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Digámoslo de otra forma. La opción por el camino antropológico remite al observador que realiza tal opción. Tal observador, al hacer esa opción, fija una determinada postura básica, afirma una determinada interpretación sobre el carácter del ser humano que él o ella es, a la vez que esa misma opción lo conduce a explorar el propio fenómeno humano de una forma particular. Lo mismo sucede con el observador que adopta otras opciones ontológicas. El observador ontológico físico o metafísico pareciera estar fijando en un primer momento una determinada interpretación sobre el mundo. Pero hay algo antes de eso. Aquel mundo que tal observador, al establecer su opción ontológica, define que debe ser conocido de una o de otra forma (física o metafísica), presupone una determinada concepción del ser humano que será el agente de tal conocimiento. Tales opciones, en consecuencia, se sustentan de igual manera que en el primer caso, en determinadas posturas básicas con respecto al fenómeno humano.
¿Cuál es entonces aquella matriz básica a la que podemos remitir todas las modalidades de observación? ¿Cuáles son las posiciones que llamamos «genéricas» que en ella podemos ocupar? Lo que señalamos es que la matriz primaria de diferenciación guarda relación con determinadas modalidades de concebir el ser humano. Sostenemos que la manera como los seres humanos se conciben a sí mismos condiciona la manera como observan el mundo y todo lo que en él acontece. Ella determina la forma como le damos sentido a todo lo que nos sucede y, por lo tanto, ella determina definiendo el carácter del sentido de la propia vida31.
Todo lo que pensamos se sustenta necesariamente en determinados presupuestos (elementos interpretativos) sobre el carácter de la propia actividad de pensamiento. Si digo, por ejemplo, que «x es de tal o cual manera», al decirlo estoy suponiendo que me es posible señalar lo que estoy sosteniendo, que tengo la capacidad para hacerlo; estoy suponiendo en consecuencia una determinada interpretación sobre lo que significa ser humano. Ello implica, por lo tanto, que todo pensamiento remita en último término a una determinada interpretación del fenómeno humano y, por lo tanto, da respuesta a lo que Heidegger, específicamente, denomina la pregunta ontológica32. Todo lo que hacemos revela, aunque lo haga en forma «implícita», una determinada concepción del fenómeno humano, una determinada respuesta ontológica33.
Démosle ahora otra vuelta a lo que acabamos de decir. Hay algo mucho más importante involucrado en esto34. Lo que está en juego, en definitiva, no es sólo una determinada «concepción». Ello queda en evidencia cuando nos vemos obligados a reconocer que puede tratarse de una concepción «implícita». Lo que está realmente en juego es una forma particular de estar-en-el-mundo, una forma determinada de estar-en-lavida y, en último término, una forma particular de ser. En tal sentido, todo lo que hacemos (y no sólo todo lo que pensamos) siempre revela, no sólo el tipo de ser que interpretamos que somos. Esta interpretación, a su vez, determina una determinada manera de estar-en-el-mundo y, en consecuencia, una determinada forma de ser35.
Lo que acabamos de decir tiene importantes consecuencias, pues nos obliga a revisar algunos planteamientos anteriores. Previamente hablábamos de la encrucijada ontológica como el primer punto de bifurcación que encuentra la reflexión filosófica. Este punto definía la dirección que el filósofo (como asimismo todo ser humano que se involucra en el quehacer filosófico) debe seguir para buscar la unidad. Señalábamos que esos caminos en un principio se mostraban siendo tres: el camino de la naturaleza, el camino de la metafísica y el camino antropológico. Reconocíamos también que, con el desarrollo histórico se ha producido una confluencia entre el primero (el camino de la naturaleza) y el último (el camino antropológico).
Lo que estamos señalando ahora es que cada uno de esos tres caminos (o cada uno de los dos caminos posteriores, si aceptamos la convergencia de las opciones físicas y antropológicas) presupone una determinada postura sobre el ser humano. Quien asume incluso el camino metafísico, al hacerlo sustenta una forma particular de concebirse a sí mismo, de concebir al ser humano. En otras palabras, al proclamar la validez del camino metafísico, quedan simultáneamente de manifiesto determinados presupuestos sobre el fenómeno humano. Tales presupuestos, en consecuencia, están presentes en el momento en el que tal persona realiza su opción ontológica.
De ser esto así, ello implica que la real encrucijada ontológica no se produce en el momento que nos obliga a escoger entre estas opciones ontológicas (la natural, metafísica o antropológica). La real encrucijada estuvo presente antes, en los presupuestos que nos conducirán a hacer esa opción en uno u otro sentido. Ello significa que la elección determinante se ha realizado, conciente o inconscientemente, en el dominio antropológico, antes de encarar siquiera la encrucijada ontológica. La elección de una determinada opción ontológica revela (implícitamente), por un lado, una determinada concepción sobre el ser humano y, por el otro, una determinada forma de ser de parte de quien hace tal elección.
Todo ello nos lleva a concluir que la gran encrucijada ontológica está, en rigor, en otro lugar y se ha realizado mucho antes. La gran encrucijada ontológica ha tenido lugar previamente –antes de haberse escogido opción alguna– en el dominio antropológico, en los presupuestos que aceptamos como válidos en torno a nuestra comprensión de nosotros mismos en cuanto seres humanos. Esta reflexión nos conduce a afirmar el sentido que Heidegger le confiere al término ontología en el sentido de colocarlo, no en el momento de aquella primera encrucijada ontológica que los filósofos suelen tener la impresión de enfrentar, sino en los presupuestos (que llamamos «genéricos») que definen nuestra comprensión del ser humano36.
Resumiendo: el carácter de observador «genérico» al que alude la noción del «claro», apunta a dos miradas diferentes de concebir al ser humano, su mundo y la vida. La primera, que llamamos «metafísica», mira al ser humano desde fuera de sí mismo y mira al mundo y la vida desde más allá de sí mismos (y de nosotros mismos); y una segunda, que reconoce que toda mirada remite a nosotros los seres humanos y que lo central pasa por reconocernos y reconocer el papel de todo lo que procuramos conocer. Esta es la mirada que caracterizamos como «ontológica».
Como ya lo hemos advertido, se trata de una mirada que no sólo nos habla del carácter del conocimiento, sino del propio carácter de la vida. Se trata de la mirada que intuimos en Heráclito, cuando nos señala que es nuestro carácter, nuestra forma particular de ser; es nuestro destino. Es la mirada que reconocemos en Protágoras cuando proclama que el ser humano es la medida de todas las cosas. Es la misma mirada que se expresa en la voz de Shakespeare cuando Casio le advierte a Bruto que el destino no está en las estrellas sino en nosotros mismos.
¿Es el «claro» lo mismo que el observador? Aunque relacionados, no son lo mismo. Tal como lo hemos señalado, el «claro» define una modalidad genérica de observación a la cual se adscribe un determinado observador. En todo observador particular, tal como le hemos señalado, participan muy diversas coordenadas. El «claro» habla tan sólo de los presupuestos más genéricos a partir de los cuales se despliega un «tipo» de mirada sobre sí mismo y el mundo que luego recibirá múltiples especificaciones adicionales. De alguna forma, se trata del pedestal más básico de todo observador, de su capa más profunda. Todo observador para ser el observador que es, requiere situarse en un lugar determinado desde el cual construye su mundo y se concibe a sí mismo de la forma como lo hace. Desde ese lugar, el mundo y él mismo se le revelan de una manera particular.
Recapitulando, entendemos entonces por el «claro» un particular lugar desde el cual construyo el sentido que me confiero a mí mismo, el sentido que le confiero al mundo y, en último término, el sentido que le confiero a la vida. Tal como nos señala el Talmud, «no vemos las cosas tal como son, sino tal como somos»37. En entender esto, reside uno de los mayores aciertos de Heidegger. Cuando este insiste en la importancia de replantearse la pregunta por el ser, según él olvidada de por siglos, lo que hace no es simplemente reponer la pregunta. Lo más importante es el hecho que la modifica. La pregunta por el ser, para Heidegger, no es preguntarse directamente, como lo hicieran los griegos «¿Qué es el ser?», «¿Cuáles son sus atributos?».
La pregunta que Heidegger hace es distinta. Él sabe que las anteriores presuponen una determinada concepción del ser humano, concepción quizás ingenua que habilita hacerse esas preguntas. De allí que él cambie la pregunta. La pregunta por el ser que Heidegger se plantea es «¿Cómo es aquel ser que se pregunta por el ser?». Ese «ser que se pregunta por el ser» no es otro que el ser humano, lo que Heidegger define como el Dasein. Heidegger entiende que su pregunta antecede aquellas que se hacían los griegos. En Heidegger está presente el espíritu de la modernidad, obviamente ajeno en la filosofía clásica.
Esa es nuestra propia opción. Nos inclinamos por concebir que el punto originario en la bifurcación de los paradigmas remite a nuestra concepción del ser humano. Nuestra concepción del mundo es tributaria de nuestra concepción de nosotros mismos. El mundo que postulamos habla de cómo nos concebimos a nosotros y de las capacidades a incapacidades que nos atribuimos para entender el mundo. Para bien o para mal, estamos encerrados en nosotros mismos. Concebir un mundo al que podemos acceder sin interferencia de nosotros mismos implica, de por sí, una determinada comprensión del fenómeno humano. Implica que le asignamos al ser humano la capacidad para acceder de esa manera al mundo.
Esta postura es la que nos permite, con Heidegger, sostener que la pregunta ontológica por excelencia es la pregunta por el ser humano. No existe, para nosotros, otra pregunta que revista la importancia que le conferimos a esta. Todo el resto de las respuestas que demos, independientemente de sus respectivos dominios, remiten en último término a la concepción que, de manera explícita o implícita, tengamos sobre nosotros mismos. Nuestra concepción sobre el fenómeno humano está obligadamente presente en el resto de las respuestas que entreguemos.
El «claro» como forma de vida
De lo anterior puede deducirse que el «claro» apunta a la concepción que tenemos de nosotros mismos. Al entenderlo así, le conferiríamos a la noción del «claro» una fuerte carga cognitiva. Tenemos que tener mucho cuidado con esta interpretación pues, de concebirse lo que hemos dicho en esos términos, estaríamos sesgando de partida nuestra comprensión del fenómeno humano al conferirle a lo cognitivo (al pensamiento) un rol determinante en dicha comprensión.
Nuevamente, Heidegger nos advierte de este peligro y nos muestra una vía diferente que nos aleja del camino cognitivo afirmado con tanta fuerza, primero por los griegos y luego, en el inicio de la modernidad, por Descartes. Heidegger nos muestra que el pensamiento, la conciencia, la razón, la teoría, y todos los demás términos que privilegia una concepción cognoscitiva del ser humano, prescinde del hecho de que todo resulta de una condición primaria que consiste en hallarse en el mundo, de haber accedido a la vida. Lo que define al Dasein, la manera propia de ser de los seres humanos, es el estar-en-elmundo. Este es un hecho con el que nos encontramos.
Hemos sido, en el decir de Heidegger, «arrojados» al mundo y a la vida, sin haberlo escogido. Nos encontramos «en» el mundo, sin haberlo pensado. Y es porque estamos ya en el mundo, de la manera que es propia a los seres humanos, que emerge en nosotros el pensamiento. Lo primero es la condición de hallarnos estando-en-el-mundo, de encontrarnos viviendo-la-vida. Desde allí comenzaremos a pensarla, desde allí tomamos conciencia progresivamente. Desde allí conferimos sentido. Este es el dato primario de la existencia humana. La conciencia, el pensamiento, son un resultado de encontrarnos estando-en-el-mundo. Y es en el encuentro y, muy particularmente, en los desencuentros que desarrollamos en nuestro mundo, que comenzamos a pensar. El pensar deriva de la vida.
El «claro», por lo tanto, aunque podamos por supuesto conceptualizarlo, apunta en definitiva a modalidades de estaren-el-mundo, a modalidades de vivir la vida. El pensamiento, nuestras conceptualizaciones, remiten en último término a modalidades de estar-en-el-mundo. Nuestras conceptualizaciones tienen siempre a la vida como su materia prima y ella es siempre su obligado antecedente. Es muy importante, por lo tanto, «desintelectualizar» la noción del «claro».
Aunque lleguemos a ella a través de un proceso intelectual, y aunque nos invite a generar una articulación conceptual de nuestros presupuesto de observación, el «claro» en rigor apunta a una determinada manera de vivir la vida y de conferirle sentido. Pero cuando hablamos del sentido de la vida no estamos hablando de teorías de la vida. Aunque hay veces que nuestras teorías, nuestras conceptualizaciones, nos ayudan a generar sentido de vida, ellas remiten a dimensiones mucho más profundas que en rigor nos conducen a un dominio muy diferente del cognitivo. Entramos en el dominio de la ética.
El «claro», por lo tanto, no sólo apunta a un modo particular de conocimiento. Sobre todo define una modalidad de estar en el mundo, una modalidad particular de relación con los demás y con nosotros mismos. El «claro» especifica una forma de vida, y más importante que sus dimensiones cognitivas, es la actitud que manifestamos en el vivir y el espacio emocional desde el cual encaramos todo lo que la vida nos depara.
Eso es lo que fundamentalmente buscan las actividades que realizo: lo que escribo, lo que enseño y, en general, la forma como busco comportarme. Lo que ello busca expresar y compartir no es tan sólo un conjunto de conocimientos, sino una determinada manera de vivir la vida. Lo que persigo es mostrar la posibilidad de vivir la vida de una mejor manera. Se trata de una manera de «pararnos» en la vida de forma diferente.
Nunca nos será posible erradicar el sufrimiento de la vida. Vivir nos obliga a sufrir. El sufrimiento es parte de la condición humana. Cuando alguien a quien queremos se nos va, sufrimos. Con todo, estoy convencido de que caemos en muchas experiencias de sufrimiento que no son necesarias, que de disponer de ciertas competencias, podríamos erradicarlas. De la misma manera, no sólo cada uno suele sufrir de más, sino que también le imponemos a quienes tenemos a nuestro alrededor sufrimientos que bien podríamos evitarles. Y este no es sólo un problema doméstico. Es también un fenómeno que se registra no sólo a nivel de las relaciones entre individuos, sino entre Estados y pueblos.
Es importante decirlo. Los seres humanos requerimos aprender a vivir. Somos altamente incompetentes en la manera como conducimos nuestras vidas y en la forma como impactamos las vidas de los demás. Y como sucede con los alcohólicos, es necesario reconocer nuestras incompetencias y declarar nuestra ignorancia. Requerimos ayuda. Estando parados donde estamos, nos estamos haciendo mucho daño, estamos destruyendo relaciones que fueron importantes para nosotros y hemos llegado al punto de comprometer la supervivencia de nuestro mundo natural. Nuestra especie y el conjunto del planeta están en riesgo.
Es sólo una vez que hemos situado la noción del «claro» en el dominio de la vida, es sólo cuando reconocemos que lo central en él está dado por el eje de la ética asociado al saber vivir, que podemos reconocerlo también en el dominio cognitivo. Cuando entramos en él, podemos visualizar que este involucra al menos dos dimensiones. En primer lugar, nos ofrece un camino de aprendizaje. El dominio cognitivo tiene el gran mérito de reconstruir las modalidades de vida propias de un «buen vivir» en distinciones, en temáticas y competencias que nos ayudan a transitar hacia ese espacio que es el «claro» en el que mostramos nuestra capacidad de un vivir diferente y mejor. El dominio cognitivo, por lo tanto, opera como puente entre modalidad de vida deficiente y otra que se nos presenta como de mayor plenitud y sentido.
Lo que nuestros programas enseñan, por lo tanto, no son sólo esas distinciones, temáticas y competencias. Ellos buscan hacer de puente hacia una forma de vida mejor. El resultado que esperamos de nuestros alumnos no es sólo que «sepan» más, sino que vivan distinto, que puedan desplegarse en una modalidad de vida que les reporte, tanto a ellos mismos como a quienes conviven con ellos, un mayor sentido de plenitud de vida.
Pero hay una segunda dimensión cognitiva relacionada con la noción de «claro». Esta última normalmente no la enseñamos en nuestros programas de formación básicos38. A través de ella, lo que buscamos no es formar en productos ya acabados que asumen la forma de distinciones, temáticas y competencias, sino aprender a generarlos. Se trata de un aspecto particular del «claro» que remite no sólo a poder hablar de los contenidos pedagógicos que enseñamos y poder desplegar las competencias asociadas con ellos, sino de poder generar esos y otros contenidos. En rigor, se trata de mostrar que desde el «claro» ontológico que suscribimos, cabe la posibilidad de un pensar que posee algunas características propias.
Este es un aspecto importante, pues este es precisamente el objetivo de este libro. Se trata de desarrollar desde el «claro» ontológico una forma de pensar que le sea coherente. Esta posibilidad no es siempre perceptible en nuestros programas de formación. Nuestros alumnos se suelen concentrar en «aquello» que les enseñamos. Lo que no siempre podemos mostrarles es cómo hemos llegado –cómo hemos desarrollado– aquello que representa el contenido de nuestras enseñanzas. Por lo tanto, en el mejor de los casos ellos salen de nuestros programas dispuestos a aplicar lo aprendido, algunas veces a enseñar ellos mismos lo que nosotros les hemos enseñado, pero no están en condiciones de ir mucho más lejos. Nosotros nos convertimos, de alguna forma, en el techo de lo que pueden hacer posteriormente. Salvo muy escasas excepciones, les es muy difícil ir más allá.
Lo que es un límite para ellos, ha sido evidentemente a la vez un límite de nuestra propia enseñanza. Maestros que se convierten en el límite de lo que enseñan son muy pobres maestros. El buen maestro es aquel que no sólo me conduce por un camino ascendente sino que, cuando me deja, se ha preocupado para que yo, su alumno, pueda seguir autónomamente mi caminar, pudiendo llegar a otros lugares. El mejor de todos los maestros es aquel que permite ser superado por sus alumnos. Aquel que sólo deviene un eslabón en un movimiento de mejoramiento progresivo. Este libro39 busca suplir esta carencia.
Lo diremos más adelante pero, sin embargo, quiero anticiparlo ahora. No estamos sosteniendo que desde el «claro» ontológico se deriva una sola forma de pensar. Una de las características del pensar ontológico es el hecho que se apropia de cualquier manera de pensar. Lo hace, sin lugar a dudas, reconstruyéndolas, adecuándolas a sus propios postulados. Pero busca hacerlas suyas. Por lo tanto, no existe «una» o sólo «algunas» maneras correctas de pensar desde la ontología del lenguaje. Toda forma de pensar que genera interpretaciones poderosas es perfectamente apropiable40. Con todo, no es menos cierto que hay ciertas modalidades de pensamiento que tienden a privilegiarse, sin exclusiones, desde el «claro» ontológico. En ellas nos concentraremos de manera muy particular.
Una experiencia personal
A comienzos de 1988 viajé a los Estados Unidos para trabajar en Logonet, una de las empresas que tenía Fernando Flores en California. Muy pronto fui asignado a desempeñarme bajo el área que dirigía Michael Graves, filósofo formado en la Universidad de Berkeley, más joven que yo, que era entonces el Vicepresidente de Investigación y que tenía bajo su responsabilidad el diseño de programas educativos y la elaboración de los materiales de enseñanza que tales programas requerían.
El trabajar cerca de Michael se convirtió muy pronto en una de las experiencias más interesantes y formativas que tuve durante ese período. Debo advertir que yo me incorporaba a ese equipo habiendo tenido una carrera académica que no hubiese dudado en llamar interesante. Ella, pensaba yo, me había proporcionado una gran versatilidad. Me era posible en un tiempo relativamente breve, introducirme en un campo temático nuevo y ser capaz de generar en él algunos productos que, a mi juicio y a juicio de quienes me rodeaban, agregaban valor.
Había, en efecto, incursionado en áreas muy distintas. Cuando joven había enseñado matemáticas, estadísticas y metodología de la investigación científica. Luego me había especializado en marxismo, historia del pensamiento socialista, teoría de la ideología. Más adelante, había realizado uno de los primeros trabajos sobre el empleo público en América Latina; había hecho diversos estudios en el campo de la educación, la sociología de la cultura, la participación laboral y la temática de la mujer. Acababa de terminar un libro sobre la historia de la filosofía moderna. Podría extenderme mucho más, pero no quiero aburrir al lector. El caso es que me sentía muy cómodo al desplazarme de un área a otra y sentía que terminaba produciendo trabajos de relativa calidad.
Sólo cuento lo anterior con el ánimo de que sirva de contexto a lo que me correspondió vivir al estar cerca de Michael. Al poco tiempo de estar trabajando con él, Michael me entregó un trabajo que acababa de terminar sobre el tema del aprendizaje. Me sorprendió la calidad de lo que allí planteaba. A las pocas semanas, recuerdo que me entrega un nuevo trabajo, concluido en esos días, sobre cuestiones de empresa. Era sorprendente. Unas dos o tres semanas después, aparece con un nuevo trabajo sobre los ciclos de vida. Se trataba de algo extremadamente original y sólido. Poco tiempo después, llega en la mañana con un trabajo sobre la emocionalidad. Pasaba el tiempo y crecía mi sorpresa y mi admiración por lo que Michael lograba. Su versatilidad me resultaba inaudita.
Recuerdo que un día, me acerqué a él y le pregunté:
- Michael, ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes escribir cosas tan buenas, tan diferentes y en tan poco tiempo? ¿Cómo diablos lo haces?
- Es muy fácil, recuerdo que me respondió Michael.
- ¿Fácil? ¿Cómo que fácil? Yo sería incapaz de hacerlo.
- No es cierto, me respondió Michael. Tú podrías hacerlo perfectamente.
- ¿Ah sí? ¿Cómo?
- Ponte en el «claro», Rafael. Simplemente toma en serio lo que hemos conversado tantas veces. Lo que dices que has aprendido. Pareciera que cuando piensas, dejas el «claro» a un lado. Colócate dentro de él, examina el fenómeno que escojas tomando en serio los supuestos que entiendo que compartimos y luego simplemente escribe lo que comiences a observar. Así de fácil.
- ¿Así de fácil?
- Así de fácil. Sólo inténtalo.
Es lo que he procurado hacer desde entonces. No sé si es fácil. No estoy siempre seguro de la calidad de lo que produzco. Pero es lo que hago. Y creo que funciona.
El relato anterior, de alguna forma simplifica el problema. Hay varias cosas más que deben acompañar el proceso del pensar ontológico. De ellas me haré cargo a lo largo de este libro. Si fuera tan simple, podríamos concluir el libro aquí o quizás en tan sólo unas páginas más, luego de que hablemos de los supuestos o las precondiciones del «claro» ontológico. Pero la simplicidad del relato permite destacar la importancia de lo que en él hay de central: el pensar ontológico es un pensar desde el «claro». Para hacerlo es necesario, primero, reconocer la existencia del «claro» y, luego, aprender a meterse en él. Cumplir con este requisito no es fácil. Lo fácil sólo viene una vez que uno ha cumplido con estas primeras condiciones. Este libro busca en lo fundamental compartir lo que ha sido esta experiencia desde el momento que tuviera esa conversación.
Los vectores del «claro» ontológico
Sin olvidar que la distinción de «claro» apunta centralmente a diferencias que se expresan en nuestras modalidades de vida, no es menos cierto que en ella pueden traducirse en ciertos elementos conceptuales de los que resultan a su vez determinadas formas de encarar la vida. No podemos prescindir, por tanto, del esfuerzo por acometer una reconstrucción conceptual de lo que podemos llamar los vectores de lo que concebimos como el «claro ontológico».
Al procurar identificarlos, lo que busco hacer es especificar las coordenadas de ese espacio en el cual Michael Graves me indicaba que debía colocarme para poder hacer lo que él hacía. Si no logro fijar esas coordenadas, es muy difícil que sepa donde debo «colocarme». Llamaremos a estas coordenadas los vectores del claro ontológico. De ellos podemos dar cuenta a través de un conjunto restringido de postulados y principios. Advierto que ello es, de por sí, una determinada manera de interpretar dicho espacio y que no descarto la posibilidad de que alguien pudiera ofrecer una mejor manera de hacerlo. El lector pronto descubrirá que esta advertencia proviene del propio claro.
Al nivel de los postulados que especifican el claro ontológico, podemos reconocer los siguientes:
1. Los seres humanos somos seres lingüísticos, seres que somos de la forma particular que somos y que vivimos de la manera como vivimos, por disponer de una determinada capacidad de lenguaje.
Es muy importante evitar caer en un «reduccionismo» lingüístico y suponer que sólo el lenguaje permite comprender cómo somos. Estamos determinados por el conjunto de nuestra biología y ella está presente en nuestra forma de ser de múltiples maneras que no necesariamente involucran al lenguaje. Con todo, nos inscribimos en una tradición que, siguiendo de cerca lo que nos muestra el desarrollo del pensamiento biológico, nos reitera que el tipo de existencia a la que accedemos los seres humanos está determinada de una manera fundamental por el hecho de que somos seres vivos con una capacidad especial para el lenguaje.
Ello implica que el lenguaje nos provee de una clave muy poderosa para comprendernos, para entender lo que sentimos, lo que hacemos, lo que nos pasa en la vida. En otros lugares me he referido más extensamente al tema de lenguaje41 y no voy a repetir aquí aquello que está allá desarrollado. Sólo me interesa en esta oportunidad destacar, en primer lugar, que el lenguaje nos permite acceder a prácticas conversacionales en las que el propio lenguaje no es sino un elemento y en las que participan de igual forma nuestra emocionalidad y corporalidad. A partir del reconocimiento de la centralidad del lenguaje, realizamos enseguida un desplazamiento hacia el fenómeno de las conversaciones.
En segundo lugar, es también importante recalcar el carácter social, relacional, del lenguaje y de las conversaciones. Ello se manifiesta de múltiples maneras. Por un lado, por cuanto el lenguaje no es algo que se desarrolla a nivel individual, sino por el contrario, donde es importante reconocer que son los individuos los que acceden a un lenguaje que los antecede, que está allí antes incluso que ellos emerjan en la vida. Por otro lado, y asociado con lo anterior, la afirmación de la importancia del lenguaje implica simultáneamente el reconocimiento del carácter social del individuo. El carácter relacional del lenguaje determina que nuestras relaciones juegan un papel decisivo en constituirnos en el tipo de ser humano en el que deviene cada individuo.
2. El lenguaje involucra al menos dos dimensiones que juegan un papel determinante en nuestra existencia: el sentido y la acción.
A través del lenguaje somos capaces de conferirle sentido al acontecer, al mundo en el que vivimos, a nosotros mismos y a la propia vida. Para entender la existencia humana es obligatorio comprender que se trata de un tipo de existencia marcada por nuestra capacidad de conferir sentido. Esto no es sólo algo que hacemos. El sentido llega a ser para nosotros una condición para poder vivir. La vida misma, por lo tanto, se sustenta para nosotros en el sentido que somos capaces de otorgarle.
Una de las ramas troncales de la investigación sobre el lenguaje es la semántica, que se preocupa de estudio de los fenómenos de sentido. Pero la semántica estudia el sentido «en» el lenguaje. Cuando desplazamos el interés por el sentido del dominio restrictivo del lenguaje al ser humano, al individuo o a los sistemas sociales que ellos conforman, nos abrimos a la teoría del observador. La noción del observador apunta al ser humano, que en forma individual o social confiere determinadas modalidades de sentido.
Pero el lenguaje no sólo nos permite conferir sentido, el lenguaje nos proporciona simultáneamente capacidad de acción. A través de él, intervenimos tanto en el mundo como en nosotros mismos. Decir algo o no decirlo hace una diferencia, tiene la capacidad de modificar el curso de los acontecimientos. Es más, hacemos uso del lenguaje para hacer que determinadas cosas pasen, cosas que no pasarían de quedarnos callados. Una segunda rama troncal en las investigaciones sobre lenguaje es la pragmática, el estudio del lenguaje en cuanto capacidad de acción.
Lo anterior nos permite, por lo tanto, reconocer que el lenguaje asume un rol fundamental en tres dominios de la existencia humana: el dominio de nuestras relaciones, el dominio del sentido y, finalmente, el dominio de la acción. Al entenderlo así es difícil no percibir el papel central del lenguaje para comprender muchos de los problemas y misterios de la existencia humana.