Será el paraíso

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Fue algo apoteósico. No exagero. Tal como no exagero cuando digo que aquella fiesta de aniversario de Julius –la última– habría sido perfecta, sino fuera por la escenita callejera que se despacharon don Antonio Rothenburg y su mujer, doña Iris Kropp. Sobre todo la señora Kropp. Aquel bochorno público hizo olvidar esas dos horas de belleza pura que Ignacio Vera Morel nos brindara a quienes estuvimos esa noche en el club y más allá todavía, porque el concierto se escuchó en todo el pueblo, tal como más tarde se oirían los gritos, los llantos y los insultos.

La culpa fue del alcohol. Había mucho champán y whisky, mucho coñac, mucho vino, que el propio Rothenburg, sus socios y amigos de toda la vida, don Eliecer Mirtovic y don Felipe Samaniego, trajeron desde la Viña Alcántara del valle de Colchagua; el mejor vino de Chile, reserva limitada, tres diamantes. Mientras estuvieron en el comedor, todo fue por buen carril. El festejado, como digo, se veía de excelente ánimo, en paz, rodeado por quienes conformaban su círculo más íntimo. Su famoso «círculo hermético», a saber: los ya mencionados Rothenburg, Samaniego y Mirtovic, más Lorenzo Tesich y Homero Platt. Ellos, junto a sus respectivas esposas e hijos, eran los únicos que tuteaban a Julius y que, en un ámbito privado, le llamaban Linde.

Todo era brindis y aplausos para Julius, el pianista y los organizadores. Sin embargo, el asunto se puso turbio cuando la fiesta se trasladó de nuevo al salón de eventos, ahora preparado para los bajativos, el largo adiós de la noche. El asunto partió con algunos chistes de subido tono que se despachó la señora Kropp. Primero fueron al voleo. Después los disparaba directo a su marido, don Antonio, que disimulaba como podía y que durante algunos minutos logró escabullirse entre la concurrencia. Pero doña Iris ya estaba en órbita y continuaba, ora lanzando insinuaciones acerca del magro rendimiento sexual de don Antonio, ora insinuándose a ciertos varones y señoritos que no podían esquivarla. Era una bomba de tiempo. Es cierto que la señora tenía fama de ser algo ligera de cascos, en especial cuando su marido se ausentaba de la isla por asuntos de negocio y partía por largas temporadas a El Calafate o Comodoro Rivadavia, pero aquella noche nos dejó a todos helados. Al parecer eligió la ocasión, el último aniversario de Julius, para exhibir por todo el salón sus dotes de femme fatale y de humorista. Como era de esperarse hubo reacciones, principalmente de las mujeres, cuyos maridos e incluso hijos púberes −porque doña Iris no respetó adolescencia ni juventud temprana en sus provocaciones– formaron una especie de muro de contención. De frontera infranqueable. Las señoras estaban en pie de guerra. Aun así, doña Iris Kropp no se arredró. Por el contrario, elevó aún más el tono de su numerito. Ahora les llamaba vacas a las señoras que conformaban el muro. Vacas lecheras. Sin sesos, ni hormonas. Y a los hombrones les llamó impotentes. Les llamó eunucos. Y maricones del culo. Usó aquellos términos en reiteradas ocasiones, hasta que la sangre llegó al río. De pronto comenzó un forcejeo cerca de la puerta. Había varias señoras que querían matar a doña Iris. Gritaban que era una puta. Algunos tipos, e incluso damas, se interponían para que el asunto no pasara a mayores, digamos a un linchamiento. Entonces la confusión y la brega fueron en aumento, hasta convertirse en una turbamulta que se desplazaba desde el salón hacia las puertas del club, para finalmente buscar alcanzar la calle. Como se ha dicho, intervenían mujeres y hombres, pero ahora convertidos en un bolo apretado, en movimiento, donde ya se registraban varias caídas de bruces y de espaldas. Caídas espectaculares. También volcamientos de vasos y botellas que producían sus respectivos estruendos. Esquirlas. Puñetazos. Y arañazos. Este bolo logró dar con la calle, con la costanera y continuar hacia el mar por la explanada de la bahía. Allí prosiguió el escándalo. Hubo más trompadas y gritos. Hubo chillidos que parecían querer remontar las olas, llegar a la llanura. Hubo hasta risitas histéricas, incontrolables, despertando al pueblo en horas del descanso reparador.

Visto así, el asunto iba para una batalla campal en la vía pública, de tal magnitud que una vez terminada solo quedaría contabilizar muertos y heridos. Sin embargo, por algún milagro los espíritus se aquietaron. No me pregunten cómo ni por qué. Sencillamente fue como si el peso del cielo, que a esa hora mostraba sus primeros tonos rojizos y anaranjados de un típico amanecer en Puerto Porvenir, hubiese caído sobre ellos. Todo el peso del firmamento. O algo así. El propio Antonio Rothenburg logró abrirse paso, llegar hasta donde estaba su esposa, en la explanada de la costanera, contenida por dos de sus más fieles –y ahora únicas– amigas, y tomarla del brazo con fuerza para sacarla del área de conflicto. Mientras don Antonio cargaba con ella, la señora gritaba a su marido que se cagaba en papá Rothenburg, en abuelo Rothenburg y en todos los Rothemburg; todos, putos entre putos, cornudos entre cornudos, eunucos entre eunucos. Creo que en ese momento don Antonio −don Roty, como le llamábamos cariñosamente– estuvo a punto de soltarle un sopapo a doña Iris, pero se contuvo. Como sea, por fortuna o por providencia, el caso no pasó a mayores, quiero decir que no hubo trompadas directas, persecuciones ni patadas. Quedó en eso, en empujones, arañazos, puñadas al aire e insultos de grueso calibre.

Nadie esperó que el aniversario concluyera de ese modo. Era de no creerlo. Pero ocurrió. Fue una ruina ante los ojos del propio Julius, que no intervino en la refriega y se limitó a observarla impertérrito desde la puerta del club. Stasse tampoco intervino, permaneció sentada a su lado en posición firme, con cara de querer comérselos a todos. Stasse mostraba los dientes. Junto a ellos, aunque un par de metros más atrás, algo oculto, estaba el pobre de Verita Morel bastante borracho, tambaleando, con una copa en la mano, riéndose solo. También tenía un pucho entre los dedos. Creo que se reía de puro miedo.

Estuve a punto de ajusticiar a Julius.

Un día llegó a mi taller. Andaba sin su perra. Vino a comprar un arco, flechas con punta serrada, un carcaj. Dijo que quería un arco grande para guanaco, con flechas de punta de obsidiana verde. Le mostré tres. Eran los mejores que había fabricado hasta el momento. No era la primera vez que Julius venía a mi taller. Antes ya me había comprado un par de arcos, pero de los pequeños, para ceremonias. Además me había comprado lazos trenzados, de boleadoras, y puntas de obsidiana negra. O sea que Julius y yo nos conocíamos las caras, como se dice. Perfectamente. Esta era la tercera vez que nos veíamos. Fue cuando de verdad pensé en matarlo. De un flechazo. O de dos, si se quiere. Uno, de gracia. Tenía a mano mi arco personal, con astil de coihue, punta de vidrio, timón corto y ancho, para una distancia corta. Sería una muerte por desangramiento, aunque bastante rápida. Él estaba frente al mesón probando la tensión de las cuerdas y yo detrás de él, junto a la puerta. Seis metros exactos. Sabía dónde apuntar, la tensión que precisa una distancia así, el ángulo de tiro. Todo estaba medido. Después de todo, soy un experto con el arco. Soy un auténtico selknam. Pero no me atreví. Debí hacerlo. Sé que debí tirar. Esa tarde debí matar a Julius.

Capítulo IV Barlovento

STALIN SIN BIGOTE NO ERA STALIN. Gromiko sin bigote tampoco era Gromiko. Perdía autoridad. Eso pensé en cuanto lo vi. Durante dos o tres días, mientras nos preparábamos para la campaña de reclutamiento, continué pegado con la imagen de un Gromiko antiguo. Un verdadero bolchevique, con un gran bigote. De un rostro duro como el tungsteno. Perduraba en mi cabeza aquella imagen que tenía de él, que se sobreponía al Gromiko lampiño y avejentado que ahora tenía delante. No podía evitarlo, aunque quisiera. O debiera. Parecerá una locura, pero luchaba por aferrarme a la realidad objetiva, es decir, la imagen real del jefe bolchevique. No obstante aquella otra imagen, idealizada e imposible, estaba en mi cabeza desde antes del Golpe. Era un rostro que surgía del pozo de los recuerdos, de aguas siempre vivas, de aquellas reuniones de propaganda callejera del Partido, de los afiches pegados en los muros, en las ventanas de las casas de los bolches, durante la inolvidable campaña parlamentaria de comienzos del ’73. Partido Comunista, 18%. Histórico.

Esta contienda de imágenes ocurría en el centro de mi atribulada mollera.

Pero con el paso del tiempo –en este caso, tal vez un par de horas– superé aquella trampa de mi imaginación. O mejor dicho, el nuevo Gromiko se impuso con total propiedad. Digamos que el Gromiko real prevaleció por sobre la ensoñación. No podía ser de otra manera. Aunque debo agregar que a este propósito contribuyó que el jefe bolchevique, a pesar del deterioro de los años, mantuviera aquel tono de voz grave, aquel acento proletario, educado en la escuela de Lenin, bajo la estrella de octubre.

–¿Cuánto hay hasta Puerto Nuevo? –preguntó Gromiko mirando el mapa.

–Una hora, una hora quince –respondió Pedrito indicando el lugar, en la hoja, con un dedo que parecía más grueso de lo habitual y aún más torcido en su punta.

No obstante, rápidamente el Duende retiró su tenaza. Quizás sintió vergüenza de su dedo descomunal. Puede ser.

–Aquí está Puerto Nuevo. Y aquí el lago Vergara –agregó Gromiko.

–Sí, Vergara –asintió el Duende.

–Aquí, en lago Vergara, había un buen militante. Uno realmente bueno. Creo que se llamaba Dobson –dijo el jefe bolchevique, con su diestra empuñada sobre la hoja. Miraba a Pedrito, que a su vez miraba el mapa.

–Sí. Todavía está ahí, en el área. En alguna parte. Es un campo grande. Ocho mil quinientas hectáreas −afirmó Pedrito demorando la palabra quinientas, y demorando todavía más la palabra hectáreas, como si estuviese haciendo un cálculo o fijando un precio.

 

Al hablar les salía un vapor espeso. Una nube. Yo no habría la boca, solo respiraba. Por un instante me distraje con los hilos de vapor que soltaba por la nariz, como si estuviese fumando. Entonces me dieron ganas de fumar de verdad, pero no lo hice. A Gromiko no le gustaba que fumaran en una habitación cerrada. Los tres estábamos sentados en torno a la mesa. Gromiko estaba sentado en la cama. Sobre la mesa −que intentábamos no tocar para no desarmarla– se extendía el mapa del tesoro: una fotocopia del mapa político de Tierra del Fuego, del Instituto Geográfico Militar. Olvidémonos del lago Vergara y de Onaisín por ahora, planteó Gromiko. Vamos a Cameron, ordenó indicando el punto. Vamos directo, soltó, aunque esta vez reiterando el trayecto tres veces. Era un trazado corto y rápido que describía Bahía Inútil. Hasta entonces, para mí, todo el famoso trayecto eran nombres de lugares, puntitos negros en una fotocopia y la letra equis hecha a la rápida en cuatro ocasiones.

Hacía un frío criogénico en la habitación. Pero mi corazón ardía. Lo digo en serio. Doy un solo ejemplo: cuando Gromiko, o más bien el dedo índice de Gromiko, recorría el mapa o señalaba un punto X en él, yo pensaba, en ese mismísimo instante, que esa mano proleta, ahora blanca, casi traslúcida, aunque todavía algo gruesa, algo tosca, había estrechado la diestra de Erich Hoenecker, de Ceascescu, del camarada Breznev, del camarada Andropov. Por ende, mi cabeza volaba lejos. Pónganse en mi caso. Es cierto que era por algunos segundos. Por una fracción, que se me antojaba crucial. Como diría Octavio Paz: «Quieto en el aire; no en el aire, en el instante: el colibrí». En ese rango. Sé que eran chispazos, pero mi cabeza salía disparada por la ventana. Y yo no juego con la imagen de un disparo. Nunca. Luego mi testa regresaba. Era la fantasía que encendía mi ánimo en mitad del frío, a las 5:40 de la madrugada. Tú sabes, decía Gromiko cada tanto a Pedrito. El Duende asentía. Sonreía entre dientes. Sonreía entre las espadas del futuro. Tú sabes. Tú sabes. Pedrito sería el guía de la campaña. Era nuestro geógrafo. Nuestra brújula. El Duende conocía la isla como nadie; desde Almirantazgo hasta Dúngenes, pasando por los contornos y hondonadas de Altos del Boquerón, de Carmen Silva; cursos completos de ríos, riachuelos, arroyos. Por los contrafuertes de la selva fría. La tundra. Y sobre todo, por la inmensa llanura. Su punto fuerte.

Pronto estaríamos en la hora cero. Y daríamos inicio, oficialmente, a la campaña de reclutamiento «Tierra del Fuego ’84», con todas sus letras.

Confío en Pedrito. En su instinto de rastreador. En sus binoculares Vintage para detectar al enemigo de lejos. Confío en Gromiko, y junto a su nombre garabateo una estrella. Confío en mí, en mi valentía, a pesar de que hasta ahora solo he puesto cojones sobre un mapa. Confío en mis piernas y en mis agallas, mucho más que en mi destino de poeta, aunque este factor −la porfiada escritura de poesía– también lo he sumado al arsenal. Pienso llevar un diario de campaña en una pequeña libreta Torre que me regaló Marcela. En él haré un registro riguroso de acontecimientos, detalles, determinaciones y rutas. Pero también contendrá en las orillas, en los reversos, señales o ideas para poemas futuros. Quizás algunos títulos. Algunos finales. O primeras líneas, o versos de arranque.

Escribiré mi diario con una letra pequeña, aún más pequeña y apretada que ésta. Será un enjambre. Es probable que solamente sea legible para mí. O para un criptógrafo. Tendrá muchas abreviaturas. Usaré letra de imprenta.

*

Puerto Porvenir, cabo Boquerón y cabo Esperanza, en camioneta. Una C-10 blanca. Después Puerto Nuevo. Luego Onaisín. Ojalá pasado Onaisín. Pasada la ladera sur, la más escarpada y alta de la sierra Carmen Silva. Lo más cerca posible de Cameron, como quien dice a la altura del río Japón, del otro lado de la sierra. Que Gromiko vaya en la cabina, bien sentadito. Que cuide sus piernas, porque siente unas punzadas como de broca cuando camina. Es en los gemelos. De igual modo, punciones en las rodillas, y cerca de la cadera, aunque no tan agudas. Eso ha declarado Gromiko. Hasta ahora creo que ha hablado más de sus piernas que de la Revolución. Pero a mí no me engaña el gran jefe bolchevique. Gromiko exagera la nota con eso de sus piernas. En realidad quiere ahorrarse los barquinazos que Santiaguito y yo nos daremos en la camada. Es mucho menos proletario viajar en la cabina, camarada. Sí. Además, ahí dentro se ahorrará el puto viento que corre por toda la bahía, que choca contra la sierra y que luego se devuelve, con más potencia. Pero yo no le temo al viento. Nací aquí, en la isla. Sé que alguien podría pensar que me acostumbré al solcito de Panamá. A la brisita caliente de Panamá, que cerca del mar parece un visillo que te envuelve la cara. Un visillo fresco, como de menta o eucalipto. Las playitas de Isla del Rey. De Contadora. Arena que parece azúcar flor. Que parece polvo enamorado. Y si fuera así, ¿qué? ¿Quién no se acomoda en el Paraíso? Entonces sí. Me ablandé, compañeros. Pongamos que sí. ¿Y qué con eso? Como sea, el viento será para el Poeta y para mí. Somos nosotros quienes iremos en esa puta camada. Los riñones los ponemos nosotros. Es una lástima, pero con los saltos que dará la camioneta, Santiago no podrá escribir mucho en su diario de guerra. El camino es canalla.

Antes del Golpe había una célula en Cameron.

Eran doce o trece militantes. El 1 era Ramón. Y el 2 era su primo Luis, el orgánico. Hasta ahí me acuerdo. Vine una sola vez, para el paro de los camioneros, el ’72. Ahora deben estar sumergidos. O algunos se habrán ido a la Argentina, a otras estancias. Según Gastón, el viejo Ramón murió hace algunos años. Debe ser así, porque ese viejo era una reliquia. Era de los tiempos de la Federación Obrera. Veremos qué queda de esa célula. Tendremos que cazar nuevos reclutas. De eso se trata. Esto es una cacería, camaradas. La pesca milagrosa. En la retaguardia estará Gastón. Luego llegará Marcela, la compañera de Santiago. Ella no es militante, tan solo simpatizante, pero confío en el buen ojo de Santiaguito. En verdad confío en Santiago, aunque todavía esté a prueba. Y aún no la pasa. Sin embargo, el muchacho es de buena madera. Tiene linaje, como quien diría. Su abuelo Santiago reclutó al compañero Donoso y el compañero Donoso me reclutó a mí, en tiempos de González Videla. Así fue nuestro cuento. Pero eso queda para la historia. Ahora, ¿me preguntan por Pedrito? Bolchevique. Punto aparte.

K-125, dijo Pedrito cerrando la frase. Fue la primera vez que oí hablar del K-125. O al menos eso juraba. Más tarde supe que no, porque el propio Pedrito en la llanura, tras nuestra huida de Cameron, me aseguró que le preguntó a Gromiko por el asunto del submarino, en cuanto estuvo a mano, en la pensión de calle Bohr. Fue de una cama a otra, a dos metros de distancia. También aseguró que yo estaba ahí, con ellos. Tú estabas en la habitación, Poeta. Tú me escuchaste. Aunque, para ser bien legal, no recuerdo que el Duende haya preguntado a Gromiko por el K-125. Creo que me habría acordado. No todos los días alguien habla de un submarino atómico, en el estrecho de Magallanes, en misión de rescate. De verdad que no rememoro una palabra de aquello, a pesar de haberme propuesto −eso sí que recuerdo– permanecer atento al máximo, registrar cada momento con Gromiko desde el primer minuto. Empero no niego de plano que pueda haber caído en alguna «laguna», como suelo llamar a mis breves pérdidas de conciencia. A decir verdad, son lagunajos. Puede ser. Sí. Quizás fue un lapsus de esa índole: una crisis de ausencia, producto de la maldita epilepsia que me pela los cables, desde niño. Por tanto, debo creerle a Pedrito. A pie juntillas, como hacen los fieles.

Conclusión: el tema del K-125 estuvo sobre la mesa ya en los albores de la campaña.

Gromiko cortó la charla de raíz. Mano en alto, movimiento de cabeza y cejas arqueadas para que el Duende, que sin duda esperaba ir por más, alcanzara apenas a repetir la letra K en solitario, ahogando el famoso número en su guargüero. Enseguida cerró la boca y sonrió mudo al vacío. Al aire.

El corte abrupto que Gromiko dio al asunto fue por mi causa. Estoy seguro de ello. El jefe bolchevique consideró que hablar del submarino atómico, vale decir de un plan ultrasecreto engendrado en las altas esferas −Politburó– no era apropiado para los oídos de un komsomol que todavía daba examen, como yo. De modo que cambió de historia y de época. Pidió a Pedrito que le informara acerca de los agentes de Puerto Porvenir, a quienes llamó pesquisas:

–¿Qué hay con los pesquisas, compañero? ¿Activos o durmientes?

–Activos. O mitad activos.

–Entonces, vamos por orden. Primero con Torres. Luego con Solorza. Es el turno de los chanchos.

En esta parte Gromiko usó el tono de voz más firme de toda la campaña. Era como si su garganta recuperara de pronto, en toda su magnitud, la templanza proletaria de cincuenta años de lucha. Por lo menos, así la escuché. Era una voz hecha de acero puro. Pedrito repitió, casi palabra por palabra, lo dicho por Gastón, que a su vez recogía los rumores y habladurías que todo el pueblo echaba a correr desde las ventanas, las puertas y las paredes, con radares y con orejas. Claro que Pedrito no se sumó al jefe en eso de llamar pesquisas a Torres y Solorza, a quienes siempre tildó de sapos, como todo el mundo.

El compañero Gastón se las había ingeniado para sonsacar algo de información acerca del parcito de la fortuna, entre algunos habitantes de su vecindario: calles Candelaria, San Rafael, Misiones, Elcano, avenida Dresden. Aquel cuadrante era su primer anillo de seguridad. Así le llamaba. En este arete incluía a El Encanto, aquel legendario quilombo de calle Misiones, frente al cementerio. El compañero sumaba a las asiladas, en la causa. A todas. No por nada eran las putas de la muerte, y del beso ruso, y del guanaco blanco. Eran la máscara roja.

Sapo o Pesquisa 1: Eduardo Torres, 39 años. En la actualidad, un desastre. La prueba más palpable de su decadencia personal es su aspecto derrengado: panzón, fofo y mal afeitado. Torres aparenta cincuenta años. O más. Fuma cuarenta cigarrillos diarios. Bebe desde piña colada hasta whisky. Ahora, un apretado historial. Nacido en El Olívar, ocho kilómetros al sur de Rancagua. Pasó su infancia, si se puede llamar así, cosechando poroto, maíz y tomate, en el fundo de Fernando Contesse, a orillas del río Cachapoal, que en lengua aborigen significa río loco; quizás el lugar favorito de los suicidas de toda la provincia de O’Higgins y que durante las crecidas de primavera arrasaba con todo a su paso, de un margen al otro, sin ninguna lógica. Torres se metió a milico porque no tenía otra opción. Era meterse a milico o terminar sus días, o por lo menos su vida útil, encaramado sobre unos fardos de alfalfa en un coloso triste, tirado por un tractor, a diez kilómetros por hora, por caminos de tierra, soportando 38º a la sombra. Sin embargo Torres, contra todo pronóstico, agradecía el haber sido un niño campesino y haberse criado en un pueblucho. Cuando decía pueblucho no lo hacía con la intención del común de la gente, sino con cariño, hasta con amor. Según Torres, fue esta condición pueblerina la que marcó su destino de milico y también de agente secreto. Los pueblos chicos siempre estuvieron en su horizonte. Después de licenciarse, con el grado de sargento segundo, y vivir a concho la etapa que llamaba edad de oro en el regimiento Buin, y más tarde en el regimiento Peldehue. Estaba joven. Era un buen milico. Luego llegó el famoso ’73. Durante el primer tiempo del Golpe, donde no disparó un solo tiro, montó guardias de ocho horas continuas, durante tres meses, en caminos y carreteras fantasmas. Ni un solo guerrillero. Finalmente fue destinado a San Fabián de Alico, aunque ahora sí ya convertido en todo un sapo −palabra que Torres odiaba–, integrante del SIM. En San Fabián de Alico, hasta el 11 de septiembre, había tres comunistas activos y un mirista minusválido. Todo el resto –una docena de individuos– era simpatizante o ayudista del Partido Comunista o del Partido Socialista. El 1 de los rojos era una mujer que el mismo 11 se había largado a Santiago, para resistir el Golpe en un cordón industrial, en el sector suroriente de la capital. El destino de Zulema Rodríguez −así se llamaba el 1– es desconocido a la fecha. El 2 era un ejecutado político. Se llamaba Rubén Daroch. Era químico-farmacéutico. Y el 3 era un viejo militante de 83 años, languideciendo en San Fabián. Además, el anciano sufría del mal de Parkinson. Fin de la historia, por el momento. Luego para Eduardo Torres vendrían comisiones en Collipulli, Chañaral, Calbuco, Gorbea, Rengo y Cartagena. En realidad, más que sapo parecía vendedor viajero, según él. Finalmente recaló en Puerto Porvenir. De aquí no se había movido por años. Son órdenes «de arriba». Sin novedad en el frente, como quien dice, aunque aquí sí que había comunistas y socialistas. Pero ahora no hay ninguno. Cero. Todos están camuflados, fundidos con el paisaje. O quizás estén hundidos en sus madrigueras como pinches coruros, repite una y otra vez el sapo Torres cuando se emborracha. Les llama así a los comunistas invisibles, coruros. Él patentó ese mote. Es uno de sus mayores orgullos después de su paso por el regimiento Buin, del cual queda una fotografía como mudo testimonio, donde aparece un muchacho de unos 25 años, vestido con uniforme de gala, en posición firme, frente a las torretas de ladrillo y cal del recinto. Torres fue el primero que les llamó coruros a los rojos. Y aquel nombre se ha extendido por Puerto Porvenir. Dice que lo ha oído en otras bocas. Y que se lo ocurrió a él, nada menos, llamarlos así y no comunachos, rojos, bolches, ratas, ratones, rabanitos. Coruros suena bien. Pero el caso es que no queda un solo coruro que asome la cabeza en el pueblo, en toda la isla. Tal vez desaparecieron en el pasaje Esteban Capkovic. Puede que sí. Allí se los faenó la Viuda Negra, bromea Torres. Como sea, aquí no tiene pega, aunque cada treinta días cobra su sueldo. Solo debe cuidarse del frío, del trago. También del pucho. Y del cordero, del capón. Bajar la presión arterial, porque la tiene por las nubes. Cambiar urgente de hábitos. Conclusión: Torres es un desastre. Es un borracho perdido. Un incompetente. Pero sigue siendo un hijo de puta. De cuidado.

 

Sapo o Pesquisa 2: Ernesto Solorza, 28 años. Oriundo de Santiago, sector oriente, aunque en realidad nació en Pirque, pero se trasladó a la capital, junto a sus padres, cuando era un lactante. Se hizo milico por vocación. Eso afirma. De esta vocación militar no tiene antecedentes familiares. Hasta donde sabe, es el primer soldado de la familia. Fue un recluta de calificaciones excelentes. Luego se le contrató. Fue un buen clase. Quizás el mejor de su guarnición. Era respetado y sobre todo querido por sus conscriptos. El Golpe de Estado lo sorprendió con el grado de subteniente en el regimiento Peldehue. Asegura haber formado parte de un par de misiones de bajo calibre, en operaciones rastrillo en el litoral central, y que después de algunas semanas en terreno, la unidad de caballería motorizada que integraba terminó con las manos vacías. Más bien, se trató de operaciones de movimiento y ocupación. Una especie de ejercicios de coordinación y comunicaciones. Ahora bien, si acaso el hecho de haber pertenecido a la dotación del regimiento Peldehue, al igual que su colega Torres, podría tomarse como una coincidencia increíble, el haber estado de imaginaria de castigo −la única que sufrió en su carrera y no por su culpa, sino por cubrir a otro clase– la misma noche en que Torres ingresó al Peldehue resulta, simplemente, legendaria. De mito y leyenda. Pero así fue. Da que pensar aquella coincidencia. Sin duda que hay un orden invisible en todo esto. No obstante, la guardia de castigo que cumplía esa noche, lo retrata de pies a cabeza. Y es bueno extenderse en esto. Solorza aceptó la culpa de haber robado, junto a otro clase y un conscripto, medio vacuno de la bodega de abastecimiento de la unidad. Pero no delató a sus cómplices. Reconoció el hecho y el número de participantes directos, de los cuales solo él fue sorprendido in fraganti. Además, sumó su autoría intelectual en el hecho. No hizo mención alguna del teniente Rubín, quien fuera el cerebro del atraco, por cuanto estaba de cumpleaños aquella noche y quería celebrarlo como Dios manda. La boca de Solorza fue un candado. Un misterio insondable. Así era Solorza. Tenía códigos de silencio, de honor. Y los cumplía, aun cuando esto significara un sacrificio personal. De seguro que fue este incidente menor pero significativo, entre otros hechos del azar, el que convenció al alto mando para convertirlo en un agente de seguridad; en otras palabras, en un sapo. Otra cadena de sucesos desafortunados en los que Solorza nuevamente actuó de acuerdo a su sentido del honor y de la lealtad, que para algunos oficiales era a todas luces sobredimensionado por éste, le llevaron a recalar, a modo de castigo o degradación militar, en Puerto Porvenir. Ningún agente de seguridad o policía secreto que se preciara de tal podría sentirse orgulloso de operar en Puerto Porvenir, en el último rincón de la tierra. Parece un chiste. Sin embargo nuestro Ernesto Solorza lleva aquí dieciocho meses. Aquí, en Alcatraz, como él mismo suele llamar, en ocasiones, a Puerto Porvenir y a toda Tierra del Fuego. Pero a pesar de la adversidad, Solorza se ha mantenido en pie. Su colega Torres no ha logrado corromper sus códigos. Tal vez ahora se permite un poco de trago y algo de putas, pero por estrictas razones de salud mental, es decir, para no enloquecer con el clima y el paisaje, para no terminar imitando a los cisnes y flamencos de la bahía siguiéndoles el vuelo, o lo que sería peor, tirándose a las ovejas como los puesteros. Solo un poco de desahogo, en bajas dosis, para mantener la cabeza en su sitio. Lo demás es cumplir con las órdenes. Mantenerse como un tipo educado, condescendiente y al mismo tiempo riguroso con el escalafón. Aquel es el leitmotiv de Solorza. El hombre sabe que muchos en Puerto Porvenir lo ven como un pendejo. Como un poquita cosa. Le miran por sobre el hombro por sus modales y por su apariencia: flaquito, de cuello largo y con manos de porcelana. Un pichón que siempre está con frío. Pero se equivocan medio a medio. El hombre está entero. Se aferra y refugia en sus principios éticos, en su estatura física que siempre lo ha distinguido −1,83–, y en el resto de juventud que todavía le queda.

*

Entregué la ficha de Marcela a Gromiko. Procedencia, disposición, grado de conocimiento de la campaña. Traté de responder con el mismo tono que empleaba el jefe bolchevique. Confianza en ella, cien por cien. Seguridad cien por cien. Sin titubeos. Creo haber hecho un buen trabajo, porque Gromiko asentía con un rostro limpio de dudas. El jefe se veía hasta contento. Imagino que mi cara también estaba limpia de dudas. Ambos nos mirábamos en un espejo o algo así. Solo cuando preguntó por qué Marcela no militaba en el Parido resbalé, mordisqué y tragué saliva, pero por fortuna Gromiko dejó pasar mi agachada y cambió de tema. ¿Así que Marcela es poeta?, insistió. Sí, respondí. Como Neruda, como Maiakovski, agregó sonriendo y con una mirada radiográfica. O que yo sentí como radiográfica. Hecho al que no le di mayor importancia, porque habíamos entrado en terrenos fértiles. La verdad es que me golpeó al mencionar a Vladimiro. No lo esperaba. Sí, como Maiakovski, respondí quizás balbuceante. Pensé en agregar como Esenin, como Blok, como Evtuchenko, como Pushkin, ¡quién podría olvidar a Pushkin en el minuto de barajar nombres señeros! De combinar. De pintar un aguafuerte. Pero callé. No dije ni pío. ¿Y tú también eres poeta?, preguntó cortando el aire con su voz proleta, curtida. Sí, también lo soy, compañero, contesté soltando un risita por lo bajo. En pajarístico.

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