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El origen de la obesidad

Con el ejemplo anterior hemos visto que, para plantear soluciones, tratamientos o políticas preventivas de problemas o patologías concretas, es decir, para ganar una batalla sanitaria, lo ideal es llegar a conocer el origen de dicho problema y diseñar las estrategias para que se actúe en ese punto. En ocasiones, el origen es unívoco, claro y relativamente sencillo de identificar, como por ejemplo la presencia de un virus. La mejor forma de prevenir una enfermedad es evitando el contacto con dicho virus o preparando al sistema inmunológico para que sea capaz de defenderse, como se hace con las vacunas. Pero, con mucha más frecuencia de la que nos gustaría, la situación no resulta tan clara como con el caso de una enfermedad infecciosa. Si profundizamos, vamos descubriendo que aquello que consideramos «la causa» realmente no es más que el producto final de un complejo entramado de variables previas.

Volvamos ahora a la obesidad y al sobrepeso, con el fin de aplicar la misma lógica de razonamiento a la búsqueda de las causas que los provocan. ¿Se dará la misma situación que en la dermatitis atópica? ¿O mediante el control de las calorías hemos llegado al nivel máximo de profundidad?

Para encontrar la respuesta, vamos a repetir el mismo ejercicio deductivo, desarrollando sistemáticamente una secuencia de causas, profundizando en las mismas, paso por paso, y haciendo las pausas necesarias para añadir las explicaciones y comentarios que se requieran.

Esta sería una primera aproximación:

1.Se sufre sobrepeso u obesidad.

2.Porque hay un balance energético positivo.

3.Porque se ingieren más calorías de las que se gastan.

Es momento de hacer la primera pausa y analizar la situación.

En esta primera lista podemos ver el supuesto origen de la obesidad, que la mayoría de nosotros conocemos y hemos escuchado en repetidas ocasiones: entre el segundo y el tercer nivel de profundidad, tenemos la referencia a las calorías y al balance energético, que nacen del anteriormente mencionado y comentado principio de conservación de la energía. Como se puede observar, el control de las calorías ingeridas y la consecución consciente del anhelado equilibrio energético (o incluso del balance negativo) realmente es una estrategia centrada en causas de más o menos el mismo nivel de profundidad que cuando se propone luchar contra las lesiones provocadas por la dermatitis atópica reduciendo la fricción (aplicando lubricante y rascándose menos).

La forma más evidente de reducir las calorías ingeridas es limitando los alimentos de mayor aportación energética. Y la decisión más evidente en esta situación suele consistir en centrarse en aquellos con más cantidad de grasas, por ser el macronutriente que más energía genera al oxidarse (nueve kilocalorías por gramo). Dada su sencillez y fácil comprensión, esta cascada de «deducciones evidentes» se propagó como una epidemia y además se justificó recurriendo a algunos estudios epidemiológicos observacionales que relacionaban el consumo de grasa con el sobrepeso, en los que se observaba que la gente que más grasa ingería solía tener un mayor exceso de kilos.

Pero el tiempo nos ha demostrado que todo este esquema no es más que un castillo de naipes susceptible de desmoronarse en cualquier momento.

El primer inconveniente se relaciona con el valor nutricional de los alimentos. Resulta que algunos de los alimentos ricos en grasas son también ricos en otros nutrientes muy interesantes y han formado parte de la dieta humana durante miles de años, sin crear ningún problema en todo ese tiempo, más bien al contrario. Me refiero a la carne, el pescado, los huevos, los frutos secos y los lácteos enteros, por ejemplo. Y, como consecuencia de la culpabilización de las grasas, el consumo de todos ellos se ha visto seriamente limitado durante el período de tiempo que ha durado la fiebre antigrasa y anticalorías (4), sin que se haya conseguido ningún efecto positivo, como también resulta evidente.

Por otro lado, paradójicamente, la sustitución de estos alimentos por otros ha sido una idea poco acertada. Como veremos con más detalle en próximos capítulos, la industria alimentaria (que, como todas las industrias, siempre está muy atenta a aprovechar todas las oportunidades de negocio) desarrolló masivamente productos bajos en grasas y calorías, pero también escasos en otros nutrientes importantes. Y ricos en componentes mucho menos deseables (de los que no había ninguna necesidad, pero que a ellos les aportaban ventajas operativas al utilizarlos como ingredientes industriales), tales como azúcares, almidones o grasas trans: galletas, derivados de cereales, salsas, bollería, margarinas, procesados cárnicos…

Pero sustituir carne de ternera o huevos por procesados cárnicos bajos en grasa, leche entera por refrescos azucarados y frutos secos por cereales refinados cargados de azúcar no ha servido para frenar el avance de la obesidad y las enfermedades crónicas. Más bien al contrario.

De hecho, algunos estudios obtuvieron resultados contradictorios en cuanto a las ideas relacionadas con el balance energético y el control de las grasas. Cuando los expertos empezaron a comparar la efectividad de dietas bajas en grasas con otro tipo de dietas menos restrictivas en este macronutriente (como la mediterránea, la baja en carbohidratos o la de bajo índice glucémico), las ventajas no aparecían por ningún lado. Las bajas en grasas obtenían, en el mejor de los casos, resultados equivalentes al resto, y con bastante frecuencia incluso peores (5).

Además, algunas investigaciones llegaron a conclusiones que desafiaban la idoneidad del planteamiento de la reducción de las grasas y la energía como mecanismo ideal para adelgazar a largo plazo. Sus autores comprobaron que, tras un importante adelgazamiento, el metabolismo quedaba de alguna manera «alterado», ya que el consumo energético en reposo de esas personas quedaba drástica y, al parecer, permanentemente reducido (6); en algunos casos, incluso con cierta tendencia a seguir bajando. Esto significaba que las calorías que el cuerpo gastaba para su simple mantenimiento eran significativamente menos que las que gastan otras personas de un peso similar. Y algo así, en principio, no parece demasiado favorable para mantenerse delgado. Si el cuerpo cada vez es más ahorrador y consume menos en reposo, el adelgazamiento cada vez será más difícil, aunque todavía queden muchos kilos por perder. Incluso el mantenimiento puede convertirse en un verdadero suplicio si el consumo de energía se reduce de manera muy drástica.

Este tema alcanzó cierta relevancia mediática por un extenso artículo publicado en el periódico The New York Times, sobre el programa de televisión The Biggest Loser (7). Antes de meternos en harina, conviene que describa un poco el contexto, sobre todo si es usted de los que no se encuentran muy al día sobre programas televisivos.

The Biggest Loser («El mayor perdedor») es un reality show que empezó a emitirse en la televisión estadounidense en 2004. Los participantes de este concurso sufren obesidad grave y, tal y como su título indica, se trata de conseguir que adelgacen. El ganador es aquel que pierda mayor cantidad de peso. Su éxito ha sido enorme, tanto que se ha convertido en una franquicia internacional muy rentable, con adaptaciones en unos treinta países.

Como todo reality, se centra sobre todo en el morbo y en las vivencias y emociones de los participantes; en este caso, personas con mucho sobrepeso y, con frecuencia, graves problemas de salud. Y desesperadas por adelgazar, claro. Así pues, las someten a directrices y pruebas en las que lo más importante es la audiencia; eso casi siempre se materializa en forma de sufrimiento para los concursantes, a quienes se machaca sin demasiadas contemplaciones: ejercicios muy duros, esfuerzos físicos a los que no están acostumbrados y que casi no pueden soportar, pruebas físicas morbosas… y, por supuesto, una dieta que sigue la mayoría de las directrices habituales: baja en grasas y baja en calorías. Y, como no podría ser de otra manera, suele promocionarse con los testimonios «antes/después» de los concursantes, sobre todo los más espectaculares, que, con frecuencia, pierden una gran cantidad de peso durante el tiempo que dura cada temporada.

Pues bien, un equipo multidisciplinar de expertos publicó un estudio en el que se estudiaron diversos indicadores y el metabolismo de dieciséis participantes de la temporada correspondiente al año 2009 de The Biggest Loser, desde el inicio del concurso hasta siete meses después. Y, como conclusión principal, comprobaron que su metabolismo se había ralentizado de forma importante (los autores lo calificaron como «adaptación metabólica») y presentaba una reducción significativa de su gasto energético.

Lo más interesante llegó con un segundo estudio posterior (mediante el reanálisis de catorce de los dieciséis concursantes) seis años después (8). Los mismos autores comprobaron que, aunque la pérdida de peso promedio seguía siendo importante, casi todos habían recuperado bastante. Pero, de cualquier forma, lo más sorprendente era que en la mayoría se había reducido aún más el gasto energético en reposo, mostrando una adaptación metabólica final realmente llamativa. Una media de unas quinientas kilocalorías diarias menos, y en algún caso se había llegado a las ochocientas kilocalorías diarias menos, alcanzando un valor del gasto energético en reposo muy inferior al que equivaldría a personas de su peso y constitución.

Los expertos siguen investigando las razones que hay detrás de esta adaptación metabólica y, aunque se barajan diversas hipótesis, el asunto sigue por dilucidarse. Quizás se deba a que las personas que se han sometido a muchos ciclos de sobrepeso-adelgazamiento, en cada ciclo de ganancia de peso crean nuevas unidades de células grasas (adipocitos), que posteriormente resulta casi imposible eliminar. Los adipocitos se pueden «vaciar» de grasas mediante restricción calórica, pero es muy complicado destruirlos, así que, según pasan los años, cada vez tendremos más. Y esta cantidad excesiva de adipocitos puede estar modulando la segregación de diversas hormonas que favorecen el estado de ahorro de energía. Aunque tal vez también haya mecanismos epigenéticos involucrados, que «programan» diversos procesos metabólicos cuya consecuencia es el comportamiento descrito. O puede que una dieta baja en grasas y calorías, y muy alta en carbohidratos, está creando un contexto bioquímico de baja oxidación de grasa, lo cual dificulta su utilización y gasto. O quién sabe si el estrés de pasar mucha hambre y hacer un importante esfuerzo físico y psicológico ha acabado haciendo mella en el metabolismo. O quizás esté sucediendo todo al mismo tiempo, junto con otro conjunto de factores más.

Sea como fuere, es evidente que el lema de «comer menos calorías y moverse más» no parece que vaya a ayudarnos demasiado a salir victoriosos en esta complicada guerra. Porque, como veremos en las siguientes páginas, no está dirigido a contrarrestar los ataques del enemigo.

Apetito y fuerza de voluntad

Es momento de seguir con nuestro proceso de deducción, profundizando en la secuencia de causas del sobrepeso, a la búsqueda de esas razones primarias, esos enemigos reales que es necesario combatir mediante acciones concretas y dirigidas. Habíamos llegado hasta el tercer nivel de profundidad, así que vamos a intentar seguir avanzando, incorporando un nuevo factor:

1.Se sufre sobrepeso u obesidad.

2.Porque hay un balance energético positivo.

3.Porque se ingieren más calorías de las que se gastan.

4.Porque se siente apetito.

En efecto, se trata del apetito, una variable muy conocida y con la que estamos muy familiarizados, porque forma parte de nuestra naturaleza más básica.

Desde el punto de vista del nivel de profundidad de las causas, el apetito podría considerarse el equivalente al picor de la secuencia de la dermatitis. Si mi hija se rascaba, se debía a que sentía picor y la necesidad de rascarse. Y si nosotros comemos, se debe a que sentimos apetito y deseamos comer.

Hemos visto que para el picor y el deseo de rascarse existen soluciones, como los antihistamínicos. No son ideales, porque no resuelven la causa origen, pero funcionan temporalmente. Pero ¿y para el apetito? ¿Hay alguna forma de reducirlo, combatirlo o controlarlo?

Buena pregunta, pero normalmente se trata de una cuestión que prácticamente no se aborda en el tratamiento de la obesidad. Los medicamentos que existen no resultan lo bastante efectivos, sobre todo a largo plazo, así que en la práctica los profesionales sanitarios y la sociedad apelan a la fuerza de voluntad de las personas, conminándolas a ser capaces de luchar contra sus deseos de comer. En definitiva, la solución habitual contra el apetito parece sencilla y clara: resistir.

Sin embargo, dudo que a nadie que sufra picor por una dermatitis le recomienden resistir. De hecho, este planteamiento ha tenido consecuencias muy poco positivas en el caso del sobrepeso. Por ejemplo, podríamos afirmar casi sin temor a equivocarnos que la restricción de las calorías mediante el control del apetito es el tratamiento con menor adhesión de la historia de la medicina, ya que prácticamente todo el mundo lo abandona al trascurrir los meses. Pero, increíblemente, se sigue recomendando y prescribiendo de forma sistemática y masiva, año tras año, consulta por consulta, país por país. Desde el desarrollo de la medicina y la salud pública, no creo que haya existido ninguno más utilizado y, al mismo tiempo, menos exitoso. Tampoco creo que nunca se hayan publicado tantos estudios en todo tipo de revistas científicas sobre el mismo tipo de intervención, una y otra vez, con los mismos resultados tan poco alentadores.

Para colmo, además de no conseguir resultados, cada día se acumulan las pruebas concluyentes de que incluso podría tener consecuencias negativas añadidas. Una de ellas estaría relacionada con lo que hablábamos en el capítulo de las víctimas: el estigma hacia las personas con sobrepeso. Resulta difícil rechazar un planteamiento como comer menos y moverse más, dada su sencillez, su lógica, su supuesto respaldo termodinámico y el de los expertos de todo el mundo. Pero exige también asumir que el apetito es, por consiguiente, una cuestión que se resuelve con fuerza de voluntad, es decir, una responsabilidad de cumplimiento meramente personal. Así que, si no se adelgaza, en gran medida se debe a la falta de dicha fuerza de voluntad.

Este pensamiento universal quedaría confirmado, por ejemplo, a través de los estudios que analizan cómo varían los pensamientos respecto a personas que han conseguido adelgazar en función del método que hayan utilizado y del supuesto esfuerzo que les haya requerido. Si el método se asocia a un gran esfuerzo (comer menos, hacer ejercicio…), la valoración que se hace de ellos aumenta («se han esforzado por conseguirlo»), pero si se relaciona con un supuesto menor esfuerzo personal (por ejemplo, someterse a cirugía bariátrica), aumentan los prejuicios («lo ha conseguido “solo” con una operación») (9).

Sumidos en estos razonamientos, también los profesionales sanitarios terminan deduciendo que si sus pacientes no cumplen las directrices de seguir una dieta hipocalórica es porque no ponen suficiente por su parte o porque no están lo bastante motivados. Es normal, ya que observan que aquellos que sí las cumplen pierden peso. Pero con frecuencia olvidan que están cayendo en la trampa de la falsa simplificación y que todo eso es como «un poco de lubricante y de autocontrol» para no rascarse las lesiones provocadas por la dermatitis y el picor. Un remedio que siempre funciona a corto plazo… pero falla a la larga.

Por su parte, los pacientes se sienten culpables e incluso achacan a los sanitarios el tener la mala costumbre de darles directrices casi imposibles de cumplir, de modo que se crea una espiral de acusaciones destructiva, improductiva y destinada al fracaso.

Lo cierto es que tras todo este constructo hay muy poca ciencia y demasiados sesgos y simplificaciones. La fuerza de voluntad es un concepto cargado de matices morales y valorativos que los expertos en la conducta humana no suelen investigar demasiado, ya que resulta de poca utilidad desde el punto de vista conductual y neurológico. Como veremos más adelante, recientemente ciertos autores han desarrollado algo de literatura científica sobre ello, intentando proponer hipótesis y modelos para integrar este concepto en procesos y posibles terapias. Sin embargo, otros expertos han puesto en duda estas teorías, ya que se han visto incapaces de replicarlas experimentalmente, no se han logrado resultados significativos con utilidad clínica y no se han desarrollado tratamientos relevantes relacionados que sirvan para mejorar la vida y la salud de las personas (10).

Por otro lado, el argumento de la fuerza de voluntad es un comodín que podría servir para justificar lo que sea. Cualquier inconveniente o fracaso podría achacarse a una falta de esta alabada cualidad.

Por ejemplo, le invito a que intente analizar si puede responder afirmativamente a todas estas premisas:

1.Ha finalizado una carrera universitaria.

2.Tiene un doctorado.

3.Ha aprendido varios idiomas.

4.Sabe tocar al menos un instrumento

5.Nunca fuma.

6.No prueba el alcohol.

7.Practica al menos treinta minutos de ejercicio al día.

8.Cumple todos sus compromisos laborales.

9.Realiza todas las labores del hogar, de forma equitativa.

10.Dedica todo el tiempo necesario a sus hijos o familiares.

11.Planifica y organiza cada uno de sus días y cumple dichos planes.

12.Ha viajado por el mundo.

13.Dona sangre.

14.Es donante de médula.

15.Varios días a la semana realiza tareas de apoyo social.

16.Cede parte de sus ingresos a varias organizaciones no gubernamentales (ONG).

¿No las cumple todas? Pues permítame decirle que, de acuerdo con las estadísticas, cuantas más de estas actividades consiga hacer, mayores probabilidades tendrá de que su vida sea más larga, mejor o más satisfactoria.

¿Cree que se le podría acusar de no tener fuerza de voluntad suficiente para tener una buena vida? Evidentemente, es un argumento tan pobre como inútil. No se solucionará nada con ello, y en el mejor de los casos solo servirá para hacerle sentirse culpable. ¿Y cree que realmente alguna de estas actividades se podría promocionar o promover apelando a la fuerza de voluntad de la gente? ¿De verdad le parecería razonable fomentar la educación universitaria sugiriendo a la gente que salga menos y estudie más?

Siguiendo con la tendencia a la exaltación de la fuerza de voluntad, permítame ahora que le proponga otro planteamiento: imagine que se inventan unas pastillas que tienen un efecto asombroso: al tomarlas, adquirimos conocimientos de forma inmediata. No estaría nada mal, ¿verdad? Por ejemplo, podríamos aprender todos los idiomas que quisiéramos. Una pastilla, y ya sabemos inglés. Otra, y francés. ¿Estaría en contra de eso? ¿Es «necesariamente mejor» aprender idiomas como siempre se ha hecho, estudiando durante muchos años y puede que con peores resultados? Le ofreceré otros ejemplos más obvios: todos utilizamos taladros para hacer agujeros, automóviles para desplazarnos y ascensores para subir a nuestro apartamento ¡y nadie nos echa en cara que lo hagamos, ni nos dice que tenemos poca fuerza de voluntad por ello!

Pero, con el adelgazamiento, el criterio cambia. Muchos infravaloran el hecho de haber conseguido adelgazar mediante cirugía bariátrica, una dolorosa y arriesgada operación, porque tienen interiorizado por completo que se podría haber conseguido lo mismo simplemente moviéndose más y reprimiendo un poco las ganas de comer.

Pero ¿qué nos dice la historia respecto a la fuerza de voluntad? ¿Es un recurso útil y poderoso para conseguir resultados en este tipo de ámbitos?

Pues no, en absoluto. La realidad es que nunca se han solucionado de manera definitiva problemas sanitarios o sociales apelando a la fuerza de voluntad de la gente. Y mucho menos en temas tan íntimamente ligados a nuestra biología más básica e incontrolable, como la alimentación o la reproducción.

En este sentido, otra vez podemos conseguir elocuentes ejemplos a partir de la ciencia, que ha analizado casos en situaciones paralelas a la que nos ocupa. Por ejemplo, el del sida y el VIH. Aunque los colectivos más conservadores han repetido una y otra vez que la mejor forma de prevenir el contagio de este virus es mediante la abstinencia sexual, algo que es aplastantemente obvio (y muy parecido a la premisa de comer menos y moverse más), lo cierto es que las políticas desarrolladas en este sentido han servido de bien poco. El caso más claro tuvo su génesis en el año 2004, cuando se lanzó por parte de Estados Unidos la que en aquel momento fue la iniciativa más ambiciosa para frenar el avance del sida en el África subsahariana. Liderada personalmente por el entonces presidente George W. Bush, se dio a conocer mediante el acrónimo PEPFAR (President’s Emergency Plan for AIDS Relief). Contó con recursos notables, ya que en su primera década de actividad estuvo dotada de cientos de millones de dólares, de los cuales al menos un tercio se dedicó a programas que promovieran la abstinencia sexual y la fidelidad.

«Nunca se han solucionado de manera definitiva problemas sanitarios o sociales apelando a la fuerza de voluntad de la gente».

Pues bien, más de una década después se publicó un estudio en el que expertos de la Universidad de Stanford realizaron un balance de los logros conseguidos. Y tanto el título de la investigación como las conclusiones finales fueron bastante categóricos:

La promoción de la abstinencia no se asoció con reducciones en las conductas de riesgo en el África subsahariana […] No encontramos ninguna evidencia que sugiera que la financiación de PEPFAR se asocie a reducciones en cualquiera de los cinco resultados […].

En este mismo ámbito, unos pocos años antes también se habían publicado un par de estudios que confirmaron la falta de pruebas concluyentes en lo relativo a la efectividad de programas dirigidos a adolescentes para promover la abstinencia sexual. Y, diez años después, los autores de otro gran estudio que realizó una revisión histórica del tema concluyeron que estos programas «no son eficaces para retrasar la iniciación de relaciones sexuales o cambiar otros comportamientos de riesgo sexual» (11).

Viendo todos estos datos, casos y pruebas, creo que las conclusiones son muy claras. Tenemos que asumir de una vez por todas que, al menos por el momento, no disponemos de soluciones eficaces para reducir el apetito y, en consecuencia, comer menos y limitar la ingesta de calorías. Y que, además, apelar al esfuerzo personal para conseguirlo es simplemente anticientífico y poco realista.

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