Oscar Wilde y yo

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Introducción

Las causas insignificantes suelen suscitar los peores efectos. Es probable que mi primer encuentro con Wilde no fuera para mí sino un accidente menor. No digo que el hecho de conocer a un hombre de su cultura y de su talento no hiciera mella en mi espíritu; pero debo confesar que, al principio, no me hizo especial impresión. De no haberlo conocido, no habría perdido nada. ¡Solo que el destino lo quiso así, y estaba escrito que nuestra relación nos acarrearía los más graves desastres, no solo a mí sino a todos mis deudos y amigos! El objeto de este 1ibro no es quejarme de lo ocurrido ni atacar a Oscar Wilde, que por espacio de años fue mi mejor amigo y me tuvo fascinado durante la mayor parte de nuestra intimidad, bajo el mandato del que yo creía su genio. Porque pienso que nadie le negaría lo que hemos convenido en llamar genio, por más que haya estado de moda hablar de él como un decadente o un simple poseur17. Si nuestra amistad hubiera conservado un carácter privado, como la mayor parte de las amistades de Wilde, en lugar de habérsela ventilado a diestra y siniestra, seguramente no hubiera tenido que escribir este libro. Pero a partir de que Wilde se hizo célebre, el mundo se empeñó no solo en asociar nuestros nombres sino también en ayuntarlos con un sentido escandaloso. Muchas personas que viven todavía fueron amigos de Wilde en la cima de su grandeza y prosperidad, sin que tal amistad —que yo sepa— haya redundado en su contra; antes bien, en ciertos casos, y desde muchos puntos de vista, ha podido resultarles hasta provechosa. Pero lo que en esas personas se estima favorable, en mi caso parece un crimen. Yo no me he ufanado jamás de mis relaciones con Wilde, y a pesar de ser muchos los editores que me han propuesto exponer la opinión que él me merecía, ofreciéndome las más lucrativas condiciones, jamás quise aceptar de ellos ni un céntimo. Yo sé que no hay en esta triste amistad nada que pueda ser motivo de sonrojo, y aunque la malicia y la calumnia se hayan apoderado de mi nombre, por decirlo así, desde el desastre de Wilde, esperé, y espero, que el tiempo y la verdad se decanten para justificarme.

A partir de la caída de Wilde, mi vida se ha desarrollado en condiciones que no le deseo a nadie. ¡Desde entonces he tenido que estar combatiendo siempre la pérfida insinuación que no dejaba de abrirse paso, secretando en la sombra, sobre mi honor, su odioso veneno!

En muchas ocasiones he tenido que adoptar medidas legales costosas, con el sencillo objeto de defenderme. Por lo general, las partes contrarias no eran sino testaferros, quienes, luego de que recibían la citación del juzgado, salían del paso presentándome excusas serviles o afirmando que no habían tenido jamás intención de decir lo que habían dicho. Yo he procurado siempre abstenerme de todos esos procedimientos judiciales, salvo en caso de absoluta necesidad. ¿Hice bien? Es asunto mío.

Al principio parece fácil refutar la calumnia. Solo aquellas personas que han sido blanco de diatribas abominables saben que no es así. Aparte de los muchos imbéciles “garrapateadores” que, sin el menor escrúpulo, se han dedicado a difamarme, he tenido también que defenderme, y durante años, de esas personas que tenían cartas que vender o que publicar y se hallaban dispuestas a entregar sus documentos y sus informes confidenciales a cambio de unas monedas. Yo me he limitado siempre a despreciar a esa ralea, que no ha podido sacarme un céntimo. Más tarde, un tal míster Arthur Ransome —que no sabía que yo conocía a Wilde y a quien yo tampoco conocía— tuvo el descaro de afirmar en un libro, presentado como un estudio familiar sobre Wilde, que este atribuía su infortunio a mi influjo, añadiendo que yo había vivido a sus expensas desde la época de su excarcelación, dejándolo luego en el más completo desamparo en cuanto se le acabaron los recursos. Esa fue la causa de que yo me querellara por difamación contra Ransome, sus editores y el Times Book Club.

Mi acción dio por resultado que los editores retiraran de circulación el libro de Ransome, dejando —lo mismo que al Times Book Club— que se defendiera él solo como pudiese. El jurado dio la razón a los defensores en el primer punto; pero declaró que su segunda acusación, a decir verdad, no era tal. Quizás les resulte interesante a las diversas partes de la causa saber que ése era exactamente el fallo que yo preveía. No está demás hacer notar que los pasajes difamatorios que yo objeté han sido suprimidos en la segunda edición. Míster Justice Darling y los abogados de la defensa no hacían sino preguntarse qué motivos podían haberme impulsado a apelar a los tribunales. El Consejo de la defensa dio lectura a una carta que Wilde me había escrito mucho antes de su detención y a otras escritas por mí. El juez, los abogados defensores y el jurado dieron muestras de creer que yo no me hubiera querellado de haber estado al tanto de la existencia de tales cartas. Pero se equivocaban; no solo conocía perfectamente su existencia sino que, antes de iniciar la causa, no faltó quien me advirtiera que mis enemigos iban a presentarlas en mi cargo y que en el banco de los testigos iba a quedar sencillamente lapidado. ¡Y me ofrecí a la lapidación como un corderito, con gran asombro de míster Justice Darling!

En el curso de las siguientes páginas expondré mis relaciones con Oscar Wilde. No pretendo escribir una defensa ni una apología. Pero tengo empeño en decir —en interés del público y por el bien de la posteridad— 1a verdad sobre Wilde, su carácter y sus escritos. Lo hago tanto por Wilde como por mí.

Durante su estancia en Reading le dieron licencia para servirse de una pluma, y parece que, para en­tretener las largas y lúgubres horas de su cautiverio, juzgó conveniente ponerse a escribir, encabezando con mi nombre unas ochenta mil palabras. Parece también que después de terminado el manuscrito, me enviaron una copia por correo... La mitad de esa copia se ha publicado, bajo la égida de míster Robert Ross, y el mundo entero la conoce hoy con el nombre de De Profundis. Esa obra no necesita comentario alguno. No ocurre igual con la parte inédita que, a decir verdad, no es más que una violenta requisitoria contra mí. No tuve en mis manos copia de ese libelo sino poco antes del proceso Ransome. Hasta entonces ignoraba completamente su existencia. En el expediente de la causa se supo que aquel cúmulo de morbosas injurias había sido entregado por míster Ross a las autoridades del Museo Británico, como regalo hecho a la nación, pero que no podría hacerse público hasta después de 1960, es decir en una época en que, probablemente, nadie de nosotros quedaría con vida18.

Es lamentable, en interés del propio Wilde, que míster Ross no haya comprendido hasta qué punto hubiera sido preferible destruir un escrito del que el propio míster Darling declaró que no puede redundar sino en descrédito de su propio autor. En cuanto a saber si ese manuscrito me pertenece, constituye un problema jurídico. Yo he pedido, pero infructuosamente, su restitución al Museo Británico. Es posible que el “regalo a la nación” de míster Ross se conserve, a buen recaudo de curiosos, en los legajos del Museo Británico hasta 1960.

He aquí el regalo que yo les hago a míster Ross y a los admiradores de Wilde. Todo el mundo puede abrirlo y enterarse de su contenido, desde hoy mismo y estando yo con vida. El gesto de míster Ross —si verdaderamente el Museo Británico ha de revelar, después de mi muerte, el contenido del manuscrito—, no surtirá más efecto que deshonrar al propio Wilde.

17. “Presumido”. En francés, en el original.

18. Tal como expresa Douglas, el original fue donado por Ross al Museo Británico en 1909 con la condición inapelable de que no fuera presentado al público hasta cumplidos los cincuenta años de la entrega. Como ya dijimos, cuando en 1960 el manuscrito fue revelado al público fue posible establecer que la copia dactilografiada contenía cerca de cien discordancias.

Capítulo I

Oxford

Al salir de Winchester, donde había ganado el steeplechase19 de la escuela y publicado un diario titulado The Pentagram —que fue, dicho sea de paso, la única de mis fantasías literarias que me ha redituado algo—, ingresé, según costumbre, en Oxford. Me matriculé en el Magdalen College y continué estudiando en la Universidad por espacio de cuatro años.

En aquella época, lo mismo que hoy, Magdalen era considerado como el colegio de moda. Wilde no perdía jamás ocasión de recordar que había estado allí. “Cuando yo estaba en Oxford...”, escribía a cada rato. Y en la conversación solía decir, todavía con más frecuencia: “Cuando yo estaba en Magdalen…”. Y, sin embargo, en mis tiempos Magdalen no tenía nada de extraordinario. El recuerdo que conservo de la vida que llevaba allí me resulta agradable, más que nada por haber disfrutado de la compañía de mi amigo, el difunto vizconde de Encombe, cuya prematura muerte, a los 28 años, me había causado profundo pesar. Por lo demás, en Oxford trabé amistad con cuantas personas gozaban de alguna reputación. Entre ellas figuraba míster Warren, actual presidente del Magdalen y del que recuerdo su barba negra y la amabilidad y solicitud que empleaba con todo el mundo. Era un profundo admirador de Matthew Arnold, cuya poesía me incitaba a estudiar e imitar. Profesaba también un imprevisible entusiasmo por las obras de John Addington Symonds, su amigo personal. Y digo imprevisible, porque la admiración por Matthew Arnold hubiera debido ponerlo a cubierto de toda admiración por Symonds —literariamente hablando, claro está.

 

Mostraba también una gran parcialidad con respecto a Oscar Wilde. En el transcurso de sus años de estudios habían sido condiscípulos en la Universidad y se profesaban cierto afecto. Cuando Wilde venía a verme a Oxford, no dejaba nunca de hacer una visita a míster Warren, llevándome siempre en su compañía; ocasión que yo aprovechaba para asistir a sus conversaciones sobre alta literatura aunque, en honor a la verdad, jamás me impresionaron, lo cual hace que hoy no recuerde ningún rasgo notable de aquellos diálogos.

Cuando empezaba a ser el amigo íntimo de Oscar Wilde, mi madre, que sentía por él una aversión instintiva, le escribió a míster Warren preguntándole si consideraba a Wilde como alguien con el cual yo pudiera trabar amistad sin peligro. El presidente le contestó, en una larga carta, haciéndole el más cumplido elogio de Wilde y poniendo por las nubes su talento y sus éxitos como estudiante y como escritor. Añadía, además, que yo podía considerarme dichoso de que una personalidad tan eminente se hubiera fijado en mí. Insisto sobre el particular no con ánimo de censurar indirectamente a míster Warren sino con el fin de que los lectores vean de qué reputación gozaba Wilde por aquella época, entre las eminencias de la Universidad.

Allí conocí también a Walter Pater20, al que me presentó Oscar Wilde la primera vez que vino a verme a Oxford. Wilde tenía en altísimo concepto a Pater y hablaba siempre de él con mucho respeto, como del primer prosista contemporáneo. Yo me esforzaba por estimar también a Pater, que personalmente me mostró siempre mucha deferencia; pero carecía del don de la conversación y a veces solía estar sentado durante horas sin soltar más que alguna frase sin importancia. Aparte esto, no he podido sentir por su tan cacareado estilo más que una parca admiración; siempre me pareció artificioso, presuntuoso y rebuscado; en una palabra, particularmente antipático.

Más grato me resulta evocar a míster (luego reverendo doctor) Bussell, amigo íntimo de Pater en Brazenose, pues era un músico consumado y profesaba culto por Haendel y Bach, lo que lo hacía muy simpático.

Inmediatamente después de Encombe, mi mejor amigo entre los estudiantes era el poeta Lionel Johnson21, un muchachito delgado, con la cara más agraciada y el corazón más bueno de toda la Universidad. Hablábamos de poesía —hacíamos versos en colaboración—, y Johnson fue quien me presentó a Wilde. Este último empezaba entonces a darse a conocer como literato. Había dejado atrás el esteticismo y acababa de escribir Intenciones y El retrato de Dorian Gray. Estaban ensayando su primera obra de teatro: El abanico de lady Windermere.

Un día de asueto, Johnson me llevó a casa de Wilde —Tite Street—, y fue en la mesa, durante la comida, cuando empezó esa amistad que había de serme tan funesta. Sea por lo que fuere, aquella noche Wilde hizo por mostrarse ingenioso lo que después no hizo en toda su vida. Aguzó tanto su ingenio y con tan evidente afán de no desperdiciar un solo efecto, que yo, que había ido allí con la disposición del admirador ciego, cuyo entusiasmo literario —rayano en el más craso infantilismo— llega a divinizar el objeto de su admiración, salí profundamente desilusionado, con la impresión de haber asistido a una farsa y haberme encontrado en presencia de una celebridad postiza.

Sin embargo, luego lo traté más y comencé a comprender, o por lo menos creí comprender, su actitud. No tardé en notar en él un continuo sarcasmo y entendí que no había que tomarlo muy en serio, pues, lejos de expresar su verdadero pensar, no se proponía otra cosa que decir frases originales, profundas o ingeniosas, pero sin pizca de sinceridad.

Más adelante descubrí que tenía conciencia no solo del valor de sus frases sino también del valor de las de los demás. Suponiendo que éste o aquél hubieran tenido una ocurrencia aguda, por ejemplo, el lunes, en el almuerzo, ya podía estar seguro de verla incluida por Wilde, al otro día, en el ensayo garrapateado aquella mañana con ayuda de algunos whiskies con soda y un ilimitado número de cigarrillos.

Debo confesar, sin embargo, que al poco tiempo de conocerlo ya me resultaba muy simpático, interesante y amable. Respiraba humor y amaba lo bello. Era hombre de una cultura prodigiosa; hablaba con igual maestría inglés y francés, y tenía una voz agradable y un lenguaje exquisito. ¡Brillaba muy por encima de la mayoría de los hombres de genio, o que pasan por tales!

En el transcurso del segundo año que pasé en Oxford publiqué en el Oxford Magazine, diario oficial de la Universidad, cierto poema que hubo de agradarle a todo el mundo menos a mí, y me valió una larga carta de elogios y parabienes del buenazo de míster Warren. Siento no tener a mano esa epís­tola, que de otra suerte quizás cediera a la tentación de transcribirla, aunque solo fuera para convencer a la Universidad de Oxford de que puedo dármelas de poeta. Fue aquel el primer poema de gran vuelo escrito por mí; hoy forma parte de la Ciudad del alma. También era colaborador de un diario de estudiantes llamado The Spirit Lamp, que pertenecía a alguien cuyo nombre no recuerdo y que vino a verme un día para explicarme que renunciaba a seguir publicándolo y que estaba dispuesto a cederme su propiedad, si lo deseaba, con tal de que me comprometiese a respetar lo que él, tímidamente, llamaba su alta tradición, y a poner en el empeño todas mis capacidades. Yo me comprometí a todo lo que el pobre chico quiso, y me quedé con The Spirit Lamp, A partir de aquella fecha se publicaron, bajo mi dirección, seis o siete números, cuyos ejemplares, raros hoy, se cotizan en el mercado a un precio considerablemente superior al original22. No tengo gran aprecio por mis producciones personales, aunque entonces fueran objeto de calurosa admiración por parte de esa clase de personas que prodigan a todo el que empieza una entusiasta admiración. Lo cierto es que tuve el honor de publicar en esa hoja algunos de los más bellos versos de Lionel Johnson y varias crónicas del difunto John Addington Symonds. También Wilde me ayudó con su colaboración, dándome, entre otros, sus poemas en prosa “El discípulo” y “La casa del juicio”, y un soneto, que considero el mejor de cuantos hiciera en su vida. Por aquel tiempo Wilde solía venir a Oxford con frecuencia, y más de una vez fue mi huésped en e1 piso de la calle Haute, que yo compartía con mi amigo lord Encombe.

Aunque durante toda mi carrera de estudiante me haya interesado vivamente por la poesía y las bellas letras en general, no pertenecía a ninguna escuela ni pensaba seguir la profesión de escritor. Mi apellido y mis tradiciones familiares me destinaban a la parte deportiva y mundana de la vida universitaria, antes que a un esfuerzo literario serio y continuo. Yo preparaba mis exámenes con amable negligencia, dedicándome, para romper la monotonía de los estudios obligatorios, a la equitación y al remo, frecuentando también las pruebas hípicas —por lo menos cuantas tenían lugar en un perímetro bastante cercano a lo que míster Ruskin llama su alma mater. Al mismo tiempo, toda la Universidad conocía mi vocación lírica y tenía fe en mi porvenir de poeta.

Nadie ignora que no hay estudiante capaz de hacer versos mediocres que no tenga la obligación moral de disputar el premio Newdigate. Muchas veces mis amigos me habían animado a concurrir a ese certamen, solo que ninguno de los temas propuestos, durante los tres primeros años de mi estancia en la Universidad, me había inspirado nada.

Si no me equivoco, fue un poema sobre Tombuctú lo que le valió a Tennyson ese premio. Pero semejante tema —interesante, no lo niego—, ¿qué puede sugerir a un poeta? A mi juicio, por lo menos, no excita el lirismo ni la imaginación, y, como acabo de decir, tampoco ninguno de los impuestos tres años seguidos despertaron en mí la menor emoción poética. Pero el cuarto año, el tema propuesto fue san Francisco de Asís y entonces supe que mi hora había llegado. Anuncié a mis camaradas que pensaba participar en el torneo, e inmediatamente me puse a trazar el plan del poema. Una noche, de sobremesa, hablé del asunto con Encombe, delante de lord Warkworth —lue­go conde de Percy—, que estudiaba a la sazón en Christchurch. Este declaró que iba a concurrir también al certamen, añadiendo que yo no podía hacerlo por hallarme en el cuarto año. Se ofreció entonces a enseñarme los estatutos, pero por desgracia no los tenía a la mano. Yo creí como artículo de fe lo que me dijera Warkworth, pensando que, de no estar muy seguro, no se habría arriesgado a afirmar aquello de modo tan categórico, y me olvidé de san Francisco. Lord Warkworth se llevó el premio Newdigate, y hasta después de su victoria no me enteré de que aquella famosa disposición era una solemne mentira. No pretendo poner en tela de juicio la buena fe de lord Wackworth, pero siento no haber consultado yo mismo los estatutos, pues, dicho sea sin la menor jactancia, creo que lo hubiera dejado muy atrás. Y aunque el premio Newdigate significa poco desde el punto de vista literario, siempre representa una consagración halagüeña para quien piensa dedicarse a la poesía.

Me causa verdadero asombro el trabajo que algunos de mis enemigos se han tomado para empañar mi época de estudiante en Oxford. Han llegado a decir que me habían expulsado de la Universidad, pintando como algo horrible el hecho de haber salido de allí sin el título. Lo cierto es que me eliminaron durante una temporada escolar, pero por haber dado mal cierto examen, a lo que puse remedio estudiando tres semanas con un profesor particular y familiarizándome con Euclides y consortes, personalidades que nunca me habían interesado gran cosa. En la época de mi último examen caí enfermo y no pude presentarme. Esa y no otra fue la razón de que abandonara la Universidad sin obtener el título. Por cierto que las autoridades de la escuela, y sin que lo hubiera pedido, me ofrecieron un título honorario; solo que para eso era preciso pasarse en Magdalen las vacaciones y afrontar dos nuevos exámenes. Yo consulté el caso con mi padre, el difunto marqués de Queensberry, y él dijo que después de todo el título era superfluo, por lo que renuncié al ofrecimiento. Si el hecho de abandonar un colegio sin el título es un crimen, declaro pertenecer a una banda de malhechores, pues ni Swinburne ni lord Rosebery lo obtuvieron, y lo mismo le sucedió a Shelley, el genial poeta.

No hace falta aclarar que a Wilde le pareció perfecto que yo no me hubiese graduado de Mestre en artes de Oxford. Con su ligereza acostumbrada, dijo que aquello era simpático, pintoresco y distinguido, y citó el ejemplo de Swinburne, que puso empeño en no ser en toda su vida más que un estudiante. Yo personalmente no concedía a todo eso la menor importancia; pero debo confesar que si hubiera tenido en aquel tiempo la experiencia que después he adquirido, habría mostrado menos desenfado y despreocupación...

Por otro lado, no tengo empeño alguno en demostrar que mi vida en Oxford fuera más inmaculada que la de la mayoría de los chicos de mi edad y de mi posición. Tuve más de una agarrada con las autoridades por haber cometido pecados de acción y de omisión. En cierta ocasión me castigaron por haber estado en el Derby —¡vean ustedes qué tremendo era!— y siempre cometí el grave error de no tomar en serio ni a la Universidad ni a los universitarios. Sin embargo los cuatro años que pasé en Oxford no pudieron resultarme más agradables y tranquilos. Ya he explicado cómo estuvo en mis manos haber salido de allí con la distinción suprema; habría bastado que lo hubiera querido.

Se equivocaría quien creyese que Oxford es un retiro austero donde la gente se entrega exclusivamente al conocimiento. Naturalmente que los sabelotodos tienen tiempo de sobra para preparar rigurosas tesis; pero si repasamos 1a muchedumbre de ex alumnos de Oxford, veremos que los que se han abierto camino y alcanzado celebridad fueron, por lo general, considerados en el recinto universitario como holgazanes y causas perdidas. Las personalidades más interesantes que conocí en Oxford eran más bien modestas respecto de su saber, y jamás hablaban de él como del único fin, de la única razón de su vida. Voy a relatar una historieta, atribuida a un digno alumno de Oxford que, según parece, nunca se cansaba de contarla. Los protagonistas son dos chicos de buena familia que se matricularon en la Universidad al mismo tiempo. Uno de ellos es holgazán y perezoso; no lee ni se entera de nada, y tras unos años de libertinaje se vio obligado a ganarse la vida conduciendo un hansom-cab23; el otro, orgullo de su familia y de su colegio, se cubría de laureles y se llevaba todos los premios, conduciéndose en todo de manera ejemplar. Mucho tiempo después, sus compañeros lo encuentran en Londres, en la miseria y convertido en cochero de punto, pero de un coche de cuatro ruedas. Claro que esto no pasa de ser una humorada, pero quien conozca Oxford a fondo no tendrá más remedio que saborear toda la sal que encierra y la brutal honestidad que delata la anécdota. En cuanto a mí, si hubiera tenido que verme en ese caso, declaro que hubiera preferido el hansom-cab al coche de punto. Yo era atolondrado y negligente en grado sumo y hasta tan perezoso que, con objeto de ahorrarme tiempo y trabajo, había mandado imprimir la fórmula siguiente:

 

Lord Alfred Bruce Douglas saluda

a

y lamenta le sea

imposible

pues precisamente

Vean como ejemplo lo que daba de sí ese ingenioso documento, luego de cubiertos los blancos:

Lord Alfred Bruce Douglas saluda

al señor Profesor Smith y lamenta le sea

imposible presentarle un estudio sobre

la evolución de la idea moral

pues precisamente

no tiene preparado ninguno.

Estas fórmulas me resultaban muy cómodas y hacía gran uso de ellas. Las conocía toda la Universidad, y por más que sacasen de quicio a más de un sabelotodo, nadie podía vérselas con ellas, por su impecable redacción; estudiante correcto con sus maestros y pastores ya puede echarse a dormir. Pero es probable que rasgos de esta clase —unidos a la circunstancia de haberme eliminado provisionalmente a consecuencia de una suspensión— han dado pie a la leyenda de mi nefasta existencia en la Universidad. Yo no me acuerdo de nada más grave.

Si fuese de otro modo, con toda lealtad lo confesaría. A partir del día en que di por terminada mi vida escolar, borrando mi nombre de los libros del Magdalen College, he sido asiduo visitante de la docta casa y he conservado amistades entre los muchachos de mi edad y entre las autoridades universitarias. No borré mi nombre de los libros sino por voluntad propia y por creer que así me convenía24. Puede que tal cosa fuera contraria a los usos establecidos, aunque me consta que más de un alumno distinguido hizo exactamente lo mismo. El hecho de que hayan querido presentar como sospechoso ese acto no solo me asombra a mí sino también a otras muchas personas.

¡Y ahí tienen la historia de lord Alfred Douglas, alegre estudiante del Magdalen College en Oxford!

19. Las carreras con obstáculos (steeplechase) son carreras a pie, en la cual los competidores deben salvar los obstáculos en el menor tiempo posible. La versión más importante del evento es la de 3.000 m. La de 2.000 m es la siguiente distancia más común.

20. Walter Horatio Pater (1839-1894) fue un escritor británico cuyos ensayos sobre arte ejercieron gran influencia en los poetas del grupo prerrafaelita. Entre sus principales obras cabe destacar El Renacimiento (1873), Retratos imaginarios (1887) y Apreciaciones (1889). Como novelista se dio a conocer con Mario, el epicúreo (1885).

21. Lionel Pigot Johnson nació el 15 de marzo de 1867 y falleció el 4 de octubre de 1902, a los 35 años. Fue poeta, ensayista y crítico. Se convirtió al catolicismo en 1891. En junio de ese año, Johnson presentó a Oscar Wilde, su amigo, a su primo lord Alfred Douglas. Más tarde, repudió a Wilde en El destructor de un alma (1892), lamentando haber iniciado lo que se convirtió en el amor escandaloso entre dos hombres. En 1893 publicó lo que algunos considerarían su obra más lograda, Dark Angel.

22. Los originales pueden consultarse en https://archive.org/details/spiritlampserial00doug/page/n101

23. Carruaje de dos ruedas tirado por caballos, diseñado y patentado en 1834 por el arquitecto Joseph Hansom.

24. “Los exámenes Greats tuvieron lugar en junio de 1893. Douglas no se presentó a ellos. El Magdalen College expresó su desaprobación. Douglas se apresuró a borrar su nombre de los registros del colegio y escribió indignado al presidente que algún día eso sería una gran vergüenza para el Magdalen. Wilde lo congratuló por haber seguido el ejemplo de Swinburne al decidir seguir siendo un no graduado permanente” (Richard Ellman, op. cit.).

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