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3. El lenguaje es generativo. A través de él construimos y transformamos mundos de la misma forma como nos construimos y nos transformamos a nosotros mismos. El lenguaje genera realidades.
Este tercer postulado es, de alguna forma, un corolario de lo dicho anteriormente. Pero es importante afirmarlo de manera independiente. El mundo que habitamos es en una medida importante una construcción de sentido que realizamos a través del lenguaje. Ello no niega la existencia de una realidad exterior a nosotros. No obstante, reconoce que no tenemos un acceso directo y transparente a ella. Toda forma de aprehensión de esa realidad es para nosotros el resultado de una adscripción de sentido.
Por otro lado, esos mundos, se nos presentan como «mundos de sentido» transformables a través de la capacidad de acción que nos provee el mismo lenguaje. Se trata de mundos en los que intervenimos; que construimos y reconstruimos no sólo a través de modificaciones de sentido, sino directamente a través de modificaciones de esos mismos mundos. Lo mismo sucede con nosotros. Cada uno se percibe a sí mismo a partir de los sentidos que se autoconfiere. De una manera muy importante, somos las interpretaciones que hacemos de cada uno. Pero, a la vez, no sólo nos es posible transformarnos alterando tales interpretaciones, sino modificando nuestros comportamientos y por tanto lo que sustenta de nuestras interpretaciones sobre nosotros mismos.
Estos tres postulados se asocian con tres principios que hemos definidos como los principio cardinales del discurso de la ontología del lenguaje. Ellos son los siguientes:
1. No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos.
Este principio lo llamamos el principio del observador. Él nos advierte que debemos siempre separar nuestras interpretaciones de una supuesta realidad objetiva. Los seres humanos no tenemos acceso a la realidad objetiva. Esa es simplemente una ilusión. Una ilusión que por lo demás puede hacernos mucho daño, pues la vida se encargará de proporcionarnos múltiples experiencias en las que nos confrontaremos con la inmensa brecha que existía entre nuestras interpretaciones y aquello que termina sucediendo.
Saber distinguir nuestras interpretaciones de la realidad implica aprender a vivir de una manera diferente. Implica no confiarse en que somos portadores de la verdad. El suponer que accedemos a la verdad nos ciega, nos expone, nos hace caminar por la vida falsamente confiados. Nos expone a decepciones y sufrimientos que quizás podríamos haber evitado. Lo que pensamos, lo que creemos saber, sólo podemos tratarlo como conjeturas, como posibilidades, y debemos estar siempre abiertos a modificar, a corregir, a mejorar nuestras interpretaciones. Ello implica fundar nuestra existencia en la humildad frente a lo que creemos saber y en la apertura al asombro que en todo momento puede depararnos la vida.
Pero ello implica por sobre todo una forma diferente de relacionarse con el otro. Uno de los problemas más serios que encontramos en nuestras vidas es nuestra gran incapacidad para manejar nuestras diferencias. Comprometemos nuestra propia vida debido a esta incapacidad. Comprometemos nuestras más valiosas relaciones: las relaciones con nuestros padres, hijos, parejas, amigos, colegas, etc. De nuevo, al hacerlo, generamos sufrimiento tanto para nosotros como para quienes están a nuestro alrededor. El no saber aceptar las diferencias con los demás, nos conduce a invalidarlos, a descalificarlos, a negarlos, a excluirlos.
Parte del problema suele provenir de la presunción de que lo que pensamos es lo correcto, es la verdad. Desde allí, cualquier diferencia con el otro lo deja automáticamente en el error, en la falsedad. Toda diferencia se convierte en una afrenta. Toda diferencia corre el riesgo de presentarse como una ofensa. Ofensa a lo que pienso, a lo que creo. La presunción de que mi interpretación, más allá de ser una mera interpretación, corresponde con la realidad, es verdadera, compromete el respeto que le debo al otro cuando difiere de mí. De allí que concibamos este primer principio como fundamento del respeto en las relaciones con los demás.
Lo dicho pone en evidencia que no nos es posible contener a un nivel meramente cognitivo estos postulados y principios. Cada vez que los enunciamos no podemos sino referirnos al dominio de la ética que, en su doble dimensión, compromete, por un lado, el sentido de vida y, por otro, nuestras modalidades de convivencia. Sin negar la dimensión conceptual del «claro» ontológico, lo que se deduce en último término es que es una forma de vivir diferente.
2. No sólo actuamos de acuerdo a cómo somos (y así lo hacemos), también somos de acuerdo a cómo actuamos. La acción genera ser.
A este principio lo llamamos el principio de la acción. Se trata de un principio que nos permite mirarnos y mirar la vida con otros ojos. Desde que en la Grecia clásica surgieran un grupo de filósofos que denominamos metafísicos (Platón y Aristóteles), hemos entendido que toda acción remite al ser previamente constituido y que, por lo tanto, toda acción refleja ese ser. El ser, por otro lado, era concebido como algo invariante. Todo ser humano, por lo tanto, era portador de un ser particular, ser que se manifestaba en la forma en cómo actuamos. Esta es una tradición muy antigua y, por lo tanto, fuertemente asentada en nuestro sentido común.
La ontología del lenguaje asume una postura antagónica frente a la propuesta metafísica y altamente sospechosa frente a su noción de ser42. Desde nuestra perspectiva, asumimos que no sabemos cómo somos, sólo sabemos cómo nos interpretamos. Pero vamos más lejos. Sostenemos que los seres humanos están en un proceso permanente de transformación de sí mismos, de acceso a modalidades de ser diferentes. La palanca de esta transformación es la acción, así como la palanca de la acción es nuestra capacidad de aprendizaje.
Sin desconocer que la manera cómo actuamos habla de nosotros (lo que permite decir «del ser que somos»), no es menos cierto que en la medida que cambiamos nuestra forma de actuar logramos que se modifique nuestra comprensión de nosotros mismos. El ser que nos atribuimos, sostenemos, no es más que una forma, entre otras, de dar sentido a la pregunta cómo somos. Tomás de Aquino señalaba «agere sequitur esse» (la acción sigue al ser). Ello sitúa al ser y a la acción en una sucesión temporal. Pero no es posible separar al uno del otro. El ser, como hemos dicho, no es sino la expresión formal de la acción. Toda acción, por lo tanto, constituye un ser. En ese sentido, podríamos decir que las acciones «revelan» un ser. Pero no lo revelan en el sentido de suponer que estaba antes. Ese ser ha sido constituido por las propias acciones. De no haberse producido estas, no tiene sentido postular ese ser. Y si esas acciones se modifican, el propio ser se transforma.
El ser no es sino un recurso explicativo tras la búsqueda de un criterio de coherencia en nuestras acciones. No niego que eso pueda tener valor y sernos útil. Pero tiene un serio problema. Los seres humanos, gracias a nuestra inmensa capacidad de aprendizaje, podemos actuar en el futuro de manera distinta de cómo lo hicimos en el pasado. Si lo hacemos, por cuanto hemos aprendido, no tiene sentido decir «¡Ah! Ahora descubro como eres», como si eso hubiera estado allí todo el tiempo. Pero sólo estuvo a partir del aprendizaje. Antes simplemente no estaba.
Lo importante de esta reflexión es que nos conduce a invertir la relación postulada por los metafísicos. Podemos decir ahora: ¡La acción genera ser! Eso es muy importante por cuanto nos señala que no somos de una forma fija y determinada. Que, mientras estamos vivos, estamos en un proceso de transformación permanente. Pero, lo que debemos destacar, es el hecho de que somos nosotros, a través de nuestra capacidad de aprendizaje, los que, de manera muy importante (aunque no exclusiva) conducimos dicho proceso de transformación.
Lo hemos dicho muchas veces: los seres humanos participamos con los dioses en el acto sagrado de nuestra propia creación. Mientras estamos vivos, estamos permanentemente inventando cómo somos a través del aprendizaje y la acción. Entenderlo así, implica tomar la vida de otra forma, asumiendo esa responsabilidad y sabiendo que uno de los desafíos más importantes que encontramos en ella consiste en participar en la invención de nosotros mismos. A esto apunta Nietzsche cuando nos convoca a hacer de nuestras vidas una obra de arte.
El punto central deviene ahora en resolver cómo hacerlo. Parte importante de los desarrollos que hemos efectuado al interior de la ontología del lenguaje, busca precisamente ese desafío. La propia práctica del coaching se dirige en esa dirección: el permitirle a los individuos y a los equipos sortear los obstáculos que interfieren en sus esfuerzos por llegar a ser distintos, por llegar a ser mejores.
3. La acción de toda entidad resulta de su propia estructura y de la estructura del sistema en el que tal entidad se desenvuelve. Ello define su ámbito de acciones posibles. Dentro de ese ámbito, sin embargo, suele estar la capacidad de introducir transformaciones en ambas estructuras. Estas transformaciones generan la posibilidad de acciones que antes no eran posibles.
Llamamos a este principio el principio del sistema. El lector familiarizado con nuestra propuesta ya se habrá dado cuenta que cada uno de ellos se refiere a uno de los término de nuestro Modelo OSAR43. En efecto, si la acción tiene la importancia que le confería el principio anterior, es por lo tanto muy importante preguntarse por los condicionantes que la afectan. A este respecto, hacemos una distinción entre dos tipos muy diferentes de condicionantes.
Por un lado, tenemos los que llamamos condicionantes visibles o de reconocimiento espontáneo como, por ejemplo, ciertas predisposiciones biológicas, las competencias que aprendemos, la tecnología que utilizamos y los factores emocionales que acompañan el comportamiento (motivación). Cualquiera estaría de acuerdo en que ellos inciden en la forma en cómo actuamos y en los resultados que obtenemos.
Pero, por otro lado, es muy importante reconocer que existen al menos otros dos factores que inciden en nuestra capacidad de acción, en nuestro comportamiento, y que suelen ocultársenos, siéndonos mucho más difícil acceder a ellos. Nos referimos al observador y al sistema. Al menos que seamos introducidos (iniciados) en ellos, es muy difícil que podamos descubrir cómo afectan nuestra capacidad de acción. Como puede apreciarse entonces, estos tres principios giran en torno a la acción y a estos dos condicionantes ocultos: el observador y el sistema44. El discurso de la ontología del lenguaje pretende, como lo hiciera el relámpago de Heráclito, iluminar estas dos áreas ciegas, estas dos áreas ocultas.
La propuesta de la ontología del lenguaje suscribe explícitamente el enfoque sistémico y hace de él un elemento clave para una mejor comprensión del ser humano. Ello es por lo demás coherente con el reconocimiento del carácter social y relacional del lenguaje. Para comprender la forma como actuamos y para intervenir en nuestra capacidad de acción, es indispensable reconocer no sólo el papel que en ello juega el observador que somos (el factor sentido que nos provee el lenguaje), sino también el reconocernos como un sistema cuya estructura define lo que podemos y lo que no podemos hacer.
Sin embargo, nuestra propia estructura es sólo un aspecto cuya importancia nos revela el enfoque sistémico para comprender el comportamiento humano. Toda entidad suele remitir a dos niveles sistémicos simultáneamente. Por un lado, el sistema que tal entidad representa y que remite a un conjunto de componentes ordenados estructuralmente en relaciones dinámicas. Pero, por otro lado, esa misma entidad es componente, es parte, de sistemas más amplios, más comprensivos, que poseen su propio ordenamiento estructural y su respectiva dinámica de relaciones. A la primera determinación estructural, aquella que remite a la propia estructura de la entidad en cuestión, es preciso añadir una segunda determinación estructural, que es aquella ejercida por el o los sistemas de los que tal entidad «forma parte». Esto es lo que llamamos el principio de la doble determinación estructural del comportamiento. Ello es lo que recoge el principio del sistema en su primera parte.
De quedarnos allí pareciera que no tenemos salida. Estando doblemente determinados por estas estructuras tenemos la sensación de que no hay nada que hacer. Sin embargo, ello no es efectivo. Siendo muy importante el poder reconocer esta doble determinación estructural, no es menos importante reconocer también que ella misma permite un canal de salida y de transformación, sin violar el principio de determinación, sino por el contrario, validándolo. Esto es lo que la segunda parte del principio busca establecer.
Lo que sostiene esta segunda parte es que «dentro» de la propia determinación a la que estamos sujetos por esos dos niveles estructurales, nos es permitido introducir cambios en ambas estructuras. Al hacerlo, generamos posibilidades que antes estaban excluidas. Para abrir esas posibilidades inicialmente cerradas, por lo tanto, es menester acometer primero algunas transformaciones en dichas estructuras. Lo que quedaba excluido en un primer momento, logra abrirse al diseñarse dos momentos: el momento del cambio estructural y luego el momento de la transformación del comportamiento en un área diferente.
Los postulados y principios que hemos expuesto constituyen, a nuestro modo de ver, la estructura conceptual mínima en la cual puede cobijarse ahora aquel lugar genérico de observación que llamamos el «claro» ontológico. Ellos son sus coordenadas básicas que especifican el lugar al que invitamos a entrar. En ese lugar es preciso que nos coloquemos no sólo para pensar ontológicamente, sino para vivir de una manera distinta. Esperamos que el lector entienda ahora por qué decimos que desde allí, el mundo, nosotros mismos, los demás y la propia vida, se ven diferentes.
A continuación, quiero relatar un episodio que creo que ilustra, que «muestra», lo que pasa cuando uno procura operar desde el «claro». Creo importante advertir que lo que voy a compartir no lo hago por cuanto crea que las posiciones que entonces tomé sean perfectamente defendibles. Eso no lo sé. Se trata de una experiencia concreta, real, y en tal sentido la comparto. Sólo le pido al lector que se quede con el carácter de la experiencia, que es lo que deseo mostrar, más que con el contenido de la misma. No tengo problemas en que alguien discrepe con lo que hice. Lo único que me importa es el hecho de que procuré hacer lo que hice «colocándome en el claro». Ello no garantiza que lo que resulte sea correcto. No hay «claro» que lo garantice. Y este, el «claro» ontológico, menos que ningún otro. Eso es parte de lo que nos enseña.
Una segunda experiencia
En 1993, realizaba un evento en la ciudad de Querétaro, como parte de uno de nuestros programas de formación en coaching ontológico. Tenía que trabajar con un grupo de 10 a 12 maestros y directivos del Tecnológico de Monterrey, que veían en la práctica del coaching una forma de mejorar tanto su práctica docente como su gestión administrativa.
Recuerdo que estábamos en el refrigerio de la mañana del primer día cuando se me acercaron dos alumnos y me plantearon lo siguiente:
- Sabes, Rafael, me dijeron, queremos plantearte una duda que nos ha estado acechando desde que iniciamos este programa, hace ya casi tres meses. Queremos ser muy honestos contigo y te pedimos una respuesta también muy honesta. Se trata de algo que es muy importante para nosotros. ¿Te parece?
- Adelante, les dije yo. ¿De qué se trata? ¿Por qué esas caras de preocupación?
- Ya te darás cuenta. Sucede que conversando entre nosotros y leyendo algunos de los materiales que tú escribes, tenemos la sospecha de que este programa se sustenta en la idea de que Dios no existe. No hay nada concreto que te podamos mostrar para avalar lo que te decimos. Pero la sensación subsiste. Queremos hacerte presente que todo lo que hemos aprendido ha sido muy importante para nosotros y que, a partir de ello, hemos realizado algunos cambios en nuestras vidas que valoramos mucho. Sin embargo, es bueno que tú sepas que somos católicos practicantes y que nuestra religión es algo muy importante en nuestras vidas. Por lo tanto, queremos hacerte presente que si la ontología del lenguaje supone que Dios no existe, por muy importante que nuestro aprendizaje haya sido, preferiríamos retirarnos del programa. La pregunta es muy simple: ¿desde la ontología del lenguaje se afirma o se niega la existencia de Dios?
Debo confesar que esto me tomó por completo por sorpresa. Sólo recuerdo que les dije:
- Saben, está terminando este refrigerio y debemos volver a la sala. Les propongo que entremos y que lo primero que hagamos es que ustedes me planteen esta misma inquietud delante de todo el grupo. Sospecho que, si ustedes tienen esta preocupación, quizás también la tengan otros. Y me parece preferible que lo que yo pueda decirles lo escuchen también los demás.
- De acuerdo, me dijeron y entramos todos a la sala.
Mientras entraba, recuerdo que me decía a mí mismo, «Michael Graves estoy en tus manos. No me defraudes. Procuré hacer lo que me sugerías».
Una vez en la sala, ellos plantearon nuevamente su inquietud en términos básicamente equivalentes de cómo lo habían hecho la primera vez. Los demás los escucharon en silencio. Por las caras de algunos, me daba cuenta que el problema que se me planteaba también los interpretaba a ellos.
- A ver, les dije yo. Les pido que examinemos juntos este problema. El punto consiste en aclarar si desde la ontología del lenguaje se afirma que Dios existe o que Dios no existe, ¿verdad?
- Eso es, me contestaron ellos expectantes.
- Les pido que me sigan lentamente en lo que voy a procurar hacer. ¿Cuándo alguien dice «Dios existe» qué está haciendo? Les pido que tomen en cuenta que no les estoy preguntando ‘qué está diciendo’. Les pregunto, ¿que está haciendo? Lo que me interesa es identificar las acciones. ¿Cuáles son las acciones posibles?
- Afirmación o declaración, me respondieron ellos.
- Pues bien, ¿cuál escogerían ustedes?
Para mi sorpresa, la mayoría dijo declaraciones. Sólo uno o dos se inclinaban por las afirmaciones. No había consenso.
- Veamos, les dije yo. Establezcamos primero la diferencia básica que existe entre ambas para luego resolver. Una afirmación da cuenta de algo que el locutor observa en el mundo, que está allí antes de que él hable. La palabra sigue al mundo. Con la declaración, por el contrario, es la palabra del locutor la que crea aquello que esta diciendo. El mundo sigue a la palabra. De nuevo, «Dios existe». ¿Afirmación o declaración?
Esta vez hubo algunas afirmaciones más, pero descubría que mi aclaración no había logrado producir un consenso.
- Les voy a decir cómo yo lo veo. De hecho podríamos seguir ambos caminos. Para algunos esa frase es una afirmación; para otros es una declaración. La pregunta que yo me hago es esta: para quien sostiene que ‘Dios existe’, ¿cuál de estos dos actos es? Yo sostengo que para esa persona se trata de una afirmación. Para esa persona, insisto, Dios existe en el mundo. Es Dios quien lo ha creado a él. No es él quien con su palabra crea a Dios. Por lo tanto, si yo tomo la frase como una declaración no sólo parto por no escuchar lo que me quiere decir, sino que le falto el respeto. La decisión debo tomarla no en razón de consideraciones conceptuales (que por lo demás no me dan una opción), sino estrictamente en función de la ética de la convivencia que quiero establecer entre nosotros.
Me miraban no sin cierto desconcierto.
- Entonces, me dijo uno, ¿Dios existe?
- No tan rápido le contesté yo. Sólo estamos iniciando un proceso. Si ustedes me aceptaran que debemos tratarla como una afirmación, ¿cuál es la próxima encrucijada que enfrentamos?
- Si la afirmación es verdadera o es falsa, saltó uno de ellos.
- ¡Perfecto!, exclamé yo. ¿Y cómo resolvemos eso?
- De acuerdo a las evidencias que todos podamos aceptar o los testigos que esa persona sea capaz de proveer.
- Hmm!... de acuerdo. Entonces, ¿verdadera o falsa?
Se miraban en silencio.
- No se pueden proveer evidencias, ¿verdad? ¿Implica eso que es falsa?
- No necesariamente, exclamó uno de ellos.
- Muy bien, ¿en qué categoría entonces la colocamos?
- Indeterminada, dijo uno.
- Muy bien. No podemos proveer evidencias para declararla verdadera. Pero ello no implica que sea necesariamente falsa. Se trata por tanto de una afirmación cuya verdad se invoca basada simplemente en la fe. ¡Y eso lo sabemos!
Uno de ellos, que yo sabía que se declaraba ateo, se sonreía viendo donde esto estaba conduciendo.
- Pero ahora tomamos la proposición contraria. La proposición «Dios no existe». Porque si logramos resolver el estatus de esta, quizás ello nos ayude a despejar la verdad o falsedad de la primera. Veamos entonces, «Dios no existe», ¿afirmación o declaración?
- ¡¡Afirmación!!, gritaron todos.
- ¡Bien!, les dije yo. Veo que nos estamos poniendo de acuerdo.
- ¿Verdadera o falsa?
Silencio.
- ¿Verdadera o falsa?, insistí yo, ¿Cuáles son los criterios?
- Convenciones, evidencias, testigos, dijeron varios a la vez.
- ¿Y entonces?
- No podemos proveer ninguno, dijo uno.
- ¿Y entonces?
- ¿Indeterminada?
- Pues, claro. No tenemos otra opción, ¿verdad?
- Pues, no.
- Y el que dice que «Dios no existe», ¿en qué se basa entonces?
- ¿En la fe?, preguntó extrañado uno de ellos.
- Evidentemente, les dije yo. No tiene otra opción. Quienes afirman tanto lo uno como lo opuesto, sólo pueden hacerlo como un acto de fe. Ambos hacen sus opciones basados en la fe. ¿Qué quiero decirles con esto? Que la ontología del lenguaje no puede resolver esta disyuntiva. Sólo puede advertirles que cuando se enfrenten a ella, asuman responsablemente el hecho que, de acuerdo a la respuesta que den, la vida tendrá un sentido diferente. Pero la opción final le corresponde a cada uno. La ontología del lenguaje sólo los invitará a respetar a quienes den ambas respuestas.
- Muy bien, Rafael, me dijo uno. Pero tengo la impresión de que te nos has escapado. Quizás la ontología de lenguaje no pueda dirimir este asunto. Pero tú, ¿cuál opción tomas tú? ¿Tú crees que Dios existe o que no existe? ¿Cuál es tu respuesta? ¿Por cuál de las dos «fés» te inclinas?
- Nuevamente, por consideraciones éticas, no es pertinente que yo les responda esa pregunta. Mi rol frente a ustedes es de maestro y desde él hago un esfuerzo importante para que me sigan y aprendan. Este esfuerzo debo concentrarlo en lo que es pertinente que les enseñe. Pero no es pertinente que abusando de la autoridad que ustedes me confieren como maestro, los haga partícipe de mi opción personal. Y no descarto que algunos de ustedes la puedan vislumbrar a partir de las cosas que haré y que les diré. Pero será siempre vuestra interpretación y yo me negaré en todo momento a validarla.
Me miraban sonriendo. No sé si ello se debía a que creían que yo los había engañado o ello era el resultado del proceso que habíamos vivido juntos. Los dos alumnos que se me habían acercado en el refrigerio y que habían provocado esta experiencia en el grupo optaron por quedarse en el programa, se certificaron y por lo que sé, hicieron muy buen uso en sus carrera de lo que aprendieron.
Mientras daba por terminado este episodio, me volvía a acordar de Michael Graves y, en la distancia, le daba las gracias. Sentía que su consejo me había sido útil.
Palabras de cierre
Estamos llegando al final de este capítulo. Su objetivo ha sido mostrar que el discurso de la ontología del lenguaje –tal como sucede con nuestros programas de formación– representa algo bastante más importante que lo que obtenemos cuando procuramos dar cuenta del conjunto de sus temáticas. Representa por sobre todo una plataforma particular de observación, plataforma desde la cual muchas de esas temáticas pudieron ser desarrolladas. Reducir el discurso de la ontología del lenguaje a los temas que hoy en día hemos sido capaces de desarrollar en su interior es reducir la capacidad futura de proyección de este discurso.
La ontología del lenguaje es un discurso nuevo, emergente, y como tal tiene un potencial de desarrollo futuro que somos incapaces de medir. Abrigamos la esperanza que este nuevo discurso pueda contribuir en el futuro a remodelar nuestro sentido común, tal como en el pasado lo hiciera el discurso de la metafísica. Es curioso. Sin saber mucho de filosofía, los individuos occidentales representan la encarnación de una propuesta filosófica que fuera desarrollada hace más de dos mil trescientos años. Las premisas de esa propuesta filosófica devinieron los presupuestos desde los cuales se levantó el sentido común del hombre y de la mujer occidentales, de hoy y del pasado. Tal sentido común, que nos fue muy útil por largo tiempo, se ha convertido actualmente en un obstáculo para que podamos vivir con plenitud y de una manera que nos sea a todos mutuamente satisfactoria.
Para salir de él, para poder despegarnos de los supuestos del programa metafísico, estamos obligados a repensarnos nosotros mismos. Ese es su núcleo problemático y ese es el gran «talón de Aquiles» del programa metafísico. Hoy entramos en una confrontación cuyo campo de batalla es la comprensión del ser humano. Nunca ha sido tan urgente volver a preguntarse, ¿cómo somos?, ¿qué tipo de ser es el ser humano? Esa es la pregunta fundamental que guía, como el relámpago de Heráclito, las preguntas que se hace la ontología del lenguaje.
Hay momentos en la historia en los que prevalecen las respuestas. Hay, sin embargo, otros momentos en los que lo que predomina son determinadas preguntas. Estamos viviendo uno de esos momentos. Y la pregunta que hoy observamos que está siendo enarbolada es la pregunta sobre nosotros mismos. Durante mucho tiempo vivimos de respuestas que nos parecían satisfactorias. Hoy, sin embargo, sospechamos que hemos estado profundamente equivocados. Esta ya no es sólo una sospecha intelectual. Nuestras vidas nos ofrecen el mejor testimonio de que se hace necesario revisar las respuestas que en el pasado dábamos por válidas y de rectificar el camino. De lo que se trata es de rectificar la manera de cómo hemos estado viviendo.
Son varias las voces que se han levantado en estos últimos doscientos años, advirtiéndonos sobre esta necesidad y mostrándonos los diversos problemas que encierran los presupuestos del programa metafísico. Todas esas advertencias han ido lentamente fermentando y hoy alcanza una fuerza que muchas veces pareciera incontenible. Hasta ahora, sin embargo, esta confrontación se daba fundamentalmente en el terreno de la filosofía. Se trataba en lo fundamental de un debate académico o, al menos, de sujetos ilustrados.
Hemos entrado en una nueva fase. Este debate hoy en día ha saltado las murallas de la ciudadela filosófica y se está apoderando de la calle. La sospecha de que hemos seguido un camino errado y de que hemos estado profundamente equivocados está llegando al ciudadano común. Él y ella están pidiendo una forma diferente de encarar la vida, una manera distinta de observarse a sí mismos. Ellos se están armando para tomar por asalto la ciudadela de filosofía, a la que hasta ahora se les negaba el acceso.
No estamos sosteniendo el exterminio de los filósofos. Muy por el contrario. Ellos serán cada vez más importantes. Pero esas murallas que han separado por tanto tiempo el quehacer filosófico del quehacer de los hombres y mujeres comunes, están por venirse abajo. Vemos brechas en ellas por todos lados. Sospechamos que estamos por presenciar un reencuentro entre los filósofos y el resto de los ciudadanos. Nuestro propio quehacer se ha definido desde siempre como un puente que busca concretar ese acercamiento, a través de modalidades diversas. Nuestros alumnos lo saben. Ellos salen de nuestros programas enarbolando banderas filosóficas. Salen hablando de Heráclito, de Sócrates, de la metafísica, de Nietzsche, de Heidegger, de la alternativa ontológica. Es un buen comienzo.
Pero no basta que enarbolen banderas. Es preciso también que penetren en el propio quehacer filosófico. Que a su manera, participen en el ejercicio de una forma de pensar desde la cual se generan respuestas que nos afectarán a todos. Es preciso que les arrebatemos a los filósofos el monopolio de la reflexión filosófica. Es preciso advertir que no pensamos que todos podremos realizar lo que personas adecuadamente adiestradas serán capaces de hacer. La filosofía es un área de especialidad y, como tal, requiere como toda profesión de especialistas.
Pero ha pasado algo curioso con la filosofía. Yo no soy músico, pero me permito disfrutar de la música. No soy deportista, pero me gusta asistir a espectáculos deportivos. Tampoco soy político y no por ello dejo de participar en política. Quizás entienda que en áreas muy delimitadas que se concentran y requieren de un particular nivel de especialización, como sucede en determinados campos científicos, podamos aceptar en paz quedarnos fuera.
Pero este no es el caso de la filosofía. Sin negar que existan áreas en la filosofía que requieren de un alto nivel de especialidad, no es menos cierto que la filosofía tiene un vasto territorio de reflexión general. En ellos, lo que la filosofía muchas veces realiza es un pensar sobre nosotros, sobre la vida. Sus reflexiones, como sus conclusiones, debieran comprometernos, afectarnos, inquietarnos, interesarnos. Lo sorprendente es que esas reflexiones hayan llegado a interesarnos tan poco y que parecieran ser completamente irrelevantes a la forma como conducimos nuestras vidas. Eso nos habla de un serio problema, no tanto de nosotros, sino de la filosofía. ¿Qué ha pasado con ella?
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