Mujercitas

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Jo dejó que Laurie ganara la partida para agradecerle el elogio que había hecho de su Beth, que, después de aquel piropo, no se atrevió a tocar para ellos, por mucho que insistieron. De modo que Laurie se esforzó y cantó, y lo hizo muy bien. Estaba de excelente humor, ya que en compañía de las hermanas March rara vez mostraba la parte más melancólica de su carácter. Una vez que se hubo marchado, Amy, que había estado pensativa toda la velada, preguntó de repente, como si acabase de tener una idea luminosa:

—¿Laurie es un chico culto?

—Sí, ha recibido una excelente educación y tiene mucho talento. Será un hombre de provecho si no le malcrían con tantos mimos y atenciones —contestó su madre.

—Y no es engreído, ¿verdad? —continuó Amy.

—En absoluto, por eso resulta tan entrañable y le queremos tanto.

—Comprendo. Tener talento y ser elegante es bueno, lo que está mal es darse importancia o vanagloriarse de ello —apuntó Amy, pensativa.

—Esas cosas se traslucen en los modales y en la forma de hablar si la persona actúa con humildad; no es necesario hacer gala de ellas —afirmó la señora March.

—Pasa lo mismo que con la ropa. Una no se pone todos los vestidos, sombreros y lazos a la vez para que los demás vean que los tienes —añadió Jo, y la reunión terminó entre risas.

8
JO CONOCE A APOLLYÓN


—Chicas, ¿adónde vais? —preguntó Amy, tras entrar en el dormitorio de sus hermanas mayores una tarde de sábado y encontrarlas arregladas y en una actitud misteriosa que avivó su curiosidad.

—No es asunto tuyo; las niñas pequeñas no deben hacer esa clase de preguntas —respondió Jo, cortante.

Si algo mortifica a una niña es que le recuerden que lo es, y que la despidan con un «vete, querida» resulta aún peor, Ofendida por lo que consideró un insulto, Amy se dijo que descubriría su secreto, aunque tuviese que importunarlas durante una hora, Se volvió hacía Meg, que no era capaz de negarle nada durante demasiado tiempo, y dijo en tono mimoso:

—¡Cuéntamelo! Además, deberíais llevarme con vosotras, porque Beth está entretenida con sus muñecas y yo no tengo nada que hacer. Me siento muy sola.

—No podemos, querida, porque no te han invitado —empezó Meg.

Jo la interrumpió, impaciente:

—Meg, no digas nada o lo echarás todo a perder. Amy, no puedes venir; no te comportes como una niña ni empieces a quejarte.

—Vais a alguna parte con Laurie, estoy segura. Ayer por la noche estuvisteis cuchicheando y riendo en el sofá, y en cuanto me acerqué guardasteis silencio. Vais con él, ¿verdad?

—Sí, así es. Ahora estate calladita y deja de dar la lata.

Amy dejó descansar la lengua, pero no los ojos, y observó que Meg se guardaba un abanico en el bolsillo.

—¡Ya lo tengo! ¡Lo sé! ¡Vais al teatro a ver Los siete castillos! —exclamó, y añadió con resolución—: Iré con vosotras, porque mamá dijo que no podía perdérmela. Tengo dinero ahorrado. Teníais que haberme avisado con tiempo.

—Escucha un momento y compórtate —dijo Meg con tono tranquilizador—. Mamá prefiere que no vayas esta semana porque aún tienes irritados los ojos y la iluminación de la obra te podría molestar. Irás con Beth y Hannah la semana que viene y lo pasaréis muy bien.

—Me apetece mucho más ir con vosotras y con Laurie. Por favor, dejadme ir. Llevo demasiado tiempo con este resfriado, encerrada en casa; me muero por un poco de diversión. Meg, ¡por favor! Me portaré mejor que nunca —rogó Amy con el semblante más lastimero que pudo adoptar.

—Podríamos llevarla. No creo que a mamá le importe si va bien abrigada —comentó Meg.

—Si ella va, yo me quedo, y si yo no voy, Laurie no querrá ir. Además, después de que nos haya invitado a las dos, sería de muy mala educación aparecer con Amy. Pensaba que no le gustaba meterse donde no la llaman —apuntó Jo, irritada ante la perspectiva de tener que vigilar a una niña inquieta cuando lo que quería era pasar un buen rato.

El tono y las maneras de Jo enfurecieron a Amy, que empezó a ponerse las botas e insistió con su actitud más impertinente:

—¡Pienso ir! Meg ha dicho que puedo acompañaros. Si pago mi entrada, Laurie no tendrá ningún inconveniente.

—No podrás sentarte con nosotros porque ya hemos reservado nuestras butacas, de modo que Laurie, por no dejarte sola, te cederá su asiento, con lo que nos aguarás la fiesta. O tendrá que conseguir otra butaca para ti, lo que no me parece adecuado puesto que no te ha invitado. No seas desobediente y quédate en casa —espetó Jo, más enfadada que nunca porque, con las prisas, se había pinchado en un dedo.

Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy empezó a llorar. Meg intentaba hacerla entrar en razón cuando Laurie llamó a la puerta, y las dos jóvenes bajaron corriendo, mientras su hermana menor seguía gimoteando, porque de vez en cuando olvidaba su actitud de persona mayor y actuaba como una niña caprichosa, Cuando el grupo se disponía a salir, Amy se acercó a la escalera y gritó en tono amenazador:

—¡Te arrepentirás de esto, Jo March!

—¡Tonterías! —replicó Jo antes de dar un portazo.

Disfrutaron de la función, porque Los siete castillos y el lago Diamante era una obra tan brillante y maravillosa como habían imaginado. No obstante, a pesar de los cómicos diablillos rojos, los luminosos duendes y los magníficos príncipes y princesas, algo ensombrecía la felicidad de Jo. El cabello rizado y rubio de la reina de las hadas le hacía pensar en Amy, en los entreactos, se entretenía imaginando qué podría hacer su hermana para que se «arrepintiera». Amy y ella se habían enzarzado en más de una trifulca en el curso de sus vidas porque ambas tenían un carácter fuerte y perdían los estribos con facilidad. Amy pinchaba a Jo, ésta molestaba a su hermana menor y, de vez en cuando, los ánimos se encendían, de lo que ambas se avergonzaban después. A pesar de ser la mayor, Jo tenía menos control de sí misma y sufría tratando de poner freno a su temperamento, que tantos sinsabores le ocasionaba; los enfados no le duraban demasiado y, después de confesar humildemente su falta, su arrepentimiento era sincero e intentaba superar sus fallos. Sus hermanas solían decir que les encantaba enfurecerla porque, una vez calmada, se convertía en un auténtico ángel. La pobre Jo se esforzaba muchísimo por ser buena, pero su enemigo íntimo estaba siempre dispuesto a aflorar y derrotarla, y ella llevaba años de paciente lucha tratando de someterlo.

Al llegar a casa, encontraron a Amy leyendo en la sala. Cuando entraron, la pequeña adoptó un aire ofendido y no levantó la vista del libro ni hizo pregunta alguna. Es posible que la curiosidad hubiese superado al rencor de no haber sido por Beth, que sí acudió a pedir información sobre la obra y recibió una detallada descripción. Al subir a guardar el que era su mejor sombrero, Jo echó un vistazo a su cómoda; en su última pelea, Amy había desahogado su frustración volcando el contenido del primer cajón en el suelo. Sin embargo, todo parecía en su lugar; tras una rápida inspección a sus armarios, bolsas y cajas, Jo supuso que Amy había olvidado y perdonado lo ocurrido.

Jo no estaba en lo cierto, y al día siguiente descubrió algo que desató una verdadera tormenta. Era media tarde y Meg, Beth y Amy estaban sentadas en la sala cuando Jo irrumpió, visiblemente inquieta, y preguntó, sin aliento:

—¿Alguien ha cogido el libro que estoy escribiendo?

—No —contestaron Meg y Beth al unísono, con expresión sorprendida.

Amy atizó el fuego sin pronunciar palabra. Jo se puso colorada y se abalanzó sobre ella de inmediato.

—Amy, ¡lo tienes tú!

—No, yo no lo tengo.

—¡Entonces, sabes dónde está!

—No, no lo sé.

—¡Es mentira! —exclamó Jo sujetándola por los hombros y clavándole una mirada capaz de asustar a una niña mucho más valiente que Amy.

—No lo es. No lo tengo, no sé dónde está y, además, me trae sin cuidado.

—Sí lo sabes, y será mejor que empieces a hablar antes de que te obligue —replicó Jo zarandeándola suavemente.

—Por mucho que grites, no volverás a ver tu viejo y estúpido libro —exclamó Amy, que empezaba a alterarse.

—¿Por qué?

—Lo he quemado.


—¿Cómo? ¿Has quemado el libro del que tan orgullosa estaba, en el que tanto había trabajado para que estuviese terminado a la vuelta de papá? ¿De verdad lo has quemado? —preguntó Jo, que seguía agarrando con fuerza a Amy, nerviosa, con el semblante pálido y los ojos encendidos de rabia.

—¡Sí, lo he hecho! Ayer te advertí que pagarías por haber sido tan desagradable conmigo, y me he encargado de que así sea…

Amy no pudo seguir porque Jo, presa de su temperamento iracundo, la zarandeó hasta que a la pequeña le castañetearon los dientes, y en un arranque de pena y rabia dijo entre sollozos:

—¡Eres mala, mala! He perdido mis escritos. ¡No te perdonaré mientras viva!

Meg acudió a rescatar a Amy y Beth trató de calmar a Jo, pero ésta estaba fuera de sí; propinó una bofetada de despedida a su hermana y salió de la sala, para buscar refugio y consuelo en la butaca del desván.

En la planta de abajo, la tormenta amainó con la llegada de la señora March. Una vez informada de lo ocurrido, hizo comprender a Amy la gravedad del daño causado. El libro de Jo no solo tenía valor para ella, toda la familia lo veía como un proyecto literario prometedor. Contenía apenas media docena de cuentos, pero Jo había trabajado con dedicación y paciencia en ellos y había puesto el alma en cada uno, con la esperanza de que algún día llegasen a publicarse. Los había copiado con sumo cuidado y había destruido los borradores, por lo que, con el fuego, Amy había destruido años de entregada labor. A los demás podía parecerles una pérdida menor, pero para Jo era una auténtica calamidad que no creía posible reparar. Beth estaba tan apenada como si hubiera muerto uno de sus gatitos, y Meg no salió en defensa de su protegida. La señora March se mostraba seria y abatida, y Amy se dijo que nadie la volvería a querer hasta que hubiese pedido perdón a su hermana por aquella acción, que ahora le pesaba más que a nadie.

 

Cuando sonó la campanilla que anunciaba la hora del té, Jo apareció con una expresión tan severa y distante que Amy tuvo que hacer acopio de valor para decir con tono sumiso:

—Por favor, Jo, discúlpame. Lo lamento muchísimo.

—No te perdonaré jamás —replicó con dureza Jo, que a partir de ese momento hizo caso omiso de Amy.

Nadie comentó nada sobre el incidente —ni siquiera la señora March— porque sabían por experiencia que, cuando Jo no estaba de humor, las palabras sobraban y lo más inteligente era esperar a que algún suceso casual, o su propia naturaleza bondadosa, suavizase su resentimiento y curase la herida. No fue una velada feliz; porque aunque cosieron como tenían por costumbre mientras la madre leía en voz alta obras de Bremer, Scott y Edgeworth, todas tenían la impresión de que faltaba algo y la paz del hogar se había visto turbada. Este sentimiento se intensificó aún más cuando llegó la hora de cantar; Beth solo pudo tocar, Jo estuvo callada como una tumba y Amy se echó a llorar, de modo que las únicas que cantaron fueron Meg y su madre. Pero, a pesar de sus esfuerzos por emular a las alegres alondras, sus aflautadas voces no concertaban y desafinaban un poco.

Cuando se acercó a dar el beso de buenas noches a Jo, la señora March le susurró al oído, con dulzura:

—Querida, no te vayas a dormir enfadada; perdonaos la una a la otra, ayudaos y, mañana, volved a empezar.

Jo sintió el impulso de descansar la cabeza en el regazo de su madre y llorar toda la rabia y la pena; pero el llanto era una debilidad impropia de un carácter masculino como el suyo y, además, se sentía demasiado herida para perdonar tan pronto. Así pues, parpadeó para contener las lágrimas, meneó la cabeza y dijo en un tono hosco dedicado a Amy, que sabía estaría escuchando:

—Ha sido una acción abominable y no merece mi perdón.

Dicho esto, subió a acostarse y aquella noche no hubo ni charlas entretenidas ni confidencias.

Amy, ofendida al ver rechazado su intento de hacer las paces, deseó no haberse humillado y, sintiéndose más dolida que nunca, adoptó un aire de superioridad exasperante. Al día siguiente, Jo seguía con su expresión sombría y todo le salió mal. La mañana fue especialmente gélida y se le cayó la empanada caliente en un desagüe. La tía March se mostró muy quisquillosa, Meg estuvo pensativa y, al volver a casa, hasta Beth parecía ofendida y triste, mientras Amy no cesaba de hacer comentarios sobre las personas que siempre hablaban de su deseo de ser buenas y ni siquiera se molestaban en intentarlo, cuando tenían delante a otras que eran un ejemplo de virtud.

Están todas insoportables. Propondré a Laurie ir a patinar. Él es amable y está siempre de buen humor. Su compañía me animará, estoy segura, se dijo Jo, y a los pocos minutos se marchó.

Amy oyó el ruido de los patines, miró hacia fuera y exclamó irritada:

—¡Vaya! Había prometido llevarme con ella la próxima vez que saliese a patinar porque podría ser la última ocasión en este invierno. Pero cualquiera le recuerda su promesa a esa gruñona.

—No hables así; lo que hiciste estuvo muy mal y le costará perdonar la pérdida de su preciado libro, pero tal vez hoy lo haga, si buscas un buen momento —apuntó Meg—. Ve tras ellos, no digas nada hasta que veas que la compañía de Laurie ha puesto a Jo de mejor humor. Entonces acércate a ella y dale un beso o ten algún gesto de cariño por el estilo. Estoy segura de que se reconciliará contigo y lo hará de corazón.

—Lo intentaré —dijo Amy, a la que el consejo le venía de perlas. Se preparó a toda prisa y siguió los pasos de los dos amigos, que habían llegado a lo alto de la colina y acababan de desaparecer de la vista.

El río no estaba lejos, pero cuando Amy llegó la pareja ya estaba preparada para patinar. Jo la vio acercarse y le dio la espalda; Laurie no la vio porque estaba patinando, prudentemente, por la orilla, probando la solidez del hielo porque antes de la helada había habido unos días de calor.

—Antes de que empecemos la carrera, iré hasta la primera curva para asegurarme de que todo esté bien —le oyó Amy anunciar al tiempo que se alejaba. Parecía un joven ruso, con su gorro de piel y su chaqueta forrada.

Jo oyó que Amy jadeaba después de haber corrido para darles alcance, pateaba el suelo para que los pies le entraran en calor y se soplaba los dedos mientras intentaba ponerse los patines. Sin embargo, no se volvió y se deslizó zigzagueando por el río, embargada por la agridulce satisfacción que le producía saber que su hermana estaba en apuros. Había alimentado su rabia y ésta había seguido creciendo, como hacen todos los pensamientos y sentimientos negativos si no se eliminan de inmediato. Laurie se dio la vuelta al llegar a la curva y gritó:

—Mantente cerca de la orilla, el centro no es seguro.

Jo lo oyó, pero no Amy, que tenía toda su atención puesta en sus pies. Jo volvió la cabeza hacia ella y el diablillo que habitaba en su interior le susurró al oído: «No importa si lo ha oído o no, deja que cuide de sí misma».

Laurie había desaparecido tras el recodo y Jo se disponía a doblarlo cuando Amy, que iba muy por detrás de ellos, se desvió hacia el centro del río, donde la capa de hielo era más fina. Jo se detuvo un instante, con un extraño sentimiento en el corazón; luego decidió seguir, pero algo la retuvo y la obligó a volverse, justo a tiempo de ver cómo su hermana levantaba las manos y caía cuando la capa de hielo se quebró bajo sus pies. El ruido del agua y el grito le helaron el corazón y la llenaron de miedo. Quiso avisar a Laurie, pero la voz le fallaba; intentó correr hacia su hermana, pero sus pies no se movían; se quedó inmóvil un instante, aterrorizada, con la mirada fija en el gorrito azul que flotaba en las oscuras aguas. Algo pasó a toda prisa a su lado y oyó a Laurie gritar:

—¡Arranca una tabla de la valla! ¡Rápido, rápido!

Sin saber cómo, se encontró luchando con la valla, como poseída, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Laurie, que mantenía la calma. El joven se tendió boca abajo sobre el hielo y Amy se sujetó a su brazo y su palo de hockey, hasta que Jo se acercó con la tabla de la valla y, entre ambos, rescataron a la niña, que estaba más asustada que herida.


—Tenemos que llevarla a casa lo antes posible. Cúbrela con nuestros abrigos mientras le quito los malditos patines —dijo Laurie, y tras tapar a Amy con su abrigo empezó a desatar los cordones, tarea que nunca le había resultado tan difícil.

Amy llegó a casa empapada, tiritando y llorando a lágrima viva; y tras tantas emociones, enseguida cayó rendida, envuelta en mantas, delante de la chimenea encendida. Jo apenas habló mientras atendían a su hermana, pero no dejó de correr de un sitio a otro, pálida y agitada, con el vestido desgarrado y las manos llenas de cortes y arañazos, fruto de su lucha con el hielo, la valla y las obstinadas hebillas de sus patines. Una vez que Amy se hubo dormido y la casa estuvo en calma, la señora March se sentó en la cama y llamó a Jo para vendarle las heridas.

—¿Estás segura de que está bien? —murmuró Jo mientras miraba con remordimientos la cabecita de cabellos dorados, que podía haberse perdido para siempre bajo aquel hielo traicionero.

—Está bien, querida, no está herida y no creo que se resfríe siquiera porque tuvisteis la feliz idea de taparla bien y traerla a casa enseguida —contestó la madre para animarla.

—Fue cosa de Laurie. Yo la dejé sola. Madre, si le pasase algo, sería por mi culpa. —Jo se dejó caer junto a la cama y, con lágrimas de arrepentimiento relató a su madre lo ocurrido, censuró la dureza de su corazón y, entre sollozos, expresó su gratitud por no tener que lamentar un mal mayor—. ¡Todo es culpa de mi mal carácter! Intento superarlo pero, cuando creo que lo he logrado, reaparece con más fuerza que nunca. ¡Oh, mamá! ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer? —se lamentaba la pobre Jo, desesperada.

—Contrólate y reza, querida. Vuelve a intentarlo sin descanso. No pienses nunca que tienes un defecto incurable —explicó la señora March, que acercó a su hombro la alborotada cabeza y besó con tal ternura sus mejillas empapadas quejo lloró aún con más fuerza.

—Tú no sabes lo que es, ¡no imaginas lo difícil que resulta! Cuando monto en cólera, soy incapaz de dominarme. Estoy tan fuera de mí que podría hacer daño a cualquiera y disfrutar con ello. Me asusta que algún día pueda cometer un acto terrible que destroce mi vida y haga que todo el mundo me odie. ¡Oh, mamá, por favor, ayúdame!

—Lo haré, hija mía, lo haré. En lugar de llorar, recuerda lo ocurrido en el día de hoy y hazte el propósito de no permitir que algo así vuelva a suceder. Jo, querida, todos tenemos tentaciones, algunas más fuertes que nosotros, y a menudo hace falta toda una vida para lograr superarlas. Piensas que tu carácter es el peor del mundo, pero yo tenía el mismo pronto que tú.

—¿Tú, mamá? ¡Pero si nunca te enfadas! —Jo se quedó tan sorprendida que olvidó por unos instantes su remordimiento.

—Llevo cuarenta años tratando de curar mi mal carácter y solo he logrado controlarlo. No pasa un día sin que me enfade, Jo, pero he aprendido a no mostrar mi mal humor y no pierdo la esperanza de llegar a no sentirlo, aunque tal vez tarde otros cuarenta años en conseguirlo.

La paciencia y la humildad que reflejaba el rostro amado eran la lección que Jo necesitaba, más eficaz que el sermón más sabio o la reprimenda más dura. Encontró consuelo en la confidencia que le había hecho su madre y en su comprensión. Saber que su madre tenía un defecto similar al suyo y se esforzaba por corregirlo hacía más soportable su dolor y la animaba a tratar de curarse, aunque, para una joven de quince años, cuarenta años de rezos y propósitos de enmienda le parecía un plazo demasiado largo.

—Mamá, cuando aprietas los labios y sales de la habitación porque la tía March se queja o alguien te molesta, ¿es que estás enfadada? —preguntó Jo, que se sentía más próxima a su madre que nunca.

—Sí. He aprendido a reprimirlas palabras desagradables que acuden a mis labios y, cuando la tentación es demasiado fuerte, me alejo unos segundos para recordarme que no debo ser tan débil y cruel —contestó la señora March con una sonrisa y un suspiro mientras alisaba y peinaba con los dedos el revuelto cabello de Jo.

—¿Cómo aprendiste a guardar la calma? Es lo que más me cuesta. Las palabras hirientes escapan de mi boca antes de que me dé cuenta y, cuanto más digo, más me altero, hasta el punto de que me satisface decir cosas horribles y herir los sentimientos de los demás. Querida mamá, dime cómo lo haces.

—Mi madre solía ayudarme…

—Tanto como tú a nosotras —la interrumpió Jo, y le dio un beso.

—Pero la perdí cuando era poco mayor que tú y, durante años, hube de luchar sola porque era demasiado orgullosa para confesar mi debilidad a nadie más. Lo pasé muy mal, Jo, y derramé muchas lágrimas por mis fracasos; porque, a pesar de mi voluntad, parecía que nunca lo conseguiría. Entonces, conocí a tu padre y me sentí tan feliz que ser buena me resultó muy sencillo. Sin embargo, con el tiempo, cuando me vi con cuatro niñas a mi cargo, y pobre, el viejo fantasma resurgió. No soy paciente por naturaleza y no poder dar a mis hijas lo que necesitaban me hacía sufrir.

—¡Pobre mamá! ¿Qué te ayudó entonces?

—Tu padre, Jo. Él jamás pierde los nervios, nunca duda ni se queja, siempre se muestra esperanzado y trabaja de firme, de modo que me daba vergüenza no estar a su altura. Me ayudaba y me daba ánimos y me mostraba lo importante que es ser un ejemplo de virtud si queremos que nuestros hijos nos imiten. Para mí, era más fácil esforzarme pensando en vuestro bien que en el mío. Una mirada de asombro de una de vosotras al verme responder con dureza me ayudaba a recapacitar más que cualquier sermón. Y vuestro amor, respeto y confianza eran la mejor recompensa a mis esfuerzos por ser la clase de mujer capaz de servir de ejemplo.

 

—¡Mamá, ojalá algún día lograra ser la mitad de buena que tú! Me bastaría con eso —declaró Jo conmovida.

—Espero que logres ser mucho mejor, querida, pero debes vigilar al enemigo que anida en tu pecho, como papá le llama. De lo contrario, te llenará de congoja e incluso podría echar a perder tu vida. Lo de hoy ha sido un aviso. Tenlo presente y esfuérzate de corazón por controlar tu mal genio para que no tengas que sentir un dolor y un remordimiento mayores que los de hoy.

—Lo intentaré, mamá, de veras, pero no dejes de ayudarme y llamarme al orden antes de que salte. Recuerdo que, a veces, papá se llevaba el dedo a los labios y te miraba con mucha dulzura, y tú apretabas los labios o te ibas. ¿Era esa su forma de ayudarte?

—Sí, yo le pedí que lo hiciera y él nunca lo olvidaba. Con ese gesto discreto y una mirada amable impedía que dijera cosas desagradables.

Jo vio que las lágrimas asomaban a los ojos de su madre y que sus labios temblaban al hablar. Temiendo haber ido demasiado lejos, preguntó angustiada:

—Mamá, ¿te parece mal que os observara o que haya sacado el tema ahora? No quería ser irrespetuosa. Es que me siento tan feliz y a gusto hablando contigo de todo lo que me preocupa.

—Mi querida Jo, soy tu madre y puedes decirme lo que sea. Que mis hijas confíen en mí y sepan lo mucho que las quiero me llena de felicidad y de orgullo.

—Temía haberte entristecido.

—No, querida, pero al hablar de tu padre he recordado cuánto le echo de menos, lo mucho que le debo y cuánto me he de esmerar para que sus pequeñas estén a salvo y bien para cuando él vuelva.

—Sin embargo, no le pediste que no fuera a la guerra ni lloraste cuando se marchó. Y nunca te he oído quejarte, como si no necesitases nada —apuntó Jo, maravillada.

—Entregué a mi país, al que amo, lo mejor de mi vida y contuve el llanto hasta que él se marchó. ¿Por qué habría de quejarme cuando no hacíamos más que cumplir con nuestro deber y, al fin, eso nos haría más felices? Si doy la impresión de no necesitar ayuda es porque cuento con el apoyo de alguien más importante que vuestro padre que me alienta y me ayuda. Hija mía, tus problemas y tentaciones no han hecho más que empezar y pueden ser muchos, pero lograrás superarlos y vencerlos si aprendes a sentir la fuerza y el amor de tu Padre Celestial como sientes los de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más unida te sentirás a Él y menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Él nunca se cansa de amarnos y cuidarnos, nada le aleja de nosotros y nos proporciona la paz, la felicidad y la fuerza que necesitamos en nuestra vida. Has de creer en esto y confiar a Dios todas tus cuitas y esperanzas, tus errores y penas, del mismo modo que los compartes con tu madre.

Por toda respuesta, Jo la abrazó y, en el silencio que siguió, elevó desde su corazón la plegaria más sincera de su vida. Y es que, en esa hora triste y al mismo tiempo feliz, había conocido no solo el amargo sabor del arrepentimiento y la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y del dominio de sí misma. Y, de la mano de su madre, se había acercado al Amigo que brinda a los niños un amor más fuerte que el de cualquier padre, más tierno que el de cualquier madre.

Amy se removió y suspiró en sueños. Ávida de enmendar lo antes posible su error, Jo la miró con una expresión desconocida en el rostro.

—Cuando el sol se puso, estaba enfadada y pensaba que no la perdonaría jamás; hoy, de no haber sido por Laurie, ¡hubiese sido demasiado tarde! ¿Cómo he podido ser tan ruin? —dijo Jo a media voz, inclinada hacia su hermana para acariciarle el cabello, desparramado sobre la almohada y aún húmedo.

Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y tendió los brazos con una sonrisa que a Jo le llegó al alma. Sin pronunciar palabra, se abrazaron por encima de las mantas y todo quedó perdonado y olvidado con un beso sincero.

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