Читать книгу: «Cosas que los nietos deberían saber», страница 3
Andaba siempre ocupadísimo construyendo y montando cosas. Empecé haciendo ciudades con mis cochecitos y las vías del tren, y luego empecé a inventarme cancioncillas en el piano vertical que mi madre se había llevado consigo desde Massachusets. Iba de puerta en puerta invitando a los vecinos y les cobraba entrada para ver los números de marionetas que organizaba en nuestro salón. Establecí en el sótano mi propia «estación de radio» y tiré un cable hasta el comedor, donde instalé un megáfono cutrísimo: a partir de entonces, mi familia tuvo que sufrir mis largadas y mi música durante las comidas, con una calidad de sonido similar a la de las notificaciones por altavoz de un episodio de M*A*S*H, una serie que recuerdo constante en el televisor del salón.
Cuando tenía seis años vi una batería de juguete en el mercadillo organizado por el vecino de al lado. Volví corriendo a casa y les supliqué a mis padres los quince dólares que costaba. Me los dieron, y para ellos empezó una vida aún más ruidosa. Por lo visto, tenía cierto talento innato para la percusión, y en breve me convertí en un buen batería. Todos parecían muy impresionados. Siempre tocaba en bandas de chavales mayores. Entonces era Marky, el chavalín que andaba por ahí con los mayores. Ahora lo más normal es que yo sea el más viejo en mis bandas, y todavía se me hace raro, después de tantos años siendo el más joven.
En el colegio empecé con mal pie, aunque creo que prefiero decir que el colegio empezó con mal pie conmigo. Vivíamos en la casa más próxima a la escuela primaria local. Poco después de empezar a recorrer cada día el corto camino hacia las clases, me deprimí pensando que tendría que hacer ese mismo camino otros seis años y luego... más colegio. Durante mi primer mes en primero, la maestra (vamos a llamarla «señorita Mala Puta») me acusó de hacer trampas en una prueba de matemáticas y me humilló delante de toda la clase. Una prueba de mates de primero, del estilo de «¿cuántas manzanas hay en el barril: 2 o 3?». Yo estaba distraído, mirando por la ventana para evadirme del tedio absoluto de estar allí encerrado, y de repente la maestra me llamó a su mesa y comunicó a la clase que Mark Everett había hecho trampas y había estado mirando lo que escribía el del pupitre de al lado.
Llegué hasta su mesa con las piernas temblorosas y le dije la verdad: no había copiado, simplemente había estado mirando por la ventana. Vale que no he heredado el talento de mi padre para las matemáticas (de hecho acabé suspendiendo el curso de álgebra más fácil en noveno) pero tenía clarísimo cuántas manzanas había en el puto barril. Me miró por encima de sus gafas puntiagudas, se ajustó el severo moño de maestra y con una mueca aterradora insistió en que reconociese que había copiado. Yo lo negué todo.
—Mark, estabas haciendo trampas. Reconócelo.
—No hacía trampas.
—Venga, Mark. Hacías trampas. Reconócelo.
—Que no.
Por fin, tras cinco o diez rondas de ese toma y daca, y para escapar de una vez a la humillación, me rendí y dije: «¡Vale!, ¡he copiado!».
Rompí a llorar y me mandó a mi pupitre. De vuelta a mi mesa, mientras me hundía en la silla, pude notar cómo mi ánimo se escabullía en mi interior intentando esconderse.
Seguí yendo a pie a la escuela cada día, pero ya no fue lo mismo. Toda la confianza, toda la extroversión que pudiera haber tenido se habían esfumado. Empecé a vivir en mi interior, viviendo de puertas afuera en modo automático. Si el mundo real era así no me interesaba. ¿Qué había aprendido hasta entonces? Que se puede declarar culpable a un inocente. Incluso hoy conservo un complejo: siempre que alguien ha hecho alguna, y no se sabe quién es ese alguien, y aunque nunca soy yo el responsable, me entra el nerviosismo y pienso que mejor será actuar «con naturalidad» para que no sospechen de mí, como si yo fuese de verdad el culpable. Muchas gracias, señorita Mala Puta.
Empecé a ir con la cabeza siempre gacha. Me sentía bien estando solo y tocando la batería.
Al final del curso hubo un festival de talentos de los alumnos de primero, y allí debuté en el mundo del espectáculo. Toqué mi batería de juguete acompañando una grabación de «La bandera cuajada de estrellas». Como canción para soltarse el pelo era una elección bastante rara, y la escena resultó algo ridícula. Monté deprisa y corriendo mi batería frente al público que abarrotaba el comedor de la escuela y le entregué el disco a la señorita Edie, la regordeta profesora de segundo que ejercía de maestra de ceremonias. Sacó el disco de su funda, lo puso en el tocadiscos monofónico de la escuela y posó la aguja sobre los surcos. La versión instrumental de «La bandera cuajada de estrellas» arrancó con el sonido de los trombones. Volví a mi batería y me di cuenta de que necesitaba una silla para sentarme, o no podría tocar. Salí corriendo hacia la señorita Edie, que no entendía lo que le pedía.
—¡UNA SILLA! ¡NECESITO UNA SILLA!
—Ah... quieres una silla. Vale, vale. A ver si te consigo una.
Se acercó a una mesa del comedor y empezó a buscar una silla libre. Al final obligó a un chico a ponerse de pie. Me la trajo hasta donde yo estaba y enseguida me instalé detrás de la batería e intenté retomar el ritmo a media canción. Iba por el pasaje en el que dice «y el rojo resplandor de los cohetes», y yo me arranqué con un espectacular redoble de timbal que empezaba muy suave con el principio de la frase y terminaba a todo volumen con estruendo de platos al acabar. La gente se volvió loca. Cuando acabé, la cafetería explotó en aplausos.
Así comenzó el extraño universo paralelo de mi vida: vivo escondido dentro de mí mismo en la vida real (para evitar el dolor y la humillación), pero en cuanto subo a un escenario trato de montar un número apasionado y sentido. Es la hostia.
En mi clase de primero había un niño negro, y nos hicimos amigos. Vivía en el barrio negro cerca del cual se había construido nuestra urbanización. Yo iba a menudo a su barrio y pasaba tiempo con su familia después de clase. Un día volví a casa y les dije a mis padres que quería ser negro. Si hubiera sido posible me lo habrían consentido.
En segundo conocí a un chaval rechoncho de pelo alborotado llamado Anthony Cain, aunque todo el mundo lo llamaba «Ant». Tenía mi edad y vivía una calle más allá. Recuerdo el momento en que lo conocí. Yo iba empujando mi bici por la calle y él estaba en el centro de la calzada con un grupo de chavales arremolinados a su alrededor. Le estaban viendo representar su propia versión de un concurso televisivo, ¿Hay trato?: se llevaba las manos a las mejillas como las mujeres que resultaban escogidas por el presentador y chillaban «¡MONTY! ¡MONTY! ¡MONTY!». Me gustó lo que hacía. Él era un gordinflas, yo un esmirriado. A él también le confundían a veces con una chica, y también era de los últimos en salir escogido en la selección de equipos, además de que le gustaba subirse a un escenario. El vínculo que establecimos se ha mantenido con vida durante tres décadas. Él fue quien me animó a escribir este libro.
Uno de los comentarios malintencionados sobre mi físico que más me gustan me lo dedicó un chaval a propósito de lo huesudo de mis miembros. Me dijo: «le he visto mejores brazos a un tocadiscos». Los niños pueden ser muy crueles, pero reconoceréis que la frase está muy bien.
En tercero, un par de empleados de la dirección vinieron a mi clase y me sacaron del aula. De camino a la oficina estaba asustadísimo e iba pensando en todo lo que podía haber hecho para meterme en un lío (gracias de nuevo, señorita Mala Puta). Cuando llegamos al despacho me sentaron en una silla y me explicaron que había hecho un test de aptitud tan brillante que no estaban seguros de que tuviese que estar todavía allí. Yo tampoco estaba muy seguro de si debería seguir allí, pero acabé quedándome otros tres años. Más o menos.
El aburrimiento y el desinterés que sentía por la escuela se mantuvieron a lo largo de todo mi periplo educativo. De principio a fin. Aborrecía cada instante y casi siempre sacaba malas notas. Simplemente no estaba por la labor. Me asqueaba tanto ir a clase que empecé a fingirme enfermo para no tener que ir. En quinto me hice el enfermo tantas veces que pasé más días lectivos fuera de clase que dentro.
Una de las alegrías de mi vida era mi hermana Liz. Era la mejor. Estábamos muy unidos, pese a que me llevaba seis años. Me dejaba acompañarla en muchas de sus actividades y andar con ella y sus amigos mayores. Entre las actividades se incluía fumar marihuana, beber cerveza y escuchar música. Era delgadita y rubia y tenía las tetas grandes, y todo el mundo quería tirársela (y posiblemente lo consiguiesen), así que siempre había cerca chavales mayores con los que andar y dejarse corromper. Me encantaba ser parte de un grupo de mayores.
Liz y yo nos lo pasábamos de miedo, incluso cuando yo era muy pequeño. Cuando la niña de la casa de al lado me llamó retrasado, Liz salió enseguida a defenderme: «¡A mi hermano no le llames retrasado!». Conmigo era siempre buena, y eso pese a las putadas que yo le hacía, como comerme la masa de las galletas directamente de la nevera y mentirle luego a mi madre para que se las cargase Liz, mientras yo le hacía muecas y le sacaba la lengua a espaldas de mi madre.
Y eso por no mencionar el incidente de los malabarismos con las bolas de Navidad. Cuando yo era muy pequeño hubo un pariente, no recuerdo quién, que les regaló a mis padres dos bolas navideñas de adorno, una amarilla en la que ponía LIZ y otra roja con mi nombre. A Liz y a mí se nos ocurrió que la primera de las dos que se rompiese señalaría quién de nosotros dos moriría primero. Unas navidades, cuando yo tenía nueve o diez años, andaba yo haciendo mi numerito habitual de malabarismos con las bolas navideñas de LIZ y MARK como hacía cada año para poner a Liz de los nervios. Ella me pedía que parase, como hacía cada año, porque no tenía gracia; y efectivamente, la bola amarilla de LIZ se me escurrió de la mano. Intenté pararla con la palma pero no pude cogerla. Se hizo añicos contra el suelo. La bola de MARK sigue hoy intacta. Ojalá hubiera sido la de MARK la que se me cayera aquel día.
Casi siempre lo pasábamos bien estando juntos, pero también teníamos nuestros más y nuestros menos, como todos los hermanos. Una vez, Liz se enfadó conmigo porque me había puesto a tocar la batería en casa, y en pleno solo se me acercó y me arrancó las baquetas de las manos. Luego me las escondió, y yo le dije que algún día grabaría un disco y lo titularía Pese a Liz.
Mi otra gran alegría era la música. Desde el mismo momento que tuve mi batería de juguete a los seis años anduve siempre metido en la música. Pero nunca en lo que les gustaba a los chicos de mi edad. En el colegio, la gente escuchaba cosas del palo de «You Light Up My Life». Yo escuchaba las cosas que me pasaba Liz, casi todo rock antiquísimo. Hacía años que los Beatles se habían separado, y la música de mediados de los setenta no me interesaba.
John Lennon salía mucho por televisión, presentando su embarazoso numerito de hippie concienciado, el tipo de historias que daba ánimos a familias descoyuntadas en plan La tormenta de hielo como la mía. Pero el disco que sacó con la Plastic Ono Band era algo muy especial. Visto desde ahora se hace raro que un disco así pudiese entusiasmar tanto a un crío de diez años: una de las estrellas de rock más famosas de todo el mundo escarbando en la raíz misma de sus problemas, aullando de dolor ante la pérdida de su madre. Un fracaso de crítica y público en el momento de su publicación, y aun así a mí me decía algo, no sé por qué.
Recuerdo que cantaba una canción de aquel disco, «My Mummy’s Dead», mientras acompañaba a mi madre a hacer recados en coche. «¿No puedes cantar otra cosa?», me pedía ella, algo bastante razonable. Más adelante quise devorar todos los géneros de música, y pasaba por fases muy intensas en las que quería aprender todo lo posible y escuchar cuanto cayese en mis manos de country, soul, clásicos, bluegrass... siempre algo distinto. Un año me dio de mala manera por Marvin Gaye, y al siguiente por Merle Haggard. Cuando Prince apareció fue la primera vez que me interesé por algo en el preciso momento en que sucedía, en lugar de escarbar en el pasado.
Lo que me encanta de John Lennon (y de Elvis Presley, ya que estamos) es que era gente muy insegura, y eso para mí es lo que los hace artistas absolutamente humanos. Por mucho aplomo que le echasen, al final siempre tenías la sensación de haber experimentado algo real, algo humano. Pon cualquier disco de Elvis, incluso uno de los peores (especialmente uno de los peores) y oirás cómo cada inflexión rezuma inseguridad. Eso es algo que los artistas de hoy ya no transmiten. Están ocupadísimos dándoselas de duros.
Debía yo de tener doce años cuando un avión se estrelló en nuestro vecindario. Aquella noche estaba solo en casa, sentado en la alfombra de color vómito del salón viendo What’s Happening en la tele. A través de las cortinas empezó a relumbrar una luz anaranjada. Luego oí una especie de aullido cada vez más cercano y ensordecedor. De repente hubo una enorme explosión de sonido. La casa tembló como si la hubiese sacudido un terremoto (experiencia que he tenido años más tarde). Las ventanas temblaron y Tut chillaba sin parar. Como vivíamos tan cerca de Washington DC, pensé que estábamos siendo bombardeados.
Tut subió corriendo por las escaleras para esconderse y yo fui tras él con el corazón en la boca, sin saber muy bien qué estaba haciendo. Volví a bajar las escaleras y encendí la radio de radioaficionado que mi padre tenía en la repisa de la cocina, pero entonces se me ocurrió que quizá la casa estuviese ardiendo y que mejor sería salir a la calle.
Salí descalzo a la calle intentando entender qué estaba sucediendo, lo mismito que el programa que había estado viendo por la tele. Me acerqué corriendo a la enorme columna de humo recortada por las llamas y las luces de emergencia contra el cielo nocturno, y a mi paso vi asientos y ceniceros y cuerpos desmembrados y desperdigados por todo el vecindario. Una casa había quedado demolida por completo, y cerca de allí había varios cadáveres tendidos en el parque. Cuando mis pies descalzos tocaron el asfalto aceleré y pensé en toda esa gente que hacía un instante estaba viva y ahora estaba muerta, y en lo muy vivo que me sentía en ese momento.
3
Primera novia
En sexto empecé a caerle bien al marimacho de la clase. Vamos a llamarla Jessie, porque quizá siga viva y no quiero ponerla en un compromiso. Teníamos más o menos la misma pinta. Los dos teníamos el pelo castaño y aproximadamente igual de largo. Para ser niña, ella llevaba el pelo corto, y el mío era muy largo para un niño. En clase yo no abría mucho la boca, pero ella era extrovertida y empezó a hablar conmigo y a pasarme notas durante las clases. Era hija de un congresista. En nuestra primera «cita» me enseñó a jugar a «beso, atrevimiento o verdad» un sábado por la mañana en la cabaña del árbol de detrás de su casa. Me dijo que me bajase los pantalones y me tumbase sobre ella. No podría haberme hecho más feliz.
Estaba enamoradísimo de ella y creía que en cuanto pudiésemos nos casaríamos. No podía dejar de pensar en ella. Íbamos juntos al centro comercial, o a patinar sobre hielo, o al cine, y siempre lo pasábamos de miedo. Escribí mi primera canción de verdad al piano pensando en ella, pero nunca me atreví a tocarla estando ella delante. En la hora de gimnasia, cuando tocó aprender bailes en cuadrilla, el profesor inmediatamente nos emparejó. Estábamos siempre juntos. Las notas que le pasaba en clase eran cada vez más largas y estaban llenas de espantosos poemas adolescentes. Después de clase íbamos a mi casa, nos desnudábamos y nos metíamos debajo de las sábanas de la cama de abajo de mi litera, y allí intentábamos follar. No sabíamos lo que hacíamos, pero me encantaba. Estar a su lado, olerla, tocarla era lo más extraordinario que me había pasado nunca.
Aquello continuó varios meses, hasta llegado el invierno. Los profesores y los demás chavales sabían que éramos «novios», pero como solo teníamos once o doce años nadie podía imaginarse lo colado que estaba por ella, ni que cada día estuviésemos desnudándonos juntos después de clase. Nunca se me ocurrió hablar con los otros chicos de mi clase sobre lo que ella y yo hacíamos. No se lo habrían creído, ni tampoco habrían entendido todo lo que significaba para mí.
Un día mientras la maestra hablaba sobre Alaska y Hawaii o yo qué sé qué me llegó una nota que decía:
QUIERO CORTAR CONTIGO PARA SALIR CON OTRO. ¿VALE?
Me quedé tieso. Se me anegaron los ojos y me costó Dios y ayuda no ponerme a gimotear en plena clase de geografía. Desconcertado, esforzándome hasta lo imposible por mantener la compostura, le escribí una respuesta y se la pasé:
VALE. ¿TE IMPORTA QUE PREGUNTE CON QUIÉN?
En su respuesta me informó muy asépticamente que era con un chaval de otra clase.
Me pareció que mi vida se había acabado. Alguien había conseguido sacarme de mi caparazón, pero aquello era el pasado. ¿Cómo iba ahora a seguir viviendo? Nunca se me ocurrió pensar que la vida tendría que volver a ser como antes de conocerla. Habría preferido cualquier otra sensación al terrible dolor de perderla. Ya sé lo que estás pensando, «venga ya, que tenías solo once años», pero para mí fue descomunal.
Ya no sabía cómo portarme delante de ella en clase, y opté por las sonrisas forzadas y las conversaciones triviales. Fue espantoso. Me pasaba las frías y nubosas tardes vagando por el vecindario, con la gorra de lana hundida sobre la frente y llorando, sintiéndome abandonado y deseando morir. Estaba convencido de que no podía hablar con nadie de todo aquello porque nadie iba a entender la profundidad de mis sentimientos. Nadie de mi clase tenía siquiera un novio o una novia de verdad.
Al cabo de un mes, Jessie cortó con su nuevo novio de la otra clase y se buscó otro, esta vez un chaval de nuestra clase. Constantemente me veía obligado a estar a su lado mientras reían y hacían monerías juntos, incluido el baile de cuadrilla, en el que yo participaba con una pareja escogida al azar. Cómo me dolía. El resto del año escolar pasó como una larga y horrible niebla de sonrisas cordiales pero fingidas para la feliz pareja mientras yo me hundía cada vez más en mi hoyo.
Al año siguiente empecé a tomar el autobús para ir a séptimo en el instituto. No hablaba mucho, destrozado como estaba todavía por lo de Jessie, y rara vez levantaba la mirada más allá de mis melenas cuando deambulaba por los pasillos como un triste zombi adolescente. Cada vez me acostaba más tarde, y empecé a saltarme clases. Era tan retraído y tan raro que enviaron al psiquiatra del colegio para que hablase con mi madre. Cuando llegó me escabullí por la ventana de mi cuarto, atravesé corriendo el patio trasero y me encaramé al pino más alto, donde permanecí durante el resto del día.
Cuando atravesaba los pasillos del instituto iba siempre con la vista baja y procuraba mantener a toda costa la misma inexpresiva cara de póquer. Tanto tiempo estuve haciéndolo que mi mandíbula cambió, y de ser un tío dentón pasé a tener un prognatismo bastante pronunciado.
Hoy arrastro todavía los efectos de tanta hosquedad. No hace mucho, estaba frente al mostrador de una tienda de todo a cien y la cajera iba sumando lo que una amiga mía había comprado. De repente, mientras abría la caja registradora, dejó lo que tenía entre manos y me miró.
—Ya vale de muecas —me dijo.
No estaba haciendo muecas.
—¿Qué mueca? —le pregunté.
—¡Ésa! —dijo, y procedió a hacer una caricaturesca imitación de mi prominente mandíbula inferior.
—Es que... es mi cara. No le pasa nada.
Diez años después de que Jessie rompiese conmigo, mi hermana Liz volvió un día de su reunión de Alcohólicos Anónimos y me contó que mi primera novia era ahora una lesbiana alcohólica de tendencias suicidas (y viva el anonimato, ¿eh, Liz?).
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