Читать книгу: «Raíces de Sentido», страница 8
Misterio. La palabra griega es mysteria, que significa culto secreto. Se lo asocia con el término orgía, que significaba ritual. Y orgía es la expresión que quizás mejor define a los ritos dionisíacos. Dionisos es un dios viajante, un dios itinerante, un dios sin domicilio fijo. Pero Dionisos no viaja solo: lo hace acompañado por un cortejo, por un thiasos, séquito de mujeres –las Ménades o Bacantes– y de sátiros que siguen al dios bailando, al son de la música que ellas interpretan con sus flautas, tambores, timbales (kymbala) y panderetas (tympanon), recitando sus ditirambos, cubiertos con coronas de ramas de hiedra y de vid (las principales plantas que representan al dios). Curiosamente, no es habitual encontrar a hombres en su cortejo. A veces se perciben determinados animales en el thiasos de Dionisos, frecuentemente la pantera –expresión de la fiereza y de la agilidad del dios–, el toro, el asno y el macho cabrío, expresiones de su poder fecundador y, por tanto, transformador. Los miembros del séquito de Dionisos suelen portar el thyrsos, rama de abundantes hojas en la punta.
Por el camino, nuevas mujeres abandonan sus hogares y se suman al thiasos. Fluye el vino: es la orgía, el misterio. El baile, la música y el vino son los caminos del ékstasis –que en griego significa “salir de sí, de la propia personalidad”– para alcanzar el enthousiasmos –término que significa “la plenitud en dios”, utilizado por los griegos para describir a quienes se comportaban como si estuvieran poseídos por el dios – participando en sus bailes y rituales. El mito de Dionisos va acompañado por los ritos tras los cuales la ciudad, la comunidad, se reúne para celebrar al dios en una gran bacanal, palabra que proviene de uno de sus muchos nombres, ¡Bacchos!, expresión gritada frecuentemente por quienes participan en sus ritos mientras bailaban suelta y desaforadamente. Este Dionisos no es un dios del que sólo se habla, o al que se le honra en templos; es un dios al que se le convoca y con quien la comunidad participa en los ritos orgiásticos que celebran su misterio. El baile –no la oración– expresa la mejor forma de traerlo y participar en este extraño misterio. El thiasos, su grupo de seguidores, es el lugar para hacerlo.
Dionisos es el inventor y señor del vino, bebida que produce los efectos que este dios busca generar. Pocas cosas representan mejor a Dionisos que lo que se produce cuando se toma vino. Estar bajo el efecto del vino es estar poseído por el espíritu de Dionisos, lo cual es importante en la medida que nos entrega pistas importantes para cuando luego busquemos desentrañar el carácter de este dios. El vino fluye abundantemente en las bacanales.
Hay, sin embargo, algunos malentendidos con respecto a estas bacanales que es preciso disolver. Muchos tienden a pensar que se trata de verdaderas orgías sexuales en las que los individuos que en ellas participan intercambian sucesivamente de parejas y despliegan una alta promiscuidad. Pues bien, ello no es exactamente lo que sucede, aunque quizás ello pueda acontecer. Pero esto no es necesariamente lo más frecuente, ni muchos menos lo más importante. Lo central de la experiencia de la orgía es el baile, el baile desenfrenado. Se trata de un baile que opera como trance, a través del cual quienes participan van extrayendo de sí mismos aspectos cada vez más profundos, más escondidos, exponiéndose cada vez más al desnudo. Muchas de las mujeres que participan en estos ritos sacramentales despliegan profusamente sus instintos maternos. Algunas toman en sus brazos a algunos animales del bosque y los amamantan. Otras simplemente se entregan enloquecidamente al frenesí del baile y se despojan de sus ropas. Otras añaden a lo anterior los efectos liberadores y desinhibidores del vino. Unos bailarán solos; otros lo harán en grupo. Se trata del ejercicio pleno de la libertad.
El vino trae consigo la presencia del dios y expresa su epifanía, su manifestación. Toda vez que tomamos vino, estamos honrando a Dionisos. Antes de la aparición de Dionisos el vino no era conocido. Él lo descubre en un largo viaje que hace, de adolescente, por Arabia y la India. En su retorno de ese viaje ya trae consigo a Grecia esta bebida de atributos divinos que, como dirán muchos, mientras más se la toma, más deseos se sienten de tomarla. El vino es un líquido vivo, como el mismo dios. Mientras no entre en estado de descomposición, está en permanente cambio. El vino que tomamos no es nunca el que hubiésemos encontrado el día anterior, quizás incluso algunas horas antes: es símbolo de la propia vida.
El viaje de Dionisos a Arabia y la India representa también un rasgo interesante. No es habitual en la mitología griega hacer viajar a sus dioses fuera del mundo propiamente griego. Normalmente se trata de dioses contenidos dentro de las fronteras de este mundo. Pero este no es el caso de Dionisos. Como ya lo hemos dicho, se trata de un dios viajero, itinerante, portador de misterios que parecieran provenir de muy lejos. Aunque su carta de ciudadanía griega no puede ser puesta en cuestión, Dionisos exhibirá rasgos que lo asociarán con dioses de otras tierras. Entre ellos destaca el dios hindú Shiva, dios danzante y expresión de los procesos permanentes de transformación. Hay quienes han sostenido que Dionisos y Shiva serían uno y el mismo dios. Otras personas lo asociarán con Osiris, el dios egipcio desmembrado, cortado en pedazos y vuelto a recomponer.
Los ritos dionisíacos dan origen a la tragedia en Grecia. La tragedia –que significa “canto al macho cabrío”, uno de los animales identificados con Dionisos– surge mediante una conversión del thiasos, o séquito de Ménades, al coro (“danza”) que canta diversas experiencias e historias. Aristóteles relaciona tanto el origen de la tragedia como el de la comedia a dos tipos de comportamientos dionisíacos: el ditirambo –o ejercicio declamativo que realizaban las seguidoras del dios– para la tragedia, y las canciones fálicas para la comedia. En sus inicios, en las tragedias sólo existía el coro, expresión directa del thiasos dionisiaco. Posteriormente, del coro se desprenderán algunas personas que portando máscaras asumirán roles de personajes. Pero ello será un desarrollo tardío. El coro siempre tendrá un papel importante en la tragedia clásica; a través de él se expresa la voz de la comunidad. Y la conformación de la comunidad, de una persona colectiva en la que se funden las personas individuales, será uno de los rasgos destacados de los ritos dionisíacos.
La máscara es también uno de los rasgos distintivos de estos ritos. La presencia de Dionisos es asegurada a través de una gran máscara alrededor de la cual bailan los participantes. Pronto ellos se perciben a sí mismos como un conjunto de máscaras que cada uno se pone y se saca. Las máscaras permiten el intercambio de roles, y cada uno escoge roles muy distintos durante el baile. Al final, pareciera que no somos sino máscaras. Incluso nuestro propio rostro podemos ahora verlo como una máscara más. Sólo que nos hemos habituado y confundido con ella. Parte del rito implica llegar a ver nuestro rostro como lo que es, sólo una máscara. Muchas veces la más-cara, con la figura de Dionisos, es colocada en la parte superior de una columna, alrededor de la cual se realizan los bailes. Lo importante es dar testimonio de la presencia del dios.
La máscara deviene un símbolo importante en el culto a Dionisos. Nuestra noción de individuo hace uso del término griego que significa precisamente “máscara” (persona). La persona que somos sólo expresa la máscara que nos hemos acostumbrado a llevar. Pero si la persona no es más que una másca-ra, ¿qué hay detrás de ella? ¿ Quiénes somos realmente? Eso es precisamente lo que los ritos dionisíacos buscan desentrañar, aunque detrás de la máscara sólo encontraremos el misterio de Dionisos.
En efecto, pronto descubrimos que cada vez que nos sacamos una determinada máscara lo que aparece no es sino otra máscara; en un proceso sin fin pero que, sin embargo, en su trayecto descubre capas cada vez más profundas de nosotros mismos. Nunca llegamos a la cara o al rostro final, sólo a otra máscara más (más-cara). Sólo representamos personajes, tal como lo hacemos en la tragedia. No tenemos otra opción. La única opción de que disponemos es la de optar por un personaje distinto y por la máscara que lo identifica. Y luego quizás por otro.
Este es uno de los secretos que nos revelan los misterios de Dionisos. La vida no es otra cosa que un escenario en el que cada uno representa la tragedia de su vida. Sólo que la tragedia, como práctica autónoma, lo sabe, y nos lo expresa utilizando como sus símbolos representativos la propia máscara, el símbolo de Dionisos. La vida es un teatro que no se reconoce a sí mismo como lo que es; un teatro con personajes que suelen creer que son más que meros personajes, con caras que no son sino máscaras y no otra cosa, por muy apegadas a nosotros que las tengamos. La diferencia entre la vida y el teatro suele diluirse: uno de los secretos de aprender a vivir consiste precisamente en volver a conferirle a la vida su carácter representacional. A ello nos ayuda Dionisos.
El dios mismo se nos revela con distintos rostros, con apariencias muy diferentes. Muchas veces toma la forma de algunos de sus animales favoritos, pero su apariencia pareciera estar en permanente metamorfosis. Cuando se nos presenta en apariencia humana lo vemos a veces como un joven inocente y malicioso, con esa extraña sonrisa en la boca. Otras veces asume la forma de un hombre ya entrado en años que pareciera saberlo todo, de quien es muy difícil esconderse, que da la impresión de conocer todas las respuestas, y que nos mira observándonos con incredulidad y picardía.
Muchos de sus rasgos han llevado a pensar en un dios de una fuerte influencia de la antigua cultura minoica, desarrollada tempranamente en Creta. Entre estos rasgos se encuentran el uso del vino y la hiedra, las epifanías divinas –expresiones de manifestación del dios– y los cultos extáticos, las mujeres bailando con culebras y flores, amamantando niños; así como la presencia recurrente del toro y los temas taurinos. Pero como suele suceder con Dionisos, nada pareciera ser determinante para inscribirlo al interior de una sola tradición.
Relación de Dionisos con otros dioses
Dionisos tiene relaciones muy diferentes con los distintos dioses del Olimpo. Tal como hemos dicho, Zeus, su padre, estará siempre pendiente de él, procurando que pueda desarrollarse de manera segura. Lo tendrá en su mirada y lo cubrirá con un manto protector. Será Hermes, sin embargo, quien se haga cargo del desarrollo de Dionisos, y aparecerá cada vez que este requiera de un nuevo entorno para garantizar su desarrollo. Existirá siempre una gran afinidad entre estos dos dioses.
Hermes, el dios mensajero y trasgresor, es prácticamente un complemento de Dionisos, el dios itinerante. Es quizás el dios que más se le parece. Se trata por lo demás de dos dioses que generan hijos extraños. Hermes, como ya lo hemos descrito, genera con Afrodita a Hermafrodito, de doble genitalidad; Dionisos, por su parte, genera con la misma diosa a Príapo, de genitalidad exuberante. Afrodita y Dionisos comparten muchas veces una mirada muy parecida frente al mundo y la vida.
Sus relaciones serán también muy positivas con Poseidón, Deméter y Hades. Como vimos, Poseidón le brinda una mano que lo salva de ahogarse en el mar, para luego volver a depositarlo bajo el cuidado de Hermes. Con Deméter, Dionisos comparte el amor por la naturaleza y los ciclos que la rigen. Dionisos es un dios celebrador de los ciclos naturales. Su estrecha amistad con Pan así lo atestigua.
La relación con Hades, sin embargo, es algo más compleja. La presencia de Dionisos tiene un efecto curioso. Mientras esta produce una exaltación de la vida, simultáneamente bordea la muerte, como ya lo veremos de manera concreta en diversos episodios de la vida de Dionisos. El punto es este: la muerte ronda a Dionisos. Cada vez que el diapasón de la vida se incrementa, se siente a la vez la presencia de la muerte. Heráclito lo advierte acertadamente cuando nos señala que
“Hades y Dionisos... son uno y el mismo”.
Una de las relaciones más interesantes, sin embargo, es aquella que Dionisos desarrolla con su medio hermano Apolo. Son muy diferentes y, sin embargo, pareciera que ambos intuyen que se complementan de una manera muy profunda. Se trata de dos dioses que se respetan mutuamente, y que buscan compartir un mismo espacio. Apolo, el dios de la armonía, del orden y la medida, se apoya en Dionisos, el dios de la desmesura. Así como Apolo sabe que dos de sus instrumentos más queridos –la lira y el arco– requieren ser tensionados para obtener lo mejor de ellos, pareciera comprender que él mismo entra en una tensión virtuosa en compañía de Dionisos. Ello lleva a estrechar la relación entre ambos dioses al punto de que compartirán el mismo santuario. Delfos, el lugar en el que reside el oráculo de Apolo, será también un lugar compartido por Dionisos. Durante parte del año, Apolo cede su lugar a Dionisos, y Delfos se convierte en un lugar regido por él.
No es posible hablar de la relación entre Apolo y Dionisos sin referirse a lo que al respecto planteara Nietzsche. Para este filósofo la relación entre ambos dioses y lo que cada uno de ellos representa es algo de una importancia fundamental; se trata de la mejor fórmula que pueda encontrarse para vivir en plenitud, y simultáneamente el mejor secreto que nos entregara Grecia en la Antigüedad. El período de mayor esplendor de la cultura griega se alcanza, según Nietzsche, cuando se produjo esta tensión entre los principios apolíneos y los principios dionisíacos. Una de las más claras expresiones de esta tensión mágica se expresa en las tragedias tanto de Esquilo como de Sófocles.
Sin embargo, en un determinado momento esta tensión se rompe y se impone lo apolíneo, sacrificándose lo dionisiaco. Y una vez que ello acontece, según Nietzsche, se inicia la decadencia. Los productos culturales se unilaterizan, el pensamiento desplaza al resto de las dimensiones de la vida. Se sacrifica la emocionalidad, se proclama el desprecio al cuerpo; la tragedia pierde su majestuosidad, la conexión con el misterio de la vida, su destino se diluye y se apoderan de sus personajes los motivos psicológicos. El espíritu original de la tragedia se pierde, y esta comienza a convertirse en mero drama. Esta degradación, según Nietzsche, aparece ya representada en el último de los grandes escritores trágicos del mundo griego: Eurípides. La decadencia se inicia en el momento que la influencia de Dionisos declina y que los principios apolíneos –el orden, la armonía y la razón– devienen hegemónicos y excluyentes.
La relación de Dionisos con muchos otros dioses es armónica, aunque sin la cercanía que construye con aquellos referidos en los párrafos anteriores. Es una relación armónica con Hefaísto, por ejemplo, quien construye la guirnalda que Dionisos le regala a Ariadna. Con Artemisa se encuentran en el amor que ambos sienten por los animales. Hestia le tiene un afecto especial, al punto de que está dispuesta a cederle su posesión más importante: el sillón en el Consejo Olímpico. Con Atenea pareciera producirse un vínculo de respeto mutuo; no son muchas las oportunidades en las que se los percibe colaborando juntos.
Hay dos dioses, sin embargo, con los cuales Dionisos entra en franca relación de conflicto, y con los cuales se verá frecuentemente en batalla. Se trata de Hera, la diosa del matrimonio y la fidelidad conyugal, y su hijo Ares, dios de la guerra. Ambos están en las antípodas de lo que representa Dionisos, y parecieran aludir a dimensiones de la vida con las cuales les es muy difícil convivir. La posibilidad de complementarse que se presentara con Apolo, con estos dos dioses –Hera y Ares– pareciera estar clausurada. Cada vez que se los ve juntos es porque buscan su mutua destrucción.
Ya hemos visto la gran animosidad que desde su mismo nacimiento Hera siente hacia Dionisos, y sus permanentes deseos de exterminar al recién nacido. Será gracias a otros dioses que Dionisos logrará sobrevivir. Pero luego de que el dios crece, esta animosidad no se atenúa, y serán múltiples las veces en que Hera –directamente o con la ayuda de Ares– procurará terminar con este dios extraño y socavador de algunos principios de autoridad. Para Hera, Dionisos es percibido como un peligro.
Para Dionisos, tanto Hera como Ares son una amenaza constante, no sólo a su vida sino al reconocimiento de su plena legitimidad como un dios. Y como veremos, Dionisos mostrará ser particularmente sensible ante quienes desconocen esta legitimidad. Ese será su gran punto débil. Podríamos hablar incluso de su talón de Aquiles, si no fuera una falta de respeto comparar a un dios con un mortal, por muy célebre que este haya sido. Y cuidado, que Dionisos suele molestarse cuando hay quienes se permiten estas licencias. Si algo espera este dios es que se le reconozca su carácter divino. No hacerlo se paga muy caro, lo cual nos muestra una dimensión del dios de la que no podemos prescindir.
Ariadna
No es posible hablar de Dionisos sin hacer referencia a Ariadna, su mujer y gran amor. De ello sin embargo hablaremos en la próxima sección, en el contexto del mito de Teseo, aunque al menos un alcance es pertinente hacer aquí. ¿Quién es Ariadna? Se trata de una de las hijas de Minos, rey de Creta. Su aparición en la mitología griega se relaciona con el gran mito de Teseo, y con la confrontación que este lleva a cabo contra aquel monstruo que Minos escondiera en el laberinto: el Minotauro. Al Minotauro lo asociamos con la noción de cautiverio, el cautiverio del propio monstruo y el cautiverio que el monstruo impone sobre Atenas.
El rol de Ariadna en este mito consiste en proveerle a Teseo las armas que le permitan entrar en el Laberinto, llegar a sus lugares más ocultos, enfrentar y matar al Minotauro para luego ser capaz de volver a salir a la intemperie sin quedar atrapado en su interior. Estas armas son la espada y el carril de hilo. Ya veremos el rol que ambas juegan. La imagen con la que asociamos a Ariadna es poderosa, es sugerente. Sin embargo, no es ella quien entra en aquel lugar de donde no se sale. Ariadna sólo proporciona las armas para hacerlo. Quien entra es otro: Teseo. Pero es Ariadna quien permite el éxito de esta hazaña, ella es la artífice de la liberación del cautiverio. Quizás sea eso lo que despierta el amor de Dionisos hacia ella.
Algunos episodios en la vida de Dionisos: los enojos del dios y la presencia de la muerte
Nos parece importante relatar algunos episodios ligados al mito de Dionisos, pues nos revelan algunos de los aspectos más sombríos de este dios. Para hacerse una idea del sentido del cual Dionisos es portador, es importante una visión más completa de su vida, hazañas y conflictos. A este respecto, no podemos dejar de mostrar su profundo poder destructivo. Episodios como los que vamos a relatar hay varios, muchos de los cuales suelen terminar de manera similar: en locura, en destrucción y muerte. Escogeremos sin embargo sólo dos de ellos, pues nos parecen suficientes para mostrar el lado tenebroso de nuestro extraño dios.
Pudimos haber hablado también del encuentro de muchos otros episodios en la vida de este dios. De su encuentro, por ejemplo, con Oineo –rey de Kalidón–, con cuya esposa Altaya Dionisos procrea a Deianeira, que terminará casada con Hércules; de la historia de Icario, a quien Dionisos le regala el vino que este comparte con sus amigos, los que al sentir sus efectos creen que han sido envenenados y lo asesinan; del encuentro de Dionisos con los piratas, que buscan secuestrarlo, y a los cuales el dios convierte en delfines; de lo que sucediera con las hijas de Preto, rey de Argos, quienes luego de que negarse a integrar el cortejo dionisiaco, se toman a sí mismas por cerdos y se comen a sus propios hijos; incluso de lo que aconteciera con las hijas de Minia, rey de Beocia –a pocos kilómetros de Tebas–, quienes al negarse a participar en sus ritos igualmente enloquecen y despedazan a sus hijos. Pero todas estas historias quedarán en las pocas líneas que ya les hemos dedicado. Vamos, entonces, a los dos episodios seleccionados.
La historia de Licurgo, rey de Tracia
Se cuenta que en un determinado momento la diosa Hera descubre que Dionisos ha sobrevivido, y que se encuentra bajo la protección de las ninfas que habitan en el monte Nysa, cerca de Arabia. Se le ha informado que Dionisos está ejerciendo una gran atracción en las mujeres. Indignada, pide la ayuda de su hijo Ares. Este le promete a su madre que la ayudará y que le pedirá a Licurgo (“el que mata lobos”), hijo suyo con una mortal y guerrero tan sangriento como él mismo, que arrase con esa zona, para darle una buena lección a las ninfas y, de una vez, garantizar la muerte del dios rebelde. Licurgo le asegura que así lo hará.
Licurgo prefiere esperar que llegue el momento en el que las ninfas se encuentren solas para tomar acción. Ese día llega cuando Sileno y los sátiros acompañaban a Dionisos en un viaje que este hiciera a un cierto territorio cercano. El dios Pan se encontraba también fuera de la región, en una de sus diversas andanzas. Acompañado por un grupo de sus hombres, y armados con varillas, Licurgo entra en la caverna donde habitaban las ninfas y las obliga a arrancar despavoridas, mientras las golpea con las varillas.
Sin saber que esto había acontecido, Dionisos acepta una invitación que Licurgo le ha hecho para visitarlo en su palacio. Desarmado, el dios se dirige donde Licurgo habita, rodeado de sátiros y Ménades, adornadas estas con coronas de mirto, tocando sus instrumentos y portando cuernos colmados de vino para ofrecérselos a su anfitrión. Al verlos aparecer, Licurgo y sus hombres alzan palos y varillas y se lanzan contra el cortejo. Dionisos y sus seguidores se desprenden de todo lo que llevaban consigo para simplemente arrancar, perseguidos por los agresores, hasta el borde de un risco, desde donde se lanzan al océano. Allí encuentran la protección de Tetis, diosa del mar. Al darse cuenta Licurgo de que los ha perdido, se contenta con maldecir las olas.
En seguida él y sus hombres deciden retornar a palacio con las manos vacías. En el camino, sin embargo, se encuentra con Ambrosía, una de las ninfas, a quien procura atrapar. La ninfa escapa y, al momento de salir detrás de ella, Licurgo se ve atrapado por una mata de hiedra que lo aprisiona al punto de impedirle gritar para pedir ayuda. Ares intenta salir a la defensa de su hijo, pero Zeus se lo impide. Ello alienta al conjunto de las ninfas que, viendo a Licurgo atrapado, comienzan a golpearlo sin misericordia con los propios palos y varillas con los que este se había armado. Licurgo sangra profusamente.
Poseidón, enfurecido por las maldiciones que Licurgo lanzara en contra de las olas, se suma con un gran terremoto en toda la zona, que destruye ciudades y palacios. Zeus mismo hace que los hombres de Licurgo enloquezcan. Las ménades, mujeres de la zona que se habían sumado al cortejo de Dionisos, vuelven a sus hogares y matan con cuchillo a sus propios hijos mayores, para luego asar sus carnes. Sus maridos –soldados al servicio de Licurgo– retornan a sus casas, donde son servidos con la comida que sus mujeres han preparado a partir de la carne de sus hijos.
Hera siente que está perdiendo la batalla y decide intervenir personalmente. Haciéndose de la espada de Ares, su hijo, se lanza en contra de las ninfas, que vuelven a huir aterrorizadas, y libera a Licurgo de la mata de hiedra que lo aprisionaba. Ello vuelve a enfurecer a Zeus, quien eleva a las ninfas del monte Nysa a una altura en la que nadie pueda hacerles daño ni olvidarlas, y las convierte en un grupo de siete luminosas estrellas que conocemos como las Hiades, las cuales conforman la cabeza de la constelación de Tauros.
Licurgo vuelve a su palacio sólo para descubrir que ya no le pertenece. Dionisos se ha apoderado de él. Toda la casa se encuentra en éxtasis, y las vigas del techo bailan, como nos relata Esquilo. Licurgo se vuelve loco y, con la mirada alterada, cuando ve aparecer a su propio hijo toma un gancho para podar árboles y le corta la cabeza y los pies. Por el resto de sus días, Licurgo vagará ciego por la ciudad. Se le verá guiado por niños que lo conducirán del palacio al templo, y del templo a la plaza, o simplemente caminando sin dirección entre los huertos que bordeaban la ciudad. En las treinta mil líneas que constituyen los poemas homéricos de la Ilíada y la Odisea, sólo aparece una breve mención a Dionisos. Se trata de la historia de Licurgo. Dando cuenta de los hechos ya relatados, Homero canta:
“Incluso el hijo de Drías, el fuerte Licurgo, no logró vivir mucho luego que desafiara a los dioses del cielo. Hubo un momento en el que persiguió a las nodrizas del bravo Dionisos fuera de su mágica Nysa. Ellas soltaron al instante sus implementos sagrados, mientras el asesino Licurgo las golpeaba con su picana. El mismo Dionisos, aterrorizado, se lanzó al fondo del mar, donde, asustado y estremecido por las amenazas que le había inflingido un mortal, Tetis lo coloca en su falda. Pero los dioses, que viven a sus anchas, se enojaron con Licurgo, y Zeus lo hizo ciego. Luego de eso, odiado por todos los dioses inmortales, no fue mucho lo que vivió”.
La historia de Penteo, rey de Tebas
Tebas es la ciudad en la que Dionisos fue concebido. Fue en el palacio de Cadmo, rey de la ciudad, donde Zeus sedujo a Semele. Tebas se encuentra entre Atenas y el santuario de Delfos. Pues bien, uno de los relatos más espeluznantes sobre los efectos que produce la presencia de Dionisos nos lleva a la ciudad de origen del dios, al seno mismo de su familia. Se trata de la historia de Penteo, “un nombre que predice pesar”, como lo señala una línea de una tragedia escrita mucho más tarde por Caremón de Alejandría.
El rechazo a nuestro dios pareciera haber sido mayor en la misma Tebas que en ningún otro lugar. Cadmo, ya viejo y cansado, ha dejado el trono de la ciudad a Penteo, su nieto, hijo de Ágave, una de las hermanas de Semele que se negara a creerle la historia de su amor con Zeus. Por lo que sabemos, el reino de Penteo fue muy estricto, duro y represivo. Mientras el culto a Dionisos se había extendido por buena parte del mundo griego, Penteo no permitía que este fuera celebrado en Tebas. “Nadie es profeta en su tierra”, dice la sabiduría popular.
Sin embargo, hay cosas que el poder del Estado no puede impedir y, tal como nos informa el historiador siciliano Diodoro, los ritos al dios se desarrollaban en la noche –secretamente– en las cercanías de Tebas. El mismo historiador sugiere que las prohibiciones oficiales de Penteo eran una respuesta a los sentimientos de vergüenza que se asociaban con ciertas prácticas sexuales que, de manera oculta, se registraban en Tebas. Nada es descartable. De todas maneras, es posible que Penteo creyera que estos actos sexuales eran alentados por las Ménades que se reunían en algunas montañas cercanas para honrar a Dionisos.
Pues bien, un pastor tebano le informa a Penteo que ha divisado, en las cimas nevadas de uno de los montes cercanos, un thiasos de Ménades que había estado bailando liderado por Ágave, la propia madre del rey, y sus hermanas Autónoe e Ino. Sí, la propia Ino, fallecida luego de haber asumido el cuidado de Dionisos cuando este era un niño. El relato, sin embargo, tenía visos de veracidad. El pastor indicaba que luego del baile, con sus ropas arremangadas y sus piernas desnudas, las tres hermanas se habían tendido a dormir. Pero cuando Ágave escuchó el sonido de una de las vacas, despertó al resto de las mujeres. Algunas de ellas portaban serpientes alrededor del cuello, otras se habían puesto a amamantar pequeños ciervos y leones con sus mismos pechos. Una de ellas agitó unas rocas con su thyrsos –aquellos palos con hojas en la punta que portaban las Ménades–, y de ellas salió agua, vino e incluso leche, elementos de los cuales bebieron.
Uno de los pastores habría sugerido a los demás que tomaran a Ágave y la devolvieran a palacio. Pero al descubrir Ágave lo que se proponían, con el resto de las mujeres se lanzaron contra los pastores, obligándolos a huir. Ya a salvo, al mirar a la distancia lo que estas mujeres hacían, para su asombro los pastores vieron cómo las mujeres, de las que había de todas las edades, se lanzaban contra sus rebaños, tomaban los animales y los descuartizaban para luego comerse su carne cruda. Luego las mujeres se trasladaban a las aldeas donde estos pastores vivían, saqueaban sus casas e integraban a sus hijas al cortejo. Estas no habían resistido.
Penteo no necesitaba oír más. Para él, Dionisos era un impostor que reivindicaba ser un dios que decía ser hijo de su propia tía, Semele, siendo que ella, que había sido devorada por las llamas en un incendio incluso antes, alcanzara a dar a luz. Sabía también de un muchacho afeminado que había estado rondando por las afueras de Tebas procurando que las mujeres se le unieran en extrañas y sospechosas prácticas rituales. Lo que le extrañaba a Penteo, sin embargo, era el rumor de que no sólo su madre y sus dos tías, Autónoe e Ino, habían sido vistas con el grupo, sino que incluso se decía que Cadmo, su abuelo, y el sabio Tiresias también se habían integrado al cortejo, cubriéndose con coronas de hojas de parra y de hiedra, y agitando sus respectivos thyrsos.
Penteo manda de inmediato perseguir a estos locos y apresar a cuantos se pudiera. Entre los apresados se encontraba un muchacho joven que decía ser un mensajero del mismo Dionisos. Penteo lo interroga personalmente, con el propósito de saber más sobre el grupo y sus extrañas prácticas. El joven lo invita a mirar con sus propios ojos lo que el thiasos hace. Para hacerlo, le dice, deberá vestirse de mujer, pues de ser descubierto lo podrían matar. La curiosidad morbosa de Penteo, que está convencido de que los miembros del thiasos se dedican a obscenas prácticas sexuales, lo hace aceptar la invitación, sin sospechar que el joven que tiene al frente es el propio Dionisos.
Бесплатный фрагмент закончился.