma que solo posee en potencia y que se realiza para tratar de llegar a ser pura actualidad.
La naturaleza física, considerada como totalidad, constituye un sistema orgánico y jerárquico en el que las formas inferiores son grados preparatorios de las superiores, constituyendo así un todo organizado y clausurado, que apunta hacia un fin único, que es el acto puro, aspiración imperecedera que jamás se podrá conquistar totalmente. Dentro de este todo organizado que es la naturaleza hay cuatro grados jerárquicos, que de inferior a superior son: el reino inorgánico, el vegetal, el animal y el humano. Cada uno de estos grados aspira a ser como el superior, y el humano, que culmina y compendia el devenir, apunta al acto puro, al «pensamiento de sí mismo».
Tenía usted razón. Su visión de la naturaleza es muy diferente a la de Platón y me imagino que esas diferencias afectarán también a su concepción del ser humano que, al fin y al cabo, es una más de las realidades que la componen.
Si mi visión de la naturaleza es diferente de la de mi maestro, mi concepción del ser humano lo es mucho más. Es cierto que en mis primeros años de Academia sostenía una posición dualista muy cercana a la suya. Pero, poco a poco, me fui separando de él, hasta llegar a pensar que el alma está tan ligada al cuerpo que constituye junto con él una única realidad: el ser humano, y que, al morir este, desaparecen tanto el cuerpo como el alma.
El alma es la forma del cuerpo: la forma de un cuerpo provisto de órganos, de instrumentos adecuados para cumplir las funciones que exige la vida, aunque tal vida permanecería en potencia, es decir, como mera posibilidad, si el alma no la llevara al acto. El alma es, pues, acto, «forma»; el cuerpo, por su parte, materia, «potencia», lo que no impide que el cuerpo sea a su vez forma y acto con respecto a los órganos y tejidos que lo constituyen. El alma es la forma superior, el término supremo, de una serie de formas inferiores, todas ellas jerarquizadas y orientadas hacia ella como su fin supremo.
La consecuencia de todo esto es que el alma, al contrario que en mi maestro Platón, no puede subsistir por sí misma. El alma no es una sustancia; la única sustancia es el ser humano, compuesto de cuerpo y de alma. No tiene, pues, sentido hablar del alma como de algo separado y distinto del cuerpo, ni del cuerpo como algo distinto y separado del alma. El alma no es un espíritu que pueda existir sin el cuerpo, puesto que es la forma o estructura de un cuerpo vivo, y tampoco es ella misma un cuerpo, precisamente por la misma razón. Hasta tal punto están unidos cuerpo y alma que el alma no posee atributos que sean exclusivamente suyos. Cuando decimos que el alma siente o piensa, estamos haciendo afirmaciones impropias. Es el ser humano el que siente o el que piensa. Las que se denominan acciones del alma, no son solo del alma, sino del cuerpo y del alma, del ser humano.
Creo que ya es hora de volver a plantearle la pregunta que le hice antes: ¿cómo puede el ser humano obtener conocimientos universales, necesarios e inmutables, si no existe un mundo diferente al mundo en el que vivimos y cuyas realidades posean esas características?
La explicación es muy sencilla. Mira, al constituir el ser humano una unidad, entre los dos tipos de conocimiento que le sirven para captar la realidad, es decir, entre el «conocimiento sensible» y el «conocimiento intelectual» existe una continuidad total. Más aún, solo hay conocimiento intelectual en la medida en la que previamente ha habido antes conocimiento sensible, ya que el conocimiento intelectual no es sino la actualización de lo universal que se encuentra en potencia en el conocimiento obtenido a través de los sentidos.
El conocimiento sensible es, pues, el origen y el principio de todo conocimiento humano. Es el primero desde el punto de vista temporal, y se obtiene al captar objetos a través de los sentidos. Cuando vemos una persona o un paisaje —los ejemplos relacionados con la visión son los que ayudan mejor a entender el proceso del conocimiento—, se forma en nuestro interior, en nuestra «fantasía», una «imagen» de ese objeto que se caracteriza por ser «individual» y «concreta». La imagen es de una persona determinada, de un paisaje específico y, por eso, solo sirve para el objeto que la ha hecho nacer: para esa persona o para ese paisaje. En la imagen, lo que se recoge de manera directa, en acto, es la individualidad de ese objeto, su materia; la forma, lo universal, se encuentra en ella solo en potencia.
Pero el «entendimiento agente» vuelca su actividad sobre esa imagen y consigue desmaterializarla, eliminar todo lo que en ella hay de individual, de concreto, descubriendo así la forma: lo que hemos visto es una «persona», un «paisaje». El entendimiento agente, con su actividad, lleva al acto la universalidad que se encuentra en potencia en la imagen. La operación mediante la que se obtiene lo universal de lo particular es la «abstracción», y una vez que el entendimiento agente la ha realizado, pasa la forma que ha abstraído de la imagen, a otro entendimiento, al «entendimiento pasivo» o «paciente». Es este el que conoce las formas, lo universal. El universal, así conocido, es proyectado después sobre el singular, que, a su luz, es conocido con mayor perfección. Además,el universal que el entendimiento paciente conoce es el fundamento de los procesos lógicos. Sabemos, por ejemplo, que ese individuo que hemos visto es una «persona» y, por lo mismo, sabemos que posee todo lo que es atribuible a la persona y que no se captaba en la imagen: sabemos que es un ser libre, un ser dotado de logos, un ser social…
Sé que los estudiosos de mi obra han interpretado de formas diferentes la distinción que establecí entre el entendimiento agente y el entendimiento paciente. No me extraña. La verdad es que en mis escritos, hay textos que pueden propiciar valoraciones diferentes de ambos. Lo que me llevó a diferenciar entre estos dos entendimientos fue el no poder entender que el entendimiento, que es el que realiza la actividad humana más elevada, la más específicamente humana (puesto que permite obtener la sabiduría), tuviera que ejecutar un trabajo: la abstracción, cuando el trabajo no tiene nada de elevado y no es propio de seres humanos, sino de esclavos. Por eso, califiqué al entendimiento que conoce de pasivo —este sería el auténticamente humano—, y tuve que sacarme de la manga otro entendimiento, uno activo, que fuera el que realizara el trabajo de la abstracción.
Dando por finalizado el tema del conocimiento, aunque presiento que han quedado muchos aspectos del mismo sin tratar, vamos a cambiar de tema. Los filósofos anteriores a usted —especialmente Sócrates y Platón— tenían una visión muy concreta sobre cómo debía comportarse el ser humano. Sin embargo, se le considera a usted el «padre de la ética». ¿Por qué ese calificativo?
Posiblemente se deba a que la reflexión sobre cómo debemos comportarnos los humanos fue una de las tareas a las que dediqué más tiempo en mi vida, por la importancia del tema. Los animales poseen un carácter concreto, un ethos, que no es otra cosa que un repertorio de instintos que los llevan a comportarse de un modo determinado, siempre el mismo, a lo largo de toda su vida. Sin embargo, los seres humanos, aunque poseemos también un buen repertorio de tendencias, poseemos además la capacidad de pensar y la de decidir, y eso nos abre un amplio abanico de posibilidades de actuación, ya que incluso podemos decidir actuar en contra de lo que nos empujan a hacer nuestras tendencias. De esta manera, la vida se nos complica con constantes problemas de deliberación y de decisión. De ahí la importancia de una reflexión ética que nos ayude en nuestras deliberaciones y nos oriente en las decisiones que tenemos que tomar.
¿Y cuáles son sus ideas acerca de cómo debemos vivir los seres humanos?
Voy a responder a tu pregunta recurriendo a mi Ética a Nicómaco que, además de ser la obra en la que trato el tema más detalladamente, es una de las mejor escritas y de la que me siento más orgulloso. En ella, y utilizando ejemplos que tomo de las técnicas, comienzo por señalar cómo todas las decisiones que adoptamos los seres humanos, y todas las actividades que realizamos, persiguen un objetivo, un «fin». El fin, una vez conseguido, es el «bien» de esas decisiones, de esas actividades. Cuando alguien decide, por ejemplo, pintar un cuadro, realiza una serie de acciones con vistas a conseguir ese fin que se ha propuesto y, una vez que lo ha pintado, obtiene el cuadro que es el bien que perseguía.
Ahora bien, realizamos actividades muy variadas y perseguimos fines muy diversos. Hay fines que buscamos por sí mismos, y hay fines que tratamos de obtener como medios, como instrumentos para conseguir otros. Cuando queremos, por ejemplo, ver un espectáculo deportivo, ese es el fin principal que queremos alcanzar, mientras que el recorrer un determinado camino que nos lleve al estadio, o utilizar un medio u otro de trasporte para llegar a él, son fines intermedios. También hay fines que son más importantes que otros. No es lo mismo ir a ver un espec-táculo deportivo, que aprobar el examen final de una asignatura.
Por eso, es preciso jerarquizar los fines y, sobre todo, saber si existe un «fin último», un fin en función del cual elegiríamos todos los demás, ya que, si existiera, sería nuestro «bien supremo». Y, este fin último, este bien supremo del ser humano, existe y es la «felicidad». Todas las decisiones que adoptamos los humanos, todas las acciones que realizamos tienen como telón de fondo la felicidad. Pregunta, por ejemplo, a estudiantes universitarios: ¿por qué estudiáis? Unos contestarán que lo hacen porque quieren saber, porque quieren estar bien preparados para desempeñar una profesión, y otros simplemente porque quieren sacar un título. Pregúntales, después: ¿por qué queréis estar bien preparados o por qué queréis obtener un título? Unos contestarán que el motivo es que les atrae la profesión para la que se están preparando y que ejerciéndola pueden ser útiles a la sociedad, y otros que lo hacen para ganar dinero. Sigue preguntando para qué quieren ser útiles a la sociedad o para qué quieren ganar dinero y encontrarás contestaciones diversas, pero verás cómo, en el fondo de todas ellas, siempre hallas el mismo objetivo, la misma finalidad última: lo hago porque de esa manera pienso que voy a ser feliz.
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