Obras Completas de Platón

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Cypris dijo a las Musas:

Jóvenes, rendid homenaje a Afrodita,

o envío contra vosotras el Amor con sus dardos.

—No te burles, dijeron las Musas;

este niño no se separa de nuestro lado.

Estos en fin.

Un hombre iba a colgarse;

encuentra un tesoro,

deja allí la cuerda en lugar del tesoro.

El dueño de éste, no encontrándolo,

coge la cuerda y se ahorca.

El político Melón de Atenas aborrecía a Platón, y dijo un día que era menos extraño ver a Dionisio en Corinto que a Platón en Sicilia. El historiador y filósofo Jenofonte abrigaba alguna prevención contra Platón. Al parecer había entre ambos alguna rivalidad por haber tratado los mismos objetos: el Banquete, la Apología de Sócrates, los Comentarios morales. Además Platón trató de la República, y Jenofonte de la Educación de Ciro (Cropedia). Platón en las Leyes dice, que esta última obra es una pura utopía, y que Ciro no se parecía en nada al retrato que hace Jenofonte. Ambos citan frecuentemente a Sócrates, pero jamás se citan el uno al otro; una sola vez, sin embargo, Jenofonte nombra a Platón en el tercer libro de las Memorias.

Se cuenta que el filósofo Antístenes, fundador y jefe de la escuela cínica, fue un día a suplicar a Platón que asistiera a la lectura de una de sus obras. Platón preguntó sobre qué materia versaba.

—Sobre la dificultad de comprender —respondió Antístenes.

—Entonces —replicó Platón—, ¿para qué escribes sobre esta cuestión?

Y le demostró que incurría en un círculo vicioso. Antístenes, herido, escribió contra Platón un diálogo titulado Sothon, y desde este momento fueron enemigos. Se dice igualmente que Sócrates, habiendo oído a Platón leer el Lisis, exclamó:

—¡Dioses!, ¡qué de cosas me presta este joven!

Y en efecto, puso como de Sócrates muchas cosas que éste jamás dijo.

Platón estaba indispuesto con Arístipo de Cirene; y así le acusa en el Tratado del alma[23] de no haber asistido a la muerte de Sócrates, aunque en aquel acto había ido a Egina, a poca distancia de Atenas. Tampoco amaba al político y orador ateniense Esquines,[24] porque se celaba de la estimación que le daba Dionisio. Con este motivo se refiere, que habiéndose visto precisado Esquines a ir a Sicilia, Platón le rehusó su apoyo, y que fue Arístipo el que lo recomendó al tirano. El filósofo epicúreo Idomeneo de Lámpsaco asegura, por su parte, que no fue Critón, como lo supone Platón, sino Esquines, el que propuso a Sócrates su evasión; y Platón no pudo atribuir este ofrecimiento al primero, sino como resultado del odio que tenía al segundo. Por lo demás, no cita jamás a Esquines en sus diálogos, excepto en el Tratado del alma y en la Apología.

Aristóteles observa que su estilo ocupa un medio entre la poesía y la prosa. Favorino dice en alguna parte que, cuando Platón leyó su Tratado del alma, sólo Aristóteles quedó escuchándole, y que todos los demás se marcharon. El filósofo académico Filipo de Opunte pasa por haber trascrito las Leyes que Platón había dejado solamente en borrador; también se le atribuye el Epínomis. El poeta y filólogo Euforión de Calcis y el estoico Panecio de Rodas dicen que se encontró un gran número de variantes para el exordio de la República. Aristóxeno pretende, por su parte, que esta obra se encontraba ya casi toda entera en las Contradicciones del sofista Protágoras de Abdera. El Fedro pasa por su primera composición, y a decir verdad, este diálogo se resiente de la mano joven que lo hizo. El filósofo peripatético Dicearco de Mesina llega hasta el punto de censurar todo el conjunto de esta obra, y no encuentra en ella ni arte, ni placer.

Habiendo visto Platón a un joven jugando a los dados, le reprendió.

—Por poca cosa me reprendes —dijo el joven.

—¿Crees tú —repuso Platón— que el hábito es poca cosa?

Le preguntaron si dejaría algún monumento durable, como los filósofos que le habían precedido:

—Lo primero que hay que hacer —dijo— es crearse un nombre, y hecho esto, lo demás ya vendrá.

Como entrara Jenócrates de Calcedonia, alumno de la Academia, en casa de Platón, le suplicó éste que castigara en su lugar a uno de sus esclavos, porque no quería hacerlo él mismo, por estar montado en cólera. Otra vez dijo a un esclavo:

—Te abofetearía, si no estuviera irritado.

Montó un día a caballo, y se apeó luego, temiendo que el caballo podía comunicarle su fiereza. Aconsejaba a los borrachos que se miraran a un espejo, para que la vista de su degradación les preservase para lo sucesivo. Decía que jamás era conveniente embriagarse, excepto, sin embargo, durante las fiestas del dios a quien se debe el vino. También llevaba a mal el exceso del sueño, y a este propósito dice en las Leyes: «Un hombre que se duerme no es bueno para nada».

Pretendía que lo más agradable del mundo es oír la verdad, o, según otros, decirla. He aquí, por lo demás, cómo habla de la verdad en las Leyes: «La verdad, querido huésped, es una cosa bella y durable, pero no es fácil convencer a los hombres». Deseaba que su nombre se perpetuara o en la memoria de sus amigos o mediante sus obras. Se asegura igualmente que hacía frecuentes viajes.

Ya hemos dicho cómo murió. Favorino, en el tercer libro de los Comentarios, refiere este suceso como acaecido en el tercer año del reinado de Filipo II de Macedonia. Teopompo habla de las reprensiones que este príncipe le dirigió. El historiador romano Misoniano, por otra parte, refiere un proverbio citado por el filósofo judío Filón de Alejandría, del cual debía resultar que Platón había sucumbido a consecuencia de una enfermedad pedicular. Sus discípulos le hicieron magníficos funerales y le enterraron en la Academia, donde había enseñado durante la mayor parte de su vida, y de la que ha tomado su nombre la escuela platónica.

Su testamento estaba concebido en estos términos:

«Platón dispone de sus bienes de la manera siguiente: La tierra del distrito de los Hefestíadas que linda al Norte con el camino que viene del templo de los Ceficíadas, al Mediodía con el templo de Heracles situado en el territorio de los Hefestíadas, al Oriente con la propiedad de Arquestrato de Frearros, y al Poniente con la de Filipo el Calidio[25] no podrá ser ni vendida ni enajenada; pertenecerá, si puede ser,[26] a mi hijo Adimanto. Le doy igualmente la tierra de los Eirésidas, que compré a Calímaco, y que linda al Norte con otra de Eurimedón de Mirrina, y al Poniente con el Céfiso.

»Además le doy tres minas de plata, un vaso de plata de peso de ciento sesenta y cinco dracmas, un anillo y un pendiente de oro, que juntos pesan cuatro dracmas y ocho óbolos. Euclides, el escultor, me debe tres minas. Declaro libre a Artemis (esclava); en cuanto a Sicón, Bictas, Apoloníades y Dionisio los dejo a mi hijo, al que lego igualmente todos los muebles y efectos especificados en el inventario que está en poder de Demetrio. No debo nada a nadie. Los ejecutores testamentarios serán Sóstenes (Tozthenes), Espeusipo, Demetrio, Hegias, Eurimedón, Calímaco y Trasipo».[27]

Tal es su testamento. Sobre su tumba se han grabado muchos epitafios; el primero está concebido así:

«Aquí descansa el divino Aristocles, el primero de los hombres por la justicia y la virtud. Si algún hombre ha podido hacerse ilustre por su sabiduría, es él; ni la envidia misma ha manchado su gloria».

Y otro:

«El cuerpo de Platón, hijo de Aristón, descansa aquí en el seno de la tierra; pero su alma bienaventurada habita en la estancia de los inmortales. Iniciado hoy en la vida celeste, recibe desde lejos los homenajes de los hombres virtuosos».

La que sigue es más moderna:

«Águila, ¿por qué vuelas por encima de esta tumba? Dime a qué punto de la estancia celeste se dirige tu mirada. —Yo soy la sombra de Platón, cuya alma ha volado al Olimpo; el Ática, su patria, conserva sus restos mortales».

También se le ha compuesto el epitafio siguiente:

«¿Cómo Febo hubiera podido, si no hubiera dado un Platón a la Grecia, regenerar por las letras las almas de los mortales? Asclepio, hijo de Apolo, es el médico de los cuerpos; Platón lo es del alma inmortal».

Y he aquí otro sobre su muerte:

«Febo ha dado a los mortales a Asclepio y a Platón; éste médico del alma, aquél del cuerpo. Platón asistía a una comida nupcial cuando partió para la ciudad eterna, que él mismo se había construido, y a la que había dado por base la estancia de Júpiter».

Tuvo por discípulos a: Espeusipo, de Atenas; Jenócrates, de Calcedonia; Aristóteles, de Estagira; Filipo, de Opunte; Histieo, de Perinto; Dión, de Siracusa; Amiclo, de Heraclea; Erasto y Corisco, ambos de Escepto; Timolao, de Cícico; Eumón, de Lámpsaco; Pitón y Heráclides, uno y otro de Emo; Hipótales y Cálipo, de Atenas; Demetrio, de Anfípolis; Heráclides, de Ponto, y muchos otros, entre quienes se cuentan dos mujeres: Lastenea, de Mantinea, y Axiotea, de Pliunte. Dicearco dice que esta última vestía traje de hombre. Algunos ponen al peripatético Teofrasto en el número de sus discípulos; el académico Camelión añade aún a los oradores y políticos Hipérides y Licurgo de Atenas; también Polemón el Escolarca, director de la Academia platónica, cita al orador ateniense Demóstenes; en fin, el también académico Sabino pretende, en el libro cuarto de las Meditaciones, que el escultor Mnesístrato de Tasos recibió lecciones de Platón, y apoya su opinión en pruebas bastante probables.

 

Observaciones sobre el orden de los Diálogos

No es cuestión fácil de resolver la relativa al orden que debe seguirse en la colocación de los Diálogos de Platón.[28] No es esta una dificultad nueva, sino que data de la más remota antigüedad; así Diógenes Laercio cita cuatro sistemas de clasificación, que hacía ya mucho tiempo se disputaban la opinión de los sabios.[29]

Unos dividían los Diálogos en dos grandes clases, según sus caracteres intrínsecos: los diálogos didácticos, que tienen por objeto la enseñanza de la verdad, y los diálogos zetéticos, que tienen por asunto el arte de descubrirla. Se dividían los primeros en teóricos y prácticos; los segundos en gimnásticos y agonísticos, y cada una de estas categorías comprendía nuevas subdivisiones.

Otros, considerando la forma de los diálogos más que el fondo, los clasificaban en tres series; diálogos dramáticos, diálogos narrativos, diálogos mixtos.

Una tercera clasificación, atribuida por el astrólogo e historiador Trasilo de Alejandría a Platón mismo, agrupaba los diálogos en nueve tetralogías. «Es sabido», dice Diógenes Laercio, «que en los concursos poéticos, en las Panateneas, en las Dionisíacas, y en otras fiestas de Baco, debían presentarse tres tragedias y un drama satírico, y que estas cuatro piezas reunidas formaban lo que se llama una tetralogía». Este ejemplo de los trágicos es el que quiso imitar Platón según Trasilo.

Primera tetralogía: los diálogos que la componen tienen, según Trasilo de Alejandría, un objeto común, esforzándose el autor en sentar cuál debe ser la vida del filósofo. A la cabeza se coloca el Eutifrón o de la santidad (piedad), después la Apología de Sócrates, el Critón o del deber, y el Fedón o del alma.

Segunda tetralogía: Crátilo o de la exactitud de los nombres; Teeteto o de la ciencia; el Sofista o del ser; y el Político o del reinado.

Tercera tetralogía: Parménides o de las ideas; Filebo o del placer; el Banquete o del bien (o del amor); Fedro o del amor.

Cuarta tetralogía: Alcibíades o de la naturaleza del hombre; el Segundo Alcibíades o de la oración; Hiparco o del amor a la ganancia; los Rivales o de la filosofía.

Quinta tetralogía: Teages o de la filosofía; Cármides o de la templanza; Laques o del valor; Lisis o de la amistad.

Sexta tetralogía: Eutidemo o de la disputa; Protágoras o de los sofistas; Gorgias o de la retórica; Menón o de la virtud.

Séptima tetralogía: los Dos Hipias, el primero sobre lo honesto, y el segundo sobre la mentira; Ion o de la Ilíada (poesía); Menéxeno o el elogio fúnebre.

Octava tetralogía: Clitofón o exhortaciones; la República o de lo justo; Timeo o de la naturaleza.

Novena tetralogía: Minos o de la ley; Las Leyes o de la legislación; el Epínomis titulado también: Conversaciones nocturnas o la filosofía; y, finalmente, trece cartas.

Otros sabios, y entre ellos Aristófanes de Bizancio, el gramático, dividían los diálogos, no en tetralogías, sino en trilogías. En la primera colocaban la República, el Timeo y el Critias; en la segunda, el Sofista, el Político y el Crátilo; en la tercera, las Leyes, Minos y el Epínomis; en la cuarta, Teeteto, Eutifrón, y la Apología; en la quinta, Critón, Fedón y las cartas. En cuanto a los otros diálogos los dejaban aislados o no establecían entre ellos ningún orden.[30]

Aquí tenemos ya bastantes sistemas de clasificación, y, sin embargo, a todos se pueden hacer fuertes objeciones.

El primer sistema, por lo pronto, es completamente arbitrario, defecto común a los otros tres; pero además es de una complicación verdaderamente incomprensible. Diógenes Laercio, que lo aprueba, nos hace ver, por los ejemplos mismos que cita, hasta qué punto está desprovisto de simplicidad. He aquí, nos dice, algunos ejemplos en apoyo de nuestra división:

Género físico: el Timeo.

Género lógico: el Político, el Crátilo, el Parménides y el Sofista.

Género moral: la Apología, el Critón, el Fedón, etc.

Género político: la República, las Leyes, el Minos, etc.

Género mayéutico: Alcibíades, Teages, Lisis, Laques.

Género experimental: Eutifrón, Menón, Ion, etc.

Género demostrativo: Protágoras.

Género destructivo: Eutidemo, los Dos Hipias, etc.

¿Qué más complicado, más arbitrario, ni más pedantesco que todas estas categorías? ¿Ni qué cosa más opuesta a la manera libre y fácil de Platón, enemigo mortal de la pedantería, a quien por otro lado eran desconocidas la mayor parte de estas divisiones regulares, introducidas después por Aristóteles y los Estoicos?

La segunda clasificación no vale la pena de ser discutida; tan arbitraria y superficial es. Diógenes Laercio observa que es una división teatral, y no una división filosófica.

Llegamos a la tercera clasificación, la de Trasilo, la única que admite seria defensa. Si sucumbe, arrastrará en su ruina la cuarta clasificación, la de Aristófanes el gramático, que tiene los mismos inconvenientes sin tener las mismas ventajas.

Por lo pronto es preciso descartar la autoridad de Platón falsamente invocada por Trasilo. Basta, entre otras mil pruebas, para hacer ver que Platón no tuvo la extravagante y pueril idea de dividir sus diálogos en tetralogías, la circunstancia de no ser de Platón muchos diálogos que figuran en dichas tetralogías. No hablamos ni del Primer Alcibíades, cuya autenticidad es solamente dudosa, ni del Hipias Menor, ni de Menéxeno, mirados sin embargo como apócrifos por los mejores críticos de nuestro tiempo; ¿pero quién se atrevería hoy día a defender el Minos, los Rivales y el Epínomis? No afirmaremos con los investigadores Schleiermacher, Ast, Socher y Enrique Ritter, que el Epínomis sea de Filipo de Oponte; pero de seguro no es de Platón, lo mismo que los Rivales o el Minos, lo mismo que las Cartas, que todas, excepto quizá la séptima, descubren señales marcadas de falsificación. Por consiguiente, la división por tetralogías no tiene otra autoridad que la de Trasilo, y no puede prevalecer sino por sus méritos intrínsecos. ¿Cuáles son? Lo ignoramos, pero vemos claramente sus inconvenientes y sus defectos.

¿Hay nada menos natural y menos serio que encadenar el genio libre de un artista inspirado, tal como Platón, encerrándole en las divisiones artificiales de nueve tetralogías? Y además, ¿con qué derecho y con qué fundamento se distribuyen de cuatro en cuatro las obras del gran maestro? La primera tetralogía, que es quizá la menos forzada, reúne a Eutifrón, la Apología, el Critón y Fedón; y convenimos en que todos estos diálogos se refieren a la vida y muerte de Sócrates; pero por lo pronto la Apología es de una autenticidad dudosa. Además, ¡qué distancia entre el Eutifrón y el Critón, diálogos de la juventud de Platón, en los que apenas se traspasa el horizonte socrático, y el Fedón, vasta y magnífica composición que sólo en su edad madura ha podido trazar, y en la que nos presenta la teoría de la reminiscencia y la teoría de las ideas con toda la profusión, precisión y grandeza de su completo desarrollo!

La tercera tetralogía comienza por el Parménides y concluye con el Fedro; pero ¿qué relación hay entre estas dos obras? El Fedro es un diálogo de lo que se puede llamar la primera manera de Platón. Diógenes Laercio nos dice, que esta encantadora obra pasaba por el primer arranque del discípulo de Sócrates. Es difícil creer que en su primer vuelo se haya remontado tan alto; pero considerando la riqueza, un tanto exuberante, de los ornamentos; la frescura toda juvenil del colorido; el atrevimiento de las conjeturas, y la abundancia de los datos mitológicos, se ve en claro, que el autor del Fedro se halla en aquella época de la vida, en que la imaginación impide el paso al razonamiento, y en la que las concepciones nacientes del genio no han pasado aún por la prueba de la reflexión, ni adquirido la precisión y rigor de la ciencia. Todo lo contrario sucede en el Parménides, en el que los procedimientos del razonamiento, en lo que tienen de más sutil y más severo, son llevados hasta el último extremo del análisis, hasta una abstracción que toca en las cimas más altas a que es dado llegar. El filósofo que ha escrito este diálogo no es un simple discípulo de Sócrates, ensayándose en la definición y en la inducción; es un lógico acabado, iniciado en los misterios más profundos de la dialéctica. Evidentemente, Platón había abandonado a Atenas; había visto a Megara y conversado con Euclides; había ido a la gran Grecia en busca de las tradiciones aún vivas de la escuela de Elea; en una palabra, había entrado en el segundo período de su carrera de artista y de filósofo, en el período de las indagaciones serias, de las discusiones críticas y de la larga serie de los razonamientos. Por lo tanto, es contraria a todas las reglas de la analogía y a todos los datos de la historia colocar a Fedro al final de la tercera tetralogía, al lado del Parménides, del Filebo y del Banquete.

No es necesario llevar más adelante el examen detallado de las tetralogías, siendo suficiente lo dicho para probar que este orden ha sido todo obra de fantasía, sin valor filosófico ni literario, y sin la menor autoridad histórica.

Sin embargo, tiene sencilla explicación lo que aconteció en el año de 1513, cuando el humanista e impresor Aldo Manucio, secundado por el griego Marco Musuro, humanista y literato, publicó la primer edición impresa de las obras de Platón, siguiendo el orden de las tetralogías. Por lo pronto éste había sido indudablemente el orden de los manuscritos, y además este orden tenía en su apoyo la antigua autoridad de Trasilo, que parecía apoyarse a su vez en la autoridad de Platón. Los editores de Basilea, Operino y Grineo, en 1534, siguieron el ejemplo de Musuro, y desde aquella lejana época hasta nuestros días se encuentra, en las diversas ediciones y traducciones de Platón, el rastro más o menos fiel del orden primitivamente adoptado.

Quede, pues, sentado, que este orden es arbitrario y defectuoso y que sería muy de desear encontrar otro mejor. Pero ¿cómo hacerlo? El problema es de los más espinosos. Pero ¿es completamente insoluble? Nosotros no lo creemos así.

Es claro que hay un orden, que, si pudiera descubrirse, sería el más natural, el más sencillo, el más útil, es decir, el orden seguido por Platón mismo en la composición de sus obras, el orden histórico.

En efecto, ¿por qué es importante leer los Diálogos de Platón en un cierto orden más bien que a la aventura? Porque importa saber por dónde comenzó y por dónde concluyó, para seguir el desarrollo natural de su genio de filósofo y de artista, confrontando la serie de sus obras con el curso de los sucesos de su vida, y coger el hilo de las influencias que sucesivamente han estimulado y modificado su espíritu; tales, por ejemplo, como la influencia de Sócrates, la de Heráclito, la de Euclides, la de los Eléatas y la de los Pitagóricos. Las conversaciones de Platón con sus contemporáneos, sus viajes, sus informaciones, las luchas que sostuvo contra sus adversarios; todo esto ha debido influir en el curso de sus pensamientos, y en sus grandes composiciones debe encontrarse el rastro de todas estas influencias. He aquí lo que haría instructivo e interesante el orden histórico si fuera posible descubrirle. Figuraos un museo, en el que estuvieran reunidos todos los cuadros de Rafael, todos sus diseños, en una palabra, su obra toda entera desde sus primeros ensayos en la escuela de Perugino hasta la Transfiguración. ¿Qué cosa más curiosa que seguir una a una todas las transformaciones de su maravilloso talento, verle desprenderse por grados de la manera de Perugino para crearse una manera más libre, más sencilla, más variada, más original, e inspirarse en las otras grandes escuelas de la Italia, de Leonardo, de Masaccio, de Miguel Ángel, hasta llegar al fin de sus días, a esa gran manera, momento crítico de transformación para él, ya para degenerar, ya para engrandecerse?

 

Por lo contrario, representaos la obra de algún otro gran genio, y pasando de la pintura a la poesía, escoged a Molière. Figuraos una edición de sus obras, que comenzase por las Mujeres sabias y concluyese por los Preciosos ridículos, en la que un editor extravagante tuviese el necio capricho de unir, formando una trilogía, el Anfitrión, el Avaro y el Siqueo, con el pretexto de ser los dos primeros imitaciones de Plauto y todos tres de autores antiguos; ¿qué diríais de tal colocación, y de la aplicación que pudiera hacerse en igual forma a las obras de Racine o a las de Shakespeare? Por consiguiente, si hay alguna cosa clara en el mundo es que el único orden que presenta interés y verdad en el curso de las obras de un poeta, de un filósofo o de un artista, es el orden histórico. Resta averiguar, si es posible dar con este orden histórico en los Diálogos de Platón. A esta pregunta pueden darse dos respuestas. Si se habla rigurosamente, no; si no se entiende de este modo, sí. Expliquémonos.

¿Queréis clasificar los diálogos de Platón, como pueden clasificarse las tragedias de Racine o las comedias de Molière? ¿Queréis saber, respecto de cada diálogo, en qué época precisa ha sido compuesto, si antes o después de tal otro, y todo esto de una manera cierta e irrefragable? Sentado el problema de esta manera es insoluble, porque excede las fuerzas de la crítica, y aun cuando se hicieran los mayores progresos en el conocimiento de la antigüedad, y aun cuando se descubrieran nuevos orígenes de informaciones, lo que no es probable, jamás podría llegarse a un resultado tan completo, tan preciso y tan cierto.

Pero si sólo se quiere saber de una manera probable, y dejando a un lado los vacíos que puedan encontrarse, cuáles son los diálogos que se refieren a la juventud de Platón, cuáles datan de su edad madura, y cuáles son, en fin, los que corresponden a su ancianidad, nos atrevemos a decir entonces, que la crítica está en posición de dar a este problema una solución satisfactoria; solución que será siempre provisional e incompleta, pero que con el progreso de la crítica y de la erudición podrá aproximarse más y más a una gran probabilidad.

Por lo pronto, sabemos con toda certeza por dónde comenzó Platón. No diremos que fue por el Lisis y menos aún que fue por el Fedro, porque esta obra parece indicar un arte ya muy ejercitado, y por otra parte aparecen ya en él sensiblemente las influencias pitagóricas, mezcladas con el espíritu socrático; pero sí diremos resueltamente, que el Lisis y el Fedro son diálogos de la juventud de Platón, son dos tipos de su primera manera de escribir. Si se exigen pruebas, daremos como prueba extrínseca la tradición tan probable y tan interesante, transmitida en estos términos por Diógenes de Laercio:

«Dícese, que habiendo oído Sócrates a Platón la lectura del Lisis, exclamó:

—¡Oh Dios!, cuántos préstamos me ha hecho este joven».[31]

He aquí otra tradición que confirma la precedente y que es de forma más agradable o ingeniosa:

«Vio Sócrates en sueños un cisne joven, acostado en sus rodillas, que, soltando sus alas, voló al momento, haciendo oír armoniosos cantos. Al día siguiente, Platón se presentó a Sócrates y dijo éste:

—He aquí el cisne que yo he visto».[32]

Diógenes de Laercio nos dice también, que se aseguraba haber sido el Fedro el primer diálogo compuesto por Platón, y a ser verdadera esta tradición de escuela, se explicaría perfectamente la exclamación de Sócrates y la narración simbólica de su visión. Pero sea de esto lo que quiera, es un hecho cierto, plenamente confirmado por el examen intrínseco de los Diálogos, que durante los años de su juventud, pasados bajo la disciplina de Sócrates, Platón compuso cierto número de diálogos, en los que, queriendo quizá limitarse a reproducir la doctrina de su maestro, su genio naciente se marchaba hacia regiones superiores. El Lisis y el Fedro pertenecen a este grupo, y una vez adquirido este resultado, ¿cómo no ha de colocarse en la misma categoría toda la serie de diálogos en que el arte es menos delicado y mucho menos profundo, y cuya doctrina, sobre todo, está mucho más severamente contenida en los límites de la enseñanza socrática, tales como el Eutifrón, el Critón, el Cármides, el Laques, el Protágoras, y el Primer Alcibíades y el gran Hipias, suponiendo que estos dos sean verdaderamente obra de Platón? He aquí por lo tanto un primer grupo de diálogos, a los que no se puede fijar seguramente con precisión su fecha respectiva, pero que tomados en masa, puede ponérseles perfectamente aparte bajo el nombre de diálogos socráticos, en concepto de ser obras de la juventud y de la primera manera de Platón.

Acabamos de decir por dónde ha comenzado Platón; pues se sabe de una manera más cierta aún y más precisa por dónde ha concluido. Por lo pronto no puede dudarse que la República es una obra de su ancianidad. Existe una tradición auténtica, reproducida por Cicerón en un pasaje célebre de su tratado De senectute, por el que se ve que Platón, en el momento de morir, se ocupaba aún en rever y retocar el preámbulo de su República, uno de los últimos frutos de sus largas meditaciones. Por otra parte, el Timeo, al empezar, recuerda expresamente la República, y el Timeo mismo es materialmente inseparable del Critias, obra que Platón dejó por concluir. Si se añade a esto que hay muy excelentes razones, y razones de todas clases, para colocar las Leyes después de la República, sin poderlas separar por un largo intervalo, llegaréis a este resultado, cierto o casi cierto: que las últimas obras de Platón son la República, el Timeo, las Leyes, y, en fin, el Critias, que es probablemente su último escrito.

Considerad ahora el carácter dominante de estas grandes composiciones de la lozana ancianidad de Platón. Son dogmáticas a diferencia de todas las demás, en las que Platón busca la verdad, pero sin llegar a descubrirla, disertando mucho, refutando sin cesar y no concluyendo nunca. ¿Y cuáles son estos raros diálogos que participan del carácter dogmático del Timeo, de la República y de las Leyes? Justamente son aquellos que por la grandeza y armonía de las proporciones, por la firmeza de la mano, por la sobriedad de los ornamentos, por la delicadeza de los matices, por la tranquila luz que ilumina y embellece las partes, muestran al autor, hecho dueño y poseedor de todos los secretos de su arte; son el Fedón, el Gorgias, el Banquete.

En esta forma nos vemos conducidos naturalmente a formar una serie de diálogos, que pueden llamarse Diálogos dogmáticos, y que nos representan la última manera de Platón y los resultados definitivos de sus vastas especulaciones.

Estos dos grupos, una vez aceptados, el tercero se forma por sí mismo, porque comprende todos los diálogos colocados entre la juventud y la ancianidad. Observad que las obras de este tercer grupo intermedio presentan caracteres sensiblemente análogos. Todos son polémicos y refutatorios; como el Teeteto en que aparecen discutidas y sucesivamente destruidas todas las definiciones de la ciencia; el Parménides, que nos patentiza las diferentes tesis que se pueden sentar sobre el ser y sobre la unidad, para mostrarlas sucesivamente como insuficientes y erróneas; el Sofista, cuyo objeto principal es batir en brecha las doctrinas de las escuelas de Elea y de Megara. En ninguno de estos diálogos veréis que la discusión conduzca a ninguna conclusión dogmática. Por este carácter, esencialmente negativo, los diálogos de que hablamos se separan completamente de las grandes composiciones dogmáticas por donde Platón ha terminado su carrera filosófica. Y por otra parte, ¿qué línea profunda de demarcación no se nota entre los diálogos, tales como el Sofista, el Teeteto, el Parménides, el Filebo, en los que se desenvuelven los más grandes problemas de la metafísica en todas sus profundidades, y estas composiciones encantadoras, pero evidentemente más modestas, en que el joven discípulo de Sócrates se esfuerza ante todo, como en el Eutifrón, el Protágoras, el Critón, en hacer revivir la persona, el método y la enseñanza de su maestro? El Fedro, que colocamos en la primera serie, ofrece, lo confieso, un cuadro singularmente vasto, y un vuelo especulativo lleno de brillantez y atrevimiento; pero predominan en él la poesía y la imaginación, y se nota que la edad de las meditaciones viriles aún no ha llegado.

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