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El valor de una caloría
Si usted desconocía los métodos y procesos mediante los que nuestras células obtienen energía de los macronutrientes utilizando diversas rutas y estrategias (lo que también conocemos por respiración celular), asegurando el mantenimiento de la vida, seguramente le habrá parecido algo maravilloso y extraordinario. A mí me lo parece cada vez que pienso en todos esos increíbles mecanismos que la evolución ha construido poco a poco y a lo largo de millones de años, con objeto de que los seres vivos seamos capaces de «llevar la contraria» a la extendida idea que se suele asociar al segundo principio de la termodinámica, el que asegura que todo tiende al desorden
Como hemos visto, el rol como combustible celular de los carbohidratos y de la glucosa que obtenemos de ellos resulta incuestionable. De igual modo que también resultan indiscutibles las tareas en ese sentido de grasas y proteínas, mediante aportaciones y caminos alternativos al de la glucosa. Pero, mientras que la utilidad fisiológica prioritaria de la mayor parte de los carbohidratos es la de ejercer de combustible, las proteínas y las grasas tienen muchas más «obligaciones», que hay que sumar a la de la aportación de la energía. Por ejemplo, las grasas cuentan con la capacidad de acumularse en diversas zonas de nuestro cuerpo como reserva de energía y ofrecen el valor añadido de servir de aislamiento ante los cambios de temperatura. También son necesarias para algo tan importante como la creación de las membranas celulares, las que pueden considerarse las paredes que delimitan la célula. Además, participan en diversos procesos asociados a la creación de nuevas células y estructuras celulares y toman parte en componentes implicados en el funcionamiento de nervios y neuronas. También resultan imprescindibles para disolver algunas importantes vitaminas liposolubles (como por ejemplo la A, D, E o K) y para la síntesis de diversas hormonas, encargadas de regular el desarrollo y diversas funciones de nuestro cuerpo.
Respecto a las proteínas, la mayor parte de nosotros hemos aprendido en el colegio que tanto las vegetales como las animales también se «despiezan» en sus unidades básicas durante la digestión, los aminoácidos. Que después se utilizan como componentes estructurales fundamentales de nuestro cuerpo, algo así como los «ladrillos» para la construcción de nuevas proteínas, que a su vez servirán para la creación de nuevos músculos, piel, órganos y otros tejidos. Pero no solo tienen esa función estructural, pues las proteínas también son la base para la creación de componentes esenciales en funciones y procesos muy importantes, como los anticuerpos, las hormonas y las enzimas.
¿Y cómo se consideran todas estas utilidades fisiológicas y metabólicas a la hora de calcular la capacidad energética de grasas y proteínas? ¿Acaso los ácidos grasos y los aminoácidos utilizados para todas estas funciones se «descuentan» del balance calórico final, ya que no van a tener la posibilidad de participar en los procesos relacionados con la respiración celular? Pues no, no se hace.
Analizando todo el metabolismo energético, quedan más preguntas sin responder.
¿Y cómo se priorizan y regulan todos los procesos involucrados? ¿Cuándo atraviesan las moléculas de glucosa o los ácidos grasos la membrana celular y se produce su oxidación? ¿En qué cantidad cada uno de ellos? ¿Cómo se decide el uso estructural de las proteínas o su participación en la nucleogénesis? ¿Y el almacenamiento u oxidación de los ácidos grasos? ¿Cómo se mantienen las concentraciones adecuadas de glucosa o ácidos grasos en la sangre? ¿Cómo se decide el uso del glucógeno muscular o de la glucosa de la sangre?
En efecto, el tema se va complicando. Además de los procesos del metabolismo energético (simplificados), las grasas y las proteínas también participan en una gran cantidad de funciones; y el conjunto total se regula con la participación de otros «jugadores» bioquímicos (entre los que destacan las hormonas), de modo que se crea una intrincada y, en parte, aún desconocida red de sistemas interrelacionados.
Pero todavía hay más, hay otro factor que no hemos considerado y que también puede tener cierta relevancia. Se trata de la energía necesaria para el propio proceso de metabolización del alimento. Es decir, la energía que gastamos para conseguir más energía. Resulta que el comer, digerir y metabolizar cada uno de los macronutrientes tiene también unos requerimientos energéticos, que, aunque no son muy elevados (al final el balance siempre es ampliamente positivo), tiene cierto valor. A este gasto se le llama termogénesis y en el caso de las proteínas, que es el macronutriente más difícil de procesar, puede tener cierta magnitud. Se calcula que podría llegar a consumir entre el 5 y el 15 % de las calorías aportadas; una cantidad que habría que descontar de la suma de calorías teórica inicial.
En definitiva, creo que queda bastante claro que la gestión de la energía es algo más complejo que un simple contaje de calorías. Podríamos decir que la cantidad de calorías nos muestra la capacidad de un alimento para aportar energía, pero realmente existe una cantidad significativa de variables involucradas en el metabolismo energético que son capaces de distorsionar los resultados que se puedan obtener con un modelo excesivamente simple.
Sin embargo, podríamos plantearnos la posibilidad de que las distorsiones no sean demasiado elevadas, considerando que tampoco es necesaria una gran precisión. Y, de cualquier forma, dado el avanzado conocimiento actual sobre los diferentes procesos metabólicos, se podrían calcular coeficientes y factores correctores que podrían facilitar la obtención de valores más ajustados y precisos. Algo que los expertos saben hacer, por supuesto.
Pero, entonces, ¿son o no útiles los coeficientes Atwater? ¿Esos valores de kilocalorías de referencia para grasas, proteínas y carbohidratos sirven para algo?
Sin duda, pueden tener cierto valor. Insisto en que son una referencia. Pero la cuestión que realmente nos debería preocupar es si son útiles para el tema del libro, es decir, para controlar la energía que ingerimos y para proporcionarnos información que nos ayude a adelgazar.
La lógica que se suele esgrimir para encajar todas estas piezas es la siguiente: al ingerir alimentos, los metabolizamos y estos nos aportan cierta cantidad de energía, de forma relacionada a como calculó el químico Atwater comparando la energía de combustión antes y después de dicha metabolización. Por otro lado, para nuestra actividad normal diaria (hagamos lo que hagamos, ya sea para caminar o practicar ejercicio, ya sea para dormir, pensar e incluso comer) necesitamos también energía. Por lo tanto, la ecuación es bien sencilla: si la energía que entra en nuestro cuerpo es mayor de la que sale, el balance energético será positivo y habrá un exceso de kilocalorías, que se acumularán en forma de grasa, ya que es el modo que tiene nuestro organismo de preservar dichas kilocalorías para el futuro.
Así que si somos capaces de poder calcular nuestras necesidades energéticas con relativa exactitud, realizando los ajustes que sean necesarios, incorporando los coeficientes correctores que hagan falta y añadiendo o restando lo que sea pertinente, podremos conocer la energía que necesitamos. Y si posteriormente ajustamos nuestra ingesta a dichas necesidades, será posible lograr un punto de equilibrio y no habrá energía en exceso. De esa forma, será imposible que engordemos. O, mejor aún, si somos capaces de mantener una ingesta de energía inferior a la de las necesidades calculadas, el balance calórico será negativo y nuestro cuerpo tendrá que recurrir a las reservas almacenadas anteriormente para casos de necesidad (es decir, la grasa acumulada), de modo que adelgazaremos.
Una forma muy habitual de visualizar todo este razonamiento es imaginar nuestro cuerpo como una balanza, en la que a un lado disponemos la energía que consumimos (con la comida) y en el otro la que gastamos (con la actividad física). Y si a este modelo le añadimos el factor de la fuerza de voluntad, que será el que nos ayude a mover la carga de la balanza hacia un lado u otro, conseguiremos una explicación sencilla, lógica, coherente y «redonda». Gracias al principio de la conservación de la energía, a la termodinámica y al esfuerzo personal, todo encaja.
Estos argumentos los hemos escuchado y aprendido de boca de expertos y especialistas durante décadas, y son tan obvios e irrefutables que podríamos considerarlos universales.
Sin embargo, puede que carezcan de la utilidad clínica que se les presupone, y que incluso sean parte del problema.
Me niego a afirmar que las calorías no importan, porque realmente la cantidad de energía que pueden aportarnos los alimentos es algo relevante cuando se habla de obesidad. Aunque probablemente los factores de Atwater sean un recurso bastante pobre y en el futuro haya que trabajar en el diseño de una mejor forma de calcular la energía de los alimentos, lo cierto es que si engordamos es porque la comida nos aporta más energía de la que necesitamos. Y porque nuestro cuerpo es eficiente almacenándola. Sin embargo, en las próximas páginas vamos a ver que el control de las calorías resulta un método poco útil y poco científico para conseguir un supuesto punto de equilibrio energético con el fin de prevenir la obesidad. O con el de llegar a un balance negativo para reducirla. Y aunque lo que estoy afirmando pueda parecer una contradicción, en realidad no lo es: el balance energético tiene importancia, pero cuantificarlo y controlarlo mediante la dieta suele ser ineficaz.
Buscando el origen
Antes de seguir reflexionando sobre el equilibrio energético, voy a hacer un paréntesis para contarle una pequeña experiencia personal con otro tipo de patología. Le adelanto que mi objetivo es hacerle entender su naturaleza y sus causas, para que después podamos compararla con la lógica de pensamiento que solemos seguir con la obesidad.
La historia comienza hace unos pocos años y la protagoniza mi hija mayor, que por aquel entonces tenía unos cinco años. Un día me percaté de que tenía unas feas lesiones en la parte trasera de su pierna, más o menos a media altura, en el lado opuesto a la rodilla, justo en torno al pliegue posterior. Cuando las inspeccioné con un poco más de detenimiento, pude comprobar que estaban formadas por una gran cantidad de arañazos alargados, paralelos a la pierna. La mayoría bastante superficiales, pero algunos eran profundos e incluso tenían visos de empezar a sangrar en cualquier momento.
Tras comprobar que tampoco le causaban especialmente dolor o malestar, mi primera preocupación como padre fue intentar descubrir las razones de aquellas heridas. Y me bastó observarla durante unos minutos para conocer la respuesta. Pude comprobar que, de manera sistemática, se llevaba la mano a esa zona y se rascaba con vehemencia. A veces de forma inconsciente, otras con claros indicios de ser un gesto voluntario. Pero con mucha frecuencia e intensidad.
Tras observarla durante un rato más, me ratifiqué en el análisis: aquellos arañazos eran, sin ninguna duda, consecuencia del rascado repetido y obsesivo. Es decir, en términos físicos y objetivos, podíamos afirmar sin temor a equivocarnos que las uñas de mi hija estaban provocando un exceso de rozamiento en aquella zona y terminaban por lesionar su piel, incapaz de soportarlo. Es más, estoy seguro de que cualquier médico hubiese compartido nuestro diagnóstico.
Pues bien, ahora póngase en mi situación. Imagine que sigue el mismo proceso deductivo que seguí yo. Y que, a continuación, debe pensar en una posible solución, en algo que le permita no solo evitar que el problema se agrave, sino también revertir el daño realizado. ¿Qué haría? ¿Cuál sería su lógica de razonamiento?
Hagamos un experimento: sigamos la misma lógica que con el sobrepeso.
De la misma forma que la obesidad es consecuencia de un exceso de calorías y basta con reducirlas para prevenirla, las lesiones de mi hija eran consecuencia de un exceso de rascado, que se podía reducir (o incluso eliminar) para que no se siguieran produciendo. La reducción de calorías se basa en un razonamiento físico, el de la conservación de la energía. Y la reducción del rascado también, ya que si conseguimos reducir la energía mecánica por debajo del umbral en el que provoca la rotura de tejidos, el problema estará solucionado. Para conseguirlo, evidentemente, la reducción de la frecuencia de rascado será una variable fundamental. Estamos repitiendo la analogía de la balanza, pero con la fricción, imaginando que a un lado está la energía mecánica generada por el rozamiento y al otro los elementos que la podrían reducir o disipar, como, por ejemplo, una crema lubricante, la aplicación de frío o el limado de las uñas (para reducir los ángulos más afilados y la presión excesiva en un punto muy localizado).
Sin embargo, aunque las dos lógicas de razonamiento que he utilizado pueden considerarse prácticamente gemelas, estoy convencido de que en el segundo caso usted no se sentirá muy cómodo con la solución. Es cierto que las lesiones se deben al exceso de rozamiento, como lo es que reduciendo este podemos mitigar el daño que se está causando en la piel, pero probablemente, aunque quizás no sepa explicar con exactitud las razones, tenga usted la impresión de que falta algo.
Y tiene toda la razón.
Ciertamente, todo el planteamiento es correcto y las propuestas serían muy razonables… si habláramos de una máquina. Si en lugar de piel tuviéramos una superficie de metal; y si en lugar de uñas, por ejemplo, unos rodamientos, y estos provocaran un desgaste continuo y profundo en la superficie metálica, nuestro análisis habría sido el mismo. Y las acciones propuestas para prevenirlo también: más lubricante, más disipación, menos presión localizada. Pero en este caso hay una diferencia clave. Al identificar el exceso de rozamiento, habremos dado con el origen primordial del problema. No existe ninguna otra razón más profunda o previa, considerando que la máquina es como es y que su diseño tiene su razón de ser. Y exige el contacto entre rodamientos y metal.
Pero las personas no somos máquinas y el origen de las lesiones de la piel va más allá del rozamiento. Por eso no nos satisface la solución de la crema lubricante, el frío y el corte de uñas, porque sabemos que todavía no hemos llegado a la explicación definitiva, dado que hay una o más razones previas al comportamiento de rascarse de forma compulsiva. Y que, si no actuamos de manera profunda en dichas razones, las soluciones no serán más que un parche temporal, con escasas posibilidades de éxito.
Vayamos entonces a la búsqueda de la causa del problema.
En el caso de la máquina llena de marcas y defectos, podemos imaginarla funcionando, moviéndose, generando sonidos por la fricción y creando los surcos o arañazos sobre su superficie. Si observamos estos defectos y analizamos las razones por las que se están creando, seguiremos aproximadamente la siguiente secuencia deductiva:
1.Aparecen defectos en la superficie metálica.
2.Porque los rodamientos los producen al rodar sobre ella.
3.Porque existe un exceso de fricción.
Y en este caso la secuencia finaliza aquí. En principio, si no tenemos previsto cambiar el diseño de la máquina, no será fácil (ni útil) profundizar más. Resulta evidente, entonces, que las acciones preventivas o correctivas deberán estar preferiblemente dirigidas a contrarrestar esa causa primaria identificada («Porque existe un exceso de fricción»), ya que, si la eliminamos, habremos resuelto el problema en su origen y toda la secuencia de sucesos posterior desaparecerá.
Pero ¿qué ocurrirá si realizamos el mismo tipo de deducción con las lesiones en la piel de mi hija? Hagamos la prueba:
1.Aparecen lesiones en la piel.
2.Porque las uñas provocan la rotura de la piel.
3.Por un exceso de fricción y rascado.
Detengámonos temporalmente en este punto. Hemos llegado al mismo nivel de profundidad que en el caso de la máquina, y también en este caso podemos proponer acciones que eviten la fricción y el rascado: la mencionada lubricación (por ejemplo, con un poco de vaselina), el redondeo de las uñas y la petición a mi hija de que, poniendo algo de fuerza de voluntad, evite rascarse. Si estas medidas se cumplen de forma estricta, habremos solucionado el problema.
Pero ¿hemos llegado en realidad a la causa primaria del problema en la secuencia anterior? No es necesario ser expertos en dermatología para sospechar que no, y que gracias al conocimiento, la ciencia y la medicina podemos seguir progresando. La clave reside en que tras este fenómeno hay una dermatitis atópica, una reacción autoinmune del cuerpo que origina una inflamación localizada. Así que la secuencia sería la siguiente:
1.Aparecen lesiones en la piel.
2.Porque las uñas provocan la rotura de la piel.
3.Por un exceso de fricción y rascado.
4.Porque se siente picor
5.Porque la zona está inflamada.
6.Porque se ha producido una reacción autoinmune.
Detengámonos de nuevo en este punto.
Como puede observar, hemos profundizado en otros tres niveles que nos proporcionan una nueva perspectiva, porque hemos encontrado nuevas causas, y que pueden sugerirnos nuevas estrategias de tratamiento.
En el primer nuevo nivel, ha aparecido el picor. Y, para evitarlo, podemos utilizar un antihistamínico, es decir, un fármaco que bloquea los receptores de la histamina, que se considera la principal responsable de esa sensación. O, si profundizamos un nivel más, para combatir la inflamación y la reacción autoinmune que provocan la sensación de picor, podemos utilizar un corticoide (o cortiscosteroide), un fármaco que reduce mediante diversos procesos esas alteraciones bioquímicas.
Así que hemos encontrado dos nuevas soluciones, en apariencia más razonables que el simple esfuerzo de dejar de rascarse, porque solucionan el picor y la inflamación, que son causas más profundas y originarias, responsables de dicho rascado.
Sin embargo, ¿podemos seguir profundizando? ¿Podemos ampliar aún más la secuencia de causas?
Pues sí, pero a partir de este punto entramos en una zona con menos certezas. Los expertos llevan muchos años estudiando el origen primario de las reacciones autoinmunes de nuestro cuerpo, como las que están tras la dermatitis atópica. Y han recabado bastantes datos: que la predisposición genética es enormemente relevante, que este tipo de reacciones dependen de multitud de variables y que cada persona es un mundo. En el caso de mi hija, hemos comprobado a lo largo de los años que el exceso de humedad, la falta de hidratación, ciertos productos de limpieza y el estrés influyen con bastante probabilidad en sus reacciones autoinmunes. Pero también somos conscientes de que tal vez no hemos sido capaces de dar con todos los factores responsables.
Recapitulemos, pues.
Esta sería entonces la secuencia completa de las causas primarias de las lesiones y arañazos en la pierna:
1.Las uñas provocan la rotura de la piel…
2.… por un exceso de fricción y rascado…
3.… provocado por una sensación de picor…
4.… consecuencia de una inflamación-reacción autoinmune…
5.… debida a la humedad, sequedad, estrés, productos irritantes, etc.
Hasta ahí alcanza nuestro conocimiento (aunque seguro que algún experto puede matizar y profundizar algo más). Y leyendo esta secuencia se hacen bastante evidentes las razones por las que no nos sentíamos demasiado cómodos proponiendo soluciones enfocadas en el segundo nivel (exceso de fricción y de rascado). Porque tiene mucha más lógica el buscar estrategias en niveles inferiores. A priori, cuanto más «abajo», mejor.
En la guerra contra la dermatitis, resulta más efectivo combatir el picor que el rascado; más efectivo combatir la inflamación que el picor; y más efectivo combatir la exposición a humedad, sequedad, estrés, etc. (si realmente son estas las causas) que la inflamación. La situación ideal consistiría en llegar a ser especialmente certeros identificando estos factores que provocan la reacción autoinmune, algo nada fácil debido a la probable participación de múltiples variables y de la mencionada predisposición genética individual de cada uno, así como de las interacciones y sinergias que puedan producirse entre ellos. Pero, si lo logramos, podremos prevenir de raíz y para siempre toda la cascada de eventos posterior.
Y habremos ganado la guerra.