Oscar Wilde y yo

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Capítulo IV

El príncipe del lenguaje

No estoy seguro de haber puesto a este capítulo el título que los devotos de Oscar Wilde hubieran deseado. Wilde hablaba de sí mismo llamándose no solo príncipe del lenguaje sino también rey de la vida. Sus críticos no se han creído obligados a discutirle su derecho a tan miríficos dictados y sus enemigos han tolerado esa mistificación. La pandilla de melenudos que rompe en sollozos al solo nombre de Querido Oscar, venerándolo como a santo y mártir, se enorgullece de las distinciones que él mismo se confería y me considerará culpable de negligencia por haber omitido a la cabeza de este capítulo uno de sus títulos; pero la cuestión del Rey de la vida me parece que ya se resolvió de plano en Old Bailey, mientras que, a fuer de puramente literario, el título de Príncipe del lenguaje creo que soy muy dueño de discutirlo también en términos literarios. Ante todo, declaro que voy a tratar a Wilde con espíritu de crítica sensata y moderada.

Si su personalidad y su obra hubiesen quedado abandonadas a sí mismas en vez de convertírselas en objeto de culto por parte de la baja literatura y de las revistas de chismes, Wilde habría ocupado, de todos modos, su jerarquía de escritor en la historia literaria de su país. Los tópicos hoy en circulación, relativos tanto a su carácter personal como a sus escritos, son absurdos y extravagantes: son puntos de vista exagerados, muy por encima de la realidad, y algunas veces incluso opuestos a lo que Wilde mismo hubiera deseado.

Aquellos que con miras de lucro o simplemente por distracción escriben hoy sobre Oscar Fingall O’Flahertie Wills Wilde han hecho de él, ya para siempre, una suerte de Gran Señor de las Letras, para cuya satisfacción había sido creada toda cosa bella y que tenía más derecho que ningún otro a vivir su vida. Uno de sus más recientes biógrafos dice: “Wilde nos ofrece el raro espectáculo de un hombre cuyas facultades principales son las de un espectador, de un catador perfecto; es uno de esos seres para los cuales se han ejecutado las obras maestras de la pintura y escrito las obras maestras de la literatura y con el que secretamente sueña el corazón de todo artista”.

Yo no he visto nunca que nadie le haya reprochado falta de gusto ni escasez de juicio. Hasta sus vicios nos los han presentado como necesarios para el completo desarrollo de aquella alma excepcional, como elementos que contribuyen a la perfección de su obra. Jamás se ha divulgado una mayor impostura. Wilde estaba muy lejos de ser un fanático admirador de la belleza, y es faltar a la verdad, así como suena, decir que la ponía por encima de todo. Nunca le producía satisfacción que otros hubieran compuesto bellos versos o prosa digna de admiración. Cifraba su ambición en escribir él mismo los unos y la otra, no tanto para servir a la causa de la belleza sino para tener derecho a decir que era el único espíritu superior del universo.

No sería justo, sin embargo, culparlo de haber sido avaro de elogios. No había entre sus contemporáneos inmediatos ningún genio de primer orden. Siguiendo la costumbre, admiraba en bloque a Tennyson, Swinburne, Meredith y Pater; pero cuando por casualidad le sucedía expresar en voz alta su admiración —lo que era infrecuente—, siempre tenía buen cuidado de añadir que de estos cinco él era el primero. Aparte esto, había veces que se mostraba halagador y hasta obsequioso; solo que entonces su entusiasmo se dirigía a muertos o a artistas que ejercitaban su talento lejos de la esfera literaria. Sus sonetos a miss Hilen Terry y al difunto Henry Irving son las obras maestras del género. La gran querella de su vida fue su desavenencia con Whistler33, que era de quien aprendía todo cuanto afectaba saber sobre arte, y del que luego dijo que sus obras eran tenidas en mucha más estima de la que merecían. Sobre pintura, considerada en relación con la belleza, no poseía la menor idea. Apreciaba tanto las famosas porcelanas azules de Oxford porque le daban pie para hacer chistes y una ocasión de hablar de sí mismo; de igual modo que su estética no es un conjunto de opiniones sobre el arte sino más bien una teoría destinada a ilustrar su propia personalidad, a sostener sus humos de dilettante. Pese a cuanto se ha dicho y escrito sobre el particular, tanto por el mismo Wilde como por sus admiradores, no hay en sus críticas de arte nada que no hubiera dicho ya Whistler en su Ten o’Clock o que Wilde no hubiera rapiñado en las obras de sus contemporáneos o de antiguos escritores. Para demostrar más claramente lo que quiero decir, tomemos el prólogo de Dorian Gray, que, como se sabe, contiene una serie de aforismos sobre el arte y sobre la crítica según se cree haberlos comprendido Wilde. Citaré algunos nada más:

Un artista es un creador de cosas bellas.

Revelar el arte ocultando al artista, tal es el fin del arte.

El crítico es aquel que puede traducir de otra manera o mediante procedimientos nuevos su impre­sión sobre las cosas bellas.

Así la más baja como la más alta forma de crítica es un modo de autobiografía.

Aquellos que encuentran feas intenciones en las cosas bellas, son corruptos sin ser simpáticos. Adolecen de una falla.

Hay elegidos para los que las cosas bellas significan solamente: belleza.

Un libro no es moral ni inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo.

La aversión al realismo del siglo XIX es la rabia de Calibán al no verse la cara en el espejo.

La vida moral del hombre forma parte del sujeto del artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto.

El artista no intenta nunca probar nada. Hasta las cosas verdaderas pueden probarse.

Para el artista los pensamientos y el lenguaje son los instrumentos de un arte.

El vicio y la virtud son los materiales de este arte.

Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el de músico. Desde el punto de vista de la sensación, lo es la profesión del cómico.

Lo que el arte refleja realmente, es el espectador y no la vida.

Las diversidades de opiniones sobre una obra de arte demuestran que esta obra es nueva, compleja y vital.

Cuando los críticos difieren entre sí, es cuando el artista está de acuerdo consigo mismo.

Le podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.

Todo arte es completamente inútil.

Estas observaciones han sido presentadas como el credo de Oscar Wilde, y por hueras y especiosas que sean, lo cierto es que sintetizan lo que algunos llaman su doctrina. Pero basta con examinarlas con un poco de atención para comprobar que no son sino verdades evidentes —o traspuestas—, cuando no simples interpretaciones, brillantemente presentadas, de rancios adagios de crítica. Así, por ejemplo “El artista es un creador de cosas bellas” fue dicho miles de veces antes de que Wilde lanzara sobre el mundo esa máxima como un maravilloso hallazgo. “Revelar al arte ocultando al artista, tal es el fin del arte” es una mediocre variante de ese proverbio que nos enseña que la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento y del añejo dicho de Horacio “Ars est celare artem”.

“Así la más alta como la más baja forma de crítica es un modo de autobiografía” es un pensamiento tomado de Rousseau, puesto que es él quien afirma que todo escrito es esencialmente auto­biográfico, mientras que eso de que “Lo que el arte refleja realmente es el espectador y no la vida” procede directa y torpemente del célebre axioma de Shakespeare “La belleza no está en realidad sino en el fondo de los ojos de quien la contempla” (Beauty lies in the eyes of the Beholder).

En cuanto a eso de que no hay libro moral ni inmoral y de que el arte es completamente inútil, no pasa de ser una simple perversión declamatoria, como podrá comprender toda persona de sano juicio. Bueno es saber que ese decálogo —que no figuraba a modo de prólogo a la cabeza del Dorian Gray sino que hubo de ser penosa y laboriosamente compilado cuando el escritor, llegado al pináculo de la gloria, sintió la comezón de pontificar— nos indica claramente la índole de ese hombre que, dotado de un espíritu superficial, relativamente débil e incapaz de profundizar en cosas incluso no muy profundas, no tenía reparo en improvisar acerca de rancios temas, ante su imposibilidad de emitir un pensamiento original para disimular su impotencia creadora. Era uno de esos individuos que se ponen locos de contentos cuando descubren que dos y dos son cuatro, y aparentan descubrir con mayores muestras de regocijo todavía que dos y dos son cinco. En todo cuanto escribió —dejando aparte, naturalmente, sus poemas—, volvemos a encontrarnos con el procedimiento ficticio para deslumbrar imbéciles.

La circunstancia de que no perpetrara nunca nada verdaderamente grande y que se suele atribuir a su pureza se debe más bien a la vacuidad de su talento.

Cuando vio que nadie leía sus poemas abandonó los versos, con alegría, y declaró que un poeta de su genio no tenía nada que hacer escribiendo poesía. Al enterarse, en cambio, de que el público se interesaba por sus conferencias calcadas de Whistler y de William Morris, se puso a redactar conferencias con una energía digna de la más noble causa. Y cuando vio que los directores de teatro se mostraban dispuestos a adelantarle dinero a cuenta de un drama como El abanico de lady Windermere o de una comedia como La importancia de llamarse Ernesto, se lanzó a escribir obras de teatro hasta sudar la gota gorda. Pero era consciente —y con él todos los críticos imparciales de su época— de que estaba muy por debajo de sus pretensiones y que todo el mundo seguía considerándolo más o menos como un aficionado.

 

Como la mayor parte de los irlandeses, toda su vida estuvo atravesada por crisis de nostalgias que solía llamar “sus remordimientos”. Tenía la impresión de estar desperdiciando las dotes supremas que la naturaleza le había dado, sin comprender que mistificadores como él no poseen tales dotes. Su desesperación rayaba en lo ridículo. A veces el fiasco de su existencia lo hacía llorar, vertiendo lágrimas verdaderas, a las dos de la madrugada, mientras que una hora antes estaba engullendo hortelanos34 como quien engulle ostras y jurando —por un licor de mala muerte— que jamás hubo en este mundo un genio comparable al suyo.

En determinado momento lo superficial llegó ser para él una verdadera obsesión. Se servía a cada paso de la palabra superficial, y en el De Profundis no cesa de clamar “¡La superficialidad es el vicio supremo!”, sin que, por otra parte, esa exclamación intercalada a diestra y siniestra tuviera nada que ver con lo que antecedía ni con lo que seguía. Naturalmente que si estudiamos la psicología del personaje y de la situación, descubriremos que a un hombre como Wilde le resultaría imposible llevar a cabo nunca nada grande, lo cual explica que no lo haya realizado.

Sus pretensiones al título de Príncipe del Lenguaje son absurdas. Escribía versos pasables y una prosa suelta; pero ni en verso ni en prosa aventajaba a muchos hombres de su tiempo, cuyas obras yacen hoy justamente olvidadas. Míster Justice Darling nos dice que “Wilde sabía jugar con las palabras”. Yo daría algo por ver esas juglerías dignas de sobrevivir a una efímera celebridad. A mi juicio, todo cuanto Wilde hizo por la lengua inglesa fue degradar —por el abuso y la ridiculización que hizo de ellas— palabras como exquisito, magnífico, encantador, delicioso, delicado, etc.

A mí me producía un aburrimiento mortal aquel eterno “¡Eres sencillamente admirable!”, lo mismo que con sus “chicos encantadores”, sus “mujeres seductoras”, sus “platos deliciosos”, sus “licores exquisitos”, y todos sus éxtasis generalizados, semejantes a esas arenas movedizas que cubren las olas al claro de Luna.

Propendía, como todo buen irlandés, a confundir sus shalls con sus wills35, y hasta a veces era incapaz de apreciar ciertos idiotismos que cualquier lingüista hubiera cazado al vuelo. Recuerdo haber sostenido con él una larga y violenta discusión sobre el empleo que hace Shakespeare de algunas palabras, cuya fuerza y sentido no se le aclaraban. Convengamos en que tales flaquezas no hablan precisamente de un Príncipe del Lenguaje.

33. La polémica entre ambos se expresa en la siguiente carta de Wilde dirigida al director de Truth (comienzos de enero de 1890): “Muy señor mío: me cuesta trabajo creer que al público le intersen lo más mínimo los alaridos de ‘¡Plagio!’ que salen de tanto en tanto de los labios de la vanidad necia o de la mediocridad incompetente. Aun así, en vista de que el señor James Whistler ha tenido la impertinencia de atacarme a la vez con veneno y vulgaridad en esas páginas, espero que me permita usted afirmar que los asertos contenidos en su carta son tan falsos como ofensivos. La definición de discípulo como aquel que tiene la valentía de sostener las opiniones de su maestro es demasiado vieja para que ni siquiera al señor Whistler se le permita reclamar su autoría, y, en cuanto a tomar prestadas las ideas del señor Whistler sobre el arte, las únicas ideas originales que yo he oído expresar hacían referencia a su superioridad sobre otros pìntores más grandes que él. Es molesto para un caballero tener que atender a las elucubraciones de una persona tan mal educada e ignorante como el señor Whistler, pero ante la publicación de su insolente carta no me quedaba otro remedio. Queda de Ud. Su seguro servidor”. En favor de Whistler ha trascendido una famosa anécdota, que deja mal parado al autor del Dorian Gray:

En una exposición de cuadros de Whistler celebrada en Londres, un crítico de arte manifestaba que una obra le parecía buena, otra mala, y así.

–Amigo –lo interrumpió Whistler– jamás diga que este cuadro es bueno y aquel malo. Diga “Este me gusta”, “Aquel no me gusta” y estará en su derecho. Ahora venga a tomar una copa, que seguro le gustará.

–Me gustaría haber dicho eso –exclamó Wilde con un gesto de aprobación.

–Ya lo dirás, Oscar. Ya lo dirás –respondió socarronamente Whistler.

34. Pajarito de cabeza negra, pardo, manchado de negro en el lomo y con el vientre rojizo.

35. Shall y will sirven para formar el futuro de los verbos. El primero significa que algo se hará u ocurrirá; el segundo, la firme intención de hacerlo, siendo, en consecuencia, el primero de índole objetiva, y el segundo, subjetiva.

Capítulo V

Nuestros amigos comunes

Según el libro de Ransome —cuyos pormenores biográficos, como él mismo confiesa, fueron precisados por míster Robert Ross—, Oscar Wilde era hijo de William Wilde, “hecho Knight en 1864, oculista célebre, hombre de gran actividad intelectual, de carácter voluble, mujeriego, dado a la buena vida, enamorado de las estrellas errantes y de las tormentas”.

He aquí ciertamente una manera ingeniosa de presentar a la credulidad popular un carácter francamente antipático. Al padre de Wilde lo hicieron Knight, es verdad, pero solo Dios sabe quién fue su abuelo. Conviene también advertir que, aun dando por sentado que sir William Wilde fue un distinguido oculista, lo cierto es que empezó siendo boticario y durante muchos años regenteó una farmacia en un modesto barrio de Dublín. Los señores Ransome y Ross hacen bien en confesar que era mujeriego, y yo les agradezco el dato si consideramos que William Wilde se vio envuelto en un proceso por haber abusado de una de sus pacientes, sin contar con que todo el mundo ha oído hablar de su reyerta con cierto maligno veterinario que le arrojó a la cara uno de los mejores sarcasmos que jamás hayan salido de la boca de un hombre de chispa.

Quizá no esté de más recordar que jamás he concedido gran importancia a las ventajas de una buena cuna. Cuando tropiezo con alguien simpático, como dé muestras de bien educado no me pongo a averiguar si su padre fue cochero o estuvo en la cárcel por haber robado cucharitas. Pero al mismo tiempo siempre me han inspirado desprecio esos individuos que, no teniendo árbol genealógico, se jactan de descender de una gran familia e inventan toda suerte de leyendas en socorro de sus pretensiones.

Sin embargo debo reconocer, ya que de ello hablamos, que Wilde tuvo siempre buen cuidado de no mencionar, delante de mí, su parentela y jerarquía. Confesaba proceder de la buena burguesía irlandesa y se jactaba de haberse elevado hasta los honores académicos, no gracias al dinero sino únicamente a su talento. Por lo menos así lo hacía al principio de conocernos. Más tarde, después de haber renunciado a la bohemia y a la conquista del gran mundo, comenzó a considerarse como una inmensa figura social, haciéndosele más fácil imaginar que había nacido en cuna aristocrática y que todos los suyos pertenecían a lo que Burke, si no me equivoco, llamó “las grandes clases oficiales”. Yo solía reírme de sus humos y él se plegaba de buena gana, reconociendo, por lo general, que eran estúpidos. Pero lo cierto es que hasta el fin de su vida sostuvo el mito de su origen y de su nobleza, poniendo siempre empeño en afectar aires aristocráticos.

Sus biógrafos, a su vez, han recogido y propalado esa brillante impostura, haciéndole creer a la caterva de papanatas y fervientes admiradores de Oscar Wilde que su ídolo fue lo que aquella señorita del cuento llamaba “un gentleman por derecho propio”.

“Los Wilde”, dice el celoso míster Ransome, “gozaban de la consideración de toda la ciudad de Dublín” y “los compañeros de colegio del niño sabían quién era su padre”. Sí, puede que así fuera, pero por razones muy distintas de las que míster Ransome quiere dar a entender.

Antes de conocerme, Wilde no había sido admitido en la alta sociedad, y aunque durante todo el tiempo de nuestra amistad hiciera esfuerzos desesperados por lograrlo, no lo consiguió sino a medias. Resultaba demasiado snob para que pudiese ser apreciado por aquellos cuyo trato buscaba con ahínco. No he podido comprender jamás cómo un hombre de su talento y de su valor intelectual podía ansiar tan locamente intimar con ciertas personas, de lo más romo y apagado que puede haber en el mundo. Pero lo cierto es que para Wilde no había nada como un lord, y era capaz de apechugar toda suerte de contrariedad con tal de cambiar una o dos palabras con una duquesa. A los comienzos de nuestra amistad no conocía a nadie, y por más que su nombre rodara por las columnas de los periódicos y el Punch reprodujera de cuando en cuando su retrato, jamás se lo veía por aquellos sitios donde en secreto anhelaba ser admitido, aunque para lograrlo tuviera que vender el alma al diablo. Me contaba que en Magdalen había logrado trabar amistad con un duquesito soltero; pero que antes que ese tenue rayo solar hubiera podido iluminar su existencia por espacio de uno o dos años, el duque se casó y la duquesa puso de inmediato fin a aquella intimidad.

La pandilla de amigos personales y de conocidos de Oscar Wilde hubo de chocarme, pues me parecían bastante raros, solo que él me aseguró que eran superiores y muy simpáticos, todos más o menos abocados a la gloria. Con la inexperiencia de la juventud, tomé esto al pie de la letra, atribuyendo mi incapacidad para apreciarlos a mi falta de perspicacia.

En aquel firmamento de personalidades y de genios en que Wilde me introdujo, destacaban, como astros regentes, míster Robert Ross y míster Reggie Turner36. Si se ha de otorgar crédito a las acusaciones emitidas contra mí en el proceso Ransome, cuando Wilde convidaba a esos señores a cenar, lo hacía en Soho, alrededor de una botella de Médoc de un chelín; mientras que cuando yo, lord Alfred Douglas, era su huésped, siempre cenábamos en Casa Willis, en un reservado, con acompañamiento de pasteles importados de Estrasburgo y de un champán de precio exorbitante. Pero la verdad es que los cuatro juntos nos hemos bebido muchos modestos whiskies and soda en el café Royal, donde también almorzábamos sin grandes derroches pecuniarios. Wilde era un glotón insaciable; creo que hubiera podido vaciar en un día las bodegas de un cosechero, y su capacidad digestiva respecto del whisky con soda no tenía límites. Lo más asombroso es que nunca llegaba a emborracharse, aunque desde las cuatro de la tarde hasta las tres de la madrugada no estuviese nunca sereno. Cuanto más bebía, más hablaba, y sin whisky no acertaba a hablar ni a escribir.

Después de los señores Ross y Turner, Wilde me presentó al difunto Ernest Dowson37, que, por la razón que fuera, tenía siempre aspecto de hombre asustado; a míster Max Beerbohm, que se burlaba muy donosamente de cuanto decíamos, y a míster Frank Harris, que por aquel tiempo, lo mismo que hoy, llevaba unos suntuosos tapados de piel y hablaba con ese tono mimoso que tanto divertía a sus amigos. Todos ellos formaban una alegre peña, aunque, por desgracia, muy despreocupada.

Hablaban de poesía, de arte, de política, y ninguno de ellos parecía tener nada que hacer, aunque algunos, según creo, tuviesen sus obligaciones. En una palabra, resultaban muy divertidos.

Con el tiempo, mi amistad con Wilde fue haciéndose más sólida hasta que nos convertimos en íntimos. Yo lo llevé a ver a mi madre, cerca de Ascot, y le presenté a muchas personalidades que él consideraba eminentísimas. Allí conoció también a mi primo, Georges Wyndham, que, si mal no recuerdo, lo invitó a Clouds; y, cediendo a sus reiterados reclamos, le presenté a mi hermano, el vizconde de Drumlanring, que por aquel entonces era chambelán de la reina Victoria. Era imposible encontrar a dos hombres más opuestos que Drumlanring y Wilde. Uno era el dechado del militar, del sportsman, y acaso con algunas de las cualidades del perfecto cortesano, que descollaba por encima de todo, mientras que el otro, a pesar de su raya impecable y de su exagerada elegancia, resultaba una suerte de bohemio que se desvivía por agradar y hacerse el simpático. A mi hermano pareció resultarle divertido y, aunque no pasaran de tres las veces que luego se vieron, transcurrieron años antes de que Wilde dejara de hablar pomposamente de su amigo lord Drumlanring, chambelán de Su Majestad. Le presenté también a mi abuelo, míster Alfred Montgomery, al cual le inspiró desde el primer momento una tan violenta antipatía que se negó rotundamente a volver a verlo.

 

Además de las personas ya mencionadas, Wilde tenía siempre a mano una retahíla de magníficas amistades, cuyos nombres no se cansaba de sacar a relucir y a quienes atribuía toda suerte de fabulosas riquezas, incluso las del talento. Cuando, por ejemplo, llegaba al almuerzo con algunos minutos de retraso:

—El caso es —decía en disculpa de su impuntualidad— que vengo de pasar una matinée deliciosa con mi querido amigo míster Balsam Bassy, un chico con la figura de un dibujo de Miguel Ángel y el talento de un Benvenuto Cellini. Hubiera querido traérmelo a almorzar con nosotros —“tiene unas ganas locas de conocerte”—, pero precisamente lo estaban esperando en el castillo de su tío, en Devonshire, y tenía que tomar sin demora el tren de las dos y cincuenta.

A esto seguía una larga disertación sobre los talentos de míster Balsam Bassy, sus simpatías, su amenidad, las agudezas que se le ocurrían y los notables poemas que hubiera podido escribir con solo tomarse el trabajo de querer vivir su vida en vez de derrocharla haciéndose el dandi en el gran mundo.

Wilde tenía siempre una media docenita de Balsam Bassy a la vez, y aunque yo solo llegara a conocer a uno de ellos, creo que existían de verdad y que Wilde creía sinceramente lo que inventaba acerca de ellos. El único Balsam Bassy que llegó a presentarme —cierto día que ya no tuvo más remedio, por haber venido el sujeto en cuestión a buscarlo—, durante la cena resultó un gentleman sumamente amable e inofensivo, al cual su tío, un honrado estanciero, le pasaba una pensión de doscientas cincuenta libras al año, pero que no tenía más talento —y no digamos genio— que una caja de fósforos. Cuando le hice notar a Wilde que aquel míster Balsam Bassy no me parecía que justificara mucho el entusiasmo que a él le inspiraba, se puso hecho una furia y me respondió que el solo hecho de ser míster Balsam Bassy amigo suyo debería bastar para abrirle todas las puertas, fuesen las que fuesen. Yo le dije “Es verdad”, y di por terminada la conversación.

Podría trazar una lista interminable de las personas que Wilde conocía de vista; pero acabo de enumerar, sin dejar a uno solo en el tintero, a sus amigos personales, a sus íntimos, a cuantos gravitaban, por decirlo así, alrededor de su persona. Conviene añadir que Wilde conocía a Beardsley, a quien estaba dispuesto a proteger, y a míster Bernard Shaw, que colaboraba a la sazón en el Star. De este último tenía una alta opinión y le predecía un porvenir brillante en una dirección muy distinta de aquella en que ha triunfado.

Si Wilde no hubiera conocido a Shaw, quizás no hubiera escrito jamás El alma del hombre. El socialismo de Bernard Shaw era, por aquellos tiempos, más agresivo y tumultuoso que en nuestros días; a Wilde le agradaba a causa de su originalidad y porque Shaw era irlandés. Aunque moderadamente liberal en apariencia, Wilde fue siempre un rebelde de corazón. “¡Abajo todos aquellos que gozan de honores, y arriba cuantos yacen por tierra!”, era su divisa intelectual. De no haber conocido a Shaw se hubiera guardado sus ideas sobre la cuestión social. Shaw lo inició en una suerte de socialismo de apariencia revolucionaria, pero llamado más que nada a favorecer a los ricos antes que a los pobres. Como la mayoría de las obras de Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo defraudará a poco que se la examine con atención. No es ni carne ni pescado ni caza y el principal argumento —la imposibilidad de la dicha humana en tanto no se haya suprimido el altruis­mo— es precisamente todo lo contrario de la verdad.

Es posible que mi descripción de la peña de Wilde produzca un vivo desencanto a los lectores hechos a la versión Ross-Ransome-Sherard acerca de su género de vida. Resalta la completa ausencia de nombres distinguidos. Pero como lo que estoy escribiendo es verídico y no un cuento de hadas, no tengo más que atenerme a la verdad; en todo el tiempo que traté a Wilde jamás tuvo relación con la flor y nata de sus contemporáneos. Hablaba sin cesar de los más notables como si fueran sus amigos, y a cada paso estaba haciendo alusión a Edward Burne-Jones, a William Morris, a Ruskin, a Meredith, a Tennyson, a Swinburne, a Browning, etc., y dando a entender que tuvo con ellos épocas de verdadera intimidad. No está a mi alcance dilucidar hasta qué punto eso fue cierto; yo no puedo hablar sino del período de su vida durante el cual lo traté y anduve a su lado, es decir, a partir de 1892 hasta su muerte, y afirmo rotundamente que en todo ese tiempo jamás tuvo trato con ninguna de las personas mencionadas. Creo que en algún momento trató con Burne-Jones38; pero las dos veces que vi a este último en Clouds, la quinta de recreo de mi tío míster Percy Wyndham, no lo escuché pronunciar una vez el nombre de Oscar Wilde. Creo que vio a Ruskin en Oxford, pero como hubiera podido verlo cualquier estudiante que tuviera ese antojo. A Browning lo había visto una o dos veces, y lo mismo a Meredith. Dudo que hubiera dirigido la palabra a Tennyson o a Swinburne.

Sin embargo, cualquiera que lo hubiera oído hablar de ellos habría dado por segura esa amistad. Cuando acompañaba a Wilde, antes de su caída y encarcelación, aceptaba de buena fe cuanto me decía sobre su intimidad con esos colosos intelectuales; más tarde noté que jamás nos tropezábamos con ninguno de ellos, que tampoco iban a visitar a Wilde y que tampoco éste iba a verlos.

Un ejemplo de la ostentación que Wilde hacía de su supuesta intimidad con ciertos ilustres lo tenemos en la dedicatoria de una de sus comedias: “A la cara memoria de Robert, conde de Lytton”. Yo sé por míster Neville Lytton, hijo menor del difunto lord Lytton, que su padre apenas había visto una o dos veces a Wilde, y que la dedicatoria lo mismo hubiera podido parecerle muy bien que muy mal.

Otro tanto puede decirse de sus amistades francesas. Se ufanaba de conocer y de tratar a todas las glorias de Francia pero en realidad eso aconteció gracias a haber conocido a algunas en esos almuerzos que dio por la época en que escribía su drama Salomé39. Este particular ha sido claramente dilucidado en los artículos publicados en Francia por Henry de Regnier y el vizconde d’Humiéres.

Al salir de la cárcel todos le volvieron la espalda; pero incluso cuando se hallaba en el apogeo de su gloria, ya he dicho cómo iban las cosas.

Lo que dije a propósito de las eminencias literarias y artísticas tiene también aplicación a las personas del gran mundo. A los 23 años me eligieron miembro de una institución llamada Crubbet Club, cuyo fundador había sido mi primo míster Wilfrid Blunt. El club se reunía una vez al año en casa de míster Wilfrid Blunt, en su finca de Crabbet Park, para jugar tenis y leer poemas compuestos por los socios, con miras a llevarse un premio. Entre los miembros del club figuraban George Curzon —después lord Curzon de Kedlestone—, George Wyndham, George Leweson-Gower —por aquel entonces inspector de la Real Casa, “la trinidad de los Georges” como alguien los llamó en un poema del concurso—; lord Houghton, luego lord Crewe; míster Harry Cust, míster Godfrey Webb, míster Mark Napier, el difunto lord Cains, mister Lulu Harcourt y muchos más. Míster Blunt admitió que Oscar Wilde formara parte del club y aquél asistió a una de las reuniones.

Era costumbre que todo nuevo socio pronunciara un discurso después de la comida, la primera tarde del mitin. Tenía que contestarle un veterano del club. El encargado de responderle a Wilde fue George Curzon, y lo hizo con tanto ingenio e impertinencia que no fue posible convencer luego a Wilde de que asistiese a otra reunión. Como miembro del club, Wilde podía aspirar a conocer a los demás miembros, y efectivamente permaneció allí, en Crabbet, de sábado a lunes. Jamás se olvidó luego de aquel detalle, como tampoco de hablar de sus compañeros de club, designándolos por sus nombres de pila. Pero ninguno de ellos fue a visitarlo a su casa ni lo invitó a la suya, a excepción de George Wyndham, y en las circunstancias que ya he referido.

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